Capítulo 4

—¡Prima!

La voz llegó a mí flotando, ligera, apenas audible en el aire de la tarde. Había estado dando un corto paseo por los jardines del castillo. Al levantar la vista, vi a la condesa estirada en una chaise-longue colocada en el balcón.

—¿Madame? —contesté, deteniéndome y mirando hacia arriba.

Su rostro pálido me contemplaba.

—¿Podría interrumpir vuestro paseo? Me agradaría hablaros.

—Desde luego.

—Subid. Los peldaños os conducirán a la terraza.

Hice como me pedía, algo perturbada, lo cual era comprensible considerando la actitud que su esposo observaba conmigo.

Ascendí por los escalones de piedra. Tenía razón. Me condujeron a su terraza, que partía de su dormitorio. Por supuesto, ésa no era la parte medieval del castillo, sino su lujosa adición tardía.

—Ha hecho calor hoy —dijo—. Pensé que un poco de aire me vendría bien. —Me sonrió—. A una persona tan saludable como vos debe parecerle extraño escuchar a alguien hablando continuamente de su salud. Sentaos.

Lo hice.

—Supongo que cuando se tiene buena salud, se tiende a darla por sentado y olvidar el asunto —contesté.

—Exactamente. Qué suerte no tener que preocuparse todo el tiempo por el efecto que las cosas tendrán sobre vos. Es fácil ver que disfrutáis de excelente salud, prima. Decidme, ¿cómo os sentís aquí? ¿Os parece todo extraño después de vuestra escuela? Estoy agradecida por lo que estáis haciendo por mi hija.

—Me pagan por hacerlo, madame.

—Pero ¿puedo decir que estáis haciéndolo muy bien? —Cambió de posición en su diván—. Creo que el aire me ha dado dolor de cabeza. Tendré que pedir a Nou Nou que prepare una cataplasma para ponerme en la frente. Tiene una excelente, hecha con Barba de Júpiter. Parecéis desconcertada. Os preguntáis qué es eso. No se puede vivir con Nou Nou sin enterarse de estas cosas. Es una de sus plantas especiales y, como muchas de ellas, se dice que es un talismán contra conjuros malignos. Veo, prima, que sois escéptica. ¿No creéis en conjuros?

—No, en realidad.

—No significa necesariamente que haya una bruja que practica encantamientos y todo eso. Los conjuros malignos pueden llegar por los medios más naturales. Hay gente que nunca hace un bien a nadie. Podría decirse que destilan maldad.

—Supongo que eso puede ser cierto.

—Siempre es bueno evitar a esa clase de gente. ¿No estáis de acuerdo, prima?

Deseé que no me llamara «prima». Lo hacía con cierta ironía. Había algo detrás de esto, detrás de su deseo de verme.

—Por supuesto que lo estoy —acordé.

—Sabía que compartiríais mi punto de vista. ¡Sois una joven tan sensata! Margot habla mucho de vos. Piensa que sois la fuente de la sabiduría. Yo… bien… colijo que mi esposo tiene muy buena opinión de vuestras capacidades.

—No lo sabía —dije.

—¿No conocíais la opinión de mi esposo? ¿De verdad?

—Yo… no conocía su opinión sobre mí.

Sonrió lentamente.

—Creí que había puesto en claro que encuentra interesante vuestra compañía. Le agrada la sociedad de las mujeres… si son jóvenes, guapas y con alguna inteligencia. Ellas se sienten halagadas y olvidan su posición, y el hecho de que, para él, se trata de un interés pasajero.

—Yo jamás podría olvidar la posición del conde… ni la mía —contesté secamente.

Miró sus manos delicadas.

—Después de todo, es mi esposo —dijo—. Esto es algo que él no puede olvidar, aunque otros puedan.

—Yo jamás olvidaría eso, madame —repliqué.

Me sentía incómoda, turbada y enojada. Quería darle a entender que su esposo estaba perfectamente a salvo de mí.

—Veo que sois razonable —comentó.

—Gracias. Pronto regresaré a Inglaterra.

—¡Ah! —Hubo un largo suspiro—. Creo que es muy prudente por vuestra parte. —Permaneció en silencio por unos momentos y tuve la impresión de que lamentaba haber hablado tan francamente. Continuó en tono casual—: Por lo que Margot me dice, me parece que en Inglaterra todo es muy diferente.

—Ciertamente.

—Apenas me muevo de aquí —prosiguió—. Con mi esposo es distinto, por supuesto. Es raro que haya permanecido en el château tanto tiempo. Es inquieto. Además, necesita pasar mucho tiempo en París… mientras yo permanezco aquí con Nou Nou.

—Quien, lo sé, es un gran consuelo para vos.

—No puedo imaginar qué haría sin ella. Es mi amiga, mi compañera, mi perro guardián. —Agitó la mano—. Cuando llega la oscuridad, tengo miedo. Siempre me sucedió eso. ¿Y a vos, prima?

—No —repliqué.

—Sois valerosa. Lo sabía. Muchas veces os he observado en el jardín… a vos y a Margot. Y os he visto llegar después de cabalgar con mi esposo. Bueno, pronto Margot estará casada y vos regresaréis a Inglaterra. Es lo mejor, prima. Me alegro de que lo veáis así. Me gustaría que vuestra aventura en mi país guardase para vos recuerdos felices cuando estéis de vuelta en Inglaterra.

Me estaba mirando fijamente. Un momento antes, me había estado advirtiendo, como cualquier esposa celosa, de que me mantuviera lejos de su marido. Eso era razonable. Después de todo, era su marido. Ahora, su advertencia era de otra clase. ¿Qué había querido decir al llamar a Nou Nou su perro guardián? El conde es un hombre peligroso, me decía. Guardaros de él.

No era necesario que me lo dijera.

—Sí —repitió—, deberíais regresar a vuestro país. Aquí no hay nada para vos. ¡Oh, Dios! —Se llevó las manos a la cabeza—. Mi cabeza late de una manera… Entrad en el cuarto y buscad a Nou Nou. Pedidle que prepare la cataplasma de Barba de Júpiter, por favor.

Era la despedida. Atravesé las puertas de cristal y entré en el cuarto. Nou Nou llegó apresurada y le di la orden.

Meneó la cabeza.

—¿Decís que os llamó? Sabe que hablar la fatiga. E insistió en salir. Sabía que no le convenía. ¿Dolor de cabeza, decís? Mi Barba de Júpiter detendrá eso en seguida. ¿Vinisteis por la escalera del jardín, supongo?

—Sí —contesté.

—Bueno, podéis regresar de la misma manera, si queréis. Decidle que tendré su cataplasma inmediatamente, pero que primero haré que ella vuelva a entrar.

Salí a la terraza. La condesa estaba tendida con los ojos cerrados. Era su manera de indicar que no tenía nada más que decirme y que podía retirarme.

Yo todavía ardía de ira y humillación. Mientras estaba con ella, no había comprendido la enormidad de lo que insinuaba. Primero, me había advertido de que me mantuviera alejada de su esposo, porque estaban casados y él no estaba libre para flirtear conmigo. ¡Qué insultante! ¡Cómo si yo no lo supiera! Luego, había cambiado de tono y me había prevenido contra él, lo que me había parecido bastante siniestro, como si hubiera en él fuerzas oscuras que yo desconocía.

Era muy desconcertante y me convenció más que nunca de que debía prepararme para partir.

*****

Pensé mucho en la condesa. Si yo estaba intranquila con ella, a ella le sucedía lo mismo conmigo. Tal vez había llegado a sus oídos algún chisme. Debía de ser así, puesto que había decidido hacerme su doble advertencia.

Tenía razón, desde luego. Debía irme. En realidad, no debería haberme quedado tanto tiempo. Ni lo hubiera hecho, me justifiqué, si Margot no se hubiera sentido tan desgraciada cada vez que yo sugería mi partida.

No quería hablar con Margot. Tenía miedo de que sacara a relucir el tema. No es que fuera difícil evitarlo. Margot estaba demasiado ocupada con sus propios asuntos, como para desear discutir los de los demás.

Sin embargo, me había acostumbrado a salir, habitualmente al jardín, y encontrar un lugar tranquilo donde podía pensar.

Junto a la condesa me había sentido culpable. No obstante, yo no había hecho nada para atraer al conde. Nou Nou tenía una manera de mirarme por debajo de sus cejas de cepillo, como si yo fuera la propia Jezabel. Me hacía notar que debía irme de inmediato, antes incluso de la boda de Margot.

Era una situación imposible y si un año antes me la hubieran planteado como concerniente a otra persona, yo hubiera dicho: «La mujer hace mal en quedarse. Una persona decente se iría de inmediato».

Por supuesto, era lo que yo debía hacer. Mi entrevista con la condesa me lo había hecho ver con más intensidad que antes.

Había caminado fuera del recinto del castillo, y me encontré cerca de la casa de Gabrielle. ¡Su amante! Y vivía cerca del château, con el fin de poder verse cómodamente. Enrojecí de vergüenza. ¡Y aquél era al hombre a quien yo había permitido adueñarse de mis pensamientos!

Me sorprendió el rumor de los cascos de un caballo. Me aparté mientras pasaba el jinete. Había algo familiar en él, aunque no pude descubrir qué.

Vi la casa de Gabrielle. El hombre estaba sujetando su caballo al poste de la puerta de entrada. Cuando me acerqué, se volvió y nos miramos. Pareció algo sorprendido, y fue obvio que ambos pensábamos que nos habíamos visto antes.

Abrió el portón y entró en la casa por el sendero. Yo pasé de largo. En aquel momento, mi corazón comenzó a latir fuertemente, de pura aprensión. Había recordado quién era el hombre.

Era Gaston, el amante de Jeanne, el sirviente de madame Grémond.

*****

No mencioné a Margot que había visto a Gaston. Sólo serviría para preocuparla. Hasta traté de convencerme de que me había equivocado. Después de todo, cuando estábamos en casa de madame Grémond, había visto muy poco a aquel hombre. Éste muy bien podía ser alguien que se le pareciese. En realidad, no tenía rasgos distintivos. ¿Qué podía estar haciendo en casa de madame LeGrand? ¿Llevando cartas de su ama? ¿Era posible que madame LeGrand y madame Grémond se conocieran? Sí, claro que era posible. Su conexión sería el conde. Dos amantes descartadas, que se consolaban mutuamente. ¿O tal vez no descartadas? Cada día que pasaba, todo se hacía más sórdido.

Pero, desde luego, yo no podía tener seguridad alguna, y preferí pensar que me había equivocado.

Mientras consideraba esta cuestión, llegó Etienne y me dijo que su madre había expresado el deseo de volver a verme, y me preguntó si le permitiría conducirme a su casa.

Dije que estaría encantada, y pocos días después, una tarde, cabalgué en su compañía hasta la casa.

Fui introducida en el adornado salón, donde me esperaba para recibirme, muy elegante pero algo excesiva en seda celeste y encajes.

—¡Mádemoiselle Maddox! —Gritó jovialmente—, me encanta volver a veros. Muy amable por vuestra parte venir.

—Es un placer haber sido invitada —contesté, contenta como otras veces de mi traje de montar impecable que mi madre había hecho confeccionar para mí.

El hecho de haber estado cabalgando, hacía que su uso fuera correcto.

Etienne nos dejó y comprendí que iba a ser un tête-à-tête.

Dijo que tomaríamos el té, porque sabía que los ingleses lo adorábamos.

—¿Habéis notado que en Francia imitamos cada vez más a los ingleses? Es una forma de pretensión. Pero aquí no lo habréis observado. Es evidente en París. En las tiendas, hay anuncios de «English spoken here», y los vendedores de limonada también sirven el Punch. Es inglés, como sabéis. Los jóvenes elegantes se pavonean con abrigos ingleses con esclavina. Las mujeres llevan sombreros ingleses y hasta el hipódromo de Vincennes se esfuerza en parecerse a vuestro Newmarket.

—No lo sabía.

—Todavía tenéis mucho que aprender de Francia, estoy segura. Luego, están esos altos vehículos a los que llaman «wiskies». Os digo que nos volvemos más ingleses cada día que pasa.

—Es muy interesante.

—Veréis eso cuando vayáis a París. Vais con Margueritte, creo.

—Sí, en efecto.

—¡Qué excelente matrimonio! El conde me dice que está encantado. Una alianza entre los Fontaine Delibes y los Grasseville. No hay muchas que puedan superarla.

El té fue servido por uno de los lacayos, cuya librea era muy parecida a la del château. Algo más apagada, algo menos fastuosa, con botones de plata en lugar de oro. No pude evitar sentirme divertida por la fina distinción.

—Mádemoiselle sonríe. ¿Os agrada el té?

—Es excelente, madame.

Y lo era, servido en pequeños platos de porcelana de Sévres, aunque de alguna manera era distinto del que bebíamos en casa.

Sirvieron también pequeños pasteles, con un delicioso relleno de una especie de crema.

—Pensé que debíamos conocernos mejor —dijo Gabrielle LeGrand—. Os vi en el baile, por supuesto, pero en esas ocasiones es realmente imposible hablar. ¿No fue desagradable el asunto de la piedra? No me interesaría estar en los zapatos del culpable, si fuera descubierto. El conde tendría poca piedad de él, y puede llegar a ser muy severo.

—¿Creéis que lo encontrarán?

El rostro de Léon apareció ante mí y me reprendí: no seas tonta. Fue una ilusión. Por supuesto que no era Léon. ¿.Cómo pudo haberlo sido? No podía haber estado en el salón tan poco tiempo después, con aquel aspecto atildado. Parecía estar desarrollando una tendencia a ver gente que era poco probable que estuviera donde yo la veía.

—Lo dudo. A menos que uno de sus enemigos lo traicione. Esa clase de cosa está sucediendo en todas partes. No sé adónde irán a parar las cosas. ¿Os quedaréis en Francia, mádemoiselle?

—Estaré con Margueritte por un tiempo, y cuando se case regresaré a Inglaterra.

No pudo esconder su alivio y dijo rápidamente:

—Qué interesante debe haber sido descubrir vuestra conexión con la familia del conde… por remota que sea. —No contesté, y continuó—: Decidme quién fue exactamente el que se unió a la familia por matrimonio. Durante todo el tiempo que he conocido a los Fontaine Delibes, no supe que tuvieran parientes ingleses.

—Debéis preguntarle al conde —repliqué.

—Últimamente, lo veo menos. —Suspiró—. Hubo un tiempo… Cometió un gran error casándose. Conoceréis a la condesa, claro…

—Sí —contesté fríamente, pues me pareció muy falto de tacto mencionar de esa manera el matrimonio del conde.

—Lo pregunto —dijo— porque sé que vive muy retirada. Supongo que ve a poca gente. ¡Pobre Úrsula! Cualquiera podía darse cuenta de que resultaría un desastre. Él solía confiarse a mí… mucho. No tiene sentido procurar ocultar la verdad de nuestras relaciones, cuando es obvio que cualquiera puede verla. Tenemos un buen hijo… nuestro Etienne. Y de ella obtuvo simplemente a Margueritte. Os diré confidencialmente que él nunca ha dejado de lamentar no haberse casado conmigo.

—¿Y por qué no lo hizo? —pregunté con frialdad.

—La mía era una buena familia, pero desde luego no podía compararse con la suya. Yo era viuda. —Se encogió de hombros—. Él era joven entonces… muy joven. Ambos lo éramos. Nunca olvidaré aquellos días. ¡Qué enamorados estábamos! —Se echó a reír—. Veo que estáis algo incómoda. Los ingleses no hablan tan libremente de estas cosas como lo hacemos nosotros. Ah, fue un trágico error, y él iba a comprenderlo así una y otra vez.

—Estos pasteles son deliciosos, madame. Debéis tener un excelente cocinero.

—Me alegro de que os gusten. Son los favoritos del conde. Pero jamás se puede estar segura de por cuánto tiempo lo serán. Es voluble en sus gustos.

—Son tan ligeros —dije—. Hacen que una se sienta golosa.

—Entonces, comed más. A Etienne le agradan. Estamos planeando un matrimonio para él, pero no corre prisa.

—Nunca es prudente apresurarse cuando se planean cuestiones importantes.

—Uno de estos días… quién sabe… Etienne ha sido criado en el château, como sabéis.

—Sí, lo sabía.

—El conde está orgulloso de él. Es un joven apuesto, ¿no lo creéis así?

—Desde luego. Es muy apuesto.

—¿Quién podría decir cuál será su futuro?

—Eso es algo que nadie puede ver… el futuro.

Encontraba cierto placer equívoco en contradecirla manteniendo la conversación en terreno neutral, cuando sabía que estaba tratando de hacerla personal. Comprendía muy bien sus motivos. Como la condesa, estaba advirtiéndome. Pero sus razones eran bastante diferentes. Creía que la condesa estaba algo preocupada por mí, mientras que Gabrielle estaba preocupada por sí misma.

—Pero podemos predecir —dijo—. Si uno ha conocido a alguien durante mucho tiempo, sabe cómo actuará en determinadas circunstancias. ¿No estáis de acuerdo?

Dije que pensaba que se podía tratar de adivinar un poco, pero que, como mucha gente era impredecible, jamás se podía estar enteramente seguro.

Asintió.

—Ha sido una vida extraña. Conocí al conde cuando era una viuda muy joven. Vine a suplicar por mi padre, que había sido hecho prisionero por el suyo. El conde no podía hacer mucho. Mi padre había muerto en prisión, acusado de no sé de qué… y él tampoco lo sabía.

—Sí —dije—. He oído hablar de estas aterradoras lettres de cachet.

—Creo que una de las razones por las cuales el conde lamenta no haberse casado conmigo, es que con ello hubiera hecho algo por reparar el daño que su padre le hizo al mío. Una vez dijo que deseaba tener otra vez la oportunidad y que si alguna vez la tenía…

Asentí.

—Fue muy injusto lo que hicieron con vuestro padre.

—Es un hombre extraño… Charles-Auguste. Tiene esos arrebatos de conciencia. Mirad a Léon. Se ha beneficiado del daño hecho a su familia. Supongo que continuaremos como antes. Etienne será legitimizado, lo sé. Ha sido más o menos prometido… Por supuesto, en el caso de que Charles-Auguste no vuelva a casarse y tenga un hijo legítimo. Pero no puede hacerlo mientras tenga una esposa, ¿no es así?

—Desde luego, es un asunto muy complicado —opiné—. ¿Y quién puede decir cómo terminará?

—Y vos partiréis pronto y olvidaréis todo acerca de nosotros y nuestros problemas.

Sus ojos brillaron y fue como si mirasen dentro de mi cerebro. Era casi como si me ordenara irme.

Luego insistió en mostrarme sus tesoros, el principal de los cuales era un hermoso reloj de oro y marfil, cincelado con la forma del castillo. Era muy recargado, pero muy bello.

—Un regalo del conde cuando nació Etienne —explicó.

Luego me mostró otros tesoros… todos ellos regalo del conde.

—Un hombre muy generoso —comentó— con aquellos que le inspiran sentimientos profundos. Claro que ha habido algunas cuyo reinado ha sido breve… muy breve. Ésas fueron rápidamente despedidas y olvidadas.

—Qué triste para ellas —exclamé agriamente—, a menos que estuvieran contentas de partir.

Me miró con cierto desconcierto. Vi que no me comprendía.

Me sentí aliviada cuando llegó Etienne para acompañarme de regreso al castillo.

—Os llevaré por un camino que estoy seguro que todavía no conocéis —dijo—. Es un atajo muy privado. El conde lo mandó hacer dieciocho años atrás.

El sendero conducía desde el jardín a través de un bosque, y me sorprendió cuan pronto llegamos al castillo.

—¿Por qué se le utiliza tan poco? —pregunté.

—Cuando se hizo, el conde hizo saber que era para su uso y el de mi madre únicamente. En consecuencia, la gente se mantuvo alejada. Y se ha transformado en una regla.

Habíamos llegado al muro del castillo. Había una puerta. La atravesamos y llegamos a un patio. Nunca había entrado de esa manera en el castillo.

Al atardecer, Nou Nou vino a mi cuarto. Dio un corto y perentorio golpe en la puerta y, sin esperar el permiso, entró.

—La condesa quiere veros —dijo, mirándome de una manera burlona, calculada para hacerme sentir incómoda y que lo lograba.

Me puse de pie.

—Ahora no. Esta noche a las ocho. Hay algo que quiere deciros.

Dije que me presentaría a esa hora.

—No lleguéis tarde. Me gusta tenerla acomodada para la noche antes de las nueve.

—No llegaré tarde —prometí.

Asintió y se retiró.

Extraña anciana, pensé. Un poco loca, como todas las personas que tienen una obsesión de alguna clase. En su caso, sin embargo, se trataba de una obsesión no egoísta. Empecé a pensar en la pobre Nou Nou, que había perdido a su marido y a su hijo, y se había vuelto hacia Úrsula en busca de consuelo. No había duda de que en cierta forma lo había encontrado.

Me pregunté sobre la niñez de Úrsula, antes de transformarse en una inválida, y en cómo podía estar contenta viviendo una vida de rechazo del mundo. Era como si hubiera abrazado esa vida con alivio, simplemente porque significaba que le permitía huir de su marido. ¡Cómo debía odiarlo! Tal vez fuera miedo, más que odio. ¿Qué había hecho él, para inspirarle semejante terror? Nou Nou parecía saber algo. Era indudable que Úrsula confiaba en ella. Yo sabía que él la despreciaría en caso de no interesarle. Podía comprender también que se sintiera engañado porque ella no podía darle el hijo que necesitaba. Que él tomaba amantes abiertamente y hasta tenía a una viviendo a un tiro de piedra del château, era un hecho. ¿Pero todo esto podía provocarle miedo?

Había tantas cosas que deseaba saber acerca de Úrsula.

Unos minutos antes de las ocho, me dirigí a su habitación. Era algo temprano, y sabiendo que Nou Nou era una maniática de la hora, me entretuve en el corredor mirando por la ventana, esperando que pasaran esos minutos de adelanto.

Las ocho exactas.

Fui hacia la puerta, que estaba entreabierta. La abrí y miré adentro. Desde donde yo estaba, podía ver un escorzo de la puerta que daba a la terraza. Llegué a tiempo para echar una mirada a la espalda del conde, antes de que desapareciera.

Me sentí aliviada por no haber llegado antes, encontrándolo en el cuarto de su esposa. Hubiera sido embarazoso.

Fui de puntillas hasta el lecho.

Madame —comencé.

Luego hice una pausa. La condesa yacía de espaldas contra las almohadas, con los ojos semicerrados. Era evidente que estaba muy soñolienta.

—¿Queríais verme, madame?

Ahora sus ojos estaban completamente cerrados. Parecía dormida.

Me sentí inquieta y me pregunté por qué no había cancelado nuestra cita si estaba demasiado cansada como para verme. En la mesa, junto a la cama, había el habitual despliegue de botellas. Y había un vaso. Lo levanté y olí, porque en el fondo se veían señales de algo. Era evidente que la condesa había tomado su droga somnífera, lo que hacía seguramente cuando deseaba descansar. Pero debía saber cuánto tardaba en actuar, y era extraño que la hubiera tomado sabiendo que la haría dormir en el momento en que yo llegara.

Mientras estaba allí de pie, oí un movimiento a mis espaldas. Entró Nou Nou. Miró el vaso que tenía en la mano.

—Debía ver a madame a las ocho —dije, volviendo a posar el vaso sobre la mesa.

Nou Nou miró a la mujer dormida y su expresión sufrió un cambio notable.

—¡Pobre cordero! —exclamó—. Estaba agotada. Él ha estado aquí. Supongo que la fatigó… como de costumbre. Debe haberse dormido… súbitamente.

—Cuando despierte le diréis que estuve aquí, ¿no es así?

Nou Nou asintió.

—Tal vez os diga si desea verme mañana.

—Veremos cómo se siente —murmuró Nou Nou.

—Buenas noches —dije, y salí.

*****

El día siguiente está impreso en mi memoria.

Me desperté, como de costumbre, cuando entró una de las doncellas con el agua caliente que colocó en la ruelle. Me lavé y tomé el café y el brioche que me habían traído.

Llegó Margot, como lo hacía a menudo, trayendo su bandeja con ella, y tomamos el petit déjeuner juntas.

Hablamos del proyectado viaje a París y me alegré de que no mencionara a Charlot. Era tranquilizador saber que su próximo matrimonio la había ayudado, cuando yo había temido que le produjera un efecto contrario.

Mientras estábamos charlando, se abrió la puerta y entró el conde. Nunca le había visto trastornado, pero ahora lo estaba.

Miró de una a otra y dijo:

—Margueritte, tu madre ha muerto.

Sentí un frío horror hacer presa de mí. Comencé a temblar y tuve miedo de que se notara.

—Debe de haber muerto durante la noche —explicó—. Nou Nou acaba de descubrirlo.

No me miró a los ojos y yo me sentí terriblemente asustada.

Había una gran tensión en el castillo. Los sirvientes murmuraban. Me pregunté qué decían. La relación existente entre el conde y su esposa les era bien conocida, y no debían ignorar que él deseaba verse libre de ella.

Margot vino a mi encuentro.

—Debo hablarte, Minelle —anunció—. Es terrible. Está muerta. Súbitamente, me ha conmovido. Era mi madre… pero apenas la conocía. Nunca pareció querer que estuviera con ella. Yo, cuando era pequeña, creía que era la causa de su enfermedad. Nou Nou parecía pensar lo mismo. ¡Pobre Nou Nou! Está sentada junto a ella, meciéndola en sus brazos. Murmura consigo misma y luego se cubre la cabeza con el delantal. Todo lo que se oye es «Úrsula, mignonne».

—Margot —dije—, ¿cómo sucedió?

—Ha estado delicada durante mucho tiempo, ¿no es cierto?

Margot contestó casi a la defensiva, y me sorprendió su manera de pensar.

—Tal vez —continuó— estaba más enferma de lo que creímos. En realidad, creíamos que ella imaginaba que estaba continuamente enferma.

Durante el día, llegaron los médicos. Estuvieron largo tiempo en la cámara de la muerta con el conde.

*****

El conde me pidió que me reuniera con él en la biblioteca y fui, llena de presentimientos.

—Por favor, Minelle, sentaos —dijo—. Éste es un golpe inesperado.

Estas palabras me aliviaron inmensamente.

—Siempre creí que la enfermedad de la condesa era imaginaria —continuó—. Parece que he sido injusto. Estaba realmente enferma.

—¿Cuál era su enfermedad?

Movió la cabeza.

—Los médicos están desconcertados. No están seguros de cuál fue la causa de la muerte. Nou Nou está demasiado trastornada para hablar. Ha estado con ella desde que nació y le era totalmente fiel. Me temo que este golpe sea demasiado para ella.

Esperé que continuara, pero por una vez parecía haberse quedado sin palabras. Luego dijo lentamente:

—Habrá una autopsia.

—Lo miré, atónita.

—Es la costumbre —explicó— cuando la causa de la muerte es incierta. No obstante, los médicos sustentan la opinión de que murió de algo que ingirió.

—¡No puede ser! —grité.

—Parece tranquila —dijo—. Podemos estar seguros de una cosa. No murió dolorosamente. Aparentemente, se fue en un sueño tranquilo del cual no ha despertado.

—¿Creéis que fue una droga para hacerla dormir?

—Es posible. Nou Nou está todavía demasiado alterada como para hablar. Mañana se habrá recobrado un poco y podrá ayudar. Creo que Úrsula tenía el hábito de tomar alguna droga por la noche.

Sus ojos no abandonaban mi rostro. Centelleaban y evité mirarlo directamente. Sentía un gran miedo.

—Será una temporada de dificultades —agregó—. Estas cosas pueden llegar a ser muy desagradables. Habrá mucha murmuración. Siempre la hay cuando alguien muere súbitamente, Y las circunstancias…

Asentí.

—Nou Nou sabrá mejor que nosotros si tomó una droga narcótica.

—Nou Nou la habrá preparado. Estoy seguro de que cuando pueda hablar, comprenderemos cómo sucedió esto.

—¿Creéis que la condesa…?

—¿Que lo haya hecho deliberadamente? No, no lo creo. Creo que ha habido algún terrible error. Pero no llegaremos a ninguna conclusión con estas conjeturas. Como dije, esto puede llegar a ser desagradable, y prefiero que Margueritte y vos no estéis aquí. Haced vuestros preparativos para viajar a París. Creo que deberíais iros inmediatamente después de la autopsia. —Hizo una pausa, y luego continuó con viveza—: Ahora, no creo que debáis permanecer mucho tiempo conmigo aquí. —Me sonrió irónicamente, y supe lo que pensaba. Su esposa muerta súbitamente, y el interés de él por mí era obvio. Pude ver que ambos estaríamos bajo sospecha—. Enviadme a Margueritte —añadió—. Le advertiré que debe prepararse sin demora para ir a París.

*****

Fue una semana de pesadilla. Abundaban las sospechas, y yo estaba en el centro de las mismas. Me pregunté qué sucedería si acusaban al conde de asesinato… o a mí. Podía oír voces acusadoras preguntándome detalles sobre mi relación con el conde. Yo era su prima, ¿no era verdad? ¿Podía explicarlo, por favor?

El conde estaba menos preocupado que yo. Tenía confianza en que habría alguna explicación. Hubo una terrible escena con Nou Nou, que vino una noche a mi habitación cuando yo estaba preparándome para acostarme.

Parecía muy enferma. Estaba segura de que no había dormido desde la muerte de la condesa. Tenía ojeras y no había cepillado o peinado su cabello, que colgaba, a medias sujeto y a medias suelto, en desordenados mechones grises alrededor de su rostro. Envuelta en una bata, parecía un espectro.

—Hacéis bien en parecer culpable, mádemoiselle —me dijo.

Repliqué:

—¿Culpable? Ni me veo ni me siento culpable. Debéis saber eso, Nou Nou.

—Fue la dosis que tomaba para dormir —dijo—. Yo solía dársela cuando no podía dormir. Yo sabía exactamente cuánta era necesaria para hacerla dormir. Esa noche ingirió una dosis triple. Debería haber pasado una hora antes de producir efecto… pero estaba dormida cuando entré. Vos estabais allí esa noche. Él también. Los dos…

—Estaba dormida cuando entré. Sabéis eso. Sólo eran las ocho.

—No estaba lo suficientemente enterada de lo que estaba sucediendo. Junto a la cama, estaba su dosis. Bueno, alguien la aumentó, ¿no es así? Alguien que se deslizó dentro…

—Os digo que estaba dormida cuando entré…

—Cuando llegué os vi con el vaso en la mano.

—Esto es absurdo. Acababa de entrar en el cuarto.

—Había alguien más allí, ¿no es eso? Lo sabéis.

Sentí que me ruborizaba.

—¿Qué… estáis sugiriendo?

—Las dosis no se meten en los vasos por sí solas, ¿no es cierto? Alguien lo hizo… alguien de esta casa.

Por un momento, estuve demasiado aturdida como para responder. Seguía pensando en aquel momento en que había visto al conde deslizándose por la ventana francesa que daba a la terraza. ¿Cuánto tiempo había estado con ella? ¿Lo suficiente como para darle la dosis… para esperar a que la bebiera? ¡Oh, no —me dije—, no lo creo!

Balbucí:

—No conocéis la causa de la muerte. Aún no ha sido probada.

Sus ojos centellearon y me miró con fijeza.

—Yo sé —dijo. Se acercó a mí y, poniendo una mano sobre mi brazo, escrutó mi rostro—. Si nunca se hubiera casado, hoy estaría viva. Seguiría siendo hermosa como lo era antes de la boda. Recuerdo la noche anterior a esa boda. No lograba consolarla. ¡Oh, estos matrimonios! ¿Por qué no dejarán que los niños sean niños hasta que sepan qué es la vida?

Pese al horrible miedo que no me abandonaba, pese al golpe que significó advertir hasta qué punto estaba yo implicada, sentí pena por Nou Nou. Parecía como si la muerte de su amada carga, hubiera desquiciado su mente. Algo había huido de ella. El fiero dragón que guardaba su tesoro se había transformado en una criatura triste, que sólo deseaba arrastrarse hasta un rincón y morir. Estaba buscando un culpable. Odiaba al conde y principalmente sobre él derramaba su veneno, pero como se sabía que él me tenía cariño, lo hacía caer sobre mí también.

—¡Oh, Nou Nou! —le dije, y mi voz dejaba traslucir mi compasión—. Siento que esto haya sucedido.

Me miró furtivamente.

—Tal vez pensáis que esto os facilita las cosas, ¿eh? Tal vez pensáis que ahora que ella no está en el camino…

—¡Nou Nou! —grité, severamente—. ¡Basta de esa charla perversa!

—Os llevaréis un susto. —Comenzó a reír. Era una risa horrible, que a veces parecía el cacareo de una gallina. Luego se detuvo de pronto—. Vos y él planeasteis juntos…

—No debéis decir esas cosas. Son absolutamente falsas. Dejadme que os acompañe a vuestra habitación. Necesitáis descanso. Esto ha sido un golpe terrible para vos.

Súbitamente, comenzó a llorar… Silenciosamente, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Ella lo era todo para mí —dijo—. Mi corderito, mi adorada niña. Todo lo que tenía. Nunca me dediqué a nadie más. Siempre fue mi pequeña mignonne.

—Lo sé —dije.

—Pero la he perdido. ¡Ya no está!

—Vamos, Nou Nou.

La tomé del brazo y la acompañé a su cuarto.

Cuando llegamos, se desprendió de mí.

—Iré con ella —dijo.

Y entró en el cuarto donde yacía el cuerpo de la condesa.

*****

Fueron días llenos de dificultades. Vi poco al conde. Me evitaba, lo cual era prudente, porque había rumores sobre él y era probable que unieran mi nombre al suyo.

Salí a cabalgar con Margueritte, Etienne y Léon, y cuando pasábamos cerca de una aldea nos arrojaron una piedra. Hirió a Etienne en el brazo, pero creo que me estaba destinada.

—¡Asesina! —gritó una voz.

Vimos un grupo de hombres jóvenes, y supimos que el proyectil provenía de ellos. Etienne quería perseguirlos, pero Léon lo disuadió.

—Es mejor que seas cuidadoso —advirtió Léon—. Esto podría iniciar un tumulto. Ignóralo.

—Necesitan que les den una lección.

—Debemos procurar —repuso Léon— que no intenten darnos una a nosotros.

Después de eso, no me quedaron ganas de salir.

No podíamos abandonar el château hasta después de la autopsia y, a causa de la posición del conde, ésta despertó gran expectativa. Yo estaba terriblemente asustada, porque sabía que ya habían decidido que él había asesinado a su esposa.

Sentí un gran alivio al enterarme de que mi presencia no sería requerida. Temía una investigación sobre las razones de mi presencia en Francia, y lo que sucedería si salía a luz la indiscreción de Margueritte. ¿Cómo reaccionaría Robert de Grasseville? ¿Querría en ese caso casarse con ella? A veces pensaba que hubiera sido mejor que ella le hiciera una confesión completa, pero por otro lado no me consideraba lo suficientemente mundana como para saber si era una actitud sensata.

A su debido tiempo, regresó el conde. El asunto estaba terminado y el veredicto fue que la causa de la muerte había sido una sobredosis de una droga narcótica que contenía opio en cantidades excesivas. Se descubrió que la condesa sufría una enfermedad de los pulmones… una enfermedad de la cual, se recordó, había muerto su madre. Los médicos la habían visitado recientemente, y habían expresado se certidumbre de que sufría esta enfermedad en sus etapas iniciales. Si la condesa lo sabía, también sabía que más tarde iba a tener que soportar grandes dolores. El veredicto más probable era que, en vista de ello, se había quitado la vida bebiendo una gran cantidad de la droga narcótica que durante algún tiempo había estado tomando en dosis pequeñas, que en ese caso producían un sueño tranquilo y nada dañino.

El día que él regresó, Nou Nou me hizo una de sus visitas a mi cuarto. Parecía deleitarse con mi desconcierto.

—De modo —dijo— que pensáis que éste es el fin del asunto, ¿no es verdad, mádemoiselle?

—La ley está satisfecha —contesté.

—¡La ley! ¿Quién es la ley? ¿Quién ha sido siempre la ley? Él… él y otros como él. Una ley para el rico… una para el pobre. De eso se trata. Él tiene amigos… en todas partes. —Se acercó a mí—. Vino a mí y me amenazó. Dijo: «Cesa tus escandalosos chismorreos, Nou Nou. Si no lo haces, puedes irte. ¿Y dónde irías entonces, quieres decírmelo? ¿Quieres que te echen… de habitaciones en que ella vivió… de su tumba, donde puedes llorar y gozar de tu dolor?». Sí, eso dijo. Y yo le dije: «Vos estabais allí. Entrasteis en el cuarto. Estabais con ella. Y luego vino esa mujer, ¿no es cierto? ¿Vino a ver si habíais hecho lo que habíais planeado juntos…?».

—Basta, Nou Nou —le ordené—. Sabéis que fui porque ella deseaba verme. Vos misma me trajisteis el mensaje. Ella ya estaba dormida cuando él se fue.

—Le visteis irse, ¿no es cierto? Entrasteis… justo cuando él se iba. Oh, diría que es un extraño asunto.

—No tiene nada de extraño, Nou Nou —dije con firmeza—. Y lo sabéis.

Parecía sobresaltada.

—¿De qué estáis tan segura?

—Sé lo que sé —repliqué—. Ya se ha dado el veredicto. Lo creo porque es lo único posible.

Comenzó a reír convulsivamente. La tomé del brazo y la sacudí.

—¡Nou Nou, regresad a vuestro cuarto! Tratad de descansar, de tranquilizaros. Ésta es una terrible tragedia, pero ha terminado y no puede salir nada bueno al hurgar en ella.

—Está terminada para algunos —dijo quejumbrosamente—. La vida ha terminado para algunos… para mignonne y su vieja Nou Nou. Tal vez otros piensen que para ellos está comenzando.

Sacudí la cabeza, enojada, y ella se sentó de pronto y se cubrió el rostro con las manos.

Después de un rato, me permitió que la acompañara de nuevo a su cuarto.

Fui yo quien encontró la piedra con el mensaje atado a ella. Estaba en el corredor, precisamente frente a mi cuarto. Primero vi que habían destrozado la ventana, y luego, en el suelo, aquel objeto.

La levanté. Era una piedra pesada y sujeta a ella estaba la hoja de papel, cubierta con una escritura desigual: «Aristócrata. Asesinasteis a vuestra esposa, pero hay una ley para el rico y otra para el pobre. Ten cuidado. Tu hora llegará».

Durante algunos segundos terribles, permanecí allí de pie, con el papel en la mano.

Tal vez me equivocaba, pero siempre había tomado decisiones rápidas, aunque no siempre acertadas. Decidí entonces que nadie en el castillo vería aquel papel.

Volví a colocar la piedra en el suelo y llevé el papel a mi habitación. Lo extendí y lo examiné. La escritura era desigual, pero tuve la impresión de que se había intentado producir el efecto de una ignorancia casi absoluta. Toqué el papel. Era fuerte, resistente. No pertenecía a la clase de papel que usarían los pobres si quisieran escribir una carta, aunque supieran escribir. Era de un tono azul tan pálido que parecía casi blanco.

En mi habitación había un escritorio, y en él había hojas de papel encabezadas con la dirección del castillo estampadas en elegantes letras doradas. Este papel era de la misma textura que el usado en el castillo. Podía haber sido cortado allí mismo.

Esto debía significar algo. ¿Sería posible que el más enconado enemigo del conde estuviera en el castillo?

Como siempre me sucedía en momentos como ése, pensé en mi madre. Casi podía oírla diciéndome: «Vete. Estás rodeada de peligros. Ya estás enredada en sus problemas, y eso debe detenerse sin tardanza. Regresa a Inglaterra. Toma un trabajo como dama de compañía… gobernanta… o, mejor aún, abre una escuela…».

Tiene razón, pensé, estoy dejando que el conde influya demasiado en mí. De alguna manera, me ha hechizado. Estaba tratando de no creer que él había deslizado la dosis fatal en el vaso de la condesa, pero honestamente no podía decir que no tuviera dudas.

En mi puerta estaba Margot.

—Han arrojado otra piedra por una ventana —anunció—. Está ahí fuera.

Me levanté y fui a ver.

Margot se encogió de hombros.

—Gente estúpida. ¿Qué suponen que van a conseguir con eso?

No estaba muy afectada. Esta clase de cosas se estaban convirtiendo en habituales.

*****

El conde envió a buscarnos a Margot y a mí. Parecía más viejo, más severo que antes de la muerte de su esposa.

—Quiero que os vayáis a París mañana —dijo—. Creo que sería lo mejor. Los Grasseville me han enviado una nota. Querrían que los visitarais, pero pienso que será mejor que os alojéis en mi residencia de París. Estás de duelo. Los Grasseville te visitarán allí. Puedes comprar lo que necesites. —De pronto, se volvió hacia mí—. Confío en vos para velar por Margueritte.

Me pregunté si debía hablarle de la nota que habían arrojado por la ventana, pero sentí que sólo contribuiría a aumentar su ansiedad y no me animé a mencionarla delante de Margot. Esperaba verlo a solas antes de irme, pero comprendí que sabía que nos vigilaban muy estrechamente. Sabría también que se decía que había escapado de la justicia porque tenía amigos en las altas esferas.

Fui a mi cuarto a hacer mis preparativos. Saqué del cajón el trozo de papel y lo miré, preguntándome qué podía hacer. No podía dejarlo allí, y sin embargo, ¿qué sucedería si lo llevaba conmigo y lo extraviaba? Tomé una de mis decisiones súbitas. Lo rompí en pedazos y llevándolos al vestíbulo donde ardía un fuego, los arrojé en él. Vi ondular las llamas en los bordes ennegrecidos. Parecían formar un rostro malevolente, que me recordó de inmediato el que había visto por la ventana la noche del baile.

¡Léon! ¡Y el papel, que parecía provenir del castillo!

Era, imposible. Léon nunca traicionaría al hombre que tanto había hecho por él. Yo estaba tan alterada por los últimos acontecimientos, que mi imaginación se desbocaba.

Salimos temprano, muy poco después del amanecer.

El conde bajó al patio a vernos partir. Tomó con firmeza mi mano y dijo:

—Cuidad de mi hija… y de vos. —Y luego agregó—: Sed paciente.

Sabía lo que quería decir, y su frase me llenó de excitación, aprensión y presentimiento.