Estaba magnífico de pie en lo alto de las escaleras, recibiendo a sus invitados. Margot estaba junto a él, ruborizada y muy atractiva con su terciopelo rojizo. Cuando él me vio, sus ojos se suavizaron. Su mirada recorrió mi vestido. Yo había estado acertada al pensar que sería muy sencillo en comparación con otros. Lo que no había comprendido era que su misma simplicidad lo hacía conspicuo.
En mi dormitorio me había parecido estar bastante hermosa. Había cepillado mis cabellos hasta hacerlos brillar, y eran, como hubiera dicho mi madre, mi corona de gloria. Formaban un marco alrededor de mi rostro y los había peinado altos, rellenándolos un poco para que se mantuvieran de acuerdo con la moda, con un rizo que bajaba sobre el hombro. Sabía que no me era posible estar mejor y Margot insistió en que me pusiera un pequeño lunar negro —que me facilitó— junto a una sien.
—Hace más grandes y azules tus ojos —dijo—. Además, se llevan.
Apenas pude reconocer mi propia imagen.
¡Qué gran reunión! El enorme vestíbulo debía haber visto muchas semejantes, pero pensé que nunca una más fastuosa. Habían traído flores de los invernaderos del castillo. Había grandes floreros en la alta mesa y también urnas sobre sus pedestales, fragantes y coloridas. Me sentí algo abrumada por tanta elegancia. Jamás había visto atuendos tan magníficos como los que lucían hombres y mujeres. Esa noche debía de haber una fortuna en joyas en el castillo. Alrededor de la gran mesa se agrupaban los músicos, y la danza era muy elegante y ligeramente distinta de la que conocíamos en casa.
Con mi traje reformado, adornada sólo con el broche de camafeo que mi madre había atesorado y lucido apenas dos veces en su vida, debía de parecer una pequeña polilla atrapada entre espléndidas libélulas.
De aceptar el regalo del conde, hubiera podido competir con ellos, me reproché, pero desde luego esto estaba fuera de toda cuestión. Si efectivamente parecía una pequeña polilla parda, al menos era una polilla orgullosa.
Léon me descubrió y me preguntó qué pensaba del baile.
—Creo que nunca debí haber venido. No es mi lugar.
—¿Por qué no?
Miré mi vestido.
—Es encantador —me aseguró—. ¡Son tantos los que se parecen unos a otros! Siguen ciegamente la moda. Es difícil distinguir uno de otro. Vos sois distinta. Tenéis un estilo propio. Lo encuentro agradable.
—Estáis decidido a ser amable conmigo.
—¿Por qué no? ¿Nos unimos a los bailarines?
—Enseñé danza en la escuela y mi madre me enseñó a mí. Pero esto es algo diferente.
—Entonces, pasaremos dentro y bailaremos nuestra propia danza, ¿qué os parece?
Lo hicimos, y él adecuó sus pasos a los míos. Yo siempre había disfrutado de la danza y comencé a olvidar lo inadecuado de mi arreglo.
—¿Habéis conocido al futuro novio? —pregunté.
—¿A Robert de Grasseville? Sí. Es un muchacho agradable.
—¿Es muy joven?
—Alrededor de dieciocho años.
—Espero que a Margot le guste.
—Es un buen matrimonio desde el punto de vista de ambas familias. Lo que quiero decir es que ella aportará una buena dote y él la proveerá de una buena situación. Se supone que es muy deseable que estas ricas familias se unan. Así se hacen más grandes y fuertes. Será la boda del año. Por supuesto, Margueritte es el miembro más importante de la familia. Ahora, esperemos a ver qué consiguen para Etienne.
—Hará un gran matrimonio, supongo.
—Bastante… pero tal vez haya algunas reservas. Existe el problema de su bastardía, recordadlo. Creo que su matrimonio es causa de tensiones entre su madre y el conde. Es posible que su hermano Lucien esté aquí ahora, para discutir precisamente eso. Lo que persiguen es que lo legitime, cosa que el conde haría sin ninguna duda si pensara que no va a tener un hijo legítimo.
—Bueno, ¿cómo podría?
—Está esperando que muera la condesa.
Me estremecí:
—Sí —continuó— suena a canallesco, pero, como ya os he dicho antes, somos realistas. Enfrentamos los hechos… podéis estar segura de que el conde los enfrenta. Lo que le gustaría es librarse de la condesa y desposar a una saludable joven que le diera hijos.
—Es desagradable hablar así de la condesa, mientras está aquí en el castillo.
—Las puertas chirriantes continúan chirriando durante largo tiempo. El mero hecho de que chirríen significa que se las atiende, de modo que duran mucho más que las fuertes, que no son tan bien cuidadas.
No podía soportar la conversación sobre la condesa, de modo que cambié de tema y dije:
—Pronto habrá una novia para Etienne.
—Oh, sí… Pero no habrá De Grasseville para él. A menos que sea legitimizado, por supuesto. Si se lo reconociera como el heredero del conde, sería un asunto muy diferente. Ya veis por qué su boda es un problema delicado. Solíamos pensar que, si hubiera sido libre, el conde habría desposado a Grabrielle y esto hubiera facilitado las cosas. Mientras tanto, Etienne espera. No le gustaría aceptar una novia sin grandes perspectivas y encontrarse después del matrimonio como heredero de un gran nombre y todo lo que esto significa, y comprender que se había casado por debajo de él.
—Sois cínico. ¿Y qué pasa con vos?
—Yo, mádemoiselle, soy un hombre libre. Podría elegir a quien deseara, siempre que me aceptara, y a nadie le interesaría mucho… a menos que eligiera a una dama de una gran familia y ella me aceptara. Eso significaría un problema para su familia. Estoy seguro de que el conde se divertiría muchísimo. Pero todo el mundo conoce mis orígenes. El campesino afortunado. Nadie querría casarse conmigo, como no fuese por amor.
Yo me reí.
—Lo mismo podría aplicárseme. Sabéis, creo que en realidad los afortunados somos nosotros.
Alguien me tocó el hombro. Miré a mi alrededor. El conde estaba de pie, detrás de mí.
—Gracias por ocuparos de mi prima —dijo—. Ahora me toca a mí danzar con ella.
Era una despedida. Léon se inclinó y me dejó.
El conde tomó mi mano, estudiando mi traje con una ligera sonrisa.
—Os veo parapetada en vuestro orgullo, mi queridísima prima —comentó.
—Siento mucho si no os gusta mi vestido —repliqué— y si consideráis mi presencia aquí inadecuada y en consecuencia indeseable…
—No parece cosa vuestra solicitar cumplidos. Sabéis que a mis ojos no hay ningún invitado más adecuado y bienvenido. Lo único que me desilusiona es que debamos perder tiempo cuando tenemos tan poco.
—Habláis con enigmas.
—Que interpretáis correctamente y con la mayor facilidad. Pensad. Podríamos estar juntos y sin embargo debemos resignarnos a este… ¿cortejo, lo llamaríais?
—Ciertamente que no.
—¿Y entonces cómo?
—Persecución insensata, de la que no tengo duda os cansaréis pronto.
—Os aseguro que soy un cazador incansable. Nunca abandono hasta conseguir mi presa.
—En la vida de todo cazador debe llegar el momento en que sufra su primera derrota. Éste es vuestro caso ahora.
—¿Apostamos?
—Jamás apuesto.
—Me hubiera encantado veros con un traje deslumbrante que hubieran hecho especialmente para vos. Éste es uno de Margueritte. Lo reconozco. ¿De modo que podéis tomar de ella lo que no podéis tomar de mí?
—Le compré el vestido.
Se rió con ganas y advertí que varias personas nos observaban. Podía imaginar los comentarios. «¿Prima? ¿Quién es esta prima?». Especularían sobre mí como había oído hacerlo a Léon y Etienne.
—Fue muy bondadoso por vuestra parte venir al baile —dijo—. Juraría que os convenció Margueritte.
—Le dije que pronto me iría.
—Y os hizo cambiar de idea. Buena chica.
—Aprovecharé la primera oportunidad.
—Creo que tenéis intención de ir con ella cuando se case.
—Me lo ha pedido, pero yo creo que debería regresar a Inglaterra.
—¿Os parece bonito, después de que hemos hecho todo lo posible para agradaros?
—Sois vos el que ha hecho imposible mi permanencia aquí.
—¡Oh, cruel prima! —murmuró. Luego dijo—: Debéis conocer a Robert. Venid.
Yo estaba ansiosa por conocerlo y cuando fui presentada a un joven de cara ingenua y con una agradable sonrisa, me sorprendí deliciosamente. La descripción de Margueritte del goloso muchachito me había hecho esperar un joven regordete y pagado de sí mismo. Nada de eso. Robert de Grasseville era alto y elegante, y lo que más me agradó fue la expresión agradable de su joven rostro.
Se me ocurrió que él también había tenido tantas aprensiones como Margot, y sentí simpatía por él. Me habló durante un rato, sobre todo de caballos y del campo, y entonces Margot fue conducida hacia nosotros por su compañero del baile.
—¿De modo que habéis conocido a nuestra prima, monsieur De Grasseville?
Parecía una manera excesivamente formal de dirigirse a él cuando estaban a punto de casarse, pero parecía ser la correcta. Él contestó que conocerme había sido un gran placer.
El conde susurró:
—Me temo que ahora debo dejaros. Os veré más tarde.
—Vayamos adentro a cenar —sugirió Margot. Se volvió hacia mí—. El anuncio será hecho entonces. Minelle, debes venir con nosotros. Tú y Robert debéis ser amigos.
Yo estaba aliviada porque pude ver que aceptaba a Robert y se disponía a conocerlo. Por supuesto, no podía decir que se habían enamorado a primera vista —eso hubiera sido demasiado— pero al menos no habían decidido detestarse.
Los invitados se dirigían al nuevo vestíbulo, donde habían dispuesto el buffet, y la elegancia del arreglo volvió a sorprenderme. Nunca había visto comida tan artísticamente dispuesta. Había abundancia de todo, y los mayordomos y lacayos, con la colorida librea de los Fontaine Delibes, parecían formar parte de la escena.
Había vino, que yo sabía procedente de los viñedos del conde, y recordé a los campesinos hambrientos que no estaban lejos, sintiéndome aliviada al pensar que no podían ver la mesa. Miré a mi alrededor en busca de Léon, porque me pregunté si a él se le había ocurrido lo mismo, pero no lo vi. Vi a Gabrielle, sin embargo, con su hermano. Estaba muy guapa en un traje resplandeciente, excesivo para mi gusto pero muy acorde con su llamativa belleza. Pensé que Etienne, que estaba con ella, se sentía orgulloso.
Tomamos asiento en una de las mesas junto a la ventana, Robert, Margot y otro joven, amigo de Robert.
La conversación era ligera y fácil, y con una sensación de alivio noté que Margueritte no se sentía desgraciada. Una vez acostumbrada a la idea de que se le elegiría un marido —haciéndole comprender que debía aceptarlo— no hubiera podido desear un joven más encantador que Robert de Grasseville.
Durante la cena, el conde hizo el anuncio. Fue recibido con aplausos, y Margot y Robert se colocaron junto a él y recibieron las felicitaciones. Yo permanecí en la mesa hablando con mi compañero, y unos minutos más tarde un ruido detrás de mí me hizo volverme. Yo estaba muy cerca de la ventana y vi en ella una cara… espiando.
Pensé que era León.
El rostro desapareció, y todavía estaba mirando hacia la ventana, cuando una piedra pesada golpeó el vidrio, destrozándolo, y entró en el salón.
Hubo un breve silencio, luego gritos de estupor y el sonido de cristal y loza rotos.
Me eché hacia atrás, horrorizada. El conde había corrido a la ventana y estaba mirando al exterior. Luego gritó a los lacayos:
—¡Registrad los jardines! ¡Soltad los perros!
Durante algunos segundos, hubo una babel de conversaciones. Luego el conde volvió a hablar:
—Aparentemente, no es nada grave. Alguna persona mal intencionada. Prosigamos como si este enojoso incidente no hubiera tenido lugar.
Era como una orden y me sorprendió ver de qué manera gente como aquella parecía obedecerlo sin titubear.
Me eché hacia atrás en mi silla. Sabía que era lo de siempre. La insatisfacción de aquellos que carecían de medios para vivir confortablemente; la ira y la envidia contra aquellos que se permitían extravagancias.
Lo que me perturbaba más que nada era el recuerdo de la breve visión de aquel rostro. No podía haber sido el de Léon.
Mi compañero estaba diciendo:
—Están haciendo de ello un deporte. La semana pasada sucedió en casa de los DeCourcy. Estaba cenando allí y arrojaron una piedra por la ventana. Pero eso era en París.
Vi a Léon que se dirigía hacia mí y mi corazón comenzó a latir furiosamente.
—Un incidente estúpido —dijo, tomando la silla opuesta a la mía.
Eché una mirada a sus zapatos. Estaban inmaculados. Parecía imposible que hubiera podido estar fuera unos minutos antes. Durante el día había llovido y el césped todavía estaba húmedo, de modo que hubiera habido alguna señal.
—Espero que no os habréis asustado —me dijo.
—Sucedió tan rápidamente…
—Pero estabais muy cerca de la ventana. En la primera línea de fuego.
—¿Quién pudo haberlo hecho? —pregunté, mirándolo intencionadamente—. ¿De qué habría servido?
—Hace unos años hubiéramos dicho que se trataba de algún lunático. Ahora no es así. Es sólo otra manifestación del disgusto del pueblo. Regresemos al vestíbulo antiguo. Están bailando allí.
Saludé a mi compañero de mesa y subimos. Me sentí aliviada. Había estado equivocada. No podía haber sido Léon.
Estaba contenta, porque éste empezaba a gustarme mucho.
*****
Me había retirado a mi habitación. Mi vestido estaba extendido sobre la cama y me había soltado el cabello, cuando oí un golpe en mi puerta.
Salté sobre mis pies, pensando durante un momento aterrador que podía ser el conde.
Entró Margot.
—¡Oh, estás desvestida! —Exclamó—. Tenía que hablarte, sin embargo. Debo hacerlo. De lo contrario, no dormiré esta noche.
Se sentó en mi cama.
—¿Qué te pareció él, Minelle?
—¿Robert? ¡Oh, me pareció encantador!
—A mí también. Fue divertido, ¿no es cierto? Creí que iba a ser horrible. Tienes razón… pero por supuesto tú siempre tienes razón, ¿no es así? Al menos, tú lo crees. Si te imaginas una apariencia horrible, puedes sorprenderte agradablemente. Pero me hubiera gustado de todas maneras. Cuando bailaba con él deseé… ¡oh, cómo deseé no haberme enamorado nunca de James Wedder!
—Eso no tiene sentido. Está hecho y debes olvidarlo.
—¿Crees que puedo?
—No para siempre. Supongo que algunas veces lo recordarás.
—Si has dado un paso en falso, lo has dado para siempre.
—Pero no tiene objeto obsesionarse con ello.
—Sabes, Minelle, creo que podría olvidar haber conocido a James Wedder… si no fuera por Charlot. ¿Qué debo hacer, Minelle? ¿Debo decírselo a Robert?
Permanecí silenciosa. ¿Cómo podía aconsejarla en semejante asunto? ¿Cómo podía saber qué era lo mejor para su felicidad y la de Robert?
Busqué un punto medio.
—Creo que todavía no deberías hacer nada. Espera un tiempo. Con el tiempo, tú y Robert llegaréis a comprenderos. Amistad, amor, tolerancia, todo eso crecerá entre vosotros y cuando llegue el momento apropiado para decírselo, lo sabrás.
—¿Y Charlot?
—Está bien cuidado. Estoy segura de eso.
—¿Pero cómo puedo saberlo? Si por lo menos pudiera verlo…
—Bueno, eso es imposible.
—Hablas como Annette. Nada es imposible. Pronto iré a París. Sí, lo haré. Voy a casa de papá y recibiremos a los Grasseville, y luego regresaremos y nos casaremos. Vendrás a París conmigo. Entonces podría haber una oportunidad.
—¿En qué estás pensando?
—Me refiero a una oportunidad de encontrar a Charlot. Si pudiera convencerme de que está bien y feliz y la gente es buena con él, sería diferente.
—¿Pero cómo podrías? No sabes dónde está.
—Podríamos averiguarlo. Tú y yo… lo haremos, Minelle. Sí, lo haremos. Iremos a visitar a alguien… a la querida y vieja Yvette, que solía ayudar a Nou Nou. Podría ir a verla y tú vendrías conmigo.
—Jamás nos permitirán ir solas.
—Tengo un plan. He estado pensando en esto. Podemos llevar a mi doncella, Mimi, y a Bessell, el mozo. Mimi y Bessell son amantes y piensan casarse. Les he prometido que cuando me case vendrán a Grasseville y se casarán allí. Estarán tan absorbidos el uno en el otro… que no notarán nada. De todos modos, harían cualquier cosa por mí.
Pensé que era un plan arriesgado, pero, como ya había hecho antes, permití que Margot siguiera soñando. Era en este tipo de ocasiones cuando podía ponerse histérica, casi siempre cuando sucedía algo relacionado con Charlot.
Nunca hubiera supuesto que Margot tuviese fuertes sentimientos maternales, pero ella era siempre imprevisible. Y supuse que aun aquellas que en la superficie parecen poco maternales, cambian cuando les nace un niño.
Discutía tan ansiosamente el plan, que apenas mencionó la piedra que había sido arrojada por la ventana.
—¡Oh!, eso —comentó por fin—. Sucede en todas partes. La gente apenas le presta atención.
Finalmente se fue. Yo estaba cansada pero era incapaz de dormir, y cuando por fin me dormí tuve sueños feos e imprecisos, en los cuales surgía el rostro de Léon, deformado por el odio, que venía hacia mí.
*****
Toda la casa estaba convulsionada con los preparativos de la boda de Margot. Annette proclamó estar enloquecida. Nunca, nunca terminaría a tiempo, declaró. Las telas no tenían los colores adecuados, nada quedaba como debería, y el guardarropa de Margot sería un desastre. Mientras tanto, seguían surgiendo bellos atavíos.
Margot los lucía jubilosamente para mí. Quería darme algunos de sus viejos trajes que Annette podría «entonar», como decía. Compré algunos y, bajo la supervisión de Annette, los reformé yo misma.
—Necesitarás algunas ropas cuando vayamos a París —dijo Margot, y cada vez que mencionaba el viaje sus ojos centelleaban y yo sabía que pensaba en lo que ella llamaba «el plan».
Cabalgábamos con frecuencia. Ella, Léon, Etienne y yo. A veces, el conde se nos unía y cuando esto sucedía se las arreglaba siempre para perder a los demás para quedarse solo conmigo. Ellos lo comprendían y, como era habitual, procuraban complacerlo. Yo estaba indefensa contra los cuatro, de modo que me encontré a menudo sola con él.
—Y así vamos —me dijo un día—. No hacemos progresos rápidos, ¿no es cierto?
—¿En qué sentido?
—Hacia el bendito final que nos espera a ambos.
—Veo que estáis burlón.
—Siempre estoy bien cuando estoy con vos. Es un buen augurio para el futuro.
—Desde luego, demuestra que podéis estar de buen humor cuando lo deseáis.
—No, sólo cuando me siento feliz, y esto no puedo decidirlo yo.
—Hubiera creído que un hombre como vos podía controlar sus estados de ánimo.
—Eso es algo que jamás aprendí a hacer. Tal vez podréis enseñarme, porque vos os controláis admirablemente. ¿Os sentisteis perturbada la noche del baile, cuando cayó la piedra por la ventana?
—Estaba horrorizada.
—Algún miserable campesino.
—¿Tenéis alguna idea de quién pudo ser?
—Pudo haber sido cualquiera de las aldeas vecinas.
—Vuestros propios vasallos.
—¡Qué expresión! Sí, muy bien pudo ser uno de mis propios vasallos. En realidad, apuesto a que así fue.
—Y os preocupa.
—Una ventana rota es una bagatela. Son sus implicaciones las que preocupan. A veces noto como si se estuviera derrumbando toda la estructura social.
—¿No podéis hacer nada para estabilizarla?
Movió la cabeza, negativamente.
—Debió haberse hecho algo hace cincuenta años. Tal vez salgamos de ésta. Dios sabe que mi país ha sido zarandeado durante siglos… y el vuestro también. Vosotros sois diferentes. Menos fieros. Es muy posible que sea porque se han dado tiempo para preguntarse cuáles serían las consecuencias de la revolución. Nosotros somos más impulsivos. Podéis ver las diferencias en nuestras naturalezas… reflejadas en vos y en mí. Vos sois serena; ocultáis el tumulto en vuestro interior. Os empeñáis en ello. Juraría que vuestra madre os enseñó que demostrar los sentimientos evidenciaba mala educación. ¡Oh, Minelle, daría cualquier cosa para partir con vos… los dos solos… a algún lugar lejano, fuera de Francia… tal vez a una isla en algún lugar en medio de un azul mar tropical donde vos y yo estaríamos juntos… a solas! Tanto que hacer… tanto que hablar… Allí podríamos vivir en paz y amor.
Yo estaba profundamente conmovida por su talante serio, pero él tenía razón. Me habían enseñado a esconder mis sentimientos en aquellos casos en los que mi juicio me advertía que sería prudente. Dije:
—Estoy segura de que os cansaríais de vuestra isla en menos de una semana. En realidad, apenas puedo creer que la soportarais tanto tiempo.
—Probemos y veamos si tenéis razón. ¿Qué os parece?
—Semejante pregunta no requiere respuesta. Debéis saber que voy a irme. Sólo me quedaré hasta que Margot esté satisfactoriamente instalada. Luego regresaré a Inglaterra.
—Y a la penuria.
—Puedo tener suerte. No me faltan aptitudes.
—No. Estoy seguro de que haríais un éxito de cualquier cosa que eligierais. Podríais haber continuado con la escuela si no fuera por ese estúpido zoquete de Joel. ¡Qué imbécil! Tal vez algún día comprenda lo que ha perdido y regrese a probar suerte otra vez. Hay una pregunta que deseo haceros, Minelle, y quiero una respuesta seria. Sé que desaprobáis mi forma de vida. Creedme, es un problema de crianza. Vivo como han vivido mis antepasados. Es la costumbre del régime. Vos habéis sido educada de otra manera. Os parezco excesivamente malo… inmoral e imprudente. Admitidlo.
—Lo admito —contesté.
—Y sin embargo, decidme la verdad, Minelle, no os soy totalmente indiferente, ¿no es cierto?
Hizo una pausa y continuó:
—Vamos. No tendréis miedo de decir la verdad.
—Creo —repliqué— que cuando un hombre expresa su admiración por una mujer, apela de tal modo a su vanidad que es difícil que ella no favorezca a alguien a quien, si es honesta, debe admirar por su buen gusto. Porque no hay nadie, que, en el fondo de su corazón se desprecie a sí mismo.
Volvió a reír.
—¡Encantadora como siempre, mi querida Minelle! —Aprobó—… ¿De modo que al admiraros me he ganado algo de vuestra aprobación? Conocéis las dimensiones de mi admiración, de modo que merezco gran parte de vuestra estima.
—Jamás podría confiar en vos —dije seriamente—. Habéis amado a demasiadas mujeres.
—La experiencia siempre es valiosa, no importa en qué campo, y la mía me dice que nunca he amado a nadie como os amo a vos.
—La actual es siempre la más amada —repuse.
—Os habéis transformado en una cínica.
—No. Aprendo a ser realista.
—A veces, siendo la vida lo que es, es la misma cosa. Pero seguís sin contestar a mi pregunta. Tengo una esposa. Por lo tanto, no estoy libre para casarme. Si lo estuviera…
—Pero no lo estáis…
—Puedo estarlo… algún día. Os estoy preguntando cuál sería vuestra respuesta si viniera a vos con una honorable propuesta de matrimonio.
—Que no me haríais caso de ser libre, porque debéis comprender que un matrimonio entre nosotros sería muy inadecuado.
—Creo que sería el más adecuado que se haya hecho nunca.
—¡Qué! ¿El noble conde y la maestra fracasada?
—Él necesita mucho las enseñanzas que ella podría darle.
—Os reís de mí.
—No —dijo seriamente—. Quiero que me enseñéis cómo ser humilde y humano, cómo disfrutar lo que la vida tiene de mejor. Quiero que me enseñéis a ser feliz.
—Tenéis una alta opinión de mis aptitudes.
—Pero estoy seguro de que las evalúo correctamente. Ya veis cómo os adoro. ¿Se acrecientan vuestros sentimientos por mí al descubrir los míos?
—Tengo sospechas. Sé que sois adicto a conseguir lo que queréis de las mujeres. Debe de ser interesante descubrir los diversos modos de cortejarlas.
—Me juzgáis mal. Además, sospecho que estáis soslayando la cuestión. ¿No os disgusto?
—Sabéis que no.
—Creo que disfrutáis con estos encuentros, con estos artificios verbales. ¿Es así?
—Sí.
—Ah. Os he arrancado una admisión. Tengo la impresión de que continuamente tratáis de evitarme, lo que sólo puede suceder porque no soy libre de haceros una honesta propuesta de matrimonio y vuestra educación no os permite aceptar ninguna otra. ¿Esto es verdad?
Una vez más, vacilé demasiado.
—Me habéis contestado —dijo.
Regresamos al castillo al galope corto, uno junto al otro.