A comienzos de agosto, madame Legère fue a vivir con nosotras. Ocupó un cuarto pequeño junto al de Margot, y su venida nos recordó a ambas que el interludio estaba llegando a su fin. Creo que ninguna de nosotras deseaba que terminase. Era un sentimiento extraño, pero esos meses de espera habían sido importantes para las dos. Como es natural, nos habíamos acercado mucho, y creo que ella estaba contenta, como yo, de que cuando terminara aquello no tuviéramos que separarnos. Cómo reaccionaría al tener que ceder su hijo no podía imaginarlo, porque a medida que el nacimiento se hacía inminente, se interesaba más en él y —mucho me lo temía— estaba comenzando a sentirse conmovida por el amor maternal. Era muy natural, pero también muy triste, teniendo en cuenta que debía renunciar al niño.
Durante esos meses de espera, yo había contemplado el pasado y anhelado poder hablar del futuro con mi madre. Cuando examinaba lo que hubiera sido mi vida de permanecer en la escuela, no podía sentir pena por lo que había hecho. Podía verme sintiéndome cada vez más angustiada y tal vez, en mi desesperación, acudiendo a los Manser y casándome con Jim. Al mismo tiempo, sentía que me había introducido en un corredor oscuro y me dirigía hacia un futuro que no conseguía ver. Frente a mi estaba la aventura: el château, el conde y su peculiar casa. Sólo podía mirar eso con una punzada de excitación, alegrándome al mismo tiempo por el período de espera.
Madame Legère se dedicaba por completo a Margot. Estaba siempre con ella y, aun cuando nos esforzábamos por quedarnos solas, no pasaba mucho tiempo antes de que la regordeta criatura irrumpiera deseando saber cómo estaba la petite maman.
Al comienzo, la petite maman estaba divertida con ese apodo, pero al cabo de algunos días declaró que gritaría si madame Legère no dejaba de hablarle en esos términos. Pero madame Legère continuó haciéndolo. Puso en claro que era ella quien estaba a cargo del asunto, porque si no lo estaba, ¿cómo podíamos estar seguras de que el bebé vendría fácilmente al mundo y petite maman atravesaría el trance sin desgracias?
Era evidente que teníamos que soportar a madame Legère.
Le gustaba beber un vaso de coñac y siempre tenía la botella a mano. Yo sospechaba que tomaba tragos frecuentes, pero como nunca llegaba a mayores, no había de qué preocuparse.
—Si tuviera tantas botellas de coñac como niños he traído al mundo —decía—, sería una mujer rica.
—O una comerciante en vinos, o una dipsómana —agregué sin poder contenerme.
Yo la desconcertaba. La había oído hablar de mí como la Prima Inglesa, como si yo fuera una enemiga.
Algunas veces me sentaba en mi cuarto tratando de leer, pero siempre se oía la penetrante voz de madame Legère, y como yo me había acostumbrado al acento local, seguía con facilidad las conversaciones.
Jeanne siempre estaba al acecho, y ella y madame Legère rivalizaban en su cháchara, aunque madame Legère ganaba a menudo, tal vez a causa de su posición más prominente en la casa. Le dije a Margot que debería echarlas fuera, pero contestó que su charla la entretenía.
Era una tarde calurosa. Agosto estaba casi terminando. El parto ya no podía tardar mucho. Trataba constantemente de recordar qué sucedería al año siguiente. Vagas imágenes poblaban mi ensueño… el gran château, la amplia escalinata que conducía a los apartamentos de la familia, los habitantes: Margot, Etienne, Léon, el conde.
Fui bruscamente sacada de mi ensueño por los acentos estridentes de madame Legère.
—He conocido algunos casos curiosos en mi época. Sabed que hay algunos muy secretos. Damas y caballeros… ¡ja, ja! No me digáis que son lo que deben ser. Se permiten gozar del amor de vez en cuando… y no siempre en los lugares correctos, puedo deciros. Todo está bien y es bueno en la medida en que no haya consecuencias. ¿Pero acaso debería quejarme yo de las consecuencias? Son estas pequeñas consecuencias las que constituyen un buen negocio para mí, Dios las bendiga. Y cuanto más escandaloso es, mejor negocio. He sido muy bien pagada por algunos de mis trabajos, os lo aseguro. Tuve una vez una dama… oh, era muy importante… pero todo envuelto en el secreto. No podría deciros quién era, pero puedo imaginarlo.
—Oh, madame Legère —suplicó Jeanne— decidlo.
—Si lo dijera, estaría traicionando la confianza puesta en mí, ¿no es eso? Por guardar secretos, tengo mis ahorros… y también por traer al mundo a los pequeños tesoros. Aquél no fue un parto sencillo… no de los que me gustan. Pero, por supuesto, yo estaba allí y solía decirle: «Estarás bien, petite maman, con la vieja Legère junto a ti». Era un consuelo para ella, sí. Bueno, cuando el niño nació viene un carruaje con una mujer dentro que se lo lleva. Pobre petite maman, casi murió. Hubiera muerto, de no estar yo allí para cuidarla. Además, tenía mis órdenes. Decirle que el bebé había muerto, y eso es lo que hice. Se le rompió el corazón, pero supongo que fue mejor así.
—¿Y qué le sucedió al niño? —preguntó Margot.
—No necesitáis preocuparos por eso. Se le cuidó bien, podéis estar segura. Había dinero, claro. Montones de dinero. Y todo lo que querían era que petite maman volviera esbelta como una virgen, que es lo que debía pretender ser.
—¿Creyó ella que el niño estaba muerto? —preguntó Jeanne.
—Lo creyó. Supongo que ahora es una gran dama, casada con un esposo noble y rico, con montones de niños corriendo por la gran casa… sólo que no los verá mucho. Tendrán niñeras.
—No parece correcto —dijo Jeanne.
—Por supuesto que no es correcto, pero es lo que es.
—Pero, yo querría saber qué le pasó al niño —intervino Margot.
—Podéis estar tranquila —replicó madame Legère, apaciguadora—. Los niños que nacen así son colocados en buenas casas. Después de todo, llevan sangre azul y estos aristócratas piensan mucho en esa clase de sangre.
—Su sangre no es distinta de la nuestra —dijo Jeanne—. Mi Gaston dice que algún día el pueblo tendrá pruebas de que es así.
—Es mejor que no permitas que madame Grémond te oiga hablar de esa manera —advirtió madame Legère.
—¡Oh, no! Se cree una de ellos. Pero llegará el momento en que tendrá que demostrar de qué lado está.
—¿Qué te pasa, Jeanne? —Preguntó Margot—. Te pones violenta.
—Oh, ha estado escuchando a Gaston, eso es lo que pasa. Dile a Gaston que más le vale andar con cuidado. La gente que habla demasiado puede meterse en líos. ¿Qué tienen de malo los aristócratas? Recuerdo una vez…
Había perdido interés. No podía dejar de pensar en la historia del niño de la dama aristocrática que le había sido arrebatado al nacer. Me pregunté cuánto sabía de este caso. Sin duda, estaba tratando de sonsacar. ¿Y cuánto habría supuesto? Luego estaban los comentarios de Jeanne, que requerían reflexión. Parecía que la característica más saliente de la vida era aquí un creciente descontento.