Capítulo 2

Cuando regresamos a París, había un mensaje urgente del conde. Debíamos regresar sin tardanza al château. Como el mensaje había estado esperándonos dos días, no perdimos tiempo en los preparativos.

Cuando dos días después llegamos al château, fue evidente que el conde no estaba complacido.

—Os esperaba antes —dijo fríamente—. ¿No recibisteis mi mensaje?

Expliqué que habíamos hecho un viaje por el campo y regresado a París sólo dos días antes; cuando vimos el mensaje nos apresuramos a obedecer sus instrucciones.

—Fue una tontería —reprobó—. Teniendo en cuenta los tiempos, no realizamos viajes de placer.

Me pregunté qué diría si se enteraba de que habíamos visitado a Yvette.

Más tarde ese mismo día, me mandó llamar y su mal humor había desaparecido.

—Os eché de menos —dijo simplemente, y yo sentí aquella excitación irreprimible que sólo él me producía—. Estaba alterado por la ansiedad. Debéis saber, prima, que nos encaminamos a algún terrible suceso. Ahora, sólo un milagro puede salvarnos.

—A veces suceden milagros —dije.

—Siempre he pensado que para producir un milagro se necesita una gran colaboración del ingenio humano, y por desgracia, en este momento en que necesitaríamos tener gobernantes de genio, sólo tenemos ineptos.

—No puede ser demasiado tarde.

—Es nuestra única posibilidad. No me digáis que nosotros hemos provocado esto, porque ya lo sé. Nadie podría saberlo mejor. Como clase, hemos sido egoístas y obtusos. En el último reinado, el rey y su amante dijeron que después de ellos vendría el diluvio. Ahora puedo sentirlo, amenazante. Creo que, sin el milagro, ese diluvio no tardará en envolvernos.

—Pero en la medida en que se sabe, es una advertencia. ¿No puede evitarse?

—El rey va a convocar los Estados Generales. Está pidiendo a los dos estamentos más ricos del reino —la Iglesia y la nobleza— que hagan sacrificios para salvar el país. Es una situación explosiva. Debo ir a París… partiré mañana. No sé cuánto tiempo estaré allí, o cuánto tiempo pasará antes de volver a veros. Minelle, quiero que os quedéis aquí hasta que envíe por vosotras. Cuidaos. Prometédmelo.

—Lo haré —dije.

—Y también a Margueritte. Cuidad de ella. No hagáis tonterías, tales como salir a buscar el hijo de Margueritte.

Retuve el aliento.

—¿Lo sabíais?

—Mi querida prima, tengo gente que vigila por mí. Debo saber lo que sucede a mi alrededor y eso incluye a los habitantes de mi casa. Os conozco bien. Creéis, como yo, que hubiera sido mejor para Margueritte no enterarse de dónde estaba su niño. Por otro lado, respetáis sus sentimientos maternales. Sé que encontrasteis a Yvette. Muy bien. Ella ya lo sabe. Lo visitará de tiempo en tiempo, y un día será traicionada y tendrá que enfrentarse con su esposo. Cuando esté casada, será asunto suyo… y de su esposo. Mientras no lo esté, y siendo mi hija, es asunto mío.

—Tengo la impresión de que sois omnisciente —dije.

—Es bueno que me veáis bajo este prisma. —Sonrió y cuando su sonrisa era tierna, le cambiaba el rostro y me conmovía profundamente—. Ahora debo hablaros seriamente, porque puede transcurrir algún tiempo antes de que volvamos a vernos. Voy a París para asistir a los Estados Generales. Debemos enfrentar esto con claridad. En cualquier momento… el pueblo puede rebelarse. Podríamos someterlos… no lo sé, pero vivimos sobre el filo de la navaja, Minelle. Por eso os hablo ahora. Debéis conocer la profundidad de mis sentimientos.

—No —repliqué—, eso es precisamente lo que no conozco. Sé que os habéis sentido atraído por mí, lo que me ha sorprendido. Sé que me trajisteis aquí por eso. Sé que lo mismo os ha sucedido con muchas mujeres. Es precisamente la profundidad de vuestros sentimientos lo que desconozco.

—¿Y le atribuís gran importancia?

—Sin duda es de la mayor importancia.

—No podía hablaros de esto mientras mi esposa vivía.

Me sentí enferma de miedo. Me asaltaron dudas y sospechas. Traté de desechar aquella fascinación insoportable. Estaba segura de que mi madre me advertía.

—Hace tan poco tiempo que ha muerto —me oí decir—. Tal vez deberíais esperar…

—¿Esperar? ¿A qué? ¿Hasta estar muerto? Por Dios, Minelle, ¿no comprendéis que podríamos no vernos más? Sois consciente de la actitud del pueblo. Habéis visto las piedras arrojadas por las ventanas. ¿Comprendéis que si esto hubiera sucedido cincuenta años atrás, el culpable hubiera sido descubierto, azotado y enviado a prisión, donde hubiera permanecido años?

—No es sorprendente que el pueblo desee un cambio.

—Por supuesto que no es sorprendente. Debería haber habido justicia… compasión… generosidad… preocupación por el pueblo. Ahora lo sabemos. Pero no exigen tan sólo esas cosas. Quieren venganza. Si tienen éxito, no habrá justicia. Se cambiarán las tornas, simplemente. Nos asesinarán y pedirán retribución. Pero todo esto lo sabéis. Los asuntos del reino nos fatigan. Son monótonos, depresivos, trágicos y sin esperanza. Minelle, quiero hablar de nosotros… tú y yo. Pase lo que pase, quiero que sepas esto. Mis sentimientos son profundos. Al principio pensé que se trataba de un deseo frívolo, semejante a los que he tenido tantas veces en mi vida. Mientras estabas en París, temí por ti. Supe que si te perdía, nunca más tendría un momento de felicidad. Voy a pedirte que te cases conmigo.

—Debéis comprender que no es posible.

—¿Por qué no? ¿Acaso no somos libres ahora?

—¡Habéis sido libre por tan poco tiempo! Y las circunstancias de la muerte de vuestra esposa…

—¿Crees lo que dicen de mí? Adorada Minelle, cualquier mancha que puedan arrojar sobre nosotros la echan y con gran ruido. Me acusan de asesinar a mi esposa.

Lo miré suplicante.

—¿Tú también? —continuó—. ¡Crees que la he matado! Crees que me deslicé en su dormitorio, cogí los brebajes de Nou Nou y llené su vaso. ¿Es eso lo que crees?

Yo no podía hablar. Era casi como si mi madre estuviera junto a mí. «Ahí tienes —decía, en lo que yo sabía que hubiera sido su razonamiento— si crees que puede ser un asesino, ¿cómo puedes estar enamorada de él?».

Pero ella nunca hubiera comprendido esta emoción salvaje. No era necesario tener un ideal para amar. Una podía amar sin que le importara lo que su amado había hecho o lo que fuera a hacer en el futuro. Tal vez mi amor era diferente del que mi madre había gozado con mi padre. Él había sido un hombre honesto y recto, un valiente capitán de mar que sólo se preocupaba por su familia y por la honorabilidad de su vida. No todos los hombres son así.

El conde me observaba burlonamente.

—¿De modo que lo crees? —dijo—. Yo sé que deseo casarme contigo y quiero hacerlo pronto, antes de que sea demasiado tarde. Ya no soy muy joven. El mundo que siempre he conocido se desmorona a mi alrededor. Siente una necesidad, una urgencia…

—Me estáis diciendo que matasteis a vuestra esposa —le interrumpí.

—No, no es verdad. Pero seré honesto y diré que deseaba quitarla de mi camino. La despreciaba. A veces odiaba, pero nunca tanto como cuando se interponía entre tú y yo. Antes había tenido vagas esperanzas de otro matrimonio en el cual pudiera tener un hijo. Ahora que tú estás aquí, lo quiero también por otras razones. A menudo he soñado con una pacífica existencia aquí, en el châteu… con nuestros hijos creciendo junto a nosotros… y una agradable vida sin fin. Sabía que contigo tendría que ser matrimonio… Es extraño, pero es lo que quería. Luego ella murió. Tomó una sobredosis de esa droga narcótica, porque sabía que estaba padeciendo la enfermedad que mató a su madre. Era larga y dolorosa. ¿Me crees ahora?

No podía mirarlo a los ojos, porque sabía que leería la duda en los míos, y porque temía descubrir la mentira en los suyos. Pensé en su paso a través de la aldea, y en un pequeño lleno de vida jugando en su camino… y en el conde, pasando y dejando tras de sí sólo un cuerpo destrozado. Aquel niño murió para satisfacer un capricho del conde. Era cierto que había tomado a su cargo al hermano del pequeño y había tratado de compensar a la familia… pero ¿qué compensación había para la muerte?

Dije lentamente:

—Os comprendo bien. Vuestro modo de vida os ha enseñado que aquellos que no son de vuestra clase son inferiores. Cuando considero esto, pienso que el cambio es justo.

—Tienes razón. Pero no creas todo lo que oyes decir de mí. Aquellos que despiertan la envidia, están rodeados de rumores. Hay habladurías sobre mí, y te incluyen.

—Estoy más convencida que nunca de que debo regresar a Inglaterra.

—¡Qué! ¡Huir! ¿Abandonar el barco?

—No es mi barco en realidad.

—Déjame explicarte lo que dicen. En algunos lugares, se sabe que hay un niño. He oído el rumor de que es mío y de que tú eres su madre.

Me ruboricé violentamente y él continuó, casi en tono de broma:

—Ya ves que no es prudente creer todo lo que oyes.

—Pero una historia tan perversa…

—Los rumores son casi siempre perversos. Los maledicentes toman un elemento de verdad y construyen a su alrededor, y porque tienen algún asidero en la realidad, el rumor se afianza. Pero la gente prudente nunca cree en lo que oye. Pierdo el tiempo. ¿Qué importa lo que ellos digan? Debo ir a París. Debo dejarte aquí. Minelle, cuídate. No actúes imprudentemente. Has de estar dispuesta a hacer cualquier cosa que yo diga. Sabes que será para tu bien.

—Gracias —dije.

Entonces me atrajo hacia sí y me besó como nunca me habían besado antes, y yo hubiera querido permanecer en sus brazos para siempre.

—Oh, Minelle —dijo—, ¿por qué te niegas a tu corazón? —Luego me soltó—. Tal vez de otra manera no me gustaría —continuó—. Porque entonces no serías tú. Además, es un desafío que conoces. Un día alejarás de ti toda prudencia y vendrás a mí porque nada… simplemente nada será tan fuerte como para evitarlo. Eso es lo que quiero. Sea yo lo que sea, sean cuales sean mis pecados pasados, no te importará. Me amarás a mí… no por mis virtudes, que no existen… sino por mí. Debo dejarte. Tengo mucho que hacer, porque debo partir mañana. Al alba, antes de que despiertes, me habré ido, pero un día, Minelle… un día…

Entonces me besó otra vez, apretándome como si nunca fuera a dejarme ir. Yo sabía que estaba en lo cierto. Estaba alcanzando esa fase en la que cualquier cosa que él hubiera hecho, cualquier culpa que tuviese, me parecería insignificante frente a mi gran necesidad de él.

Me volví y me alejé a toda prisa, temerosa de esas emociones que hacía tan poco tiempo había creído no experimentar nunca.

*****

Pasé una noche insomne y al alba escuché los ruidos de su partida y fui a la ventana para verlo. Se volvió y me vio allí. Levantó su mano en señal de reconocimiento.

Cuando la doncella llegó con el petit déjeuner, yo estaba completamente vestida. Traía una carta con ella.

Monsieur le comte dijo que era para vos —me explicó.

En sus ojos había una especie de curiosidad ávida. Estaba escrita en su papel timbrado, el mismo que había estado sujeto a la piedra que arrojaron por la ventana.

Mi adorada:

Después de dejarte, tuve que escribirte unas pocas líneas. Quiero que, de ahora en adelante, tengas especial cuidado. Sé paciente. Un día estaremos juntos. Tengo planes para nosotros. Todo irá bien, te lo prometo.

Charles-Auguste

Leí y releí la carta. Charles-Auguste. Absurdamente, el nombre me parecía extraño. Siempre había pensado en él con el nombre que le había puesto mucho tiempo atrás, la primera vez que lo había visto. Todos estos nombres le sentaban. Pero no Charles-Auguste. Desde luego, había aprendido muchas cosas de él desde los días en que lo llamaba el Jinete del Diablo. Era arrogante, por supuesto. Había sido educado en la creencia de que él y su clase eran supremos. Habían sido así durante siglos. Tomaban lo que querían, y si había alguien en su camino, lo barrían. Esto estaba firmemente establecido en su naturaleza. ¿Algo lo haría cambiar alguna vez? Sin embargo, había ternura en él. ¿Acaso no había recogido a Léon, cuidándose de él? Al menos, había reparado en parte el daño hecho a su familia. Se había preocupado por el pequeño Charlot, asegurándose de que se le cuidara bien, y hasta había visitado a Yvette para enterarse del bienestar del niño. ¿Y con respecto a mí? ¿Era verdadera ternura lo que había visto? ¿Hasta qué punto era profunda? ¿Realmente me amaba de otra manera que a las otras? ¿Qué sucedería si me casaba con él y no podía darle un hijo? ¿Me darían alguna vez una dosis doble de algún veneno fatal? ¿Entraría alguna mañana para encontrarme muerta?

¿De modo que yo creía que había matado a Úrsula? Había sido tan oportuno, ¿no era cierto? Ella había muerto en el momento exacto. ¿Por qué ella, que había sido una quejosa inválida toda su vida, había decidido de pronto matarse?

¿De modo que lo creía capaz de asesinato y sin embargo lo quería? Quería hacer el amor con él. Al menos, podía afrontar la verdad. Era lo que mi madre decía que debe hacerse siempre.

Siempre había pensado en el amor entre hombres y mujeres, tomando por modelo el que mi madre y mi padre habían disfrutado. Una mujer siempre debía respetar a su esposo, admirar sus buenas cualidades. Pero si el hombre que era más excitante que cualquier otro, si el hombre en cuya compañía se encontraba el mayor placer, era un posible asesino, ¿qué sucedía entonces?

Me hubiera encantado hablar con ella de estos asuntos… pero de haber estado viva, yo no me habría encontrado en esta situación. En primer lugar, no hubiera aprobado mi venida a Francia, y de estar conmigo, yo sabía que en ese momento sus palabras serían: «Debemos regresar a Inglaterra sin tardanza».

Mientras meditaba en todo esto, entró Margot con su petit déjeuner.

Rápidamente, arrojé en un cajón la carta del conde, y ella estaba tan abstraída en sus pensamientos que no lo notó.

—Debo hablar contigo, Minelle —dijo—. Ha estado preocupándome toda la noche. Apenas he dormido.

Me pregunté entonces si había presenciado la partida de su padre y lo había visto volverse y saludarme. Pero era poco probable. Cuando Margot estaba sumergida en sus propios asuntos, jamás notaba lo que hacían otros.

—Estoy tan sorprendida —manifestó—. Nunca lo hubiera creído de ellos.

—¿De quién estás hablando?

—De Mimi y Bessell. Los sirvientes han cambiado mucho, por supuesto. Debes haberlo notado. ¡Ahora pueden llegar a ser tan insolentes! Pero Bessell… y sobre todo Mimi. Seguro que es cosa de Bessell. Ella nunca lo hubiera hecho sin él.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté, con el corazón agitado, porque desde el principio había pensado que no era prudente compartir el secreto con ellos.

—Mimi vino a verme anoche y me dijo que Bessell quería hablarme. En aquel momento, no pensé qué podía ser. Creí que era algo sobre los caballos. Cuando llegó, estaba de alguna manera distinto… no se parecía en nada al antiguo Bessell. Se quedó allí con una mirada bastante desagradable y ni siquiera ofreció excusas por entrar de esa manera. Dijo que había una casa desocupada en la hacienda y que él deseaba tenerla, para poder casarse en seguida con Mimi.

—Bueno, supongo que es una solicitud natural.

—Le dije que creía que debía hablar con el mayordomo, y me contestó que el mayordomo no le tenía simpatía, de modo que pensó que lo mejor era pasar por encima de éste y dirigirse a mí. Dijo que un amigo que trabaja con los Grasseville le había contado que allí todos estaban a la espera de la boda y deseaban que no sucediera nada que pudiera frustrarla.

Retuve el aliento.

—Sí —dije—, ¿y qué más?

—Insinuó que era muy amigo de este hombre de Grasseville y de otros también. Lamentaban que la boda se hubiera retrasado a causa de la muerte de mi madre, y esperaban que no sucediera nada más…

—¡Oh, Margot —exclamé—, no me gusta nada esto!

—Ni a mí. Fue su manera de decirlo. Pensaba que después del viaje que hicimos, yo sería tan amable como para hablar por él para conseguir la casa, porque una palabra mía arreglaría las cosas.

—¡Eso es chantaje! —grité—. Está insinuando que si no consigues esa casa para él, le contará a su amigo de Grasseville lo del viaje… y este amigo suyo hará de manera que el rumor llegue a oídos de la familia.

Margot asintió lentamente.

—Sólo puedes hacer una cosa —le dije—. No debes someterte al chantaje. Debes ver a Robert antes de que haya posibilidad de que oiga algo de esto por boca de otros. Debes decirle la verdad.

—Si se entera de que ya he tenido un hijo, no querrá casarse conmigo.

—Lo hará si te ama.

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No lo hará. Sé que no lo hará.

—Bueno, entonces no habría boda.

—¡Pero yo quiero casarme con él!

—Una vez también quisiste casarte con James Wedder. Huiste para hacer exactamente eso.

—Era joven y tonta. No sabía lo que hacía. Ahora es diferente. Ya soy mayor. Tengo un hijo. Tengo planes para el futuro… que incluyen a Robert. Me he enamorado de Robert.

—Mayor razón para no desear engañarlo.

—A veces eres muy dura, Minelle.

—Estoy tratando de decidir qué es mejor para ti.

—No puedo decírselo a Robert. Ya le he dicho a Bessell que tendrá la casa, de todos modos. ¡Oh, no tiene sentido que te muestres sorprendida! He dicho que es por Mimi, que me ha servido bien. Me casaré con Robert, ellos se quedarán aquí, y no volveré a verlos nunca.

—Los chantajistas no suelen comportarse así, Margot. Es raro que la primera demanda sea también la última.

—Cuando esté casada con Robert, se lo diré, pero no antes. ¡Oh, cómo desearía que no se hubiera producido esta tardanza en la boda!

La miré con tristeza. Sentía que a nuestro alrededor se cerraban los acontecimientos, rápida y amenazadoramente.

*****

Nunca salíamos a cabalgar, a no ser acompañadas por un mozo. Eran las órdenes del conde. Pero yo comenzaba a notar que me miraban con curiosidad. En otro momento, había estado alejada del odio de la multitud. Era una extranjera, y aunque estaba en el castillo, habían pensado que desempeñaba un puesto inferior. Ahora habían cambiado. Me pregunté si había llegado hasta ellos el rumor de que yo le había dado un hijo al conde.

Como pasábamos mucho más tiempo que antes en los recintos del castillo, veía más a Léon y Etienne. Ambos tenían responsabilidades en la posesión y ni siquiera ellos salían solos.

Era interesante hablar con ellos y calibrar sus actitudes ante la situación. Etienne tenía la opinión de que el viejo régime no sería alterado. Abrigaba el mayor desprecio por lo que llamaba «el populacho» y decía que si intentaban rebelarse se recurriría al ejército, que respaldaba con firmeza al rey. Léon era de la opinión contraria.

Mucho tiempo después de terminada la comida, seguían sentados a la mesa, argumentando.

—Por el momento el ejército está con el rey —decía Léon—, pero eso puede cambiar y ése será el final.

—Tonterías —alegaba Etienne—. En primer lugar, el ejército jamás será desleal, y aun si lo fuera, el poder y el dinero están del lado de la nobleza.

—No vas de acuerdo con los tiempos —respondía Léon—. Te digo que el duque de Orleans ha estado pregonando la sedición en el Palais Royal. Ha apoyado de todas maneras a los agitadores. Vayas donde vayas, oyes gritar Libertad, Igualdad y Fraternidad. Murmuran contra la reina y hasta contra el rey. Etienne, tú te niegas a oír.

—Y tú siempre estás mezclándote con los campesinos, y les das mucha importancia.

—Creo que les doy la importancia que merecen.

Así discutían, y yo escuchaba y comenzaba a tener una cierta idea de la situación. No dudaba que cada día que pasaba ésta se hacía más peligrosa, y me preguntaba constantemente qué estaría sucediéndole al conde en París.

Un día Etienne me dijo:

—Mi madre tiene grandes deseos de que vayáis a visitarla. Me ha pedido que os invite. Ha adquirido una pieza de porcelana… un jarrón bastante fino que se dice que es inglés. Le gustaría que le dieseis vuestra opinión.

—Temo no ser una experta en porcelanas.

—No obstante, desearía que lo vierais. ¿Puedo llevaros allí mañana?

—Sí, sería agradable.

Al día siguiente, estuve lista a la hora indicada. Cuando salimos eran alrededor de las tres y media.

—Es mejor tomar el camino que os mostré —dijo Etienne—. Creo que os conté que el conde lo mandó abrir hace años. De esa manera, podía visitar la casa con facilidad. Se ha vuelto algo descuidado. Ahora se usa rara vez.

Tenía razón. Estaba cubierto de malezas. Sobre el camino, las ramas de los árboles llegaban a veces a tocarse y la hierba era espesa a causa del verano.

Gabrielle estaba esperándonos.

—Sois muy amable al venir —dijo—. Estoy ansiosa por mostraros mi adquisición. Pero primero tomaremos le thé. Sé cómo les gusta a los ingleses.

Me llevó a la elegante habitación donde ya había estado en otra ocasión. Mientras bebíamos el té, me preguntó si había disfrutado de mi viaje a París.

Le dije que me había parecido muy interesante.

—¿Y habéis notado cómo imitamos a los ingleses?

—Observé en las tiendas muchos objetos de procedencia inglesa, y también cómo muchos proclamaban sus conocimientos del inglés.

—¡Ah, sí, ahora todos beben le thé! Debe ser agradable para vos, mádemoiselle, saber que tenéis semejante éxito en nuestro país.

—Pienso que es sólo una moda.

—¿Pensáis que somos veleidosos?

—Las modas vienen y van de la misma manera para todos, ¿no es verdad?

—Es como un hombre con sus amantes. Van y vienen. La que es prudente comprende que por lo general no hay nada permanente. La favorita de hoy puede ser la desdeñada de mañana. ¿Está el té a vuestro gusto?

Le aseguré que así era.

—Probad una de estas pastas. Etienne las adora. Come demasiadas. Soy muy afortunada al tener un hijo que me visita con tanta frecuencia. Mi hermano también viene. Somos una familia muy unida. Soy una mujer afortunada. Aunque no pude casarme con el conde, al menos no perdí a mi hijo. Cuando la relación no es tan íntima, los hombres tienden a mantener secretos a sus hijos ilegítimos. Pienso que eso debe ser bastante angustioso para la pobre madre, ¿no os parece?

Sentí que me ruborizaba. Era obvio que había escuchado los rumores. ¿Estaba sugiriendo que yo era la madre soltera del hijo del conde?

—Sin haberlo experimentado, se puede imaginar que debe ser desesperante para la madre —repliqué fríamente—. Pero también supongo que podría decirse que es una contingencia que, de haber sido prudente, debiera haber considerado antes de colocarse en una posición tan desgraciada.

—No todas las mujeres son tan previsoras, ¿no es cierto?

—Evidentemente que no. Estoy ansiosa por ver vuestro jarrón.

—Sí, y yo por mostrároslo.

Parecía demorarse con el té, y observé que varias veces echaba una ojeada al reloj con la forma del château, que en nuestro encuentro anterior me había dicho que era un presente del conde. Pensé que lo hacía para recordarme el cariño que él sentía por ella.

Charló largamente sobre París, una ciudad a la que evidentemente amaba, y como a mí me había hechizado y me pareció que mi estancia había sido demasiado breve, la escuché con interés.

Me dijo que, para ver el verdadero París, debería haber visitado Les Halles, y me demostró poseer grandes dotes descriptivas. Me hizo ver el gran espacio circular con las seis calles que conducían a ese mercado… y los puestos llenos de productos. Luego me contó que los lunes, en la Place de Grève, se vendían ropas de segunda mano. Se llamaba la Feria del Espíritu Santo, pero no sabía por qué.

—Es entretenido ver a las mujeres dando vueltas a las prendas y arrancándoselas unas a otras de las manos —explicó—. Faldas, corpiños, enaguas, sombreros… todo está allí amontonado. Las mujeres se prueban las ropas en público, lo que provoca gran algazara y diversión.

Y así continuó hablando de París y en su momento mandó a buscar el jarrón. Era hermoso, de un azul profundo con figuras blancas. Le dije que creía que era un Wedgood. Estaba muy orgullosa de él. Me contó que era un regalo de alguien que sabía cuánto le gustaban las cosas inglesas, y me pregunté si insinuaba que el donante era el conde.

Cuando dije que debía irme, me retuvo con más charla y llegué a la conclusión de que no sólo era una mujer celosa, sino también charlatana.

De pronto, se puso seria.

—¡Ah —dijo—, cuando una es joven… e inexperta, cree en todo lo que se le dice! Es preciso aprender a no conceder demasiada importancia a las protestas de un amante. En general, éste tiene un solo objetivo. Pero yo tengo mi hijo, mádemoiselle, y es un gran consuelo para mí.

—Estoy segura de ello —asentí.

Me sonreía.

—Sé que vos, mádemoiselle, comprenderéis.

Su mirada era casi la de una conspiradora. Yo experimentaba la desagradable sensación de que conocía la existencia de Charlot. ¿Creía realmente que era hijo mío?

—Creo que puedo hablaros abiertamente —continuó—. Sé cuan perceptiva podéis ser. Entre el conde y yo, siempre ha habido un entendimiento. ¿Me creéis?

—Por supuesto, ya que me lo decís. Y considerando las circunstancias, es natural que lo haya.

—Cuando nació nuestro hijo, ¡estaba tan orgulloso! —añadió—. ¡Siempre ha querido tanto a Etienne! El parecido es notable, ¿no os parece? Él deseaba desafiar las oposiciones y haberse casado conmigo en primer lugar. Siempre quiso un heredero varón. ¡Qué tragedia si el título y las posesiones fueran a manos de un primo lejano! Nunca lo permitiría. Entre nosotros, estaba entendido que si surgía la oportunidad nos casaríamos.

—Queréis decir —agregué fríamente—, si moría la condesa.

Bajó los ojos y asintió.

—Si así no fuese, Etienne sería legitimado. Claro que esto resultaría más fácil si nos casáramos. Y ella ha muerto… y es sólo una cuestión de tiempo.

—¿De veras?

—Así es. Mádemoiselle, somos mujeres de mundo. Conozco bien al conde. Conozco su inclinación por las jóvenes atractivas, y a vuestra manera bastante poco usual, sois atractiva.

—Gracias —dije con tono helado.

—No sería prudente que concedierais demasiada importancia a sus atenciones. Tal vez pensáis que soy presuntuosa, pero en vista de mis relaciones con el conde… y mi conocimiento de él que se remonta a tantos años atrás, siento que debo haceros una advertencia. Sois extranjera, y es posible que no comprendáis nuestra forma de vida. Creo que podríais llegar a colocaros en una situación muy desagradable. La muerte de la condesa… vuestra presencia en el château… A veces me pregunto si el conde lo dispuso así.

—¿Dispuso… qué?

Se encogió de hombros.

—Regresaréis a Inglaterra. Podría decirse que habéis abrigado vuestras esperanzas…

Me puse de pie.

Madame —dije—, si estáis insinuando algo, es mejor que seáis más explícita.

—Sí. Hablemos francamente. Dentro de un año, un período respetable, el conde y yo nos casaremos. Nuestro hijo será legitimado. Persistirá un desagradable rumor sobre la muerte de la condesa.

—Ya se ha establecido que ella se quitó la vida.

—Sí, mádemoiselle, pero tendremos que luchar contra el rumor. Os iréis de aquí. Esto es lo que pretende el conde. Puedo aseguraros que pronto os mandará buscar. Iréis con Margueritte… o tal vez de regreso a Inglaterra. La gente dirá que durante un tiempo hubo aquí una mujer inglesa. Esperaba casarse con el conde y la condesa murió súbitamente… mientras la mádemoiselle inglesa estaba en la casa.

—Estáis sugiriendo que yo… Es… ¡es absolutamente falso!

—Por supuesto. Pero, después de todo, vinisteis aquí. Teníais amistad con el conde. Es obvio que abrigabais ilusiones. Ya veis que existen los motivos.

Madame —dije—, juzgo esta conversación ofensiva y falta de sentido. Debéis excusarme si deseo ponerle punto final de inmediato.

—Lo siento. Pensé que debíais conocer la verdad.

—Buenos días, madame.

—Comprendo vuestra indignación. Habéis sido tratada injustamente. Me temo que el conde es despiadado. Utiliza a la gente para lograr sus fines.

Sacudí la cabeza y me alejé.

—Debéis esperar a Etienne —dijo—. Os acompañará.

—Me voy ahora. Adiós.

Estremecida y temblando, me dirigí a los establos. Quería poner la mayor distancia posible entre la mujer y yo. Sus insinuaciones no sólo eran ofensivas, sino también aterradoras.

¿Cómo se atrevía a sugerir que el conde me había traído como víctima propiciatoria; que había matado a su mujer para poder casarse con Gabrielle, y lo había hecho de modo que la culpa recayera sobre mí?

Era inconcebible. Era el delirio de una mujer celosa. ¿Cómo podía dudar de su sinceridad, después de las escenas habidas entre nosotros? Él nunca había negado que era un pecador. Era responsable de muchas cosas, pero nunca me hubiera engañado así, nunca me hubiera tratado tan canallescamente como ella insinuaba.

Y sin embargo… ¡qué recelosa estaba! Había sido arrojada a un mundo al que —criada por una madre temerosa de Dios, con ideas definidas sobre el bien y el mal— no podía comprender.

¿Cuánto tiempo había continuado su relación con él? ¿Continuaba todavía? ¿Todavía se sentía atraído por ella? ¡La ética, los comportamientos, se consideraban allí tan diversamente de la sociedad de la que yo provenía! Tal vez en los altos círculos ingleses sucedía lo mismo. El hijo mayor del rey, el príncipe Jorge, era famoso por sus amoríos, y también sus hermanos. Entre la aristocracia, había escándalos. Yo estaba convencida de que los que vivían como lo había hecho mi madre, disfrutaban de existencias más felices. Luego comencé a preguntarme por qué se suponía que la gente simple era menos inteligente que la sofisticada, cuando eran en realidad más felices, y en la medida en que todos buscamos la felicidad, los sabios deben ser aquellos que saben cómo encontrarla y conservarla.

Torturada por mis pensamientos, había atravesado parte del camino y llegado al lugar donde la maleza era más abundante.

No supe qué era lo que había interferido en mis pensamientos, pero súbitamente tuve la inquietante sensación de ser observada. Pudo haber sido el crujir de una ramita, o una cierta premonición. No podía decirlo, pero en ese momento todos mis sentidos se alertaron. Tenía la sensación de ser seguida y observada… y con propósitos malvados.

«Nunca debéis salir sola». Aquéllas habían sido las advertencias del conde. Le había desobedecido. Bueno, no exactamente. Etienne me había acompañado hasta la casa de su madre y yo había esperado que viniera a buscarme, lo que sin duda hubiera hecho de no haberme ido cuando lo hice, impulsada por las insinuaciones de su madre.

Fifine, mi yegua, había ido hasta entonces tranquilamente al paso, porque era difícil galopar o trotar por aquel sendero. Hubiera sido peligroso, porque necesitaba buscar cuidadosamente su camino para evitar las raíces salientes o los matorrales de helechos.

—¿Qué sucede, Fifine? —susurré.

Avanzó cautelosamente.

Miré a mi alrededor. Parecía oscuro a causa de los árboles. Reinaba el silencio y luego, de pronto, un sonido… una piedra rodando… una presencia cercana… muy cercana.

Aquel día fui afortunada. Me incliné para hablar a Fifine, para urgirla a apresurarse, y en aquel momento un bala pasó por el lugar donde momentos antes había estado mi cabeza. Hinqué los talones en mi montura y grité: «¡Corre, Fifine!». No necesitaba que se lo dijera. Estaba tan consciente del peligro como yo misma.

Ninguna de las dos se preocupó ya por la irregularidad del sendero. Teníamos que huir de quien quería matarme, fuera quien fuese.

No cabían dudas de que ésta era la intención, porque se oyó otro tiro. Éste pasó más lejos, pero era evidente que yo era la diana.

Llegué a los establos tremendamente aliviada.

Uno de los mozos de cuadra se acercó y cogió a Fifine. No le dije nada. Me pareció más prudente. Mis piernas temblaban tanto, que apenas podía caminar.

Fui a mi cuarto y me arrojé sobre la cama.

Permanecí allí, con la vista fija en el baldaquino. Alguien había tratado de matarme. ¿Por qué? Alguien se había ocultado entre las malezas, esperando que pasara. ¿Quién sabía que yo iba a visitar a Gabrielle? Etienne. Léon, recordé, estaba presente cuando Etienne había sugerido la visita. Se la había mencionado a Margot. Cualquiera de los sirvientes pudo haberse enterado.

¿Había estado alguien esperándome? Si no hubiera sido por mi súbita inclinación hacia adelante para hablar con Fifine, lo más probable es que en ese momento yaciera yo en el camino.

Margot atisbo desde la puerta.

—Minelle, ¿dónde estás? Te oí entrar. —Entonces me vio—. ¿Sucede algo malo? Parece como si hubieras visto un fantasma.

Castañeteando todavía los dientes, dije:

—Alguien ha tratado de matarme.

Ella se sentó en la cama, mirándome.

—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—En el sendero que conduce desde la casa de Gabrielle LeGrand al château. A mitad de camino, noté que me acechaban. Fue una suerte que lo advirtiera. Me incliné para apresurar a Fifine, y en ese momento una bala zumbó junto a mi cabeza.

—Debe de haber sido alguien que disparaba a los pájaros.

—Creo que fue alguien que deseaba matarme. Hubo un segundo disparo, y estaba dirigido a mí.

Se había puesto pálida.

—De modo que —dijo— se han cansado de arrojar piedras por las ventanas. Ahora han decidido matarnos.

—Creo que era alguien que quería sacarme de en medio.

—¡Qué tontería! ¿Quién querría eso?

—Eso —contesté vacilante— es lo que tengo que averiguar.

*****

Sufrir un atentado contra la propia vida es una experiencia turbadora, y el golpe es mayor de lo que parece al principio.

Margot había difundido las noticias. Estaba preocupada y asustada. Lo discutimos en la mesa.

Etienne, como Margot, dijo:

—Han sustituido piedras por armas.

Léon no estaba convencido.

—No tienen armas. Si se alzaran, sería con guadañas y bieldos… no con armas. ¿De dónde las sacarían? No tienen dinero suficiente para comprar pan… mucho menos armas.

—Aun así —dijo Etienne—, alguno de ellos puede haberse hecho con una.

—¿Pero por qué a mádemoiselle?

—Ahora se la reconoce como uno de los nuestros —contestó Etienne.

Siguieron especulando, y yo sólo podía creer que era Etienne quien tenía razón. Uno de ellos se había procurado un arma. ¿No podía ser que uno de los sirvientes hubiera robado una de la sala de armas? Después de la actitud de Mimi y Bessell, yo sabía que ni siquiera aquéllos en los que habíamos confiado ciegamente, eran amigos nuestros.

Entre los habitantes de la casa se había producido un cambio sutil. Sabían del atentado contra mi vida, y a veces parecía que lo consideraban significativo. Era como una señal del cambio de actitud. El tiempo en que arrojaban piedras estaba terminando. Estaban preparados para emprender acciones más enérgicas. Había en la casa una tensión creciente que antes no había notado. Yo había sabido que eso existía fuera, pero ahora parecía acercarse.

Cuando veía a Mimi, ésta bajaba los ojos como si estuviera avergonzada, y bien podía estarlo. Con Bessell era distinto. Sus modales eran casi truculentos. Escondían una implicación: ahora tienes que pensarlo dos veces antes de darme una orden. Sé demasiado.

Creo que la más fastidiosa de todos era Nou Nou. La mayor parte del tiempo, lo pasaba encerrada en las habitaciones que había ocupado con la condesa. No permitía que se tocara nada en esos apartamentos, y la orden del conde fue que se la respetara. Los sirvientes decían que se la podía oír hablando con la condesa como si estuviera allí todavía, y cuando la veía en esas ocasiones me miraba con ojos escudriñadores que parecía no ver nada. Se decía que la muerte de la condesa la había desequilibrado.

Léon y Etienne estaban muy preocupados por lo que me había sucedido.

Etienne se culpaba.

—Debería haber estado allí para traeros de regreso al château —decía—. Tenía la intención de ir y hubiera llegado media hora después. Pensé que os quedaríais más tiempo.

Yo no quería explicarle que las insinuaciones de su madre me habían parecido tan ofensivas que me había visto obligada a irme.

—Hubieran disparado esos tiros desde los arbustos si hubierais estado allí —dije simplemente.

—Supongo que sí —admitió—. Por supuesto, no tenían que ver personalmente con vos… sino simplemente con alguien que no fuera un campesino. Pero si yo hubiera estado allí, habría entrado en los matorrales y atrapado al villano. Debéis tener cuidado. No volváis a salir sin escolta.

Léon también estaba preocupado. Me salió al paso una vez en el jardín y dijo tranquilamente:

—Quiero hablaros, mádemoiselle Minelle.

Mientras salíamos del château, continuó:

—Pienso que tal vez estéis todavía en peligro.

—¿Estáis pensado en los disparos?

Asintió.

—Etienne cree que no se trató de algo personal. Supongo que todos estamos en peligro.

—Es el arma lo que me desconcierta —dijo—. Si hubiera sido una piedra, o incluso un cuchillo, lo que os arrojaron, lo entendería mejor. No creo que haya sido simplemente un síntoma de los tiempos.

—¿Qué creéis vos?

—Creo que no deberíais perder tiempo en regresar a Inglaterra. Me gustaría poder llevaros. —Me miró burlonamente—. Querida Minelle, no deberíais estar envuelta en esto. —Agitó los brazos—. Es demasiado… dudoso.

—¿Pero quién querría matarme? En realidad, nadie me conoce personalmente.

Se encogió de hombros.

—Ha habido una muerte en el château y circulan rumores desagradables.

—¿No creéis que la condesa se haya suicidado?

Otra vez el mismo gesto con los hombros.

—Su muerte fue oportuna. El conde es libre ahora. Durante mucho tiempo lo ha deseado. No sabemos qué ha sucedido. Tal vez no lo sepamos nunca, pero la gente habla. Puedo aseguraros que seguirán hablando de la muerte de la condesa durante muchos años, y siempre habrá rumores. Así es como se engendran las leyendas. No dejéis que os preocupe. Partid. Dejad atrás todo esto. No pertenecéis a esta sociedad decadente.

—He prometido quedarme con Margot.

—Ella tendrá su vida. Vos, la vuestra. Os estáis viendo envuelta en asuntos que en verdad no comprendéis. Juzgáis a la gente por vos misma, pero creedme… no todos son tan honestos. —Me sonrió abiertamente—. Me gustaría ser vuestro amigo… vuestro buen amigo. Tengo gran admiración por vos. Iría a Inglaterra con vos, pero estoy encadenado a este lugar, y aquí debo permanecer. Pero, por favor, iros. Aquí estáis en peligro. Es una advertencia que no deberíais ignorar. Una vez tuvisteis suerte. Puede que no la volváis a tener.

—Decidme qué sabéis. ¿Quién querría matarme?

—Todo lo que sé es que debéis sospechar de todos… de todos, hasta convenceros de que son inocentes.

—Vos sabéis algo.

—Sé esto: sois una joven buena y encantadora a quien admiro y a quien deseo ver a salvo. Mientras estéis aquí, estaréis en peligro. Por favor, regresad a Inglaterra. Todavía hay tiempo. Quién sabe, pronto puede ser demasiado tarde.

Me volví hacia él y le miré cara a cara. En aquellos ojos de un azul intenso había una preocupación real, y su sonrisa no tenía la vivacidad de siempre. Me gustó mucho. Deseé decirle que sentía mucho haber pensado que era su rostro el que apareció en la ventana cuando arrojaron aquella piedra.

En aquel momento, sentí una inseguridad terrible. Él había dicho: «No confiéis en nadie». Nadie. Ni Léon, ni Etienne, ni siquiera el conde.

Me miró pensativo y dijo con voz queda:

—Tal vez… cuando esto haya terminado… iré a Inglaterra para veros. Entonces podremos hablar… de muchas cosas.

Margot estaba muy preocupada.

—Imagina solamente que esas balas te hubiesen matado. ¿Qué hubiera hecho yo entonces?

No pude evitar una sonrisa. Era una observación típica de Margot. Pero estaba ansiosa por mí tanto como por ella. A menudo la descubría observándome.

—Esto te ha asustado, Minelle —dijo—. No pareces la misma.

—Ya lo superaré.

—Juraría que anoche no dormiste.

—Dormité, a medias despierta, a medias soñando que estaba otra vez en el camino. Una vez, me pareció ver un rostro entre los arbustos.

—¿El rostro de quién? —preguntó en el acto.

—Sólo un rostro…

Esto no era verdad. Era un rostro que había visto antes. El que había visto la noche del baile. La cara de Léon… y sin embargo no era exactamente Léon. Era como si un artista malintencionado hubiera dibujado algunos rasgos en la cara de Léon, deformándola con la ira, la envidia y el deseo de hacer daño. Era tan distinto al Léon que conocía, que en cierta manera no podía asociar las dos caras. Léon siempre había sido amable, y durante nuestra conversación había estado profundamente preocupado. Yo sabía que era tolerante… mucho más que Etienne. Él comprendía que el pueblo tenía razón, pero por creer que se le harían grandes concesiones, no pensaba en la destrucción de la sociedad. Me parecía que Léon, más que nadie, comprendía lo que era necesario hacer, y esto era natural, puesto que había visto ambos lados del conflicto.

Margot habló extensamente de Charlot y de su satisfacción por haberlo descubierto. Estaba de un extraño humor eufórico. Era bueno, decía, haber descubierto la verdadera naturaleza de Bessell. No creía que Mimi tuviese la culpa. Había sido influenciada por Bessell, pero se alegraría de librarse de ellos.

—¿Cuánto dura el luto? —preguntó.

—En Inglaterra un año, creo —repliqué—. Probablemente en Francia sea igual.

—¿Un año? ¡Cuánto tiempo!

—Parece superfluo establecer un período de luto —comenté tristemente—. Cuando uno ha perdido a alguien que le era querido, el dolor nos acompaña toda la vida. Desde luego, no es tan intenso como era al principio, pero no creo que se olvide.

—Estás pensando otra vez en tu madre. Fue una suerte para ti tener una madre como ella, Minelle.

—Pero si no hubiera sido como era, si hubiera sido menos buena, amable y comprensiva, yo no la añoraría tan dolorosamente como ahora. A veces, me parece que todavía me da consejos.

—Tal vez lo haga. Quizá fue ella quien te dijo que bajaras la cabeza en aquel momento, salvándote la vida.

—¡Quién sabe!

—Minelle, estás exhausta —dijo Margot—. No es habitual en ti. Siempre tienes diez veces más energía que todos nosotros. Deberías irte a la cama y dormir, y tratar de no ver caras en los arbustos.

Era verdad que estaba cansada, pero dudaba que pudiese dormir. Pero quería estar sola, de modo que nos dimos las buenas noches y ella se retiró a su cuarto.

Yo permanecí en el lecho… muy cansada, pero insomne. No podía dejar de pensar en cada instante de esa tarde, desde el momento en que me despedí de Gabrielle hasta que llegué a los establos del castillo. Volví a sentir el primer temblor inquieto de cuando sospeché que me observaban, y el terror creciente al comprender que alguien estaba tratando de matarme.

Cuando oí un ruido en mi puerta, me erguí, alarmada. Mi corazón comenzó a martillear contra las costillas y miré hacia la puerta con temerosa anticipación, lo que evidenciaba mi estado de ánimo.

Entró Margot. Traía un vaso en la mano.

—Es para ti, Minelle —dijo, dejándolo junto a la cama—. El brebaje especial de Nou Nou, garantizado para hacerte dormir. Me lo dio ella.

Bajé los ojos. Pensé en el conde entrando en el cuarto de Úrsula, tomando la botella de las reservas de Nou Nou. ¿Era eso lo que había hecho? ¿Se la había dado antes de que yo lo viera, saliendo después por las puertas de la terraza? Pero, con seguridad, si lo hubiera hecho ella no se habría dormido tan pronto, puesto que estaba casi dormida cuando entré. Y Nou Nou no podía haber estado lejos. ¿Qué se habían dicho en aquella última entrevista? ¿Se había suicidado ella, y lo sabría yo alguna vez? ¿Era posible que él…? No me permitiría pensar eso. Pero ¿qué sabía yo en realidad de él? Aquel hechizo potente que ejercía sobre mí adormecía mi sentido común, y entonces sólo podía inventar excusas para él.

Margot me miraba inquisitivamente.

—Estás soñando. ¿Todavía ves caras? Bebe esto y por la mañana estarás bien.

—Lo beberé después —insistí con firmeza.

Colocó el vaso sobre la mesa, junto al lecho. Luego se sentó en la silla cercana a mi tocador, donde había tres velas, de las cuales sólo dos estaban encendidas.

—Sólo dos —comentó—. Está melancólico esto.

—Una se apagó cuando abriste la puerta.

—¡Mientras no se apaguen las tres! Es un signo de muerte. Uno de los sirvientes dijo que la noche en que murió mi madre tres velas de sus habitaciones se apagaron… una tras otra.

—¡No creerás en semejante superstición, Margot!

—Nadie cree en ellas hasta que comprobamos su veracidad, ¿no es cierto?

—Hay personas muy supersticiosas…

—Por lo general, se trata de personas que tienen algo que temer… como marineros y mineros. Gente que corre ciertos riesgos.

—Todos corremos riesgos.

—Pero no tan obvios. Mira, otra vela se ha apagado.

—La soplaste.

—No.

—Vuelve a encenderla.

—¡Oh, no, eso traería mala suerte! Debemos esperar a ver si la tercera también se apaga.

—Hay una corriente que viene de algún sitio.

—¡Siempre tienes una explicación lógica para todo!

—No es mala idea.

—¿Y no crees en la leyenda de los candiles?

—Por supuesto que no.

Hubo un silencio durante algunos minutos, y luego dijo:

—Tengo la sensación de que pronto va a suceder algo. ¿Crees que podremos ir a visitar a Charlot?

—Por supuesto que no. Ya viste qué desastre provocó nuestra primera visita.

—¿Desastre? ¡Pero si encontré a mi hijo! ¡Oh, estás pensando en ese horrible Bessell! Bueno, ya lo he arreglado. Mimi está bastante avergonzada de él. No sabe qué hacer para atenderme.

—No me gusta, Margot.

—Si por lo menos no tuviéramos que esperar… ¡Es tan tonto! No lloro a mi madre más por el hecho de que se haya pospuesto mi boda. Éstos no son tiempos normales, ¿no es cierto? Por eso tenemos que vivir peligrosamente… porque nunca sabemos realmente cuánto más vamos a vivir. ¡Pobre Minelle! ¡Pareces tan cansada! Voy a despedirme ahora. Toma tu poción y que duermas bien.

Cuando se fue, cerrando la puerta de un golpe, la tercera vela se apagó. Yo me había reído de la superstición, pero no pude reprimir un escalofrío. Durante un momento, estuve en completa oscuridad, pero, a medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra, comenzaron a tomar forma los objetos familiares. Miré el vaso junto al lecho. Lo cogí pero no me lo llevé a los labios.

La condesa había muerto a causa de una droga. Alguien había intentado matarme. Pero era Margot quien lo había traído, y yo sabía que ella nunca me haría daño.

Abandoné la cama y fui hacia la ventana, llevando el vaso conmigo. Arrojé el contenido fuera. No quería que Margot pensara que yo había sospechado de la droga que me había traído.

Estaba completamente despierta. Era cierto que estaba muy cansada. Mi cuerpo necesitaba descanso, pero mi mente no lo permitiría.

Permanecí acostada mientras los pensamientos se perseguían en mi cabeza. Oí al reloj de la torre dar las doce, y luego la una. Todavía no podía dormir.

Tal vez hubiera debido beber la droga, pero ya era demasiado tarde.

Dormité sin dormir realmente. Mis sentidos estaban demasiado alerta. Luego, repentinamente, desperté por completo. Escuché pasos en el corredor… pasos que se detuvieron frente a mi puerta. Luego, la puerta comenzó abrirse lentamente.

Al principio pensé que era un fantasma, tan extraña era la figura que entró en mi cuarto. Era gris en la penumbra, con una cascada de cabello alrededor de los hombros. Una mujer.

Se acercó y se detuvo junto al lecho, mirándome. Tomó el vaso y lo olió. Luego se inclinó y vio que la estaba observando.

—¡Nou Nou! —grité—. ¿Qué estáis haciendo?

Pestañeó y pareció desconcertada.

—¿Qué estáis vos haciendo aquí? —replicó.

Me levanté y me envolví en mi bata.

—Nou Nou —dije suavemente—. ¿Qué sucede? ¿Qué me queréis?

Mis dedos temblaban mientras encendía las tres velas.

—Se ha ido —dijo Nou Nou—. Nunca regresará. A veces me parece oírla. Sigo el rastro de su voz. Me lleva a extraños lugares… pero ella nunca está allí.

Pobre Nou Nou. La muerte de su amada carga la había desequilibrado.

—Deberíais regresar a vuestro lecho —dije— y tomar una de vuestras drogas para dormir.

—Ella murió después de beber una —replicó.

—Porque bebió demasiado. No debéis obsesionaros. Estaba enferma, ¿no es así? Vos sabéis cuan enferma estaba.

—¡Ella no lo sabía! —Gritó Nou Nou con voz aguda—. Ella no sabía que se pondría tan enferma…

—Tal vez sí, y por eso…

—Él la mató. Desde el mismo momento en que nació la pequeña, comenzó a matarla. Quería librarse de ella y ella lo sabía. Le odiaba… y él la odiaba también. Yo también le odiaba. Había mucho odio en esta casa… y finalmente la mató.

—Nou Nou, no os hará ningún bien obsesionaros con esto. Tal vez fue mejor para ella…

—¡Mejor para ella! —Su risa fue un chillido agudo—. ¡Mejor para él! —Luego volvió hacia mí su mirada penetrante—. Y mejor para vos… o esto es lo que pensáis. Pero no estéis tan segura. Es el diablo, él. Ningún bien os vendrá de él.

—Estáis hablando sin razonar, Nou Nou —dije—. Por favor, regresad a vuestro cuarto.

—Estabais despierta cuando entré —exclamó súbitamente, abandonando la furia, que fue reemplazada por cierta astucia sutil que era más aterradora que su histeria.

Asentí.

—Deberíais haber estado dormida.

—Entonces, no hubiera podido hablaros.

—No vine para hablaros.

—¿Por qué, entonces?

No contestó. Luego dijo:

—Estoy buscándola. ¿Dónde está? La enterraron en la bóveda, pero no creo que esté allí.

—Ahora está en paz, Nou Nou.

Ella guardó silencio y vi que las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Mi mignonne, mi pajarito… —murmuró por fin.

—No os lamentéis más. Tratad de resignaros. Estaba enferma. Con el tiempo, hubiera sufrido mucho.

—¿Quién os dijo eso? —inquirió, nuevamente suspicaz.

—Fue lo que oí.

—Sus cuentos… sus excusas…

—Nou Nou, por favor, volved a vuestro lecho.

—Tres velas —dijo, y volviéndose las apagó, una después de otra.

Antes de apagar la última, se volvió a mirarme, y yo me acobardé al ver el veneno que destilaba su rostro.

Hecho esto, fue hacia la puerta con un brazo levantado ante sí, como una sonámbula.

La puerta se cerró. Yo estaba levantada y con alivio vi que podía encerrarme. Lo hice y me sentí inmediatamente a salvo.

Luego me eché en la cama, preguntándome por qué habría venido. Si hubiera tomado su droga, habría estado dormida. ¿Qué hubiera sucedido entonces?

¡Dormir! ¡Cómo lo deseaba! ¡Cómo quería escapar de mis tortuosos pensamientos, que giraban en mi cabeza si llegar a ninguna conclusión!

Lo único que podía inferir era que a mi alrededor se sentía el peligro… alrededor de mí sobre todo. ¿De quién provenía? ¿Y por qué?

Permanecí allí esperando el alba, y sólo con la tranquilidad de la luz del día pude descansar.