Capítulo 1

¡París! ¡Qué ciudad de ensueño! Si hubiera podido visitarla en otras circunstancias, ¡cómo la hubiera amado! Mi madre y yo solíamos hablar de los diversos lugares del mundo que desearíamos visitar, y París estaba en cabeza de nuestra lista.

Era la reina de las ciudades, llena de belleza y fealdad simultáneas. Al estudiar los mapas, me dije que la isla del Sena donde estaba construida la ciudad tenía la forma de una cuna, y cuando se lo señalé a Margot, pareció apenas interesada.

—Una cuna —dije—. Es significativo. En esta cuna se crió la belleza. Francisco I, con su amor por los bellos edificios, su devoción a la literatura, la música y los artistas, construyó los cimientos de la corte más intelectual de Europa.

—¡Muy tuyo eso de transformarlo en una lección de historia! —Respondió Margot—. Bueno, ahora, en tu cuna están criando a la revolución.

Yo estaba sorprendida. La seriedad no era una de sus características.

—Esas piedras que arrojaron en el château —continuó—. Sigo pensando en ellas. Hace diez años no se hubieran atrevido… y ahora nosotros no nos atrevemos a hacer nada. Se aproximan cambios, Minelle. Se sienten alrededor.

Yo lo sentía. En esas calles en las que se apretujaba la multitud, en las que los vendedores voceaban sus mercancías… sentía la expectación de la ciudad.

La residencia del conde estaba en el Faubourg Saint Honoré, entre otras de miembros de la nobleza. Estas casas seguían allí donde habían estado durante doscientos o trescientos años, apartadas y elegantes. Pronto iba a descubrir que no lejos de allí había aquel laberinto de callejuelas donde nadie se aventuraba, como no fuera acompañado por varios hombres fuertes. Laberinto maloliente, estrecho y empedrado, donde acechaban aquellos que hacían de todo extraño una víctima.

Entramos allí en una ocasión, acompañadas por Bessell y otro sirviente. Margot insistió. Estaba la calle de las mujeres que se sentaban a la puerta, con las caras ridículamente pintadas y sus trajes descotados, deliberadamente reveladores. Recordé el nombre de las calles: Rue aux Féves, Rue de la Jouveire, Rue de la Colandre, Rue des Marmousets. Eran las calles de las mujeres y de los tintoreros, y en la parte exterior de muchas casas había grandes cubas donde se mezclaban los tintes. Tinta roja, azul y verde fluían por las cunetas como ríos en miniatura.

Mi habitación en el hôtel del conde era aún más elegante que la que había ocupado en el château. Tenía vista sobre los hermosos jardines, que eran cultivados por un equipo de jardineros. Había invernaderos en los cuales florecían especies exóticas, que se utilizaban para adornar los cuartos.

El cuarto de Margot estaba junto al mío.

—Yo lo arreglé —me dijo—. Mimi está en la antecámara. Bessell, con los mozos.

Hasta ese momento, yo no había recordado nuestro plan, que incluía a esos dos. En realidad, jamás lo había tomado en serio y ella no lo mencionó hasta el segundo o tercer día de nuestra llegada a París.

El primer día vinieron el conde y la condesa de Grasseville. Margot, como anfitriona, hizo los honores con mucha gracia, según me pareció. Caminó con ellos por el jardín, y todos estaban muy solemnes. Como el conde nos había recordado, estábamos de duelo.

Me pregunté entonces si esto significaría un retraso de la boda, y llegué a la conclusión de que sería así.

Fui presentada al conde y a la condesa. Su actitud fue algo distante, y me pregunté si habían oído rumores sobre mi posición en la casa del conde.

Más tarde hablé de esto a Margot.

Dijo que no había notado nada y que ellos habían hablado muy gentilmente de mí.

—Hablamos de la boda —dijo— y, de acuerdo con la costumbre, deberíamos esperar un año. No sé si lo haremos. Yo continuaré como si no fuera a haber aplazamiento.

Había compras que hacer. Mimi siempre nos acompañaba, con Bessell, y si íbamos en el carruaje también venía un lacayo. A veces, íbamos a pie y esto era lo que más me gustaba. Todos nos vestíamos muy modestamente para estas expediciones, aunque ninguno de nosotros lo mencionaba.

Jamás olvidaré el olor de París. Parecía haber más lodo allí que en ninguna otra ciudad. Era un lodo negro, con fragmentos de metal. Si uno de estos fragmentos tocaba la ropa, hacía un agujero. Recordé que el nombre romano de París era Lutetia, que quería decir ciudad del lodo, y no me sorprendió que la llamaran así. En las calles había muchachos con escobas que abrían un sendero para aquellos peatones que estaban dispuestos a pagar un céntimo por el servicio.

Me gustaba ver cómo la ciudad volvía a la vida, cada mañana a las siete, cuando los empleados, cuidadosamente vestidos, iban a sus trabajos y algunos jardineros empujaban sus carretillas hacia los mercados. Gradualmente, la ciudad recuperaba su bulliciosa y excitante vitalidad. Le dije a Margot que me recordaba el coro de los pájaros del alba. Un pequeño murmullo, luego un poco más, y así hasta llegar a la plenitud del canto.

A ella la impacientaba un poco mi entusiasmo. Después de todo, conocía París desde hacía mucho tiempo, y como sucede con muchas cosas que nos son familiares, ya no le prestaba atención.

Pero cuan emocionante era ver cómo despertaban los diversos oficios. Los barberos, cubiertos de harina con la cual empolvaban las pelucas; las tiendas de limonada que abrían sus puertas mientras los camareros salían con sus bandejas de café caliente y bollos y las llevaban a las casas de los alrededores, que las habían encargado la noche anterior. Más tarde, aparecían los miembros de la legislatura, como cuervos negros en sus togas ondulantes, camino del Châtelet y otros tribunales.

En los círculos a la moda, la comida se servía a las tres, y me divertía ver a los petimetres y a sus damas —algunos en carruaje pero otros a pie— eligiendo cuidadosamente la manera de evitar el lodo, camino de las casas de sus anfitriones. Luego las calles se llenaban de ruido y clamoreos, que descendían durante el intervalo de la comida, para volver a despertar alrededor de las cinco, cuando la multitud de paseantes se dirigía a las casas de juego o a los jardines.

Yo quería verlo todo, y Margot opinaba que era una niñería. Ella no sabía que la necesidad de calmar mi ansiedad sobre lo que podía estar sucediendo en el château, era la verdadera razón de mi determinación de aprender todo lo relacionado con aquella estimulante y bella ciudad.

Echando una mirada hacia atrás, ¡qué suerte tuve al poder verla en aquel momento! Ya nunca volvería a ser exactamente la misma.

Hicimos compras. ¡Qué variedad de cosas buenas había en aquellas tiendas! Sus escaparates eran deslumbrantes. Trajes, confecciones, telas para vender, capas, pellizas, manguitos, cintas, lazos… Eran una alegría para la vista. Los sombreros eran tal vez lo más sorprendente de todo. Siguiendo las modas impuestas por la reina, eran al mismo tiempo extravagantes y escandalosos. Rose Bertin, su modista, confeccionaba las ropas de muy pocos favorecidos. Accedió graciosamente a hacer algo para la hija del conde Fontaine Delibes.

—En tu lugar, yo acudiría a alguien más ansioso por servirme —dije.

—No comprendes, Minelle. Ser vestida por Rose Bertin significa algo.

De modo que fuimos para la prueba de Margot. Nos tuvo esperando una hora y luego envió un mensaje diciendo que debíamos volver al día siguiente.

Cuando salíamos, observé un pequeño grupo de personas de pie en la esquina. Murmuraron y nos miraron hoscamente cuando entramos en el carruaje.

Sí, París era sin duda una ciudad inquieta. Pero yo estaba demasiado absorta en su belleza y también anonadada por lo que había sucedido en el château como para notarlo… y los pensamientos de Margot estaban en lugares muy diferentes.

Me agradaba ver que parecían tener un gran respeto por Inglaterra. Era como había dicho Gabrielle LeGrand. Las tiendas estaban llenas de prendas que, según se decía, estaban hechas de telas inglesas. Había carteles indicadores de que en el interior se hablaba inglés. En los escaparates de las tiendas se anunciaba Le Punch Anglais y en todos los cafés era posible beber.

A mí me divertía y, preciso es decirlo, me envanecía de algún modo. Y en las tiendas no hacía ningún esfuerzo por disimular el hecho de que, como tantos de sus productos, yo llegaba del otro lado del Canal.

Un día, cuando estábamos comprando un hermoso satén que iba a transformarse en un vestido del ajuar de Margot, el hombre que nos atendía se inclinó por encima del mostrador, y mirándome seriamente, preguntó:

—¿Mádemoiselle viene de Inglaterra?

Asentí.

—Mádemoiselle debería regresar a su casa —dijo—. No perdáis tiempo.

Le miré sorprendida y él continuó:

—Cualquiera de estos días, estallará la tormenta. Hoy, mañana, la próxima semana, el próximo año. Y cuando llegue, habrá para todos. Deberíais iros mientras estáis a tiempo.

Sentí un miedo helado. ¡Había notado tantas señales! Comprendía que los que me rodeaban trataban de no verlas, pero debía de haber desagradables momentos en que ni ellos podían evitarlo.

Ésta era, en verdad, una ciudad expectante.

Salimos al sol y nuestros pasos nos condujeron a la Cour du Mai. Yo no conseguía olvidar la advertencia del tendero, y mientras caminaba me pareció que me asaltaban terribles presagios.

Más tarde iba a recordar esto allí, en el Cour du Mai.

*****

Margot vino a mi cuarto. Había una chispa en sus ojos y estaba ruborizada.

—Está todo arreglado —dijo—. Vamos a ver a Yvette.

—¿Quién es Yvette?

—No seas deliberadamente molesta, Minelle. Ya te he hablado de Yvette. Solía trabajar con Nou Nou. Vive en el campo… no muy lejos de donde perdí a Charlot.

—Mi querida Margot, ¿no estarás pensando todavía en buscarlo?

—Claro que sí. ¿Crees que dejaría que se fuera sin volver a saber nada de lo que le ha sucedido? Debo convencerme de que está bien y feliz… y de que no me echa de menos.

—Como tenía unas pocas semanas cuando os separasteis, es muy difícil que te conozca siquiera.

—Por supuesto que me conocerá. Soy su madre.

—¡Oh, Margot, no debes ser tan tonta! Debes superar, ese desgraciado episodio. Has tenido suerte. Tienes un prometido que te agrada. Será bueno y amable contigo.

—¡Oh, no hagas el papel de oráculo! Ya no eres una maestra de escuela, ¿sabes? Prometiste que iríamos a buscarlo. ¿Sueles romper tus promesas?

Permanecí silenciosa. Era verdad que se lo había prometido cuando ella estaba al borde de la histeria, pero nunca me había tomado en serio el plan.

—Lo tengo todo solucionado —explicó—. Iré a visitar a mi vieja niñera Yvette. Quiero contarle que me he prometido con Robert. Mimi y Bessell nos acompañarán, y tomaremos el carruaje. Nos detendremos en posadas y viajaremos un poco cada día, y, a medida que nos acerquemos a esa vecindad, me transformaré en madame Le Brun. Será una especie de mascarada. Le he dicho a Mimi que es mejor no viajar como hija de mi padre, a causa del reciente escándalo de la muerte de mi madre y la actitud del pueblo. Está encantada. Piensa que estaremos seguras. ¿Por qué no dices algo? Te limitas a permanecer ahí sentada, desaprobando. Creo que es un plan precioso.

—Sólo espero que no hagas ninguna tontería.

—¿Por qué piensas siempre que voy a hacer una tontería? —quiso saber.

—Porque las haces a menudo —le repliqué.

Pero me daba cuenta de que estaba decidida a llevar a cabo el plan, y de que no había modo de detenerla.

*****

Tal vez, me dije, no sea tan mala idea, porque si ve por sí misma que el niño está bien cuidado, cesará de preocuparse por él. ¿Pero cómo podíamos esperar encontrarlo?

Había decidido que iríamos a Petit Montlys, desde luego sin ir a ver a madame Grémond. Hasta ella comprendía que eso sería una locura.

—Lo que debemos hacer —explicó— es encontrar la posada donde estábamos cuando se llevaron a Charlot, e investigar en esa zona.

—Es una búsqueda disparatada.

—A veces resultan —replicó—. Y voy a encontrar a Charlot.

Partimos, y en tres días recorrimos un buen trecho, pasando las noches en posadas que Bessell tenía el don de encontrar.

Era evidente que madame Le Brun, su prima y sus sirvientes tenían dinero para pagar por lo que querían, y por esta razón eran muy bienvenidos.

La desgracia quiso que uno de nuestros caballos perdiera una herradura y tuviéramos que acudir a un herrero a poco más de una milla de Petit Montlys.

Dejamos el carruaje en la herrería y entramos en la aldea, que yo recordaba por mi estancia en Petit Montlys. Mientras esperábamos, decidimos tomar un refrigerio en una posada que descubrimos. Y allá fuimos.

El hospedero era bastante locuaz. En esos lugares, las noticias circulan con rapidez, y ya sabía que habíamos llegado en carruaje y también cuál era la razón de nuestra demora.

—Me brinda la oportunidad de serviros un trozo del pan que hace mi esposa, salido directamente del horno, con un buen queso y nuestra propia mantequilla… ¿queríais café? Puedo serviros le Punch Mercier… un trago inglés tan bueno como el que venden en París.

Margot, Mimi y yo bebimos café y comimos bollos calientes. Bessell probó el mercier y lo encontró bueno.

—¿Cómo va la vida en París? —preguntó el hospedero.

—Muy alegre, muy animada —le dijo Bessell.

—Ah, hace mucho tiempo que no voy. Mádemoiselle, me parece que os he visto antes. —Me miraba directamente—. Sois inglesa, ¿no es verdad?

—Sí.

—Os alojabais en casa en madame Grémond con vuestra prima, que había sufrido una gran pérdida, ¿no es eso?

Miré a Margot, que intervino:

—Sí, así es. Yo había sufrido una pérdida. Perdí a mi pobre marido.

Madame, espero que ahora seáis más feliz.

—La tristeza se va quedando atrás —dijo Margot.

Advertí que Mimi y Bessell estaban algo desconcertados y dije:

—No deberíamos quedarnos mucho tiempo. Debemos continuar, y el herrero ya debe haber concluido su trabajo.

Salimos a la luz del sol. Margot reía como si lo que había pasado fuera un chiste. Yo me sentía menos feliz.

Cuando nos dirigíamos a la herrería, una joven vino corriendo hacia nosotras.

—¡Sí lo es! —gritó—. Sí que lo es. ¡Madame Le Brun y mádemoiselle Maddox!

No había manera de negarlo, porque la mujer que estaba frente a nosotros era Jeanne.

—Es bueno veros, madame y mádemoiselle —dijo—. Hablamos a menudo de las dos. ¿Cómo está el pequeño?

—Está bien —contestó Margot, tranquilamente.

—¡Un niño tan bonito! Madame Legère dijo que nunca había visto uno tan precioso.

¡Qué estúpidas habíamos sido al venir! Yo debería haber sabido que era peligroso. ¿Pero cuál hubiera sido el sentido de señalárselo a Margot?

—Con su niñera, lo juraría —continuó Jeanne—. Supe que había un hermoso carruaje en la herrería. Damas de París, pensaron. Nunca soñé que seríais vos y mádemoiselle.

Puse una mano sobre el brazo de Margot.

—Debemos continuar el viaje —dije.

—¿Venís a ver a madame Grémond?

—No, me temo que no —repliqué velozmente—. Transmitidle nuestros mejores deseos y decidle que esta vez estamos muy apuradas. Nos extraviamos y por eso llegamos aquí. Luego, por desgracia, el caballo perdió una herradura.

—¿Hacia dónde vais? —preguntó Jeanne.

—Hacia Parrefours —contesté, inventando un nombre.

—Nunca oí hablar. ¿Cuál es la gran ciudad más cercana?

—Eso es lo que tenemos que averiguar —repliqué—. Realmente, debemos ir al carruaje. Buenos días.

—Fue un placer veros —dijo Jeanne, mirándolo todo con sus pequeños ojos de mico: la librea de Bessell, la limpia capa de doncella de dama de calidad que llevaba Mimi.

Me alegré de que los tiempos nos obligaran a vestirnos con sencillez, de modo que el atuendo de Margot no proclamase su rango con demasiada claridad.

Cuando entramos en el carruaje, estábamos abatidas. Observé la curiosidad en los ojos de Mimi, pero, como doncella de buena casa que era, no hizo mención de lo que había sucedido. Supuse que ella y Bessell lo discutirían más tarde.

Margot se negó a dejarse deprimir por el encuentro. Más tarde, urdiría alguna historia para Mimi; que Mimi la creyera o no, era otra cuestión. Lo que había sucedido era muy revelador. Me incomodaba.

Encontramos el camino hacia la posada donde habíamos estado con Charlot. El hospedero nos recordaba. Debimos de haber sido conspicuas; en parte, supongo, a causa de la extranjera, es decir yo misma, y desde luego por el hecho de que Margot había llegado con un niño y había partido sin él, las conclusiones de todo lo cual eran obvias.

Margot dijo que haría unas cuantas preguntas discretas, pero Margot y la discreción no se llevaban bien. Pronto se hizo evidente que estaba tratando descubrir a la pareja que se había llevado el niño, lo que debía hacer en secreto… y la razón de ese secreto era indudable. Pero consiguió la información de que la pareja había tomado el camino sur, hacia la pequeña ciudad de Bordereaux.

En Bordereaux había tres posadas, y las probamos todas sin éxito. Estudiamos las señales del camino y vimos que había tres rutas que la pareja podía haber tomado.

—Debemos probarlas todas —dijo Margot con firmeza.

¡Qué fatigadas estábamos! ¡Qué búsqueda sin esperanzas! ¿Cómo podíamos esperar encontrar al niño? Pero Margot estaba decidida.

—No podemos estar fuera mucho más tiempo —señalé—. Ya nos hemos comportado de una manera muy extraña. ¿Qué crees que piensan Mimi y Bessell?

—Son sirvientes —respondió Margot con arrogancia—. No se les paga para que piensen.

—Salvo cuando es en tu propio interés, supongo. Ya tienen una idea de lo que sucede. ¿Crees que es prudente Margot?

—No me interesa si es o no prudente. Voy a encontrar a mi hijo.

De modo que continuamos con nuestras investigaciones; que no nos condujeron a ningún sitio.

Finalmente, dije a Margot:

—Aseguraste que ésta iba a ser una visita a tu vieja niñera Yvette. ¿No crees que sería prudente ir a verla, ya que es el objeto de nuestro viaje?

Dijo que no deseaba perder tiempo, pero finalmente la convencí de que sería una idiotez no ir. Me pareció volver a escuchar la voz del conde, advirtiéndonos de que, cuando uno va a inventar un tejido de mentiras, es mejor trabajar con algunos hilos de verdad.

Yvette vivía en una bonita casa con un jardín cerrado a su alrededor. Las puertas eran lo suficientemente anchas como para que pasara el carruaje, y la propia Yvette salió a recibirnos.

Era una mujer de rostro agradable, que me gustó inmediatamente, pero advertí su evidente desmayo cuando vio quiénes eran sus visitantes.

Margot corrió hacia ella y se echó en sus brazos.

—Mi pequeña —dijo Yvette cariñosamente—. ¡Pero esto es una sorpresa!

—Estábamos por los alrededores y no pudimos dejar de venir a verte —explicó Margot.

—¿Y a quién visitabais? —preguntó Yvette.

—Bueno, en realidad veníamos a verte a ti. Hacía tanto tiempo que no te veía. Ésta es mádemoiselle Maddox, mi amiga… y prima.

—¿Prima? —Repitió Yvette—. No conocía la existencia de esta prima. Bien venida, mádemoiselle. Por favor, pasad. Oh, ¿es Mimi aquélla? Bien venida, Mimi.

Pero su inquietud parecía haber crecido.

—Jose se ocupará de Mimi y vuestro cochero —dijo.

Jose era su criada, una mujer tan vieja como ella. Mimi y Bessell se fueron con ella, y Margot y yo seguimos a Yvette al interior de la casa. Era ordenada, limpia, y estaba amueblada con gran comodidad.

—¿Eres feliz aquí, Yvette? —preguntó Margot.

Monsieur le comte siempre ha sido bueno con los que han trabajado bien para él —contestó ella—. Cuando tú ya no me necesitabas y abandoné el château, me dio esta casa y una entrada, de modo que pudiera permitirme tener a Jose para cuidarme. Vivimos muy felices aquí.

Nos condujo a una agradable habitación.

—¿Y mádemoiselle Maddox es inglesa?

Me pregunté cómo lo sabía, porque yo no lo había mencionado y mi acento no podía haberme traicionado, puesto que hasta entonces había dicho sólo unas pocas palabras. ¿Mi nombre? Pronunciado como lo pronunciaba Margot, no parecía inglés.

—Siéntate, querida, y vos también, mádemoiselle. Tomaréis algún refresco y os quedaréis a cenar conmigo. Tenemos un buen pollo y Jose es una excelente cocinera.

Tomó un trabajo de costura que había sobre una silla.

—¿Siempre haces ese bordado tan hermoso, Yvette? —Margot se volvió hacia mí—. Acostumbraba hacerlo en la mayor parte de mis vestidos, ¿no es cierto, Yvette?

—Siempre me gustó coser. Supe que te habías prometido.

—Oh, entonces lo sabías. ¿Quién te lo dijo?

Yvette vaciló. Luego contestó:

—El conde siempre quiere estar al tanto de cómo me las arreglo, y ha venido alguna que otra vez.

Éste era un aspecto del carácter del conde que hasta entonces no había sospechado. Me sentí encantada de conocerlo y me llenó de júbilo.

Margot dijo:

—Nos encantará compartir el pollo, ¿no es verdad, Minelle?

Asentí con regocijo, pensando todavía en la preocupación del conde por aquellos que tenía a su cuidado.

—Debo mostrarte el hermoso trabajo de Yvette —continuó Margot.

Abandonó su sillón y trajo la costura en la que Yvette había estado trabajando.

—¡Mira! Fino punto de espina. ¿Qué es esto, Yvette?

Lo levantó. Era un abrigo de niño. Yvette se ruborizó y dijo:

—Estoy haciéndolo para una amiga.

El rostro de Margot se entristeció, como le sucedía siempre que le recordaban los niños. En aquel momento pensé que nunca superaría esto hasta que no tuviera otro hijo.

Plegó el pequeño abrigo y lo dejó sobre una silla.

—Es muy bonito —dijo.

—¿Cómo va todo en el château? —preguntó Yvette.

—Como siempre. Oh, no… Han arrojado piedras por las ventanas, ¿no es verdad, Minelle?

Yvette sacudió tristemente la cabeza.

—A veces pienso que la gente se está volviendo loca. Aquí no pasa mucho, pero se cuentan cosas de París.

Luego habló de los viejos tiempos y contó pequeñas anécdotas sobre las aventuras de Margot cuando era niña. Era evidente que sentía un gran cariño por ella.

—Me enteré de la muerte de tu madre —dijo—. Fue una gran pena. ¡Pobre señora! Nou Nou debe estar desquiciada. Para ella, no había nadie fuera de la condesa. La había cuidado desde que nació. Puedo entenderlo. No tenemos hijos propios, y damos a los niños a nuestro cargo el sentimiento que correspondería a los nuestros. Es un fuerte lazo. ¡Ah, soy una tonta anciana, pero siempre he amado a los pequeños! Las extrañas maniobras del destino se los dan a menudo a los que no los quieren, y se los niegan a los que los desean. ¡Pobre, pobre Nou Nou! Puedo imaginar su dolor.

—Lo está tomando muy mal —dijo Margot—. ¿Qué fue eso?

Escuchamos.

—Me pareció oír gritar a un niño.

—No, no —dijo Yvette—. Si me excusáis, iré a la cocina a ver cómo se las compone Jose con el pollo. Jose y yo cocinamos juntas.

Cuando abrió la puerta, escuchamos el inconfundible llanto de un niño.

Margot estaba junto a ella.

—Tienes un niño aquí —insistió.

Yvette se puso de color escarlata y balbuceó:

—Bueno… por un tiempo. Estoy cuidando…

Margot subía las escaleras. En pocos segundos, estaba de pie en el rellano, con un niño en sus brazos. Había una sonrisa de triunfo en su rostro. Pensé que Dios trabaja de manera misteriosa, porque, antes de que Ivette lo admitiera, supe que habíamos encontrado a Charlot.

*****

Lo trajo a la habitación, con el rostro radiante. Se sentó y lo meció en su regazo. Él balbucía y pataleaba y parecía complacido con la vida, pese a que unos momentos antes había estado llorando.

—¡Oh, es hermoso… hermoso! —jadeó Margot.

Y lo era. Regordete, bien alimentado, feliz, era todo lo que un niño debe ser.

Yvette miró a Margot y movió la cabeza lentamente.

—No deberías haber venido aquí, querida —dijo.

—¡No ver a mi hermoso Charlot! —Gritó Margot—. Había perdido a mi cachorrito. ¡Y encontrarlo aquí! Yvette, tú eres una embustera… pero lo has cuidado bien.

—Claro que lo he cuidado bien. ¿Crees que no cuidaría bien a cualquier niño? Y el tuyo me es especialmente querido. Eso es lo que dijo el conde: «Sé que le brindarás ese cuidado especial porque es el hijo de Margueritte». Pero, querida, nunca debiste venir, ahora que estás prometida. Ya ves que fue mejor que él viniera aquí. No sé qué dirá el conde.

—Eso es asunto mío —replicó Margot.

—Margot —le recordé—, debes comprender que lo mejor que puede suceder es que Charlot permanezca aquí.

No quería hablar. No podía pensar en nada más que en el hecho de tener a Charlot en sus brazos. No quería soltarlo y cuando se quedó dormido e Yvette dijo que debía ir a su cuna, Margot lo llevó arriba. Supuse que quería estar sola con él, y yo permanecí con Yvette.

Ésta me dijo:

—Mádemoiselle, sé que habéis cuidado de Margueritte. El conde me lo ha dicho todo. Ha hablado de vos con gran simpatía. No sé qué dirá cuando se entere de que habéis estado aquí.

—Los sentimientos de Margot son muy naturales. Él debe comprender eso.

Asintió.

—Hay algo más que me preocupa. Se han estado haciendo… se están haciendo averiguaciones.

—¿Averiguaciones? ¿Qué clase de averiguaciones?

—Acerca del niño. Jose oye muchas cosas que no llegan hasta mí. Va a la ciudad los días de mercado. En el pasado, le he reprochado el ser tan chismosa, pero a veces puede resultar útil. Naturalmente, el hecho de que tenemos aquí un niño no puede ser mantenido en secreto, y han comprendido que estoy cuidándolo para alguien colocado muy alto. Las órdenes del conde fueron de que el niño debía tener lo mejor de todo, y, aunque yo no era pobre antes, ahora tengo mucho más dinero. Estas cosas se advierten. Jose me dice que un caballero, que trataba de disfrazarse de vendedor ambulante pero que era claramente un aristócrata, ha estado haciendo preguntas. Está evidentemente interesado en el niño, y está tratando de descubrir quién es.

—Me pregunto… —comencé y me detuve. Yvette era una mujer en quien yo confiaba instintivamente. Además, había estado muchos años al servicio del conde y él la había elegido para cuidar al niño. Continué—: ¿Pudo haber sido Robert de Grasseville… el prometido de Margot?

—Eso fue lo que pensé. No le sería difícil a alguien que desee hurgar, enterarse de que yo he estado empleada en el château. El conde es un hombre de gran distinción. Desde que han traído al niño, me ha visitado dos veces. Está ansioso por el bienestar del pequeño Charlot y desea asegurarse de que el niño está bien. Para ser quien es, viene simplemente vestido, mádemoiselle, pero como sabréis es imposible que un hombre como él esconda siglos de crianza. A veces tiemblo, cuando pienso qué nos reserva el futuro.

—Lo comprendo. Gracias por contármelo.

—Hay algo más, mádemoiselle. Jose escucha estas cosas. Vino un día y me dijo que había oído decir que el conde era el padre de la criatura.

—¡Oh, no! Seguramente…

Me miró escudriñadora.

—Vos estuvisteis con Margot cuando nació el niño. Habéis estado en el château. Ya veis…

Yo me estaba ruborizando, indignada.

—No podéis querer decir que yo…

—Estos rumores circulan. No sé cómo comenzó éste… Pero ya veis que sería posible.

—Sí —dije—, supongo que sería posible. ¿Creéis que el conde hubiera puesto a su hija al cuidado de una mujer que iba a tener a su hijo ilegítimo?

Yvette levantó los hombros.

—Es una tontería. Pero el niño está aquí. Yo trabajé como niñera en el château y el conde recurrió a mí para asegurarse de que todo va bien con el niño. La gente suma estas cosas y obtiene la respuesta equivocada.

Mi cabeza daba vueltas. La masa de intrigas que se cerraba a mi alrededor, parecía no tener fin.

—Creo que deberíais saberlo, mádemoiselle. Cuidad de Margot. Es muy impulsiva y siempre ha actuado sin pensar. Me gustaría tanto verla bien establecida, y parece que ahora hay una posibilidad. La de los Grasseville es muy buena familia… quiero decir que tienen una excelente reputación. Tratan bien a su gente y son generosos. Esta unión sería la solución para Margot. Pero está el asunto del niño. ¡Cómo desearía que el pequeño Charles fuera hijo de Robert de Grasseville y nacido dentro del matrimonio!

—Eso hubiera sido ideal, y si fuera así no estaríamos aquí ahora.

—Mádemoiselle, veo que sois una joven razonable. El conde tiene una gran fe en vos. Conservadla. Puede muy bien ser que las investigaciones vengan del lado de los Grasseville y que si descubren que el niño es de Margot no deseen llevar adelante el proyecto del matrimonio. Creo que deberíais estar preparadas para eso.

—Creo que sería prudente no hablarle de esto a Margot.

—Me he alegrado de poder hablaros a solas.

Estuve de acuerdo en que había sido beneficioso.

—Sólo podemos esperar y ver qué sucede —dije—. Si fue Robert quien hizo las averiguaciones, pronto lo sabremos.

Asintió.

—Pero estaréis preparada, mádemoiselle, para el caso de que algo vaya mal.

Le aseguré que lo estaría.

Margot regresó en éxtasis.

—Está profundamente dormido. ¡Oh, es angelical!

Yo estaba temerosa, porque sabía cuan desgraciada sería al tener que separarse de él.

Nos quedamos a pasar la noche en casa de Yvette, porque Margot dijo que necesitaba pasar algún tiempo con su bebé. Envió a Mimi y Bessell a la posada para que pasarán allí la noche, y debo decir que me alivió que no estuvieran en la casa.

Permanecimos despiertas mucho tiempo, hablando, porque compartíamos una habitación.

—¿Qué voy a hacer? —me preguntó:

—Lo razonable, espero —repliqué.

—Ya sé lo que vas a decir. Dejar a Charlot aquí.

—No podría estar mejor cuidado.

—Si tuviera que emplear una niñera, elegiría a Yvette antes que a ninguna otra.

—Pues ya tiene a Yvette y es obvio que ésta lo ha cuidado bien. A Charlot no le falta nada.

—Excepto su madre.

—Dadas las circunstancias, está mejor así.

—Eres… eres tan desalmada, Minelle. A veces podría abofetearte por tu actitud fría, precisa y lógica. La odio sobre todo porque sé que la mayor parte de la gente diría que tienes razón.

—Por supuesto que tengo razón. Lo has encontrado. Tienes la gran satisfacción de saber que está en buenas manos. Puedes venir a verlo algunas veces. ¿Qué más puedes pedir?

—Tenerlo conmigo todo el tiempo.

—Entonces, deberías haber esperado a que pudiera nacer de manera respetable.

—¿No me hubieras obligado a casarme con James Wedder?

—Creo que hubiera sido un matrimonio desigual, pero que habiéndote comportado como lo hiciste, debías estar preparada para aceptar las consecuencias. Tu padre ha hecho mucho por ti. Ahora debes hacer lo que él desea.

—¿Es justo para Robert?

—Entonces, díselo.

—De pronto, te muestras audaz. Podría desecharme.

—Si es así, tal vez sería mejor que te desechara.

—¡Qué fácil es resolver los problemas de otros!

No tuve más remedio que estar de acuerdo con ella.

De modo que hablamos durante toda la noche y por la mañana comprendió que debía irse, y que se iría más feliz que antes, porque ahora sabía que, cuando el anhelo de ver a Charlot fuese intolerable, podría venir y pasar con él un tiempo.

La búsqueda había terminado más satisfactoriamente de lo que yo había creído posible. Margot había hallado a Charlot y yo había aprendido que había otra faceta de la naturaleza del conde, además de la que ventilaba en público. Se había preocupado por Yvette, instalándola confortablemente, y estaba decidido a proteger al niño, por mucho que lamentara su nacimiento. Después de todo, era humano, con una capa de sentimientos tiernos.

Fui muy feliz esa noche.