Margot había soportado un esfuerzo no sólo mental, sino también físico. Se cansaba fácilmente y estaba todavía apenada por su bebé. No había duda de que me necesitaba. Yo sentía pena por ella, porque me resultaba evidente que se encontraba como perdida entre su propia familia. No me sorprendía que así fuese, con semejantes padres, y me sentí aún más agradecida por el amor y la prudencia de mi madre… un regalo más grande que el que le había correspondido a la pobre Margot con todo su noble linaje y su riqueza familiar. En lo que se refiere a Etienne y Léon, aunque habían sido criados en la casa, apenas podían considerarse hermanos.
Nou Nou comprendía el estado de Margot, porque era una de las pocas personas que conocía su secreto. Prescribió unos días de descanso en cama, así como una dieta de su elección que contenía algunas de sus pociones y que pareció hacer dormir mucho a Margot. Yo estaba convencida de que lo necesitaba, porque, cuando despertaba de esos descansos, lo hacía fresca y de mejor humor.
Esto me daba tiempo para mí, y tanto Etienne como Léon parecían decididos a mostrarse amistosos. Salí a dar un paseo a caballo con cada uno de ellos y, cuando lo pensé después, ambos paseos me parecieron significativos.
En la tarde del día en que el conde me llevó a la parte vieja del castillo, Etienne me preguntó si me gustaría salir con él a caballo. Quería mostrarme la campiña, dijo.
A mí siempre me había gustado cabalgar —incluso sobre la pobre Jenny— y, desde que la había dejado, pensaba con anhelo en Dote, de modo que acepté en seguida. Además, tenía el elegante traje que mi madre había comprado para impresionar a Joel Derringham, y por lo tanto estaba bien equipada.
El único problema consistía en la elección del caballo conveniente, pero Etienne me aseguró que en los establos del castillo habría una montura adecuada para mí.
Estaba en lo cierto. Había una hermosa yegua ruana.
—No es demasiado fogosa —dijo Etienne—. Oh, ya sé que sois una excelente amazona, pero al principio…
—No comprendo cómo podríais saber semejante cosa —repliqué—. En realidad, sólo soy una amazona común y corriente.
—Sois demasiado modesta, prima.
Noté la palabra «prima» y sonreí para mis adentros. Si yo era la prima del conde, Etienne querría que lo fuera suya. Estaba comenzando a comprender a Etienne.
Sus modales eran impecables. Me ayudó a montar, felicitándome por mi atuendo.
—Muy elegante —aprobó.
—Así lo creí en casa —dije—, pero aquí no estoy tan segura. Es extraño cómo pueden cambiar las ropas en ambientes distintos.
—Estaríais encantadora en cualquier ambiente —dijo galantemente Etienne.
La campiña estaba hermosa, porque el otoño comenzaba a teñir las hojas de los árboles. Trotamos y galopamos, y me alegré de mi práctica con Dote. Estaba conmovida por los trabajos que se tomaba Etienne para cuidarme, porque noté que me vigilaba y, cuando suponía que me encontraba en una situación peligrosa —lo que sucedió una o dos veces—, se colocaba junto a mí para asegurarse de que la sorteaba bien.
Cuando regresábamos al château —creo que estaríamos a unas dos millas— llegamos a una casa en una hondonada. Era encantadora, construida en piedra gris y cubierta de distintas clases de plantas trepadoras. Como las hojas estaban adquiriendo un tono rojizo, el efecto era delicioso.
En la entrada había una mujer de pie, como si esperase a alguien. De inmediato me sentí impresionada por su belleza llamativa. Tenía espesos cabellos rojos y ojos verdes. Era alta, algo regordeta y muy elegante.
—Os presento a madame LeGrand —dijo Etienne.
.
—Debe de ser la vecina más cercana al château.
—Lo es, ciertamente —replicó Etienne.
Madame LeGrand había abierto la puerta de entrada. Desmontamos. Etienne sostuvo mi caballo y luego sujetó ambas monturas al poste colocado allí a ese efecto.
—Ésta es mádemoiselle Maddox —dijo Etienne.
Madame LeGrand vino hacia mí. Lucía un traje verde que le sentaba bien y hacía juego con sus ojos. Bajo la falda, llevaba un miriñaque que hacía resaltar la estrecha cintura, y encima dos sobrefaldas de rica tela que llegaban al suelo descubriendo al hacerlo unas enaguas de satén de un verde ligeramente más oscuro. Su peinado era muy elaborado. Alto, de acuerdo con la moda entonces en boga en Francia, dictada por la reina, que necesitaba peinados altos a causa de su ancha frente. El corpiño del vestido era descotado para mostrar la blancura del cuello y el comienzo de su pecho bien formado, aunque amplio. Era una mujer sorprendentemente hermosa.
—Oí decir que estabais en el château, mádemoiselle —me dijo— y tenía deseos de veros. Espero que me haréis el honor de beber una copa de licor.
Dije que estaría encantada.
—Venid al salón —me invitó.
Entramos en una fresca sala donde habían dispuesto una ornamentación de hojas de diversos tonos de verde. Evidentemente, el verde era su color favorito. Le sentaba bien. Vi cuan atractivos eran aquellos ojos verdes con las espesas pestañas negras, particularmente en contraste con el cabello rojo fuego.
El salón era pequeño, pero tal vez me lo pareció porque ya me había habituado a las habitaciones del château. Comparado con las de la escuela, hubiera sido grande. El mobiliario era tan elegante como el del castillo y había hermosos tapetes en el suelo. El verde pálido de las cortinas se combinaba perfectamente con el de los cojines Era, sin duda, una habitación preciosa.
Fue servido el licor y me preguntó cómo estaba pasando mi estancia en el château de mi primo.
Vacilé. Pese a todo, no conseguía imaginarme como prima del conde. Repliqué que lo encontraba todo muy interesante.
—Qué extraño que os hayáis cruzado con el conde y Margueritte después de todos estos años. Sin embargo, algo debíais saber acerca de este parentesco. Bien debíais estar enterada de esta relación familiar.
Tanto ella como Etienne parecían mirarme con atención.
—No —contesté—. Fue una sorpresa.
—¡Qué interesante! ¿Y cómo os encontrasteis?
El conde había dicho que cuando se estaba fingiendo era prudente mantenerse lo más cerca posible de la verdad.
—Fue cuando el conde y su familia estaban en casa de sir John Derringham en Inglaterra.
—¿Vos también estabais allí?
—No. Vivía allí. Mi madre tenía una escuela.
—¿Una escuela? ¡Qué extraño!
—Mádemoiselle Maddox es una dama muy instruida —dijo Etienne.
—No tenía nada de extraño —repliqué—. Mi madre quedó viuda y tuvo que mantenerse. Como estaba bien preparada para enseñar, lo hizo.
—Y el conde descubrió la escuela —intervino Etienne.
—Su hija era alumna allí.
—Ah, ya veo —dijo madame LeGrand—. Y luego descubrió que estabais emparentada con él.
—Sí… así fue.
—Debéis encontrar extraño pasar de una escuela… a esto.
Hizo un gesto con la mano para indicar el château.
—Pues sí. Yo era muy feliz en la escuela. Cuando mi madre vivía, estábamos contentas.
—Lo siento. Es triste. ¿Y luego vinisteis a Francia?
—Margueritte necesitaba unas vacaciones. No se encontraba bien. De modo que vine con ella.
—¿Y la escuela?
—Está cerrada.
—¿De modo que pensáis quedaros… indefinidamente?
Se me ocurrió que estaba haciendo demasiadas preguntas por tratarse de mera cortesía y que yo era una tonta al pensar que debía contestarlas.
Dije fríamente:
—Madame, aún no tengo planes definidos, de modo que me es imposible discutirlos con vos.
—Mádemoiselle Maddox habla muy bien el francés, ¿no es verdad, Etienne?
Etienne me sonrió.
—Rara vez he oído hablar tan bien a un inglés.
—Sólo una leve huella de acento.
—Pero eso es encantador —agregó Etienne.
Madame asintió y pensé que era tiempo de que yo comenzara el interrogatorio.
—Tenéis aquí una casa deliciosa, madame. ¿Habéis vivido en ella mucho tiempo?
—Unos diecinueve años.
—Debe de ser la casa más cercana al château.
—Está a menos de dos millas.
—Y debéis ser feliz al poseer semejante residencia.
—Me siento feliz aquí, pero el lugar no es mío. Como todo lo demás en estas tierras, pertenece al conde Fontaine Delibes. Mádemoiselle, ¿habéis visitado muchas veces Francia?
—Jamás había estado aquí hasta que vine con Margueritte.
—Qué interesante.
Cambié de tema y hablamos de las bellezas de la campiña, las similitudes y diferencias de la campiña francesa comparada con la inglesa, y la conversación discurrió por canales más convencionales.
Después de algún tiempo, nos levantamos para marcharnos y ella me estrechó las manos y expresó el deseo de que encontrara un momento para volver a visitarla.
—Me alegra decir que Etienne lo hace con frecuencia. Debes traer a mádemoiselle otra vez, Etienne. Si venís sola, mádemoiselle, estaré encantada.
Le agradecí su hospitalidad mientras Etienne desataba los caballos.
Cuando montamos y nos alejamos, exclamé:
—¡Qué hermosa mujer!
—Yo pienso lo mismo —contestó—. Tal vez soy parcial.
Le miré con sorpresa. Sonrió y contemplándome como para observar mi reacción, agregó:
—¿Advertisteis que se trata de mi madre?
Me sentí conmovida, pensando de inmediato en su relación con el conde. Me pregunté si me habían ocultado deliberadamente su identidad, para que Etienne pudiera sorprenderme así.
Me sentí agradecida por conseguir permanecer tranquila, recordando las recomendaciones de mi madre con respecto a que una dama inglesa nunca debe mostrar sus sentimientos, en especial en momentos de tensión. ¿Era éste uno de esos momentos? Sin duda alguna, se trataba de una sorpresa.
Dije:
—Debéis estar muy orgulloso de tener una madre tan hermosa.
—Sí —contestó— lo estoy.
¿Era todavía su amante?, me pregunté. Vivía en una casa cercana al château… su casa. ¿La visitaba allí? ¿Iba ella al château?
No era asunto mío, me dije severamente.
*****
Al día siguiente salí a cabalgar con Léon. Lo encontré más comunicativo que Etienne. Era más tranquilo, más natural. No veía razón para esconder el hecho de que era hijo de campesinos, y por eso me gustaba.
Si bien no tenía la morena apostura de Etienne, había sido dotado más generosamente de encanto. Sus oscuros ojos azules eran arrebatadores en la cara morena. Su oscuro cabello rizado, que llevaba corto, le ajustaba la cabeza como una gorra. Sus ropas, bien cortadas y cómodas, carecían por completo de los adornos y elegancia de las de Etienne.
Cabalgaba muy bien, como si el animal y él fuesen uno. Yo iba en mi yegua ruana, que había montado el día anterior. Me sentí mejor con ella, y estaba segura de que al animal le pasaba lo mismo.
Léon era de natural más alegre que Etienne. Más frívolo, imaginé, pero, como Etienne, me felicitó por mi traje de amazona y hablamos de caballos un rato. Le hablé de Dote y cómo lamentaba haberla tenido que dejar, y como antes de adquirirla iba de un lado a otro con Jenny.
Me encontré hablándole de mi madre y significó un alivio poder hablar de ella con facilidad y con la certeza de que él comprendería, aunque no sé por qué estaba tan segura de ello conociéndolo tan poco. Era simplemente que su naturalidad me atraía. Era abierto y honesto, y yo podía serlo también.
—¿Qué pensaría vuestra madre si supiera que estáis aquí? —preguntó.
Vacilé. Me daba cuenta de que hubiera desaprobado de todo corazón al conde. Pero le hubiera gustado verme tratada como un huésped del castillo.
Repliqué:
—Creo que estaría de acuerdo en que fui prudente al dejar la escuela cuando lo hice… antes de tener verdaderas dificultades.
—¿Y supongo que consideraría comme il faut que os quedarais con vuestros primos?
—Creo que Margueritte se alegró de tenerme consigo —dije evasiva.
Sonrió con aspereza.
—Y el conde también. Es evidente.
—Simplemente, es un amo de casa cordial.
Después de nuestra franqueza previa, la referencia a lo que debía permanecer secreto levantó entre nosotros una barrera momentánea.
Luego dijo:
—Supe que ayer visitasteis a Gabrielle LeGrand.
—Oh, sí.
—Es una gran amiga del conde, como sin duda habréis comprendido.
—Supe que es la madre de Etienne.
—Sí. Ella y el conde han sido amigos durante años.
—Comprendo —dije.
Recordé las palabras que le había oído cambiar con Etienne y pensé que estaba haciéndome una advertencia. No creía en el parentesco…, lo que me sorprendía. Advertí que Léon pensaba que el conde me había conocido en Inglaterra, y que, habiéndole parecido bella, tenía planes con respecto a mí y me había traído a Francia para poder llevarlos a cabo. Debía de tener una pobre opinión de mí, ¿pero cómo podía decirle que había venido solamente porque Margueritte me necesitaba?
—Supongo —observó— que la vida en Inglaterra es muy distinta de la de aquí.
—Por supuesto… y no obstante tal vez en lo fundamental sea igual.
—Vuestro sir John Derringham, ¿tendría a su amante viviendo cerca de una manera tan evidente? ¿Y qué diría su esposa?
Me sobresalté, pero procuré no demostrarlo.
—No, eso sería inaceptable. De cualquier modo, sir John nunca se comportaría de esa manera.
—Aquí es casi un lugar común. Algunos de nuestros reyes han dado el ejemplo.
—Hemos tenido reyes que se comportaron de la misma manera. Carlos II, por ejemplo.
—Su madre era francesa.
—Parecéis decidido a acusar a vuestros compatriotas de ligereza moral.
—Creo que tenemos diferentes parámetros.
—Esto a lo que os referís existe en Inglaterra con toda seguridad, pero menos abiertamente. No estoy segura de que el secreto sea una virtud. Pero creo que le hace más fácil la vida a la gente implicada.
—A algunos de ellos.
—La esposa en esos casos. No debe de ser muy agradable que le arrojen a la cara las infidelidades del esposo. Por otro lado, para el esposo y su amante encontrarse abiertamente es más ventajoso, porque les evita una serie de subterfugios.
—Veo que sois realista, mádemoiselle, y demasiado honesta y encantadora para encontraros alguna vez mezclada en estos asuntos sórdidos.
Oh, sí, desde luego era una advertencia. Podía haberme ofendido, pero en sus ojos se reflejaba una preocupación real y no pude evitar sentirme atraída por él.
—Podéis estar seguro de que eso no sucederá jamás —dije con firmeza.
Pareció muy complacido y, leyendo sus pensamientos, comprendí que creía que al haber descubierto el conde nuestro parentesco —o haberlo inventado sin mi conocimiento— me había invitado a ir como compañera de su hija y que yo, educada en una gazmoña comunidad inglesa, no tenía idea de sus intenciones.
Se equivocaba en todo, pero me gustó por su preocupada consideración.
Pareció dejar de lado su ansiedad con respecto a mí y prepararse para gozar de la cabalgata. Comenzó por hablar de sí mismo con una franqueza que encontré deliciosa.
Era un destino extraño el que dependía de un solo incidente: la muerte de su hermano mellizo por culpa del conde.
—Pensad solamente —dijo— que, de no ser por eso, mi vida hubiera sido totalmente distinta. ¡Pobre pequeño Jean-Pierre! A veces me pregunto si me ve y dice: ¡Ahí tienes! Todo me lo debes a mí.
—Fue una cosa terrible, y sin embargo os deparó beneficios.
—Cuando visito mi antiguo hogar, comprendo cuántos… no sólo para mí sino para todos ellos. Puedo ayudarlos, ya lo veis. El conde lo sabe y está complacido. Él también les pasa algo. Tienen la mejor casa de la aldea y algunas tierras. Pueden ganarse la vida y sus vecinos los envidian. He oído a muchos decirles que Dios les sonrió el día en que fue atropellado Jean-Pierre.
Me estremecí ligeramente.
—Realismo, mádemoiselle. Es la característica más acusada de los franceses. Si Jean-Pierre no hubiera salido al camino en ese preciso momento, cayendo bajo el caballo del conde, hubiera vivido miserablemente con su familia, y todos estaríamos en la misma situación. Comprenderéis sus conclusiones.
—Pienso en vuestra madre. ¿Cuáles son sus sentimientos?
—Una madre es distinta. Todas las semanas lleva flores a su tumba y planta allí siemprevivas, para que todos sepan que su memoria sigue viva en su corazón.
—Pero al menos se alegrará cuando os ve.
—Sí, pero como es natural le recuerdo a mi hermano mellizo. La gente sigue hablando de eso como el primer día. Culpan más al conde y olvidan lo que ha hecho por nuestra familia. Es la creciente ola de odio contra la aristocracia. Cualquier cosa que pueda alegarse en contra de ellos es buena.
—Lo he advertido desde que llegué a Francia, y ya antes había oído hablar.
—Sí, se aproximan cambios. Cuando visito a mi familia, me entero de lo que se prepara. Pueden franquearse más conmigo que con otro que no formara parte de ellos. Es una creciente marea de descontento. A veces tienen poca razón, pero Dios sabe que otras veces están acertados. ¡Hay tantas injusticias en el país! La gente no está satisfecha de sus gobernantes. A veces me pregunto cuánto puede durar. Ahora no es seguro atravesar las aldeas, a menos que se vaya vestido de campesino. Nunca había visto una cosa semejante.
—¿En qué terminará?
—Ah, mi querida mádemoiselle, para saber eso debemos esperar a ver.
Cuando nos acercábamos al château, oímos el ruido de los cascos de un caballo y se nos acercó un jinete. Era alto, vestido con bastante sobriedad, y no usaba peluca sobre su abundante cabello rojizo.
—¡Es Lucien Dubois! —Gritó Léon—. Lucien, querido amigo, es agradable veros.
Cuando advirtió mi presencia, el hombre se detuvo y se quitó el sombrero. Léon me presentó. Mádemoiselle Maddox, una prima del conde que visitaba el castillo.
Lucien Dubois dijo que estaba encantado de conocerme y me preguntó si iba a quedarme mucho tiempo.
—Depende de las circunstancias —contesté.
—Mádemoiselle es inglesa, pero habla nuestra lengua como una nativa —dijo Léon.
—Me temo que no sea tanto —repliqué.
—Pero excelentemente —terció monsieur Dubois.
—Iréis a ver a vuestra hermana —dijo Léon—. Espero que os quedaréis algún tiempo.
—Como mádemoiselle, diré que eso depende de las circunstancias.
—Ya habéis conocido a madame LeGrand —me dijo Léon—. Monsieur Dubois es su hermano.
Pensé que había un parecido: la belleza llamativa, el color característico, aunque los ojos del hombre no eran tan verdes como los de su hermana, pero tal vez se debiera a que no poseía el arte de acentuar su color.
Me pregunté qué pensaba de la relación de su hermana con el conde. Tal vez, como francés, la aceptaba. Pensé con cinismo que quizás la nobleza del conde hacía tolerable la situación. Ser la amante de un rey era una posición de honor. Ser la amante de un hombre pobre, era vergonzoso. Yo no podía aceptar estos distingos y, si esto significaba inmadurez y falta de realismo, me alegraba de ello.
—Bueno, os veremos pronto, sin duda —dijo Léon.
—Si no me veo honrado con una invitación al castillo, debéis venir a casa de mi hermana —rogó monsieur Dubois.
Luego, con una inclinación, continuó su camino.
—Ahí tenéis a un hombre descontento de la vida —me dijo Léon.
—¿Por qué?
—Porque piensa que no le ha dado lo que merece. Es la queja de muchos, me diréis. Siempre se culpa al destino por todos los fracasos del mundo.
—La falta no está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos, como dice nuestro poeta nacional.
—Hay muchos como él, mádemoiselle. La envidia es el sentimiento más común en el mundo. Es el ingrediente básico de todo pecado mortal. ¡Pobre Lucien! Tiene motivos. Creo que nunca perdonó a la familia Fontaine Delibes.
—¿Qué le hicieron?
—No es lo que le hicieron a él, sino lo que le hicieron a su familia. Jean-Christophe Dubois fue encerrado en la Bastilla y murió allí.
—¿Por qué razón?
—Porque el conde —el padre del actual— deseaba a la esposa de Jean-Christophe, es decir, la madre de Lucien y Gabrielle. Era una bella mujer. Gabrielle ha heredado su hermosura. Hay algo llamado lettre de cachet, y la gente con influencia podía conseguirla y encarcelar a sus enemigos. Las víctimas nunca se enteraban de las razones de su detención. La lettre era suficiente para llevarlos allí. Es una práctica inicua. Las palabras lettre de cachet pueden despertar terror en el corazón de cualquier hombre. Nada que se pueda hacer contra eso. Por supuesto, el conde Fontaine Delibes siempre había tenido un pie en la Corte y otro en el Parlamento. Su influencia y poder eran —son— grandes. El padre del actual conde deseaba a esta mujer, su esposo opuso resistencia y estaba preparándose para alejarla. Entonces, una noche llegó a su casa un mensajero. Llevaba una lettre de cachet. Nunca más volvieron a ver a Jean-Christophe.
—¡Qué crueldad!
—Los tiempos son crueles. Ésta es la razón por la cual el pueblo está decidido a cambiarlos.
—Entonces ya es hora de que lo hagan.
—Lleva más de algunas semanas modificar los errores de siglos. Jean-Christophe tenía un hijo y una hija. El conde murió tres años después de haber tomado a la esposa de Jean-Christophe y hubo un nuevo conde, el actual, Charles-Auguste. Gabrielle era una joven viuda de dieciocho años. Vino a rogar por su padre. Charles-Auguste quedó impresionado con su belleza y elegancia. Entonces él era muy joven e impresionable, pero ya era demasiado tarde. Jean-Christophe murió en prisión, antes de poder conseguirse su liberación. Sin embargo, Charles-Auguste se había enamorado de Gabrielle y un año después nació Etienne.
—Me sorprende, el drama que parece rodear el castillo.
—Donde están los condes Fontaine Delibes siempre hay drama.
—Al menos Gabrielle perdonó la injuria hecha a su padre.
—Sí, pero imagino que con Lucien debe ser distinto. A menudo pienso que abriga resentimiento.
Mientras nos acercábamos al château no podía dejar de pensar en el pobre hombre implacablemente condenado a pasar sus últimos años en una prisión porque otro quería sacarlo del paso, y me pareció que a mi alrededor se organizaban la intriga y el drama de un modo que antes había estado lejos de sospechar.
*****
Margot me llamó a su habitación. Estaba radiante y me maravillé por su facilidad en pasar de la depresión a la excitación.
Sobre su cama había varias piezas de tela.
—¡Ven y mira esto, Minelle! —gritó.
Examiné los géneros. Había una pieza de terciopelo del color rojizo de moda, con encaje dorado, y otra de un bello tono azul con encaje plateado.
—Vas a tener hermosos vestidos —comenté.
—Voy a tener uno. El otro será para ti. Elegí el azul para ti y el plateado le va perfectamente. Va a haber un baile y las instrucciones de mi padre fueron que debía lucir lo mejor posible.
Toqué el terciopelo azul y dije:
—No puedo aceptar semejante regalo.
—No seas tonta, Minelle. ¿Cómo puedes asistir al baile con lo que has traído?
—Es obvio que no puedo. Pero hay una alternativa. Me mantendré aparte.
Margot golpeó el suelo con el pie, impaciente.
—No te permitirán hacerlo. Debes ir. Ésta es la razón por la cual es necesario que tengas el vestido.
—Cuando acepté este puesto, no sabía que iba a ser una… falsa prima. Vine como tu dama de compañía.
Margot se echó a reír.
—Debes ser la primera persona, sea en el puesto que sea, que se queja de que la tratan demasiado bien. ¡Por supuesto que debes ir al baile! Necesito un chaperone, ¿no es verdad?
—Hablas como una tonta. ¿Cómo vas a necesitar un chaperone en un baile ofrecido por tus padres?
—Un padre. No creo que mamá asista. Como dice papá, tendrá los vapores a punto para esta ocasión.
—Ésa no es una observación amable, Margot.
—¡Oh, cesa de ser la remilgada maestra de escuela! Ya no lo eres. —Tomó el terciopelo rojizo y, envolviéndose en él, desfiló frente al espejo—. ¿No es magnífico? Justo para mí. ¿No te parece, Minelle? ¿No estás contenta de verme más feliz?
—Me sorprende que puedas cambiar tan velozmente.
—En realidad no he cambiado. Todavía lloro a Charlot por dentro. Hay tristeza aquí. —Señaló su pecho—. Pero no puedo estar siempre triste, y alegrarme por un baile y un nuevo traje no me hace querer menos a mi bebé.
Me abrazó y por unos momentos nos estrechamos. Creo que en ese instante, pese a mi aire mundano, estaba yo tan desconcertada como ella.
—Creo que no puedo aceptar el traje, Margot —dije por fin.
—¿Por qué no? Es tu salario, seguramente.
—Ya tengo mi salario. Esto es distinto.
—Papá se pondrá furioso, ¡y ha estado de tan buen humor en los últimos tiempos! Me dijo personalmente que yo debía elegir para ambas y luego empezó a sugerir los colores, lo que es típico de él. Estoy segura de que se disgustaría mucho si hubiera «elegido» otra cosa.
—Creo que estaría muy mal por mi parte aceptar esto.
—Annette, nuestra modista, viene esta tarde para comenzar a trabajar.
Decidí que debía ver al conde y también prepararme para partir. Había descubierto demasiado sobre él y su forma de vida como para sentirme feliz en su casa. No podía desechar la crianza de años en unos pocos meses. Además, estaba convencida de que los principios de mi madre eran más recomendables que los que, como yo había descubierto, predominaban en el château.
Me enteré de que a esa hora el conde estaba por lo general en la biblioteca, donde no quería ser molestado, pero decidí afrontar su enojo, porque si estaba disgustado conmigo me sería más fácil arreglar mi partida.
Sin embargo, pareció muy lejos de estar disgustado. Se puso de pie inmediatamente, y tomando mis manos, me hizo entrar a la habitación. Eligió una silla para mí. Tomé asiento y él también, no sin antes acercar su silla a la mía.
—¿A qué debo este placer? —inquirió.
—Creo que es tiempo de llegar a un entendimiento —comencé, pero, aunque me había sentido audaz y decidida antes de entrar en el cuarto, mi dominio sobre mí misma se desvanecía de prisa.
—Nada hay que pudiera parecerme mejor. Estoy seguro de que una mujer tan perceptiva como vos habrá advertido cuáles son mis sentimientos.
—Antes de que continuéis, dejadme deciros que no puedo aceptar un traje de baile que viene de vos.
—¿Por qué no?
—Porque no lo considero…
—¡Correcto y apropiado! —Levantó las cejas y vi la burla en sus ojos—. Debéis explicarme. Soy muy ignorante en estas cuestiones. Decidme qué es correcto aceptar y qué no lo es.
—Acepto mi salario porque lo gano como compañera de vuestra hija, puesto para el cual fui empleada.
—Oh, pero os transformasteis en prima… una pariente de la familia. Sin duda, un miembro de la familia puede ofrecerle un presente a otro… y ¿qué mejor que regalar algo que el otro necesita, en lugar de alguna baratija inútil?
—Por favor, cuando estemos solos abandonemos esa farsa.
—Sí, hagámoslo. La verdad es que estoy enamorándome de vos. Lo sabéis. De modo que resulta vano pretender que no es así.
Me puse de pie. Él estaba a mi lado, sus brazos en torno a mi cintura.
—Por favor, dejad que me retire —dije con firmeza.
—Primero decidme que vos también podéis amarme.
—No encuentro esto muy divertido.
—Yo sí, pese a todo lo extraño que pueda parecer, porque mis sentimientos están profundamente comprometidos. Vos me divertís y me encantáis a un tiempo. Creo que por eso me excitáis tanto. Sois distinta de todas las que he conocido.
—¿Me garantizáis una cosa?
—Para mí será un placer daros todo lo que pidáis.
—Entonces, por favor, regresar a vuestro asiento y dejad que os hable de mis sentimientos.
—Vuestra demanda será satisfecha.
Tomó asiento y yo hice lo mismo. Sentí que era necesario, porque mis piernas temblaban y temía que él pudiera notar lo alarmada que estaba. Apreté con firmeza las manos y dije:
—No pertenezco a vuestro círculo, monsieur le comte.
—Charles —reprobó.
—No puedo llamaros con naturalidad por vuestro nombre de pila. Para mí, sois el conde, y lo seréis siempre. He sido criada para aceptar un código de comportamiento distinto, una moral diferente. Mis puntos de vista son opuestos a los vuestros. Me encontraríais espantosamente aburrida, estoy segura.
—Me parece delicioso que nunca podamos estar de acuerdo. Es un encanto más.
—Estáis sugiriendo que me transforme en vuestra amante. Sé que habéis tenido muchas y que para vos eso es natural. ¿Podéis entender que eso es algo que yo jamás aceptaría, y que por esta razón he decidido regresar a Inglaterra? Había pensado esperar hasta que Margot estuviera restablecida, pero ahora veo que es imposible. Lo que habéis dicho lo ha hecho imposible. Deseo hacer los preparativos para partir de inmediato.
—Me temo que no puedo estar de acuerdo con eso. Habéis sido empleada para cuidar a mi hija y espero que haréis honor a vuestro compromiso.
—¡Compromiso! ¿Qué compromiso?
—¿Cómo se llama? ¿Un acuerdo entre caballeros? Sólo que esta vez sucede entre dos personas de sexo opuesto. ¡No podéis dejar a Margueritte ahora!
—Ella comprendería.
—¿De veras? Ya visteis lo que sucedió la otra noche. Pero ¿por qué hablamos de ella? Hablemos de nosotros. Podríais superar vuestros prejuicios. Yo os enseñaría a hacerlo. Tendríais una posición propia… todo lo que desearais sería vuestro.
—¿Pensáis que podéis tentarme con posiciones?
—Tal vez no con eso.
Bajé los ojos ante su mirada audaz y apasionada. Tenía miedo de él… o quizá, más sinceramente, de mí misma.
—Decidme una cosa —pidió—. ¿Si estuviera en posición de ofreceros matrimonio y lo hiciera, aceptaríais?
Vacilé demasiado. Luego dije:
—Monsieur, no os conozco lo suficiente…
—Y lo que habéis oído, lo juraría, no siempre ha sido halagüeño.
—No pretendo juzgar.
—Pero es exactamente lo que hacéis.
—No, procuro decir que nuestras vidas están alejadas la una de la otra. Debería regresar.
—¿A qué?
—¿Importa eso?
—Va a importaros mucho. ¿Qué haréis? Decidme. ¿Regresaréis a vuestra escuela? ¿Con el Amo Joel a punto de regresar en cualquier momento? No es probable.
—Tengo algún dinero…
—No es suficiente, mi valiente y querida joven. Veo que he sido demasiado imprudente. Vinisteis y me tomasteis desprevenido. Dios sabe que me he dominado bastante tiempo. ¿De qué creéis que estoy hecho, doncella de hielo? Vos fuisteis hecha para mí. Lo supe desde el momento en que entrasteis en mi cuarto y cuando vi el rubor trepar de vuestro cuello a vuestra frente. Me gusta confundiros, porque entonces os pongo en desventaja. Me gusta pelear con vos. Me gustan nuestras batallas de palabras. Habría un hermoso clímax en nuestras peleas. A menudo pienso en eso. Desde que os conocí, no me interesa nadie más.
—Espero que esto no incomode a vuestras amantes.
—Un poco, como podréis imaginar —replicó con una sonrisa.
—Entonces es el momento de que yo me vaya y se restablezca el equilibrio.
Rompió a reír.
—Adorada Minelle, a menudo pienso en lo tonto que fue el joven Joel. Podría haberos ofrecido matrimonio. ¡Pluguiera al cielo que yo estuviese en esa situación! Si pudiera tomar vuestra mano ahora y decir: «Sed mi esposa», sería el hombre más feliz de Francia.
—Mientras tanto, os felicitáis de vuestra imposibilidad de hacerlo y así os guardáis de cometer semejante locura.
—Vos y yo juntos… ¡qué alegría! Lo sé. Conozco a las mujeres…
—No es necesario que me lo aseguréis.
—Siento esas profundidades ocultas. Oh, Minelle, amor mío, tendríamos hijos, tú y yo. Estás hecha para tener hijos. Baja de ese pedestal y sé feliz. Tomemos lo mejor que haya.
—No puedo permanecer aquí oyendo esas cosas. Lo juzgo ofensivo. Vuestra esposa inválida está bajo este mismo techo.
—¡Por lo que le importa! Todo lo que quiere es estar tendida en su cama y quejarse de sus incontables dolores a su devota niñera, que la anima a hacerlo.
—¡Veo que tenéis una naturaleza muy compasiva!
—Minelle…
Fui hacia la puerta y él no procuró detenerme. Yo estaba entre alegre y triste. Tenía miedo de que me tomara firmemente en sus brazos, aunque cuando lo había hecho no pude menos que ser sensible a su poderoso atractivo, y casi podía imaginarme echando a rodar las enseñanzas de toda una vida. Era alarmante. Y la verdadera razón por la cual sabía que debía irme.
Corrí a mi habitación, cerré la puerta y me senté frente al espejo. A duras penas me reconocí. Mis mejillas ardían y tenía el cabello desarreglado. Casi podía ver la mirada desaprobadora de mi madre y escuchar sus admoniciones: «Yo en tu lugar comenzaría a hacer la maleta de inmediato. Estás en agudo peligro. No hay un minuto que perder».
Por supuesto, tenía razón. De acuerdo con su código moral, yo había sido insultada. El conde Fontaine Delibes me sugería que fuese su amante. Nunca hubiera creído posible semejante cosa. Ni tampoco que sentiría esta tentación avasalladora. Era eso lo que me decía que debía irme.
Comencé a sacar ropas y plegarlas.
«¿Adónde irás?», me preguntó mi práctico yo.
«No lo sé. Conseguiré un hogar en cualquier parte. Tomaré un empleo. Tengo algún dinero. Tal vez podría regresar a Derringham y tratar de abrir una escuela, empezar otra vez. Ahora tengo más experiencia de la vida. Podría tener éxito».
Luego me senté, cubriéndome el rostro con las manos. Era como si me cercara la desolación.
*****
Llamaron a mi puerta. Antes de haber podido contestar, irrumpió Margot, su rostro deformado por el horror mientras se arrojaba sobre mí.
—¡Minelle, debemos huir! No me quedaré aquí. ¡No puedo, no lo haré!
—¿Qué quieres decir? ¿Qué ha sucedido?
—Mi padre acaba de decírmelo.
La miré estupefacta. Debía haber enviado a buscarla tan pronto como me separé de él.
—El vizconde de Grasseville ha pedido mi mano. Es una familia tan distinguida como la mía y papá lo ha aceptado. En este baile nos prometeremos y en un mes estaremos casados. No lo haré. ¡Soy tan desgraciada, Minelle! Lo único que me consuela es que tú estás aquí.
—No me quedaré mucho tiempo.
—No. Vendrás conmigo. Lo harás, ¿no es cierto? Es la única manera de que pueda llegar a considerarlo.
—Margot, debo decirte que estoy planeando irme.
—¿Irte? ¿Por qué?
—Porque siento que debo regresar.
—¿Quieres decir que te atreverías a dejarme?
—Es mejor que me vaya, Margot.
—¡Oh! —Dejó escapar un largo gemido y comenzó a llorar. Los sollozos la sacudían y no hizo ningún esfuerzo para dominarlos—. ¡Soy tan desdichada, Minelle! Si tú estás aquí, puedo soportarlo. Podemos reír juntas. No puedes irte. No te dejaré. —Me miró suplicante—. Vamos a recuperar a Charlot. Vamos a hacer planes. Tú prometiste… ¡prometiste! No es posible que todo vaya mal. Si debo casarme con este Grasseville, tú estarás conmigo.
Se echó a reír y eso siempre me asustaba. La mezcla de lágrimas y risa era aterradora.
—¡Basta, Margot! —grité—. Basta.
—No puedo evitarlo. Es gracioso… gracioso…
La tomé de los hombros, sacudiéndola.
—Trágicamente gracioso —dijo, pero se calmó. Se apoyó contra mí y continuó—: No te irás todavía, Minelle. Prométeme, ¡oh, prométeme que todavía no te irás…!
Dije que todavía no me marcharía, para tranquilizarla, y así me comprometí a quedarme por un corto tiempo.
Me pregunté entonces si él había decidido darle esa noticia porque sabía lo que iba a suceder. Era diabólicamente inteligente y estaba acostumbrado a hacer su voluntad. Eso era lo que me asustaba, y no obstante, en cierta forma extraña —que ni mi madre ni yo podíamos aprobar—, me regocijaba.
*****
Llegó la modista, pero me negué a aceptar la tela azul y dije que tampoco admitiría el traje hecho. Margot estaba frenética.
—¡Debes asistir al baile! —gritó—. ¿Cómo puedes fallarme? Seré obligada a aceptar a este Robert de Grasseville, y sé que voy a odiarlo. ¿Qué haré? Sólo puedo soportarlo si vienes tú.
—No tengo un traje apropiado —alegué con firmeza—, y estoy decidida a no aceptar semejante regalo de tu padre.
Se paseó de un lado a otro, hablando de su anhelo de ver a Charlot, y diciéndome que la vida era cruel. Yo era cruel. Sabía cuan destrozada estaba ella, pero no podía ayudarla.
Le aseguré que haría cualquier cosa para ayudarla.
—¿Cualquier cosa? —preguntó dramáticamente.
—Cualquier cosa que sea honorablemente posible.
Tenía una idea. Como yo era tan orgullosa, me vendería uno de sus trajes usados. Podíamos reformarlo. Podía comprar algunas cintas y encajes, y confeccionar un traje nuevo a partir del viejo, dándome la satisfacción de pagarlo.
Al considerar esta idea, se alegró inmediatamente.
—Imagina la cara de papá cuando te vea. ¡Oh, Minelle, lo haremos! ¡Será tan divertido!
Acepté para complacerla. No, no era verdad. Para complacerme. Yo también quería ver su cara. Él creía que había ganado una victoria temporal, pero le demostraría que no era así. No tomaría nada de él. Estaba decidida a demostrarle que su sugestión me era repulsiva y que la lamentaba profundamente. Debía saber que sólo me quedaba por Margot. Tan pronto como ella se hubiera casado con el vizconde, me iría.
Pese a todo, quería ir al baile. Sabía que sería más fastuoso de lo que yo nunca hubiera podido concebir. Quería ver al conde entre sus invitados. Pese a sus protestas, probablemente no se dignaría mirarme. Me pregunté si Gabrielle LeGrand estaría presente.
Debo admitir que entré en la conspiración del vestido con entusiasmo. Al menos, hacía feliz a Margot. Mientras reía pensando en el asunto y revisando su guardarropa, haciéndome probar esto o aquello, y comentando entre carcajadas el aspecto de algunos, no pensaba en el futuro.
Encontramos una sencilla seda azul.
—Es tu color —dijo.
La falda era de gasa, salpicada de puntos de oro y plata que le daban un aspecto estrellado. Era descotado y diáfano.
—Nunca me sentó bien —declaró Margot—. Creo que con algunas reformas quedará perfecto. Resultará un poco sencillo para traje de baile. Llamemos a Annette y veamos qué puede hacer.
Llegó Annette, me examinó con el traje puesto y se arrodilló en el suelo con la boca llena de alfileres. Sacudió la cabeza.
—Demasiado grande en la cintura, demasiado corto… —fue su veredicto.
—Tú puedes hacerlo, Annette. ¡Tú puedes hacerlo! —gritó Margot, juntando las manos.
Annette movió la cabeza.
—No creo que sea posible.
—Annette-pas-possible! —gritó Margot—. Así la hemos llamado siempre. Dice que no es posible y luego trabaja hasta hacerlo maravillosamente posible.
—Pero este, mádemoiselle…
El rostro de Annette estaba compungido.
—Quítale los hombros, Annette —ordenó Margot—. Mádemoiselle Maddox tiene buenos hombros… con una bella curva. ¡Tan femeninos! Debemos mostrarlos. ¿Y no podrías conseguir más de esta tela estrellada? Necesitaríamos más, mucho más…
—No creo que sea posible —repuso Annette.
—¡Tonterías! Juraría que en alguna parte tienes empaquetados trozos de esta misma tela. Siempre guardas los restos.
Y así continuó, con Annette cada vez más lúgubre y Margot más convencida de que el vestido sería un éxito.
Y lo fue. Me sorprendí cuando estuvo terminado: una espuma de gasa y seda azules, expertamente dispuesta y adornada con delicado encaje. Tenía un vestido de baile y, aunque resultara —y yo estaba segura de ello— muy sencillo en comparación con otros, al menos era apropiado y me permitiría ir al baile con poco gasto para mi bolsillo y ninguno para mi orgullo.
El baile iba a tener lugar en el vestíbulo antiguo y el conde recibiría a sus invitados en lo alto de la escalera de mármol. Sería un gran baile; mejor que los acostumbrados a dar en el castillo, porque se daba para anunciar y celebrar el compromiso matrimonial de su hija.
Yo sentí pena por Margot. ¡Qué idea, la de ser presentada a un hombre, diciéndole: «Éste es tu futuro esposo»! Si ésta era la costumbre entre los aristócratas, yo me alegraba de no serlo.
El día antes del baile, por la noche, hubo problemas. Debía ser de madrugada cuando oí voces en las escaleras. Abrí la puerta y miré.
El ruido provenía de los apartamentos de la condesa. Escuché la voz del conde, bastante agotada según me pareció.
—Mi querida Nou Nou, esto ya ha sucedido antes. Sabes que sólo son los nervios.
—No es así, monsieur le comte. No es así. Ha estado sufriendo. La calmé con un medicamento, pero no puede durar. Es dolor verdadero y quiero que la vean los médicos.
—Sabes que sólo tienes que mandarlos a buscar.
—Entonces lo haré sin demora.
—Nou, Nou, te inquietas innecesariamente. Lo sabes. Y despertarme a esta hora…
—Conozco a mi niña. Si otros se inquietan un poco más ahora, irán mejor las cosas.
—No hay razón para que toda la casa participe en este crise de nerfs.
—Es algo más que eso.
—¡Vamos, Nou Nou! Sabes que daremos el baile de mi hija pasado mañana. Su madre también lo sabe. Quiere llamar la atención sobre ella.
—Sois un hombre duro, monsieur le comte.
—Debo serlo, en estas circunstancias. Si mostrarais mayor firmeza en estas ocasiones, tal vez no sería necesario.
—Enviaré a buscar los médicos, entonces.
—Hacedlo de todas maneras.
Comprendí que estaba siendo indiscreta y regresé a mi habitación algo avergonzada.
¡Pobre condesa! Estaba triste y olvidada y quizás procuraba llamar la atención sobre sí mediante su constitución delicada. Si esperaba atraer a su marido, estaba utilizando las tácticas incorrectas. Debería demostrar más carácter… como había hecho yo.
Me erguí sobresaltada. ¿Qué estaba pensando? Cada vez me dejaba mezclar más en los asuntos de la casa. Con un hombre como el conde, casado con una mujer como la condesa, eso podía resultar alarmante. Y lo sabía y sin embargo, me dejaba envolver cada vez más en sus vidas.
Ya de día vi llegar a los médicos. Nou Nou los esperaba y los llevó inmediatamente a ver a su ama. El conde no estaba en el castillo, pero esperaron para hablar con él.
*****
Margot y yo pasamos la tarde juntas. Estaba menos exuberante y se había terminado la excitación del vestido.
—Me pregunto cómo será Robert —decía.
—Parece raro que nunca lo hayas visto.
—Creo que es posible que lo haya visto cuando éramos niños. Las tierras de su familia están al norte de París. Me parece que nos visitó una vez cuando estábamos en París. Era un niño horrible que se comió todo el gâteau y luego se apoderó de la porción de nata que yo estaba guardando para el final.
—No es un comienzo muy afortunado para una unión que ha de durar toda la vida —contesté, y agregué—: La gente cambia cuando crece. El niño más horrible se transforma en el joven más encantador.
—Será gordo y con espinillas, lo sé.
—No es mala idea imaginarlo desagradable. Luego, te sorprenderás agradablemente.
Estaba riéndose otra vez.
—Eres buena conmigo. Eres… ¿cómo se dice?… ¿Austera? Eso es lo que papá admira en ti. Le gustas mucho, ¿sabes?
—Puesto que voy a irme después de que te hayas casado, no importa mucho lo que piense de mí, ¿no te parece?
—Vendrás conmigo, ¿no es cierto?
—Hasta que haya hecho mis planes. Pero no puedo pasar el resto de mi vida en esta situación. Debes comprenderlo.
—Tengo planes. Cuando esté casada, tendré a Charlot conmigo.
—¿Cómo?
—Eso debes descubrirlo tú.
—No sabría cómo empezar.
—Ahora pareces Annette-pas-possible. Todo es posible… si lo encaras de la manera correcta. Y una cosa que voy a hacer es tener conmigo a Charlot. Pienso en él continuamente… bueno, casi continuamente. ¿Cómo sé qué clase de gente es la que lo tiene? Piensa en eso. Estará creciendo… hablando…
—Difícilmente, todavía.
—Estará llamando maman a otra mujer.
Advertí que estaba provocándose otro acceso de histeria, y eso era lo que yo quería evitar. De modo que la tranquilicé haciendo planes ridículos para encontrar a Charlot. Iríamos a la posada de donde se lo habían llevado, preguntaríamos a la gente y hallaríamos el rastro que condujera a él.
Ésta era la clase de juego que ella disfrutaba y lo practicamos durante largo rato, entrando en tantos detalles que llegó a pensar que era realmente viable y obtuvo un gran consuelo.
Sí, podía ver que me necesitaba.