Margot estaba anonadada. Cuando le hablé, no contestó. Yo sabía que nada de lo que dijera podía consolarla, de modo que permanecí silenciosa.
Mientras viajábamos, supe que estaba haciendo notas mentales de los lugares, prometiéndose regresar y encontrar a Charlot.
Pobre Margot, ésta era la primera vez que comprendía que lo que había sucedido no era una especie de gran aventura. Claro que había atravesado momentos aterradores, por ejemplo cuando descubrió su embarazo, pero aun entonces la excitación la había ayudado. Ahora la envolvía la abyecta miseria de la pérdida de su hijo y sabía lo que significaba verdadera desgracia.
Nunca olvidaré mi primera visión de château Silvaine. Se levantaba en un montículo y su arrogante torre se veía desde varios kilómetros de distancia. Una gran fortaleza con torres en forma de pimentero en las cuatro esquinas, y en el centro la gran torre de homenaje. Parecía formidable y amenazadora, y supuse que esto era deliberado, porque en el siglo XIII debía de haber sido más bien una fortaleza que un hogar.
Su magnificencia aumentaba a medida que nos acercábamos.
Seguramente fuimos observadas por el músico de la Torre del Vigía, porque los mozos de cuadra nos esperaban cuando entramos en el recinto del castillo.
Estábamos en un gran patio embaldosado y frente a nosotras se alzaba la escalinata de mármol gris de la que me había hablado Margot.
Margot dio los buenos días a los mozos y uno de ellos contestó:
—Bienvenida al château, mádemoiselle. Me siento feliz al veros.
—Gracias, Jacques —dijo—. ¿Está mi padre esperándonos?
—Oh, sí, mádemoiselle, ha dado órdenes en el sentido de que tan pronto como llegarais vos y la mádemoiselle inglesa, vayáis al salón rojo y se le avise a él de vuestra llegada.
Margot asintió.
—Ésta es mi prima inglesa, mádemoiselle Maddox.
—Mádemoiselle —murmuró Jacques, con una reverencia.
Incliné la cabeza como saludo y Margot dijo:
—Deberíamos ir de inmediato al salón rojo. Luego podremos ir a nuestras habitaciones.
—¿No sería mejor lavarse y cambiarse? —sugerí—. Estamos llenas de polvo a causa del viaje.
—Él dijo primero al salón rojo —replicó Margot, y comprendí que, por supuesto, la palabra de él era ley—. No subiremos por la gran escalera —dijo Margot—. Es el camino que conduce a la parte del castillo que utilizamos, pero hay otro. Era la única posibilidad en la época medieval, pero gran parte del castillo ha sido modificada para tener mayor comodidad y podemos ir por aquí.
—Monsieur, madame —dijo Jacques a los Bellegarde—, iréis por este lado.
Margot me siguió a través del patio hasta una puerta que atravesamos. Estábamos en una sala que se parecía a la de la Casa Derringham, pero aquí el mobiliario era más elaborado y, aunque tenía dorados y muchos adornos, daba la impresión de delicadeza.
De la sala partía una bella y sinuosa escalera, y Margot y yo ascendimos por ella. Recorrimos un corredor y ella abrió una puerta. Aquél era el salón rojo. Yo jamás había visto muebles tan bellos y una elegancia tan refinada. Las cortinas eran de seda roja orlada en oro. Había dos o tres divanes y varias sillas doradas. Noté en especial un armario que contenía vasos y jarras de cristal. Lo único que le faltaba a la habitación era comodidad. Todo en ella parecía demasiado elaborado o frágil como para ser utilizado.
Estaba muy consciente de mi aspecto desaseado y pensé que era típico del conde no darnos una oportunidad de prepararnos para el encuentro. Yo ya había comenzado a sentirme agresiva a su respecto y estaba convencida de que había actuado de esa manera para hacernos sentir en desventaja.
Cuando entró, mi corazón aceleró sus latidos, pese a mi íntima resolución de no dejarme intimidar. Estaba vestido con sencillez, pero todo lo que llevaba proclamaba su alta calidad. La chaqueta de lana tenía un corte perfecto, los botones eran de oro puro, y el encaje de los puños y la garganta era sorprendentemente blanco.
Permaneció de pie, con las piernas separadas y los brazos a la espalda, mirándonos a una y a otra con una débil sonrisa de satisfacción en los labios.
—De modo que nuestro pequeño asunto… ha terminado —dijo.
Margot hizo una reverencia mientras él la miraba, entre divertido e impaciente.
Luego me miró a mí.
—Mádemoiselle Maddox, es un placer.
Incliné la cabeza.
—Debo agradeceros —dijo— vuestra ayuda en este infortunado contretemps. Entiendo que ha sido llevado de la mejor de las maneras posibles.
—Confío en que así sea —contesté.
—Os lo ruego, sentaos. Tú también, Margueritte.
Señaló dos sillas y él mismo tomó una junto a la ventana, dándole la espalda de modo que su rostro quedaba en la oscuridad y la luz caía sobre nosotras. Advertí de inmediato mi apariencia desaseada.
—Hablemos ahora de lo que tenemos por delante. Ese pequeño asunto ha terminado y nunca volveremos a hablar de él. Es como si no hubiera sucedido. Mádemoiselle Maddox nos visita. Creo que puede continuar siendo una prima lejana. Descubrimos la relación cuando yo estuve en Inglaterra. Margueritte ha estado indispuesta y su prima inglesa acababa de perder a su madre. Se consolaron entre sí y, a causa de su innata bondad, mádemoiselle Maddox aceptó acompañar a Margueritte en unas cortas vacaciones. Han estado descansando uno o dos meses en una tranquila localidad del sur, empleando el tiempo en enseñarse mutuamente sus idiomas. Ya se verá con qué éxito. Mádemoiselle, debo cumplimentaros por vuestro progreso en nuestra lengua. Si me permitís decirlo, vuestro acento y entonación han mejorado desde la última vez que nos vimos. Por supuesto, vuestra gramática fue siempre impecable, pero se da el caso de que mientras muchos pueden escribir nuestra lengua, pocos pueden hablarla. Sois una excepción.
—Gracias —le dije.
—Y puesto que sois mi prima, aunque distante, creo que no es apropiado que os llame mádemoiselle Maddox. Os llamaré prima Minelle y vos me llamaréis primo Charles. ¿Por qué parecéis horrorizada?
—Me será difícil —repliqué con cierta turbación.
—¡Un asunto tan trivial! Tenía la impresión de que erais una mujer de grandes recursos, capaz de soslayar los obstáculos más difíciles… y retrocedéis ante un nombre.
—Sencillamente, encuentro difícil considerarme relacionada con… —hice un gesto con la mano— tanta grandeza.
—Estoy encantado de que lo veáis así. Por lo tanto, seréis feliz al formar parte de una familia como la nuestra.
—Mi pretensión es tan espuria…
—Pero os es ofrecida libremente por mí. —Se levantó y vino hacia nosotras, y luego, poniendo sus manos en mis hombros, me besó solemnemente en la frente—. Prima Minelle —dijo—, os doy la bienvenida en el seno de la familia.
Enrojecí penosamente, consciente de que Margot me miraba con estupefacción. Él regresó a su asiento.
—Sellado y establecido —afirmó—. El beso de bienvenida es como poner mi sello en un documento. Os estamos agradecidos, prima, ¿no es verdad, Margueritte?
—No sé qué hubiera hecho sin Minelle —contestó ella, fervientemente.
—Bien. —Hizo un gesto y prosiguió—: Nos quedaremos en el château, y como prima mía os uniréis a nosotros.
—No había esperado eso —repliqué—. No estaré suficientemente equipada como para formar parte de semejante compañía.
—¿Equipada, prima? ¿Queréis decir mentalmente o por vuestros trajes?
—Claro está que no quise decir mentalmente —repliqué con insolencia.
—Estaba bromeando, no pensé ni por un momento en que lo hicierais. ¡Oh, este fatigoso asunto de vestirnos! Tenemos costureras en el castillo. Juraría, prima, que tenéis buen gusto. Puedo imaginaros —y otra vez hizo aquel gesto— excelentemente adornada. De modo que, como veis, no hay más que arreglar.
—Creo que sí hay mucho —protesté—. Vine aquí para actuar como compañera de Margot mientras me necesitara. Creí que iba a ser empleada.
—Estáis empleada. Pero como prima, en lugar de como dama de compañía.
—¿Una especie de pariente pobre?
—Eso suena mal. Una pariente, sí, y tal vez no tan provista de dinero como algunos de nosotros…, pero todos seremos demasiado bien educados como para recordaros eso.
Margot, que había estado escuchando en silencio esta conversación dijo súbitamente:
—Debo ver a Charlot alguna vez.
—¿Charlot? —inquirió el conde fríamente—. ¿Y quién puede ser Charlot?
—Es mi hijo —contestó Margot con tranquilidad.
El rostro del conde se endureció. Ahora parecía cruel. Le Diable, ciertamente, pensé.
—¿No he puesto en claro que ese asunto está terminado y no debe volver a mencionarse?
—¿Piensas que puedo dejar de pensar en mi hijito?
—Puedes en todo caso dejar de hablar de eso.
—Dice «eso». Eso… como si fuera… una cosa sin importancia, que debe hacerse a un lado porque ha provocado problemas.
—Es lo que eso… o él, como prefieres llamarlo, ha hecho.
—No a mí. Lo quiero. Lo amo.
Miró a Margot y después a mí, con una expresión exasperada.
—Tal vez he sido prematuro al felicitaros por la manera en que se había manejado este desdichado asunto.
—Debo verlo algunas veces —insistió Margot, testaruda.
—¿No me oíste decir que este asunto está terminado? Prima Minelle, llevad a Margueritte a su habitación. Ella os mostrará la vuestra. Creo que os han puesto juntas. No quiero oír nada más de esta locura.
—¡Papá!
Corrió hacia él y le tomó la mano. Él la rechazó con impaciencia.
—¿Me has oído? Ve. Lleva a tu prima, muéstrale su habitación y quita de mi vista el espectáculo de tu estupidez.
En ese momento lo odié. Había traído a su casa a su propio hijo ilegítimo, pero no se apiadaba de la pobre Margot. Fui hacia ella y la abracé.
—Ven, Margot —dije—, iremos a descansar. Estamos agotadas por el viaje.
—Charlot —murmuró ella.
—Charlot está en buenas manos, Margot —le aseguré a media voz.
—Prima Minelle —dijo el conde—, he dado órdenes de que el nombre del niño no debe mencionarse. Os ruego que lo recordéis.
De pronto, mis sentimientos desbordaron. Estaba cansada del viaje y él había empezado por hacerme sentir en desventaja al no permitir que me lavara y cambiase. Y estar frente a él y verlo más poderoso, más amenazante de lo que recordaba, era demasiado para mí.
Estallé.
—¿No tenéis sentimientos? Es una madre. Hace poco ha dado a luz un niño que le ha sido arrebatado.
—¿Arrebatado? No sabía que le había sido arrebatado. Mis órdenes fueron que se le retirara tranquilamente.
—Sabéis muy bien lo que quiero decir.
—¡Oh! —Dijo—, ¡melodrama! «Arrebatado» suena mejor que «retirado tranquilamente». Queréis dar la impresión de que se ha producido una lucha en torno a este… bastardo. Me sorprendéis, prima. Creía que los ingleses eran moderados. Tal vez tenga mucho que aprender de ellos.
—Aprenderéis que esta inglesa odia la crueldad.
—¿Y os gustaría ver las esperanzas de futuro de mi hija clausuradas a causa de una locura juvenil? Dejadme deciros que me he metido en grandes problemas y gastos para librarla de este absurdo asunto. Os empleé porque creí que erais sensata. Me temo que si deseáis permanecer a mi servicio, tendréis que demostrarme algo más vuestra sensatez.
—Estoy segura de que me encontraréis muy inadecuada. En cuyo caso lo mejor que puedo hacer es abandonar vuestro empleo sin demora, porque si esperáis que yo me quede y apoye con mi silencio vuestra crueldad y vuestra injusticia, no os complaceré, podéis estar seguro.
—¡Apresurada! ¡Desobediente! ¡Sentimental! Ninguna de éstas es una cualidad que admire.
—Nunca creí que pudiese ganarme vuestra admiración. Me iré tan pronto como sea posible. Pero me permitiréis una noche de alojamiento que me debéis, teniendo en cuenta las circunstancias.
—Estoy de acuerdo con vuestra noche de descanso. ¿Cómo será que se crean estas auras alrededor de las naciones? ¡La sangre fría inglesa! Es notable. Qué representación tan falsa… a menos, por supuesto, que no seáis un representante típico de vuestra raza.
Margot se colgó de mí, llorando.
—¡Minelle, no vas a dejarme! ¡No permitiré que lo hagas! ¡Papá, debe quedarse conmigo! —Se volvió hacia mí—. Nos iremos juntas. Encontraremos a Charlot. —Luego regresó junto a su padre y tiró de su manga—. No me robarás a mi hijo. ¡No lo permitiré!
Su llanto se había transformado en una risa salvaje y yo estaba alarmada.
Luego, de pronto, él la abofeteó.
Por un momento, hubo un tenso silencio. El tiempo pareció detenerse en el salón rojo y hasta las regordetas damas semidesnudas que jugueteaban en la tapicería, dieron la impresión de esperar.
El conde rompió el silencio.
—Cruel, decís —dijo, mirándome—. ¡Golpear a mi hija! Creo que es el tratamiento adecuado para este tipo de histeria. Ved, ya se ha calmado. Id ahora. Habladle. Explicadle por qué debe ser de esta manera. Confío en vos, prima Minelle. Tendremos mucho que decirnos en las próximas semanas.
Hubo música en mi corazón. Estaba cancelando nuestra conversación. Estaba ignorando mi amenaza de irme.
Pero ahora debía pensar en Margot.
La tomé del brazo y dije:
—Ven, Margot, vámonos. Muéstrame tu habitación… y la mía.
*****
Estaba tendida en su cama, recobrándose de la escena. Yo estaba en mi cuarto lavándome con el agua fría que encontré en lo que por mis estudios sabía que era una ruelle, una especie de alcoba oculta por cortinas donde una podía lavarse y vestirse sin necesidad de hacerlo en medio del cuarto.
Mi habitación era tan elegante como cualquiera de las del castillo, estaba segura. Las cortinas eran de un azul tan profundo como el de las colgaduras del lecho de cuatro columnas. En el suelo, había una alfombra de Aubusson. Los muebles eran delicados en el estilo del siglo anterior, cuando Luis XIV había impuesto tanta elegancia y su influencia se había esparcido por Francia. Había un hermoso tocador con amorcillos dorados a cada lado del espejo, que sujetaban velas. Y un taburete con asiento de suave brocado azul pálido, con rayas de terciopelo azul oscuro. Hubiera podido gozar de un ambiente tan exquisito si no hubiera sentido tanta aprensión, y mi aprensión se debía por entero al señor del castillo. Experimentaba la creciente convicción de que tenía un motivo ulterior para haberme traído allí, y sin duda no era honorable.
Los franceses eran realistas. Mucho más cínicos que nosotros. Por supuesto, en Inglaterra los hombres también tomaban amantes y de vez en cuando había un escándalo, pero se lamentaba o al menos se fingía lamentarlo. Hipocresía en cierto sentido, pero sin embargo esta misma cualidad producía una sociedad más moral. Los reyes de Francia habían tomado abiertamente a sus amantes y la maîtresse en titre, como se llamaba a la más importante, era considerada honorable. En Inglaterra eso nunca hubiera sido aceptable. El actual rey de Francia no tenía amantes, pero no porque se considerara inapropiado, sino porque no se sentía inclinado a ello. Ni siquiera su ligera y frívola esposa, Maria Antonieta, tomaba amantes abiertamente. Había habladurías, cierto, pero ¿quién podía decir si se basaban en hechos o en meros rumores? Pero esto era porque el rey y la reina eran distintos de sus antecesores. Los nobles de Francia seguían tomando amantes con tanta naturalidad como si fueran esposas y nadie pensaba mal de ellos.
Yo era muy consciente de que el conde tenía en mí un interés especial y sólo encontraba una razón para ello.
¡Cómo deseaba que mi madre estuviese conmigo! Podía imaginar sus ojos centelleando ante el lujo del château, pero estaría horrorizada por la actitud del conde, y yo estaba segura de que me sacaría de allí sin perder tiempo. Casi podía oír su voz desde el abismo de nuestra separación: «Debes irte, Minella. Tan pronto como puedas hacerlo… sin pánico… irte».
Tiene razón, pensé. Eso es lo que debo hacer.
Si sólo hubiera podido decir honestamente que me resultaba indiferente, habría sido un reto. Disfrutaría luchando con él. Pero me había dado cuenta del hecho alarmante de que no me era indiferente. Cuando me besó en la frente —un beso de primo— advertí esa excitación. Nadie me había producido eso. Pensé en Joel Derringham. Agradable, encantador Joel. Disfrutaba de su compañía, y su conversación me intrigaba. ¡Estaba interesado en tantos temas! Pero allí no había excitación. Cuando obedeció sumisamente a su padre, no se me rompió el corazón. Simplemente, me había sentido decepcionada a su respecto.
Y ahora estaba aquí.
Me lavé y me puse uno de los trajes que mi madre había encargado a la costurera con la esperanza de hacerme parecer digna compañera de Joel Derringham. En la escuela parecía grandioso. Aquí, era apenas adecuado.
Luego fui a la habitación de Margot.
Todavía estaba tendida en la cama, mirando con indiferencia el cielorraso adornado con juguetones amorcillos.
—Oh, Minelle —sollozó—. ¿Cómo voy a soportarlo?
—Será mejor cuando pase algún tiempo —le aseguré.
—Es tan cruel…
Lo defendí.
—Está pensando en tu futuro.
—Sabes lo que tratarán de hacer, ¿no es cierto? Casarme con alguien. Será un terrible secreto. No le dirán nada de Charlot.
—Anímate, Margot. Estoy segura de que, cuando tengas otros niños, te sentirás mejor.
—Hablas como ellos, Margot.
—Porque es la verdad.
—Minelle, no te vayas.
—Oíste lo que dijo tu padre. No me aprueba.
—Creo que le gustas bastante.
—Pero oíste lo que dijo.
—Sí, pero no debes irte. Piensa en lo que haré sin ti. No podría quedarme. Minelle, no te vayas. Haremos planes.
—¿Qué planes?
—Para encontrar a Charlot. Reharemos nuestro viaje, Buscaremos por todas partes… hasta encontrarlo.
No hablé. Podía ver que necesitaba sumergirse en una de sus fantasías. Por el momento, sería algo donde asirse… o una soga para extraerla del pantano de su desgracia. ¡Pobre Margot!
De modo que le lavé la cara y la ayudé a vestirse mientras hacíamos planes para ir en busca de Charlot. Planes que, comprendí, nunca se concretarían.
*****
Un sirviente me condujo a los apartamentos de madame la comtesse, que había expresado el deseo de verme. La encontré tendida en una chaise-longue y me recordó de inmediato la primera y única vez que la había visto en esa misma posición en la mansión de los Derringham.
Aquí también había los mismos muebles exquisitos del siglo anterior, con colores especialmente delicados como para hacer juego con el frágil estado de salud de la condesa.
Era muy pálida y muy delgada. En realidad, parecía una muñeca de porcelana y daba la impresión de que podía romperse si no se la manejaba con cuidado. Su traje era de chiffon suelto, color lavanda. Su cabello oscuro caía en rizos flojos sobre los hombros y los ojos oscuros eran grandes y con largas pestañas. Junto a su diván había una mesa atestada de botellas y uno o dos vasos.
Cuando entré en la habitación, una mujer alta y corpulenta, vestida totalmente de negro, vino hacia mí apresuradamente. Nou Nou, pensé. Realmente, era formidable. Sus ojos ambarinos me recordaban los de una leona y daba toda la impresión de estar defendiendo a su cría… si se podía aplicar ese término a la delicada pieza de porcelana que yacía en la chaise-longue. La piel de Nou Nou era cetrina y tenía labios rígidos. Supe después que podían ser tiernos con la condesa y sólo con ella.
—Debéis ser mádemoiselle Maddox —me dijo—. La condesa deseaba veros. No la fatiguéis. Se fatiga con facilidad. —Se volvió hacia su ama—. Aquí está la joven dama.
Me tendieron una mano frágil. La tomé y me incliné sobre ella, según la costumbre.
—Trae una silla para mi prima —ordenó ella.
Nou Nou lo hizo, susurrándome:
—No lo olvidéis. Se fatiga con facilidad.
—Puedes dejarnos ahora, Nouny querida —dijo la condesa.
—Iba a hacerlo. Tengo cosas que hacer, si quieres recordarlo.
Salió algo irritada, imaginé. Pensé que se ofendía con cualquiera que acaparase la atención de su adorada ama.
—El conde me habló del papel que representasteis —dijo—. Quería daros las gracias. Él ha dicho que seréis nuestra prima.
—Sí —contesté.
—Me apenó muchísimo saber lo que le sucedió a Margueritte.
—Fue un triste asunto —acordé.
—Pero ahora está solucionado… muy satisfactoriamente, según creo.
—No tanto para vuestra hija. Ha perdido a su niño.
—¡Pobre Margueritte! Fue una mala acción por su parte. Me temo que ha heredado la naturaleza de su padre. Confío en que no tendrá más aventuras de esta clase. Creo que estáis aquí para vigilarla. Debo llamaros prima Minelle y vos me llamaréis prima Úrsula.
—Prima Úrsula —repetí.
Era la primera vez que oía su nombre.
—Será difícil al comienzo —dijo—, pero uno o dos deslices no serán importantes. Estoy en mi cuarto la mayor parte del tiempo. No debe preocuparos que Nou Nou nos oiga. Sabe todo lo que sucede en la familia. Siempre ha sido así. Desaprueba esto. —Los labios de la condesa se curvaron en una sonrisa—. Le hubiera gustado tener aquí un niño. Nou Nou ama a los bebés. Le hubiera gustado que yo tuviese una docena.
—Las niñeras son así, creo.
—Nou Nou lo es. Vino conmigo cuando me casé. —Su rostro se arrugó un poco como si estuviera recordando algo desagradable—. Eso fue hace muchos años. He estado enferma casi siempre desde entonces.
La poca animación que había habido en su rostro, desapareció. Miró la mesa que estaba a su lado.
—Beberé un poco de cordial. ¿Querríais verterlo para mí? Hasta levantar el brazo me cansa.
Fui hacia la mesa y tomé la botella que me indicaba. Me observaba con atención y se me ocurrió que me había pedido el cordial para que me acercara a ella y le diera una oportunidad de estudiarme.
—Sólo un poco, por favor —dijo—. Lo hace Nou Nou, que es muy hábil con sus brebajes. Están hechos con hierbas que cultiva ella misma. Éste contiene angélica y es bueno para los dolores de cabeza. Me torturan los dolores de cabeza… me martirizan. ¿Conocéis alguna medicina, prima Minelle… alguna cura?
—Absolutamente ninguna. Afortunadamente, jamás las he necesitado.
—Nou Nou las estudia desde que yo estoy tan enferma. Eso fue hace diecisiete años…
Hizo una pausa y comprendí que se refería al nacimiento de Margot, que le había quitado su salud y fortaleza.
—Nou Nou me muestra las plantas que usa. Siempre recuerdo la angélica. Cuando necesito calmarme, me da una dosis. Hace un magnífico efecto. Tiene aquí cerca una pequeña habitación donde prepara sus hierbas. También cocina para mí. —La condesa tenía un aspecto furtivo cuando miró por encima del hombro—. Nou Nou no permite que nadie más que ella prepare mis comidas.
Me pregunté qué significaba eso y por un momento pensé que insinuaba que el conde estaba tratando de deshacerse de ella. ¿Intentaba advertirme algo con esta conversación?, me interrogué.
—Evidentemente, es devota de vos —dije.
—Es bueno tener a alguien fiel —contestó. Luego, pareció apartar con cierta dificultad su atención de los remedios y dijo—: ¿Habéis visto al conde desde que llegasteis?
Le respondí que sí.
—¿Os ha mencionado el matrimonio de Margueritte?
—No —repliqué, alarmada.
—Le dará algún tiempo para recobrarse. Será una buena alianza. El novio proviene de una de las mejores familias de Francia. Algún día tendrá títulos y tierras.
—¿Está preparada para que se lo digan?
—Todavía no. ¿Trataréis de reconciliarla con la idea? El conde dice que tenéis influencia sobre ella. Él insistirá en ser obedecido, pero sería más cómodo si se la pudiera persuadir de que es lo mejor.
—Madame, acaba de tener un niño y perderlo.
—A propósito, debéis llamarme prima Úrsula. ¿Pero no os ha dicho el conde que este asunto debe ser tratado como si no hubiera sucedido?
—Sí, prima Úrsula, pero…
—Creo que deberíamos recordarlo. Al conde no le agrada que se ignoren sus deseos. Margot debe ser convencida de esto en forma gradual…, pero no demasiado gradual. El conde puede llegar a ser muy impaciente y desea particularmente ver casada a Margueritte en breve.
—No creo que sea prudente traer a colación ese tema en este momento.
Levantó los hombros y cerró los ojos.
—Siento que voy a desvanecerme —suspiró—. Llamad a Nou Nou.
Nou Nou acudió de inmediato. Imaginé que no había estado lejos, escuchando nuestra conversación.
Cloqueó impaciente y me miró.
—La habéis fatigado. Bueno, mignonne, aquí está Nouny. Te daré un poco de agua de la reina de Hungría, ¿eh? Eso siempre te hace bien. La preparé esta mañana y está muy fresca.
Regresé a mi habitación, pensando en la condesa y su devota Nou Nou, y preguntándome qué otra gente extraña encontraría en la casa.
*****
Por la tarde, Margot se había recobrado un poco y vino a mi habitación mientras estaba peinándome.
—Esta noche cenaremos en uno de los comedores pequeños —me anunció—. Sólo la familia. Mi padre deseaba que fuese así esta noche.
—Me alegro mucho de ello. ¿Sabes, Margot, que no estoy preparada para una vida a este nivel? Cuando acepté venir aquí, pensé que lo hacía como compañera tuya. No sabía que sería elevada al rango de prima y tendría que alternar.
—Olvídalo. Ya conseguiremos ropas para ti. Lo que llevas está bien para esta noche.
¿Bien? Era el traje más lujoso que poseía. Después de todo, mi madre había tenido razón al pensar que necesitaría atavíos más finos.
Margot me condujo a la íntima salle à manger, pequeña pero deliciosa, y tan exquisitamente amueblada como los otros cuartos que había visto en la casa. El conde ya estaba allí, y con él había dos jóvenes.
—¡Ah —exclamó—, mi prima Minelle! ¿No es una gran suerte que mi estancia en Inglaterra haya sido recompensada con una prima? Etienne, Léon, venid a conocer a mi prima Minelle.
Los dos jóvenes se inclinaron y el conde me tomó del brazo. Sus dedos lo acariciaron de manera afectuosa y tranquilizadora.
—Éste, prima, es Etienne. Es mi hijo. ¿Le encontráis un parecido?
Etienne parecía esperar mi respuesta con ansiedad.
—Hay un parecido indudable —contesté, y él me sonrió.
—Y éste es Léon, a quien adopté cuando tenía seis años.
Me gustó Léon desde el principio. En aquellos ojos sonrientes había algo que me atraía. Sólo cuando los vi a la luz del día descubrí que eran profundamente azules, casi violeta. Tenía cabello muy oscuro, bastante rizado, y no usaba peluca. Vestía bien, sin ostentación. Distinto de Etienne, cuya chaqueta lucía botones de lapislázuli y que llevaba uno o dos diamantes en la corbata.
—Pensé —dijo el conde— que, como ésta es la primera noche que la prima Minelle pasa con nosotros, lo mejor era cenar en famille. ¿No es una buena idea, prima?
Le aseguré que la consideraba una idea excelente.
—Y aquí está Margueritte. Tienes mejor aspecto, querida. Las vacaciones han hecho bien. Sentémonos. Están listos para servir. Prima, os sentaréis junto a mí, y Margueritte al otro lado.
Tomamos asiento obedientemente.
—Ahora —dijo el conde— podemos hablar. Es raro que no tengamos huéspedes, prima. Pero, como es nuestra primera velada juntos, he creído que os sería más fácil comenzar a conocernos… así.
Creí soñar. ¿Qué quería decir esto? Me trataba como a un huésped de honor.
—Éste, querida mía, es uno de los castillos más antiguos del país —me explicó—. Podéis fácilmente perderos en el laberinto de cuartos y pasajes. ¿No es así, Etienne, Léon?
—Lo es, monsieur le comte —respondió Etienne.
—Ellos han estado aquí muchos años —explicó el conde—, de modo que esto no les afecta.
El sirviente trajo una comida fuertemente condimentada, a la cual no presté realmente atención. En todo caso, no tenía hambre.
Léon me miraba con interés a través de la mesa. Su sonrisa era cálida y la encontré tranquilizadora. Su actitud era distinta de la de Etienne quien, me pareció, sospechaba un poco de mí. Me pregunté cuánto sabrían de lo que había pasado. Ambos me parecían personalidades llenas de color, supongo que a causa de que yo ya conocía sus orígenes, que me había explicado Margot. Etienne parecía temer más al conde que Léon, en quien había algo audaz y despreocupado.
El conde habló del castillo, cuya parte más antigua se utilizaba sólo en ocasiones de ceremonia.
—Uno de vosotros debe mostrarle el castillo a la prima Minelle, mañana.
—Ciertamente —dijo Etienne.
—Reclamo ese honor —intervino Léon.
—Gracias —respondí, sonriéndole.
Etienne hizo preguntas sobre Inglaterra y yo contesté lo mejor que pude, mientras el conde escuchaba con atención.
—Deberíais hablar en inglés con nuestra prima —sugirió—. Sería cortés. Vamos, hablaremos en inglés.
Esto restringió considerablemente la conversación, porque ni Etienne ni Léon dominaban el idioma.
—Estás silenciosa, Margueritte —dijo críticamente el conde—. Quiero ver hasta qué punto te has aficionado al idioma de nuestra prima.
—Margot habla inglés corrientemente —aseguré.
—¡Pero con acento francés! ¿Por qué será que, entre todos los países del mundo, los nuestros son los que más dificultad tienen en hablar sus idiomas respectivos? ¿Podéis contestarme?
—Es la forma en que movemos la boca cuando hablamos. Los franceses han desarrollado músculos faciales que los ingleses nunca usan, y viceversa.
—Estoy seguro, prima, de que tenéis una respuesta para todo.
—Diría que así es —aseguró Margot.
—¿De modo que te han devuelto el don del habla?
Margot se ruborizó y yo me pregunté por qué cuando estaba a punto de agradarme el conde, él tenía que arruinarlo con alguna salida poco amable.
—No creo que lo hubiera perdido —repliqué con cierta aspereza—. Como la mayor parte de nosotros, a veces Margot siente menos deseos de conversar que otras.
—Tienes un campeón, Margueritte. Eres muy afortunada.
—Siempre supe que era una suerte tener por amiga a Minelle.
—Muy afortunada —dijo el conde, mirándome.
Léon preguntó en un vacilante inglés dónde habíamos pasado nuestras vacaciones.
Hubo una breve pausa, y luego el conde le contestó en francés que era en algún pequeño lugar cerca de Cannes.
—Unas quince millas tierra adentro —agregó, y yo quedé estupefacta ante la facilidad con la que mentía.
—No conozco bien esa región —dijo Léon—, pero he pasado por allí. Me pregunto si conoceré el lugar. —Se volvió hacia mí—. ¿Cuál era su nombre?
No había supuesto que iba a encontrarme tan pronto en una situación difícil, pero comprendí que ésta podía ser la primera de una larga serie.
Antes de que pudiera hablar, el conde acudió en mi ayuda.
—Era Framercy, ¿no es verdad, prima? Confieso que jamás lo había oído nombrar antes.
No contesté, pero Etienne dijo:
—Debe de ser una pequeña aldea.
—Hay miles de esos lugares dispersos por el reino —aseveró el conde—. Sea como fuere, pasaron una temporada tranquila, que es lo que necesitaba Margueritte después de su indisposición.
—Es raro encontrar un lugar tranquilo en Francia en los días que corren —comentó Etienne, volviendo al francés—. En París no se habla más que del déficit.
—Lamento —dijo el conde, dirigiéndose a mí— que hayáis venido a Francia en un momento en que el país atraviesa por una triste situación. Qué distinto hubiera sido hace quince… o veinte años. Es sorprendente la rapidez con la que pueden formarse las nubes. Primero, apenas una débil sombra en el horizonte y el cielo comienza a oscurecerse. Ha sido gradual, pero muchos de nosotros hemos estado viendo venir desde hace mucho tiempo. Cada mes que transcurre, es un poco más amenazadora. —Levantó los hombros—. ¿Adónde va Francia? ¿Quién podría decirlo? Lo único que sabemos es que vendrá.
—Tal vez podría evitarse —sugirió Etienne.
—Si no es demasiado tarde —murmuró el conde.
—Creo que es demasiado tarde —los ojos de Léon relampaguearon súbitamente—. Ha habido demasiada ineficacia, demasiada pobreza en el campo, demasiados impuestos, y los altos precios de los alimentos han significado la inanición para muchos.
—Siempre ha habido ricos y pobres —le recordó el conde.
—Y ahora hay algunos que dicen que no siempre será así.
—Pueden decirlo, ¿pero qué pueden hacer?
—Algunos de los exaltados piensan que pueden hacer algo. No sólo están uniéndose en París, sino en todo el reino.
—Una banda andrajosa —opinó el conde—. Una chusma… nada más. Mientras el ejército permanezca leal, no podrán hacer nada. —Se estremeció y se volvió hacia mí—. Ha habido inquietud durante siglos. Tuvimos un gran rey en el siglo pasado, Luis XIV, el Rey Sol, el supremo monarca, y a nadie se le ocurría discutir su poder. Bajo su mandado, Francia gobernó al mundo. Nadie podía compararse a nosotros en ciencias, arte o guerra. Entonces, el pueblo no chistaba. Luego vino su nieto, Luis XV…, un hombre de gran encanto, pero no comprendía al pueblo. Cuando era joven, lo llamaban Luis el Bienamado, porque era extremadamente guapo. Pero con el tiempo, sus extravagancias, sus imprudencias, su indiferencia ante la voluntad del pueblo, lo transformaron en el monarca más odiado que haya conocido Francia. Hubo un momento en que ya no se atrevía a cruzar París y se hizo construir un camino para evitar hacerlo. Fue entonces cuando la monarquía comenzó a tambalear. Ahora tenemos un rey bueno y noble, pero ¡ay!, débil. Los buenos hombres no siempre son buenos jefes. Sabéis bien, prima, que la virtud y la fuerza son dos extraños compañeros de lecho.
—No estoy segura de eso —dije—. ¿Afirmaríais que los santos, que han muerto por su religión, a menudo penosamente, carecen de fuerza, además de su indudable virtud?
Hubo un momento de silencio en la mesa. Margot parecía preocupada. Comprendí entonces que no era habitual interrumpir el discurso del conde, en especial si era para contradecirlo.
—Fanatismo —respondió—. Cuando mueren, creen que van a la gloria. ¿Qué son unas pocas horas de tormento comparadas con una eternidad de bendiciones… o lo que sea que piensen que van a encontrar? Para mandar de manera efectiva, uno debe ser fuerte y a veces es necesario ser expeditivo, lo cual podría ofender ciertos códigos morales. La cualidad esencial del liderazgo es la fuerza.
—Yo diría que la justicia.
—Mi querida prima, habéis aprendido historia en los libros.
—¿Y cómo, os lo ruego, aprenden los otros?
—A través de la experiencia.
—Nadie puede vivir lo suficiente. ¿Cómo debemos juzgar un acto que no hayamos experimentado?
—Si somos sabios, atemperaremos el juicio con prudencia. Os hablaba de nuestro rey. No tiene una figura real y por desgracia su esposa no lo ha ayudado mucho.
—¿Habéis oído cómo llaman ahora a la reina? —Preguntó Etienne—. Madame Déficit.
—La culpan por el déficit —dijo Léon— y tal vez tengan razón. Dicen que las cuentas de sus modistas son enormes. Sus trajes, sus sombreros, los extravagantes adornos de su cabeza, sus diversiones del Petit Trianon, su llamada vida campestre en Le Hameau, donde ordeña a las vacas en cazos de porcelana… se habla de eso en todas partes.
—¿Por qué no podría tener lo que desea? —preguntó Margot—. Ella no pidió venir a Francia. Fue obligada a casarse con Louis. Jamás lo había visto antes del matrimonio.
—Mi querida Margot —interrumpió fríamente el conde—; naturalmente, una hija de Maria Teresa se sentiría honrada al desposar a un Delfín de Francia. Fue recibida aquí con el más extremado respeto. El difunto rey estaba encantado con ella.
—No es extraño que estuviera encantado con una niña bonita —dijo Léon—. Todos sabemos cómo lo arrebataban… cuanto más jóvenes, mejor. Esto es bien conocido por el escándalo del Parque de los Ciervos.
—No es un tema apropiado para una cena familiar, Léon —observó Etienne.
El conde intervino.
—Nuestra prima es mujer mundana. Comprende estos asuntos. —Volvió a dirigirse a mí—. Nuestro difunto rey demostraba, a medida que envejecía, una parcialidad bastante común hacia las jovencitas que su camarilla estaba obligada a procurarle. Las guardaba en una mansión rodeada por un parque de venados. De ahí el nombre de Parque de los Ciervos.
—No me sorprende que dejara de ser Luis el Bienamado.
—Era un hombre encantador.
Y el conde me sonrió retadoramente.
—Tal vez mi noción del encanto es distinta de la vuestra.
—Querida prima, estas niñas eran salvadas de la pobreza. Debía ser así. No podía tomar a las hijas de los nobles. No las forzaba, ni siquiera ejercía coerción sobre ellas. Iban por su propia voluntad. A veces, las llevaban sus padres. Midinettes de las calles de París…, niñas que tenían pocas esperanzas de ganarse la vida honradamente. Muchas de ellas hubieran sido condenadas por llevar vidas malas e indecentes; otras hubieran trabajado, de conseguir un trabajo, hasta morir de enfermedades pulmonares o perder la vista por culpa de la costura. Su única ventaja era la belleza… rosas creciendo en un estercolero atestado. Las veían, las elegían y se les enseñaba a divertir al rey.
—¿Y cuando se cansaba de ellas? —pregunté.
—Era un hombre agradecido. Les daba una dote apetecible. Los cortesanos encontraban esposos para ellas y vivían felices para siempre. Ahora, mi querida abogada de virtudes, decidme esto: ¿Era mejor para esas niñas decaer y morir en aquel estercolero o, a cambio de una breve relajación de la virtud, ganar para sí mismas una vida fácil y cómoda y, tal vez, buenos trabajos?
—Depende del valor conferido a la virtud.
—Soslayáis el problema. ¿Debían vender sus cuerpos a una fábrica o a un amo real?
—Sólo puedo decir que el sistema que permite plantear esa disyuntiva, es un mal sistema.
—Es un sistema existente, y no sólo en Francia. —Me miró con severidad—. Es este sistema contra el cual el pueblo murmura ahora.
—Saldrá bien —dijo Etienne—. Turgot y Necker se han ido. Veremos qué puede hacer monsieur Calonne por nosotros.
—¿Aburrimos a mádemoiselle Maddox con nuestra política? —preguntó Léon.
—No, por cierto. Lo encuentro interesante. Me gusta saber lo que sucede.
—Suceda lo que suceda —dijo Léon— nos adaptaremos a ello. Esto es lo que siento. Si el cambio es inevitable, debemos acostumbrarnos al cambio.
—Tal vez debería no importarme ver un cambio que trajera a la chusma dentro del château —gruñó Etienne.
Léon se encogió de hombros y Etienne exclamó enojado:
—Tal vez para ti sería más fácil. Estarías más en tu lugar que otros, viviendo en la choza de un campesino.
Hubo un silencio. El conde paseó la mirada de Etienne a Léon, con una expresión de divertida tolerancia en el rostro. Etienne estaba contraído por la ira; Léon, indiferente.
—Ciertamente, lo estaría —dijo Léon con ligereza—. Recuerdo los días de mi temprana infancia. No era desgraciado revolcándome en el barro. Estoy seguro de que podría readaptarme sin demasiada dificultad. Soy afortunado al conocer dos mundos.
Etienne guardó silencio. Me pregunté cuan a menudo estallaba el conflicto entre los dos. Se me ocurrió que Etienne, tan ansioso por mantener su vinculación con el conde, estaba algo resentido por la intromisión de Léon, y que éste lo sabía, pero le importaba poco.
El conde cambió de tema, y comprendí que estaba acostumbrado a llevar la conversación en la mesa. Me pregunté si le agradaba desatar esas tormentas y observar sus efectos.
—Le daremos a la prima Minelle una pobre imagen de nuestro país —comentó—. Hablemos de aquellas cosas de las que podemos estar legítimamente orgullosos. Espero que disfrutaréis en París, prima. Una gran urbe cultural que, puedo decirlo sin ostentación, no tiene igual en el mundo. Tengo allí una casa. Se la llama hôtel, pero es así como llamábamos a nuestras casas en el pasado, de modo que no es un hôtel en el sentido que vos le daríais a la palabra. Ha pertenecido a la familia durante trescientos años. Sí, fue construido en el reinado de Francisco I, cuando Francia poseía una de las mejores arquitecturas el mundo. Espero que visitaréis alguno de nuestros hermosos castillos junto al Loira. Y disfrutaremos al mostraros París.
Continuó hablando del contraste entre la vida en el campo y la vida en la ciudad, y así transcurrió el resto de comida.
Yo había juzgado inesperada la conversación y sabía que mi madre la hubiera considerado muy chocante. No era la clase de conversación que se hubiera escuchado en la mesa de los Derringham habiendo damas presentes, pero me resultaba estimulante.
Después de la cena, pasamos a otro de los salones y allí el conde bebió coñac. Insistió en hacérmelo probar. Me quemó la garganta y tuve miedo de beber más de unos pocos sorbos, lo que sabía que secretamente le divertía.
Cuando el reloj de oro dio las diez, dijo que pensaba que era hora de que Margot estuviera en la cama. No debíamos olvidar que sufría una indisposición. Quería que recuperara su salud tan pronto como fuera posible. De modo que deseamos las buenas noches y Margot y yo fuimos a nuestras habitaciones.
Margot dijo:
—Minelle, no sé cómo voy a soportarlo. Sabes lo que sucederá, ¿no es cierto? Van a encontrarme un marido.
—Todavía no —la calmé—. Eres demasiado joven.
—¿Demasiado joven? A los diecisiete años, ya se es suficientemente mayor.
—Creo que bien lo has probado.
—Fue la forma en que mi padre me miró cuando hablaba del rey y de la reina, y de cómo ella fue traída aquí para casarse. Era una advertencia, lo sé.
—Me pareció que era una conversación algo peculiar.
—Quieres decir risquée. ¡Todo eso acerca del Parque de los Ciervos! Fue hecho con un propósito, creo. Mi padre estaba diciéndome que ya no soy una virgen inocente y que no tolerará tonterías. Debo hacer lo que se me diga y redundará en mi propio bien… como esas niñas del parque.
—¿Siempre es así la conversación cuando hay damas presentes?
Margot estaba silenciosa y mi inquietud aumentó.
—Vamos —insistí—, dime lo que piensas.
—Es evidente que mi padre está encaprichado contigo, Minelle.
—Es cierto que puso mucho empeño en darme la bienvenida… y parece deleitarse en llamarme prima. Pero me pareció extraño que condujera la conversación de esa manera.
—Lo hizo deliberadamente.
—Me pregunto por qué.
Margot sacudió la cabeza y yo sentí un intenso deseo de quedarme a solas con mis pensamientos, de modo que le di las buenas noches y fui a mi cuarto.
La doncella había encendido las velas y la habitación estaba encantadora. Nunca había conocido un lujo semejante. Seguía pensando en aquellas jóvenes sacadas de las calles más miserables y transportadas a un lugar como éste. ¿Cómo se habrían sentido?
Me senté frente al espejo y me quité las horquillas, de modo que el cabello cayó sobre mis hombros. La luz de las bujías es muy sugerente y me hacía parecer bella. Mis ojos brillaban de excitación, más intensa a causa del miedo. Mi piel estaba ligeramente ruborosa.
Miré por encima del hombro hacia la puerta. Para mi alivio, vi que había una llave. Fui en seguida a cerrar, pero antes de poder hacerlo oí el murmullo de unas voces. Permanecí allí, mi mano sobre la llave, preparada para hacerla girar. Los pasos siguieron de largo y no pude resistir la tentación de abrir ligeramente y espiar. Vi las espaldas de Etienne y Léon. Además, oí sus palabras.
—¿Pero quién es ella? —estada diciendo Léon.
—¡Prima! —Ése era Etienne—. Es una idea original Es la nueva amante, supongo.
—No sé por qué, pero creo que todavía no.
—Pero lo será… antes de que pase mucho tiempo. Es un nuevo sistema… traerlas al château.
Cerré la puerta y di vuelta a la llave con dedos temblorosos. Luego me senté ante el espejo. Miré horrorizada mi imagen por un momento. Luego dije en voz alta:
—Debes irte cuanto antes.
*****
Dormí poco esa noche. Lo que había escuchado me había conmovido tan profundamente, que estaba tratando de convencerme a mí misma de que había interpretado mal las palabras de aquellos hombres. Pero sabiendo lo que sabía del conde, pude ver que sus conclusiones eran bastante lógicas. ¿Qué haría? Había quemado mis barcos, vendiendo los muebles de la escuela y renunciando a ella. Era evidente que nunca debía haber dejado Inglaterra. Debía haber comprendido por qué estaba el conde interesado en mí. Sabía bastante bien la clase de hombre que era. Sin embargo, cuando había sugerido que fuera con Margot, su proposición me había parecido razonable. Margot necesitaba a alguien que la cuidara y la ayudara a atravesar su ordalía y mi intervención parecía natural. Yo había creído que cuando llegara al château sería compañera de ella, viviendo como había oído decir que lo hacían las damas de compañía y las gobernantas: en apartamentos propios, a medio camino entre los de los sirvientes y los de sus amos. Había pensado que después de un año, o cosa así, cuando Margot se hubiera casado, yo habría ahorrado dinero y equilibrio suficientes como para regresar a Inglaterra, abrir una escuela y especializarme en la enseñanza del francés.
Había pensado que tal vez para ese momento Joel Derringham habría hecho un matrimonio conveniente y sir John y lady Derringham —comprendiendo que había terminado lo que llamaban «idea disparatada»— me enviarían alumnas.
Pero la actitud del conde y los comentarios que había escuchado, me demostraban claramente que debía irme.
Cuando oí despertarse la casa, me levanté y abrí la puerta, y en su momento apareció una sirvienta con agua caliente. Me lavé y me vestí en la ruelle y luego fui a la habitación de Margot.
Parecía descansada y mucho más tranquila, y a causa de esto pensé que lo mejor era hablar sin circunloquios.
—Margot —dije—, creo que mi posición aquí es algo anómala.
—¿Qué? —exclamó.
—Quiero decir que es irregular.
—¿Qué quieres decir? ¿Cuál es tu posición aquí?
—Esto es lo que debo descubrir. Yo creí que venía aquí a hacerme cargo de un puesto. Se me paga por acompañarte, por ayudarte a pasar este período difícil y enseñarte inglés. Pero me encuentro haciendo de prima y tratada como un huésped.
—Bueno, esta ficción de parentesco tiene que existir, y yo siempre te trataría como a una amiga, tú lo sabes.
—Pero el resto de la casa…
—Te refieres a mi padre. ¡Oh, se sabe que es excéntrico! En este momento, le divierte transformarte en prima. Mañana, puede decidir que eres la dama de compañía de su hija y tratarte como a tal.
—Pero yo no estoy dispuesta a ser elevada y descendida a capricho. Debes comprender, Margot, que no estoy equipada para figurar en esta clase de sociedad.
—¿Piensas en las ropas? Pronto arreglaremos eso. Puedes tener algo mío… o trajes nuevos. Diría que pronto iremos a París, y allí compraremos telas.
—Carezco de los medios para hacerlo.
—Se cargarán en la cuenta. Así es como se hace.
—Para ti, sí… y tal vez para Etienne y Léon. Sois parte de la familia. Yo no lo soy. Debo regresar a Inglaterra y quiero que comprendas por qué.
Sus ojos se habían oscurecido de miedo.
—Minelle, por favor, te lo ruego, no me dejes. Si te vas, estaré sola… No lo ves.
—No puedo permanecer aquí en esta situación, Margot. Es degradante.
—No te comprendo. Explícate.
Pero yo no podía decirle: «Tu padre planea tomarme como amante». Sonaba dramático y absurdo, y yo podía haber interpretado mal la situación. Era obvio que los jóvenes habían estado hablando de mí pero podían estar totalmente equivocados.
Margot estrechaba mis manos. Temí que volviera a sufrir uno de aquellos ataques de histeria. Me asustaban, porque realmente tenía un aspecto terrible cuando le sucedía.
—Minelle… Prométemelo, Prométemelo…, no puedo perderte a ti y a Charlot. Además, vamos a encontrarlo. ¡Nunca podría hacerlo sin ti! Prométemelo. No permitiré que salgas hasta que lo haya hecho.
—Ciertamente, no me iré sin decírtelo. —Y agregué débilmente—: Esperaré un poco. Veré qué sucede.
Quedó satisfecha.
—Léon va a enseñarme el castillo —dije. Eché una mirada al reloj—. Pronto estará esperándome en la biblioteca.
—Está junto al salón donde cenamos anoche.
—Margot —pregunté—, ¿qué piensas de Etienne y Léon?
—¿Qué pienso de ellos? Bueno, son hermanos, supongo. Siempre han estado aquí.
—Los quieres, diría yo.
—Sí… en cierta forma. Léon siempre fue un terrible bromista, y Etienne tiene tan buena opinión de sí mismo… Etienne está celoso de cualquiera que atraiga la atención de papá. A Léon sencillamente no le importa. Esto divierte a papá, en cierto modo. Una vez, que estaba enojado con Léon, le gritó: «¡Puedes regresar a tu choza de campesino!». Y Léon se preparó para irse. Esto sucedió cuando tenía alrededor de quince años. Lo recuerdo bien. Hubo una escena terrible. Mi padre le pegó y lo encerró en su cuarto. Pero creo que admiró a Léon por ello. Ya sabes que cuando mató a su hermano mellizo, juró que le daría a Léon una buena educación y lo trataría como a un miembro de su familia, y si Léon se iba, papá hubiera roto su promesa. De modo que tenía que quedarse.
—Pero deseaba hacerlo, por supuesto.
—Claro. Hubiera odiado tener que regresar a la pobreza. De hecho, lleva dinero y alimento a su familia y ellos dependen mucho de él.
—Me alegro de que no les haya vuelto la espalda.
—Nunca haría eso. Desde luego, Etienne es muy distinto. Está encantado de vivir aquí y de que papá lo reconozca como hijo suyo. Lo único que le fastidia es su ilegitimidad. Creo que papá también lo lamenta. Etienne siempre espera ser legitimizado.
—¿Es posible eso?
—Creo que a veces puede hacerse. Etienne adoraría ser el futuro conde y heredarlo todo. Creo que papá lo haría su heredero, pero en el fondo del corazón está la idea de que si maman muere, podría casarse otra vez. No es demasiado viejo. Se casó con mi madre cuando tenía diecisiete años. Estoy segura de que espera tener un hijo legítimo algún día.
—¡Qué espantoso para tu madre!
—Ella le odia y él la desprecia. Creo que ella tendría miedo si no fuera por Nou Nou. Nou Nou desconfía de mi padre. Siempre ha desconfiado. Naturalmente, piensa que nadie es suficientemente bueno para su mignonne Úrsula. Nou Nou fue su niñera cuando ella era un bebé, y ya sabes cómo enloquecen las niñeras con los niños. Fue mi niñera también, pero mi madre siguió siendo lo más importante para ella. Y cuando se transformó en una inválida, no deseaba que nada interfiriera en su tarea de cuidarla. Es bastante molesto para mi padre, porque Nou Nou insiste en cocinar todo lo que come mi madre.
—¡Qué espantosa implicación! Me asombra que no la eche.
—Le divierte, y siempre respeta a la gente que le divierte y se enfrenta con él.
—Entonces, me maravilla que no lo hagáis todos.
—Queremos, pero de alguna manera, cuando te le enfrentas y le ves enojado, tan parecido al propio diablo, tu coraje desaparece. El mío por lo menos. También el de Etienne. No estoy segura con respecto a Léon. Le ha plantado cara una o dos veces. Nou Nou está decidida a defender a mi madre y moriría en el intento si fuera necesario.
—Pero esto implica que él está planeando un asesinato.
—Mató al hermano de Léon.
—Eso fue un accidente.
—Sí, pero lo mató de todas maneras.
Me estremecí. Sentí con mayor intensidad que nunca que debía irme a casa.
Era tiempo de ir a la biblioteca a reunirme con Léon, de modo que bajé. Me desconcertó encontrar allí al conde. Estaba sentado en un sillón leyendo un libro.
La biblioteca era imponente, con su gran araña de cristal, las paredes cubiertas de libros, el cielorraso pintado y las grandes ventanas con sus cortinas de terciopelo. Pero en ese momento, no fui consciente de nada más que del conde.
—Buenos días, prima —dijo, poniéndose de pie. Vino hacia mí y, tomando mi mano, la besó—. Tan fresca como la mañana e igual de bella. Confío en que habréis dormido bien.
Vacilé.
—Tan bien como cabe esperar en un lecho extraño, gracias.
—Yo he dormido en tantos lechos extraños, que semejante cosa no me afecta.
—He venido a reunirme con Léon, que va a mostrarme el castillo.
—Lo despedí y le dije que yo tomaría su lugar.
—¡Oh! —me sobresalté.
—Confío en que no estaréis disgustada. Pensé que debía ser yo quien os mostrara mi castillo. Estoy bastante orgulloso de él, ¿sabéis?
—Es natural.
—Ha pertenecido a mi familia durante quinientos años. Es mucho tiempo, ¿no es verdad, prima?
—Muchísimo. ¿Creéis necesario mantener esta farsa del parentesco cuando estamos solos?
—Para deciros la verdad, casi me agrada pensar en vos como prima mía. ¿No compartís mis sentimientos?
—En realidad, creo que el parentesco es tan absurdo que jamás lo considero seriamente. Fue inventado para el período en el que Margot y yo estábamos…
Levantó una mano.
—Recordad que he prohibido toda mención de ese tema.
—Es absurdo no hacerlo cuando es la verdadera razón de mi presencia aquí.
—Esto es sólo el comienzo… un gambito de apertura. ¿Jugáis al ajedrez, prima? Estoy seguro de ello. Si no es así, os enseñaré.
Dije que mi madre y yo jugábamos. Ella había aprendido de mi padre, pero estaba segura de que mi juego no estaría a la altura del suyo.
—Estoy seguro de que sí. Espero ya esas tardes en las que nos devanaremos los sesos sobre el tablero. Pero comencemos nuestra gira exploratoria. Iremos por la gran escalera. Luego entraremos en la parte realmente antigua del castillo.
—Me gustaría —dije.
—Seré mejor guía que Léon. Después de todo, no ha pertenecido a su familia durante siglos, ¿no es cierto? Y aunque su actual esplendor es visible en él, nunca olvida de dónde proviene. Etienne es igual. Hay cosas en la vida que deberían olvidarse, y otras que es necesario recordar. El que pueda discernir cuáles son, es un hombre prudente, porque entonces será feliz, ¿y no es la felicidad lo que todos anhelamos? El hombre más sabio es también el más feliz. ¿Estáis de acuerdo, prima?
—Sí, supongo que sí.
—Estoy encantado. Finalmente, hemos encontrado algo en lo que estamos de acuerdo. Espero que no sucederá muy a menudo, sin embargo. Disfrutaré cruzando mi espada con la vuestra.
Habíamos llegado a un gran patio donde, me dijo —aunque Margot ya lo había hecho—, acostumbraban celebrarse las justas y torneos.
—Mirad estos peldaños. Son imponentes, ¿no es verdad? Ved cómo se ha desgastado la piedra con el roce de miles de pies a lo largo de los siglos. Los huéspedes de la casa solían pasear subiendo y bajando la escalera. Era una manera de tomar el aire, y cuando tenían lugar los torneos, solían utilizar los peldaños como asientos y mirarlos desde aquí. Aquí, en esta plataforma en el extremo de la escalera, se sentaba mi familia, rodeada por los invitados importantes. Sobre esta misma plataforma, solían presidir el tribunal como reyes y administrar justicia a los malhechores, que eran traídos a su presencia y a veces sentenciados a mazmorras de las cuales muchos de ellos no volvían a salir. Eran días crueles, prima.
—Esperemos que hoy haya menos crueldad en el mundo —observé.
Puso una mano sobre mi hombro y contestó:
—No estoy seguro de eso. Esperemos que pueda evitarse el holocausto, porque sólo Dios sabe lo que sería de nosotros de lo contrario.
Guardó silencio un rato y luego me contó cómo los mendigos acostumbraban a refugiarse bajo las bóvedas que sostenían la gran escalera y conseguían grandes recompensas en los días en que los condes de Silvaine celebraban torneos.
—Desde la plataforma, se llega a las principales dependencias del viejo castillo. Venid, prima, ésta es la sala.
—¡Es enorme! —exclamé.
—Era necesario. Aquí transcurría de ordinario su vida pública. Aquí, el señor del castillo recibía a sus mensajeros, juzgaba a los infractores, convocaba a sus siervos y reunía a sus feudatarios cuando partía para la guerra.
Me estremecí.
—¿Tenéis frío, prima?
Tocó ligeramente mi brazo y, como advirtiera que yo procuraba apartarme con el mayor disimulo posible, sonrió débilmente.
—No, gracias —dije—. Estoy pensando en todo lo que debe haber ocurrido aquí a lo largo de los siglos. Es como si hubieran dejado algo detrás suyo.
—Tenéis imaginación. Me alegro. Encontraréis mucho en el castillo para estimular vuestra fantasía.
—Será interesante… —y algo me hizo agregar— durante mi corta estancia.
—Espero que vuestra estancia, querida prima, no será corta.
—He decidido que debo irme tan pronto como Margueritte se haya recobrado.
—Tal vez encontremos alguna razón para reteneros aquí.
—Lo dudo mucho. He llegado a la conclusión de que mi lugar está en Inglaterra… como maestra. Fui preparada para eso.
—Si me permitís decirlo, no sois adecuada para ello.
—Podéis decirlo, ciertamente, pero vuestra opinión no alterará mis intenciones.
—Creo que sois demasiado prudente como para actuar con ligereza. La escuela no rendía. ¿No os fuisteis por eso? Esa cobarde criatura, Joel, os indispuso con su familia y luego partió. Yo sólo puedo sentir desprecio por eso.
—No fue así, ni mucho menos.
Levantó las cejas.
—Sé que se sentía atraído por vos, y esto es algo que me resulta fácil entender, pero cuando papá hizo sonar el látigo y dijo «Vete», se fue.
—Supongo que sir John, como tantos otros padres, esperaba obediencia por parte de su hijo.
—Vuestro galante Joel no era un niño. Era lógico esperar que se rebelase. Pero no. No puedo admirar a un remolón enamorado.
—No se trataba de amor. Éramos buenos amigos. Y éste es un tema que juzgo de mal gusto. ¿Os importa que continuemos explorando el castillo?
Hizo una inclinación de cabeza.
—Mi mayor deseo es complaceros —asintió—. Atravesando la sala hay una cámara que es una especie de salón. Éste y el dormitorio eran los principales departamentos del señor y su dama. Fue construido como fortaleza, ¿veis? La comodidad de las personas no era tan importante como las fortificaciones.
—La cámara es tan grande como la sala.
—Sí, aquí atendían a los invitados. Colocaban mesas sobre caballetes y en el estrado había otra mesa… la mesa grande. Allí tomaban asiento el señor, su dama y los invitados más importantes. Después del festín, se quitaban las mesas y los huéspedes se sentaban alrededor del gran fuego… aquí, en el centro de la habitación. Un fuego abierto.
—Puedo imaginarlos, sentados en círculo y contando historias…
—Y cantando sus canciones. Los trovadores eran visitantes permanentes. Acostumbraban recorrer el campo llamando a los castillos y grandes mansiones donde cantaban para ganarse la cena. Trabajaban mucho, pobres diablos, y a menudo les correspondían mal, porque a veces rehusaban pagarles después de haber cantado.
—Espero que nunca habrá sucedido eso en este castillo.
—Espero que no. Mis antepasados eran salvajes e indómitos, pero, aunque he oído historias sobre sus maldades, jamás escuché que fuesen mezquinos. Éramos despilfarradores, imprudentes en todo, pero jamás oí que nos negásemos a pagar a los que nos habían servido bien. La alta mesa que veis allí estaba frente a las mesas más bajas, de modo que pudiésemos vigilar a nuestros huéspedes. Hemos mantenido esta parte del château tal como estaba y sólo la utilizamos en ocasión de ceremonias. Me agrada recordar cómo vivían mis antepasados. Por supuesto, no cubrimos el suelo con juncos. ¡Qué costumbre desagradable! A menudo era necesario empimenter. ¡Ah, prima, estáis desconcertada! ¿No conocéis la palabra empimenter? Confesad. He triunfado finalmente.
—¿Triunfado? —repuse—. No puedo comprender por qué creéis que yo estoy convencida de saberlo todo.
—Es porque sois tan instruida que siento constantemente que cada desafío termina con una victoria vuestra.
—¿Por qué debería desarrollarse este… combate sin armas? —pregunté con aspereza.
—Parece constituir la esencia de nuestra relación.
—Nuestra relación es la de un amo y su empleado. Mi deber es daros satisfacción y no justar, luchar o…
—Sólo os he desconcertado una vez, prima. Fue en los días anteriores a nuestro parentesco, cuando os deslizasteis en mi dormitorio y fuisteis atrapada. Entonces, teníais el aspecto de una niña traviesa, y debo confesar que desde ese momento me encantasteis.
—Pienso que deberíais comprender…
—Oh, comprendo. Comprendo perfectamente. Sé que debo andar con cuidado. Sé que estáis preparada para volar. ¡Qué tragedia sería para mí… y tal vez para vos! No tengáis miedo, primita. Os dije que provengo de una línea de hombres imprudentes, pero sólo soy impetuoso cuando la ocasión lo exige.
—Parece una conversación peculiar para haber surgido de mi ignorancia de la palabra… ¿era empimenter?
—Es muy poco probable que conocierais esta palabra, porque afortunadamente se usa poco ahora. Significa perfumar quemando madera de enebro o perfumes orientales, y esto debía hacerse cuando el hedor de los juncos era insoportable.
—Seguramente hubiera sido más sencillo quitar los juncos.
—Se reemplazaban de vez en cuando, pero su olor era tan fuerte que dejaban su aroma detrás suyo. Ved estos cofres. En ellos se guardaban nuestros tesoros… vasos de oro y plata y por supuesto, pieles… marta cebellina, armiño y visón. Luego, una vez cerrados, podían utilizarse como asientos, como veis, porque en esos asientos practicados en las paredes no había lugar suficiente para los huéspedes. Muchos de ellos se sentaban en cuclillas en el suelo, alrededor del fuego en invierno, probablemente. A través de la cámara, pasamos al dormitorio. Aquí nacieron muchos de mis antepasados.
Nuestros pasos resonaban sobre el suelo de piedra. No había lecho en la habitación; sólo algunas piezas de recio mobiliario que supuse habían sido utilizadas antes de que se construyera el resto del castillo.
Desde esta habitación, pasamos a otras más pequeñas, todas escasamente amuebladas, con muros y suelos de piedra.
—El hogar de un noble del medioevo —explicó el conde—. No es asombroso que, a medida que pasaba el tiempo, tuviéramos que construir dependencias más elegantes. Estábamos muy orgullosos de nuestros castillos, os lo aseguro. Durante el reinado de Francisco I, floreció la arquitectura. Seguimos al rey, como veis. Era un gran amante de las artes. Dijo una vez que los hombres podían crear un rey, pero que sólo Dios podía crear un artista. Estaba interesado en la arquitectura, de modo que entre sus amigos ésta se puso de moda y rivalizaron en construir bellas mansiones. Lo hacíamos en parte para ostentar nuestras riquezas, y en parte para satisfacer propósitos secretos. De este modo, teníamos habitaciones ocultas, pasajes secretos, y estábamos decididos a que nadie los conociera nunca, pero tal vez os enseñe algunos un día. Una gran dama hizo cortar la cabeza de su arquitecto, para estar segura de que no divulgaría los planos secretos de la casa.
—Parece una medida drástica.
—Pero a prueba de indiscreción, debéis admitirlo. ¡Oh, querida prima, cómo me gusta escandalizaros!
—Me temo que debo arruinar vuestro placer diciéndoos que no creo la historia.
—¿Por qué no? El señor del castillo —y esto incluye la totalidad de sus tierras, que son vastas— es supremo. Sus inferiores no pueden discutir sus actos.
—En ese caso, espero que no penséis utilizar vuestros poderes de esa manera.
—Podría depender de cuan fuerte fuese la tentación.
—Supongo que en el castillo vivía una gran cantidad de gente —dije cambiando el tema, lo que pensé que desaprobaría porque sólo el conde decidía cuándo estaba agotado un tópico.
Enarcó las cejas y pensé que estaba a punto de recordármelo, pero cambió de idea.
—Una gran cantidad —contestó—. Eran los escuderos, como se les llamaba, y se ocupaban de diversas dependencias de la casa. Había el escudero de mesa, el de alcoba, el de bodega, y así sucesivamente. Muchos de ellos provenían de familias nobles y se preparaban para ser ordenados caballeros. De modo que era una casa grande. Desde luego, los establos eran una parte muy importante del castillo. En aquellos días no había carruajes, pero sí caballos de todas clases: de tiro, palafrenes y los más finos para uso del señor del castillo. A cambio de los servicios que le prestaban, el señor del castillo educaba a sus escuderos, y su riqueza e importancia se juzgaba de acuerdo con la cantidad de escuderos que mantenía.
—Una costumbre que ya no existe, aunque supongo que Etienne y Léon son en cierto modo los escuderos de hoy.
—Podríais llamarlos así. Reciben la educación de los nobles y el adiestramiento que corresponde a su clase. Y están aquí porque tengo una deuda con sus padres. Sí, cabría decir que es algo parecido. Ah, aquí hay otra cámara que debo mostraros. La Chambre des Pucelles… la cámara de las doncellas.
Era una gran habitación. En un rincón había una rueca y los muros estaban cubiertos con tapices.
—Hechos por las doncellas —explicó el conde—. Como veis, es una habitación luminosa. Imaginadlas con las cabezas inclinadas sobre su trabajo, moviendo las agujas. También las doncellas eran recibidas en el castillo. Debían ser bien nacidas y destacar en las labores de aguja. Esto era considerado necesario para una buena educación. Y a vos, prima, ¿cómo se os da la aguja?
—Carezco totalmente de educación, me temo. Coso sólo cuando es necesario.
—Me alegro. Mucho inclinarse sobre el bordado arruina los ojos y la postura. Se me ocurren otras ocupaciones mejores para una mujer.
—¿Qué representan los tapices?
—Alguna guerra entre los franceses y un enemigo… los ingleses, supongo. Como de costumbre.
—¿Y supongo que los franceses resultaban victoriosos?
—Naturalmente. Esto fue hecho por mujeres francesas. Los países hacen sus tapicerías de la misma manera que sus libros de historia. Es sorprendente cómo unas palabras —o imágenes— precisas pueden transformar una derrota en victoria.
—A mí me enseñaron que los ingleses fueron expulsados de Francia y jamás se intentó negarlo. Mi madre y yo enseñamos lo mismo a nuestras alumnas.
—Sois una maestra muy sabia, prima.
Creo que se estaba burlando de mí, pero yo lo disfrutaba. Me gustaba tanto escuchar su voz, mirar sus emociones retratadas en su rostro, la forma en que se alzaban las cejas bien dibujadas, la mueca de los labios. Disfrutaba demostrándole que, aunque pudiera mandar sobre el resto de la casa, no podía hacer lo mismo conmigo. Me sentía vivir como pocas veces antes, y no obstante no perdía de vista el hecho de que estaba siendo imprudente y que, de acuerdo con todo lo que me habían enseñado, debería estar haciendo planes para irme.
—La gobernanta se sentaba en la habitación con las doncellas —continuó—. Puedo imaginaros en ese papel. Ese cabello dorado suelto, tal vez trenzado, y una de las trenzas cayendo sobre un hombro. Adoptaríais una actitud muy severa cuando hicieran mal un punto o hablaran mucho o con demasiada frivolidad, pero os hubiera gustado su charla, que versaría sobre las fechorías cometidas en el castillo… por altas personas, tal vez. Las reprenderíais, pero con la esperanza de que continuasen, porque creo que podéis ser hipócrita, prima.
—¿Por qué habríais de creer eso?
—Porque lo he descubierto. Estáis planeando regresar, decía, cuando todo el tiempo sabéis que vais a quedaros. Me miráis con desaprobación, pero me pregunto hasta qué punto me desaprobáis.
Me había sacudido. ¿Sería verdad que me engañaba a mí misma? Desde que le conocía, parecía no estar segura de nada y de mí menos que de nadie. Todos mis instintos me decían que sería prudente por mi parte irme antes de involucrarme demasiado, y sin embargo… Tal vez tuviese razón. Yo era hipócrita. Me decía que estaba planeando irme cuando sabía que deseaba quedarme.
Dije agudamente:
—No me corresponde a mí aprobar o desaprobar.
—Tengo la sensación de que disfrutáis de mi compañía. Brilláis, os erizáis, os gusta burlaros… en una palabra, produzco en vos el mismo efecto que vos en mí, y esto es algo que deberíamos celebrar… no peleándonos más.
—Monsieur le comte, os equivocáis de medio a medio.
—Y vos os equivocáis, al negar la verdad y llamarme monsieur le comte cuando he ordenado con toda claridad que me llaméis Charles.
—No creía que fuese una orden que debía obedecer necesariamente.
—Todas las órdenes son para ser obedecidas.
—Pero yo no soy uno de vuestros escuderos. Puedo irme mañana. No hay aquí nada que me retenga.
—Está vuestro cariño por mi hija. Esa niña está en un triste estado. No me gustó ese brote de histeria de ayer. Me hace sentir muy intranquilo. Vos podéis tranquilizar a mi hija. Podéis hacer que vea la razón. Pronto tendrá que casarse. Estoy decidido a ello. Quiero que os quedéis con ella… hasta que esté casada y a salvo. Si hacéis eso, después podéis pensar en dejarnos. Durante ese tiempo, pondré sumas de dinero en una cuenta, de modo que podáis ahorrar lo suficiente como para comenzar una escuela… tal vez en París, donde podríais enseñar inglés. Yo podría enviaros mucha gente, tal como hacía sir John en Inglaterra. No pasará mucho tiempo antes de que este matrimonio se realice. Margueritte ha demostrado estar madura para el matrimonio. Sé que sois una joven muy razonable. No es mucho pedir, ¿no es cierto?
—Tendría que ver cómo se resuelven las cosas —contesté con precaución—. No puedo hacer promesas.
—Al menos pensaréis en nuestra pobre Margueritte.
Repliqué que sin duda lo haría.
Pasamos por la parte vieja del château hasta la que había sido construida trescientos años más tarde. Aquí predominaba la elegancia de los siglos XVI y XVII.
—Esto lo iréis descubriendo a medida que viváis aquí —dijo—. Era la parte antigua la que deseaba mostraros.
El paseo había terminado. Su humor parecía haber cambiado. Estaba algo melancólico. Me pregunté por qué, y aunque había disfrutado de su compañía, me sentía aliviada de estar sola y poder pensar en lo que se había dicho, porque estaba segura de que detrás de nuestra conversación hubo indirectas frecuentes.