Capítulo 1

Petit Montlys era una pequeña y encantadora ciudad a unos cientos de kilómetros al sur de París, protegida por la sombra de su hermana mayor, la ciudad conocida como Grand Montlys. Llegamos a finales de abril. Yo había vendido mis muebles con ayuda de sir John y había llevado a Jenny a casa de los Manser, pidiéndoles que cuidaran de ella. El propio sir John pagó un buen precio por Dote, prometiendo que si regresaba a Inglaterra volvería a vendérmela al precio pagado por mi madre. El conde iba a darme un salario muy sustancioso y sólo cuando el peso se deslizó de mis hombros comprendí lo ansiosa que había estado por mi situación financiera.

La señora Manser sacudió la cabeza cuando conoció mi decisión. Era evidente que la desaprobaba. Por supuesto, no sabía que Margot estaba embarazada, sino que pensó que yo iba a establecerme en casa del conde como dama de compañía, que fue lo que dijeron los Derringham.

—Regresarás —profetizó—. No te doy más de dos meses. Aquí habrá un lugar para ti. Supongo que entonces sabrás lo que más te conviene.

La besé y le di las gracias.

—Siempre fue usted una buena amiga para mi madre y para mí —dije.

—No me agrada ver equivocarse a una mujer razonable —repuso—. Sin embargo, sé lo que pasa. Es toda esa confusión con Joel Derringham. Es claro dónde te ha conducido y veo que quieres alejarte por un tiempo.

Lo dejé ahí, permitiéndole creer que tenía razón. No quería que advirtiera mi exaltación.

Viajamos en diligencia hasta la costa y allí tomamos un barco para Francia. Tuvimos la fortuna de hacer un buen viaje y cuando llegamos al otro lado encontramos a una pareja de edad madura —evidentemente, fieles sirvientes del conde— que iban a acompañarnos durante el trayecto.

No pasamos por París, sino que nos detuvimos en pequeñas posadas y, al cabo de varios días, llegamos a Petit Montlys y fuimos conducidas a casa de madame Grémond, que iba a ser nuestra casera en los meses siguientes.

Nos recibió cálidamente y compadeció a Margot —que se había transformado en madame Le Brun— por haber tenido que padecer las exigencias de semejante viaje en su estado. Yo estuve contenta de haber podido mantener mi nombre.

No puedo evitar decir que Margot parecía estar gozando de su nuevo papel. Siempre le había gustado representar y éste era, con seguridad, el papel más importante que había desempeñado. La historia era que su esposo, Pierre le Brun, que había dirigido una gran hacienda perteneciente a un noble muy importante, se había ahogado al tratar de salvar al perro de caza de su amo durante una inundación en el norte de Francia. Su esposa había descubierto que iba a tener un niño, y, como la muerte de su marido la había destrozado, su prima —siguiendo el consejo del médico— la había apartado de la escena de la tragedia para que pudiera estar tranquila hasta el nacimiento de su bebé.

Margot se dedicó con bríos a su nuevo papel y habló amorosamente de Pierre, vertiendo lágrimas por su muerte e incluso insuflándole vida al perro de caza.

—Querido y fiel Chon Chon. Era devoto de mi Pierre —decía—. Quién hubiera pensado que un día Chon Chon sería el causante de la muerte de mi querido esposo…

Luego hablaba de la tragedia que representaba el que Pierre no pudiese ver a su hijo. Me pregunté si en ese momento pensaba en James Wedder.

El viaje había sido realmente agotador y fue acertado que lo hiciéramos en ese momento. Unas semanas más tarde hubiera sido un esfuerzo excesivo para Margot.

Madame Grémond resultó ser la más discreta de las mujeres, y en los meses que siguieron me pregunté si no estaría en el secreto. Era una elegante mujer y en su juventud debía de haber sido muy atractiva. Ahora mediaba los cuarenta, y se me ocurrió que podía estar haciendo esto por un viejo amigo… el conde, por supuesto. Si estaba en lo cierto, sería una mujer en la que él podía confiar, y desde luego se me había ocurrido que bien podía ser una de las numerosas amantes que había tenido.

La casa era agradable. No era grande, pero estaba rodeada por un jardín y había un sendero hasta la entrada. Aunque estaba en la ciudad, parecía aislada a causa de los árboles que la circundaban.

Margot y yo ocupamos habitaciones contiguas en la parte trasera de la casa, con vista a los jardines. Si bien las habitaciones no eran lujosas, estaba bien amuebladas Había dos doncellas en la casa, Jeanne y Emilie Dupont, que nos atendían. Jeanne tenía tendencia a ser habladora, mientras que Emilie era casi melancólica y rara vez decía una palabra, a menos que se le hablara directamente. Jeanne tenía gran interés por nosotras. Sus pequeños ojos oscuros eran como los de un mono, pensé, brillantes de curiosidad. Revoloteaba alrededor de Margot, alborotando, tan ansiosa estaba por su comodidad. Margot, que adoraba ser el centro de atención, le tomó cariño en seguida. A menudo las encontraba charlando.

—Ten cuidado —le advertí—. Podrías traicionarte fácilmente con algo.

—No me traicionaré —protestó—. Sabes, a veces me despierto durante la noche y casi lloro por el pobre Pierre, lo que te demuestra cuán imbuida estoy de mi papel. Realmente, parece como si hubiera sido mi esposo.

—Supongo que se parece bastante a James Wedder.

—Exacto. Pensé que era la mejor manera de hacerlo… tan cerca de la verdad como sea posible. Después de todo, James es el padre del bebé y lo perdí súbitamente… aunque de otra manera.

—Una desaparición bien distinta —comenté irónicamente.

Pero estaba contenta de ver cómo iba recobrándose del primer impacto de su experiencia. Ahora estaba alegre, en realidad gozando de la situación, lo que hubiera sido difícil de comprender para quien no conociera el temperamento de Margot.

Tenía una característica que iba a serle de gran ayuda. Podía vivir por completo en el presente, por terrible que le pareciera el futuro. Confieso que había momentos en los que me influenciaba y lo que estaba sucediendo me parecía una alegre aventura en lugar del asunto serio que era.

El tiempo era perfecto. Durante todo el mes de junio gozamos del sol. Solíamos sentarnos bajo el sicomoro y charlar mientras cosíamos. Nos deleitaba hacer trajecitos de bebé aunque ninguna de nosotras, forzoso es admitirlo, éramos genios de la aguja, y con frecuencia Margot desechaba una prenda antes de haberla terminado. Emilie parecía ser una costurera experta y más de una vez vino al rescate y terminó alguna cosa, adornándola con el más exquisito punto de espina, en cuya realización se excedía a sí misma. Solía llevarse la prenda y más tarde la encontrábamos terminada y cuidadosamente plegada en nuestras habitaciones. Cuando se lo agradecíamos parecía turbada. Me resultó muy difícil comunicarme con ella.

—Eso es porque Jeanne es mucho más bonita —me dijo Margot—. La pobre Emilie escasamente puede ser considerada como una belleza, ¿no crees?

—Es una buena trabajadora.

—Tal vez, ¿pero le conseguirá eso un esposo? Jeanne planea casarse a su debido tiempo con Gaston, el jardinero. Me lo ha contado todo. Madame Grémond les ha prometido una de las dependencias, que pueden transformar en casa. Gaston es hábil con las manos.

Reiteré mi advertencia.

—¿No crees que charlas demasiado con Jeanne?

—¿Por qué no habría de hablar con ella? Ayuda a pasar el tiempo.

Madame Grémond se quejará de que charla contigo en lugar de trabajar.

—Pienso que madame Grémond está ansiosa por complacernos.

—Me pregunto por qué nos han enviado a ella.

—Mi padre lo dispuso así.

—¿Piensas que es, o fue, una amiga suya?

Margot se encogió de hombros.

—Puede ser. Tiene muchos amigos.

Acostumbraba despertarme con el sol y levantar las persianas; las había en todas las ventanas porque el sol podía llegar a ser muy fuerte. Miraba el jardín, el suave césped, los asientos de mimbre bajo el sicomoro, el estanque en el que se bañaban los pájaros. Era una escena de enorme paz.

Durante las primeras semanas, dábamos frecuentes paseos por la ciudad, donde comprábamos lo que queríamos. Nos conocían como madame Le Brun —la jovencísima viuda que había pasado por una gran tragedia al perder a su marido, que jamás vería a su hijo— y la prima inglesa. Yo sabía que hablaban de nosotras. A veces, ni siquiera esperaban a que hubiésemos salido de la tienda. Sin duda, nuestra llegada era un acontecimiento en la tranquilidad de Petit Montlys y yo dudaba por momentos de la sensatez del conde al enviarnos aquí. Mientras en una gran ciudad hubiéramos pasado desapercibidas, aquí éramos el foco de la atención.

A veces hacíamos algunas compras para madame Grémond y a mí me gustaba comprar las barras de pan caliente, que salían directamente del horno colocado en la pared. El panadero las sacaba con sus largas palas y las desparramaba para que pudiéramos elegir las que nos parecieran mejores. Poco cocidas, morenas, normales: se podía elegir. ¡Y qué pan tan delicioso!

Luego vagábamos por la feria que tenía lugar todos los miércoles, y en esos días los campesinos llegaban de la campiña cercana con sus burros cargados con los productos que acomodaban luego en la plaza. Las amas de casa de Petit Montlys buscaban las ofertas y a mí me gustaba escuchar sus regateos. Disfrutábamos tanto con esta feria, que le pedimos a madame Grémond que nos permitiera hacer allí también sus compras. A veces Jeanne o Emilie venían con nosotras porque decían que los campesinos aumentaban los precios cuando veían a la triste viuda y su prima inglesa.

A finales de junio, ambas nos sentíamos como si hubiéramos estado durante meses en Petit Montlys. En ocasiones, me sacudía una sensación de extrañeza, porque mi vida había cambiado radicalmente. El año anterior, en esa misma época, mi madre había estado viva y yo no tenía idea de que fuera a hacer otra cosa, salvo continuar con la carrera de la enseñanza que ella había dispuesto para mí.

Cada día era igual al anterior y no había nada como esta apacible y agradable monotonía para hacer deslizarse el tiempo.

Era evidente ya el estado de Margot. Hicimos para ella prendas muy sueltas y se reía ante su imagen.

—¿Quién hubiera creído que podía ser así?

—¿Quién hubiera creído que ibas a permitir que eso sucediera? —contesté.

—¡Confía en la formal y recatada prima inglesa para señalar eso! Oh, Minelle, te quiero, ya lo sabes. Adoro esa manera de ser tuya, tan austera… apaciguándome cuando lo necesito. No tiene sobre mí el más mínimo efecto, pero me encanta.

—Margot —dije—, a veces pienso que deberías ser un poco más seria.

Su rostro se descompuso súbitamente.

—No, por favor, no me pidas eso. Es el niño, Minelle. Ahora que se mueve, parece real. Parece vivo.

—Es real. Está vivo. Siempre lo ha estado.

—Lo sé. Pero ahora es una persona. ¿Qué sucederá cuando haya nacido?

—Tu padre lo explicó. Será enviado fuera. Tendrá una madre adoptiva.

—Y nunca volveré a verlo.

—Sabes que eso es lo que se pretende.

—En aquel momento, parecía una solución fácil, pero últimamente… Oye, Minelle, estoy empezando a desearlo… a amarlo…

—Tendrás que armarte de valor, Margot.

—Lo sé.

No dijo nada más, pero pude ver que estaba madurándolo. Mi frívola Margot estaba comprendiendo que iba a ser madre. Yo estaba en cierta forma ansiosa y hubiera preferido que siguiera comportándose a su manera ligera e inconsistente, porque si iba a sufrir por el niño sería muy desgraciada.

Un día hubo en la ciudad un desagradable incidente que alteró su carácter plácido. Ahora Margot no me acompañaba tan a menudo, porque estaba demasiado pesada y prefería hacer ejercicio en el jardín. Yo había comprado cintas para adornar un traje del bebé, y en el momento en que salía de la tienda llegó un carruaje armando un gran estrépito. Era un elegante vehículo, tirado por dos magníficos caballos blancos. En la parte trasera había un joven resplandeciente en su librea del color de las plumas del pavo real, y galoneada en oro.

Un grupo de muchachos que había en la esquina le hizo burlas y uno de ellos le arrojó una piedra. Él permaneció indiferente y el carruaje siguió adelante.

Los muchachos charlaban excitados. Escuché la palabra «aristócratas» arrojada con desprecio y recordé mis conversaciones con Joel Derringham.

Varias personas habían salido de sus tiendas y gritaban entre ellos.

—¿Viste el hermoso carruaje?

—Sí, lo vi. Y también a los arrogantes que iban dentro. Mirándonos desde su altura, ¿no? ¿Viste eso?

—Sí. Pero no siempre será así.

—Abajo con ellos. ¿Por qué deben vivir en medio del lujo mientras nosotros pasamos hambre?

No había visto señales de hambre en Petit Montlys, pero sabía que los que cultivaban un trozo de tierra tenían dificultades para ganarse la vida.

El incidente no terminó allí. Por desgracia, los ocupantes del carruaje decidieron que necesitaban algunos de los quesos que habían visto en una tienda y enviaron al joven lacayo a comprarlos.

Verlo con su espléndido uniforme fue demasiado para los niños. Corrieron detrás suyo gritando, tratando de arrancar el galón de su chaqueta.

Él se apresuró a entrar en la tienda y los niños permanecieron fuera. El señor Jourdan, el tendero, se enojaría si molestaban a sus clientes, en especial a aquellos que se suponía pagarían precios especiales. Yo estaba cerca, de modo que vi claramente lo que sucedía.

Cuando el joven salió de la tienda, alrededor de seis niños saltaron sobre él. Arrancaron los quesos de sus manos y rompieron su abrigo. Desesperado, les pegó y uno de los chicos cayó despatarrado sobre los adoquines. Había sangre en su mejilla.

Se oyó un grito de furia y el lacayo, que había advertido que lo superaban en número, se abrió camino entre la melée de niños vociferantes y echó a correr.

Atravesé deprisa la calle y vi que el carruaje estaba en la plaza. El joven lanzó un grito al cochero y saltó a la parte trasera. Se alejaron en seguida de la plaza, pero no antes de que varias personas hubieran salido de sus casas insultando a gritos a los aristócratas. Arrojaron piedras al carruaje en fuga, y me alegré cuando se perdió de vista.

El panadero no me había visto. Debía de haber dejado la tahona para salir a ver.

—¿Estáis bien, mádemoiselle? —peguntó.

—Sí, gracias.

—Parecéis turbada.

—Fue muy desagradable.

—¡Oh, sí! Son cosas que pasan. La gente sensata no debería salir en carruaje por el campo.

—¿Y cómo podrían ir de otra manera?

—Los pobres van a pie, mádemoiselle.

—Pero si uno tiene un carruaje…

—Es triste que algunos lo tengan mientras otros van a pie.

—Siempre ha sido así.

—Eso no quiere decir que deba seguir siéndolo. La gente está cansada de las diferencias. Los ricos son muy ricos… y los pobres muy pobres. Los ricos no se ocupan de los pobres, pero pronto, mádemoiselle, se les obligará a ocuparse de ellos.

—¿Y de quién… era ese carruaje?

—Algún noble, sin duda. Dejadlo disfrutar de su carruaje… mientras pueda.

Volví pensativa a la casa. Cuando entré en la fría sala, encontré a madame Grémond.

—¿Madame Le Brun está descansando? —preguntó.

—Sí. Comienza a sentir la necesidad de hacerlo. Me alegro de que no haya estado conmigo esta tarde. Sucedió algo desagradable.

—Venid a mi salón y contadme —dijo.

Hacía fresco en la habitación, con las persianas que la protegían del sol. Un poquito anticuada, pensé, y muy discreta, con espesas cortinas azules y hermosa porcelana de Sévres en el armario de cristal. Había un lujoso reloj chapado en oro en la pared. Tenía algunos bellos objetos, según pude ver. Regalos de un amante, pensé. ¿Del conde, tal vez?

Le relaté el incidente.

—Pasa con frecuencia hoy en día —dijo—. Si aparece un carruaje es como un trapo rojo para un toro. Un hermoso carruaje es símbolo de riqueza. No he usado el mío desde hace seis meses. Es estúpido, pero me parece que al pueblo no le gusta. —Paseó la mirada por la habitación y se estremeció—. En otros tiempos, no lo hubiera creído posible. Los tiempos cambian, y cambian con rapidez.

—¿Es seguro para nosotras ir a la ciudad?

—No les harían daño. Están contra los aristócratas. Francia no es un país feliz. Hay mucha inquietud.

—En Inglaterra tenemos problemas.

—Es que el mundo cambia. Los que han tenido pueden no tener en el futuro. Hay demasiada pobreza en Francia. Engendra envidia. Muchos de nuestros ricos hacen el bien, pero otros son frívolos y hacen daño. En todo el país hay una indignación y una envidia crecientes. Creo que es en París donde es más evidente. Lo que visteis esta tarde es una cosa habitual.

—Espero no verlo otra vez. Había crimen en el aire. Creo que hubieran matado a ese inocente lacayo.

—Dirían que no debería estar trabajando para los ricos y que había una buena razón para atacarlo porque es un enemigo del pueblo.

—Es un lenguaje peligroso.

—Hay peligro en el aire, mádemoiselle. Llegada hace tan poco de Inglaterra, no conocéis estos asuntos. Allí debe de ser muy diferente. ¿Vivíais en el campo?

—Sí.

—Y, ¿habéis dejado a vuestra familia y a vuestros amigos… para estar con vuestra prima?

—Sí, sí. Necesitaba tener a alguien.

Madame Grémond asintió con simpatía. Noté que estaba tratando de sonsacarme, de modo que me levanté rápidamente.

—Debo ir con madame Le Brun. Estará preguntándose qué ha sido de mí.

En su habitación, Margot estaba tendida sobre el lecho y Jeanne doblaba prendas de bebé que le había estado mostrando.

Margot decía:

—Allí donde iba Pierre, estaba Chon Chon. Pierre salía con su fusil y el perro iba pisándole los talones. Era una gran hacienda. Una de las más grandes del país.

—Debe de haber pertenecido a un caballero muy rico.

—Muy rico. Pierre era su mano derecha.

—¿Un duque, madame? ¿Un conde?

—Hola, ¿cómo estáis? —intervine yo.

—¡Ah querida prima, cómo te he echado de menos!

Tomé las prendas del bebé de manos de Jeanne y las coloqué en un cajón.

—Gracias, Jeanne —dije, y con una inclinación de cabeza insinué que deseaba que se fuera.

Ella hizo una reverencia y salió.

—Hablas demasiado, Margot —le advertí.

—¿Qué voy a hacer? ¿Sentarme y tener ideas negras?

—Podrías decir algo que no debes.

Tenía la sensación de que alguien nos escuchaba detrás de la puerta. Fui hacia allí velozmente y la abrí. No había nadie, pero imaginé que escuchaba el sonido de pasos apresurados. Estaba segura de que Jeanne había tratado de escuchar y me sentí muy inquieta.

Lo que había visto esa tarde en el pueblo había hecho sonar alarmas en mi cabeza. El problema en el país no nos afectaba personalmente. Pero la aprensión continuaba.

*****

Se acercaba el momento de que Margot diera a luz. El niño era esperado para fines de agosto y estábamos en julio. Madame Legère, la comadrona, había sido enviada a buscar. Era una mujer de aspecto amable, con la forma aproximada de un pan casero, vestida de negro, el tono preferido por la mayor parte de las mujeres y que de alguna manera hacía más rosadas sus mejillas. Tenía vivos ojos negros y una sombra de vello alrededor de la boca.

Declaró que Margot estaba en buen estado, llevando al niño de la manera adecuada.

—Será un varón —dijo, y agregó—: Aunque también puede no serlo. No prometo nada. Es sólo por la forma que tiene de llevarlo.

Venía una vez por semana y me confesó que sabía que mi prima era una dama muy principal, por lo cual supuse que le habían pagado bastante más de lo habitual para atenderla.

Sentí que alrededor nuestro se estaba tejiendo un misterio y supuse que era inevitable. Cada vez era más consciente de las miradas curiosas.

No mencioné a Margot el incidente de esa tarde. Pensé que era mejor que no lo supiera. Recordé con qué prisas había abandonado Inglaterra su padre, la noche de la soirée. Desde entonces, había sabido cosas acerca de aquella cause célèbre del collar de la reina Maria Antonieta, la fabulosa joya hecha con los más finos diamantes del mundo. Supe que el cardenal de Rohan —que había sido inducido a pensar que si ayudaba a Maria Antonieta a procurarse el collar, ella se transformaría en su amante— había sido hecho prisionero y luego puesto en libertad, y que esta liberación implicaba la culpabilidad de la reina.

En toda Francia había oído hablar con ligereza de la reina. La llamaban despreciativamente «la mujer austríaca» y se la culpaba de todos los problemas del país. No era necesario que me dijeran que el asunto del collar no había contribuido en lo más mínimo a la paz del reino. En realidad, era casi una mecha.

Era una vida extraña: tensiones en las calles, como había podido ver con el incidente del carruaje, y Margot y yo viviendo nuestras curiosas vidas enclaustradas durante esos meses, mientras esperábamos el nacimiento de su criatura.

Una vez, cuando estábamos sentadas en el jardín, dijo:

—A veces, Minelle, no consigo pensar en nada más allá de este lugar… y la llegada del niño. Después de eso iremos a casa. Será al château o al hotel de París. Estaré nuevamente ligera y esbelta. El niño no estará allí. Será como si esto no hubiera sucedido.

—Nunca podrá ser así —dije—. Siempre recordaremos. En especial, tú.

—Veré de vez en cuando a mi niño, Minelle. Debemos visitarlo… tú y yo.

—Estará prohibido, seguramente.

—Oh, por supuesto que estará prohibido. Mi padre dijo: «Cuando el niño nazca será puesto al cuidado de alguna buena gente. Dispondré de modo que nunca más lo veas. Deberás olvidar que esto ha sucedido. Nunca hablarás de ello, y al mismo tiempo lo tomarás como una lección. Jamás permitas que esto vuelva a suceder».

—Se ha tomado grandes trabajos para ayudarte.

—No para salvarme, sino para salvar a mi nombre del deshonor. A veces me hace reír. No soy el único miembro de la familia que ha tenido un bastardo. No es necesario mirar muy lejos para encontrar otros.

—Debes ser razonable, Margot. Lo que tu padre proyecta es sin duda lo mejor para ti.

—¡Y no ver nunca más a mi hijo!

—Deberías haberlo pensado antes…

—¿Qué sabes tú de estas cosas? ¿Crees que cuando una está enamorada, cuando alguien está abrazándote, piensas en un niño inexistente?

—Hubiera creído que se te ocurría pensar en la posibilidad de ese niño inexistente, que ahora es un hecho.

—Espera, Minelle, espera a estar enamorada…

Hice un movimiento de impaciencia y ella se rió. Luego se movió inquieta en su silla y continuó:

—Qué paz hay aquí. ¿No te parece? Será distinto en el château y en París. Mi padre tiene las residencias más lujosas, contienen muchos tesoros, pero al estar aquí contigo comprendo que les falta lo mejor de todo. Paz.

—Paz espiritual —acordé—. Es lo que la gente sensata siempre desea. Cuéntame de tu vida en las mansiones de tu padre.

—He estado pocas veces en París. Cuando iban allí me dejaban a menudo en el campo y allí pasé la mayor parte de mi vida. El château fue construido en el siglo XIII. La gran torre (la torre de homenaje) es lo primero que se ve. En los viejos tiempos solía haber un vigía en la torre, lo que significa que siempre hay allí un hombre que advierte la llegada de los huéspedes con una campana. Es uno de los músicos, y para pasar el tiempo canta y compone canciones. Por la noche desciende, y frecuentemente canta para nosotros chansons de guette, que son, como seguramente sabrás, canciones de vigía. Es una vieja costumbre y mi padre se aferra tanto como le es posible a las viejas costumbres. A veces pienso que nació demasiado tarde. Odia esta nueva actitud del pueblo que está comenzando a verse en todas partes. Dice que los siervos están insolentándose con sus amos.

Yo permanecí silenciosa, pensando en el reciente episodio en la ciudad.

—Hay una gran cantidad de castillos que son posteriores al nuestro —continuó Margot—. Francisco I construyó el château del Loira doscientos años después. Por supuesto, el nuestro ha sido restaurado y ampliado. Está la gran escalera, que es tan vieja como cualquier otra parte del edificio. Conduce a la parte del castillo que ocupamos. Justo al fin de la escalera hay una plataforma. Hace años, los señores del castillo solían administrar justicia desde allí. Mi padre todavía la usa, y si hay una disputa entre la gente de la posesión, son convocados a la plataforma y mi padre juzga. Es exactamente como solía hacerse. Al pie de la escalinata hay un patio y allí se realizaban las justas y torneos. Ahora, en el verano, representamos obras, y si hay un festival o algo por el estilo, se celebra allí. ¡Oh, hablar de eso me lo recuerda tan claramente, Minelle, que miedo tengo! Tengo miedo de lo que pueda pasar cuando nos vayamos de aquí.

—Lo enfrentaremos cuando llegue —dije—. Háblame de los habitantes del castillo.

—A mis padres ya los conoces. La pobre maman está enferma a menudo, o finge estarlo. Mi padre odia la enfermedad. No cree en ella. Piensa que es algo que la gente imagina. La pobre maman es muy desgraciada. Tiene algo que ver con el hecho de haberme tenido a mí en lugar de un varón, y no poder luego tener más niños.

—Debe de haber sido una decepción para un hombre como el conde, no tener un hijo.

—¿No es una locura, Minelle, la forma en que quieren varones… siempre varones? En nuestro país, una muchacha no puede acceder al trono. Vosotros no vais tan lejos en Inglaterra.

—No. Como te he enseñado, dos de los más grandes períodos de la historia inglesa sucedieron con reinas en el trono. Isabel y Ana.

—Sí, es una de las pocas cosas que recuerdo de tus lecciones de historia. Te mostrabas siempre tan orgullosa cuando decías eso. Agitando la bandera de tu sexo.

—Por supuesto, ambas tuvieron la bendición de contar con ministros inteligentes.

—Bueno, ¿quieres dar una lección de historia o escuchar cosas sobre mi familia?

—Me interesará saber de tu familia.

—Ya te he hablado de mi padre y mi madre, y sabes que sus relaciones son malas. Fue un matrimonio de conveniencia, cuando mi madre tenía dieciséis años y mi padre diecisiete. Antes de la boda, se vieron apenas. Es así como se arreglan las cosas en familias como las nuestras, y se consideró una unión muy ventajosa. Por supuesto, fue todo lo desventajosa que era posible. ¡Pobre maman! Tengo lástima de ella. Como es natural, mi padre podía hallar consuelo en cualquier sitio.

—¿Y eso es lo que hizo?

—Naturalmente. Antes del matrimonio había tenido sus aventuras. Me pregunto por qué estaba tan asombrado con mi asunto. En realidad, no lo estaba. Como te dije, no se trataba de lo que yo hubiera hecho, sino de que me habían descubierto. Eso está bien para las muchachas del servicio y miembros de las clases bajas en general, tener uno o dos bastardos (de hecho, con frecuencia ése es tu deber si el señor del castillo tiene un capricho por ellas), pero, ciertamente no está bien para la hija de la gran familia, eso no… Así que ya ves: hay una ley para el rico y otra para el pobre… y en este caso está contra nosotros.

—Sé formal, Margot. Quiero saber algo acerca de la gente del castillo antes de ir.

—Muy bien. Ya llego a eso. Estaba a punto de hablarte de Etienne, la cosecha de las tempranas locuras de mi padre. Etienne vive en el château. Es hijo de mi padre.

—Me pareció que habías dicho que no había hijo.

—Minelle, eres obtusa. Es el hijo ilegítimo de mi padre. Papá tenía sólo dieciséis años cuando Etienne nació. No sé cómo puede juzgarme. No sólo hay una ley para el rico y otra para el pobre, sino también una para los hombres y otra para las mujeres. Yo nací un año después del matrimonio de mis padres. Mi madre sufrió terriblemente y estuvo a punto de morir. Sin embargo, ambas sobrevivimos a la ordalía de mi nacimiento pero el resultado fue que ella no podía tener otro hijo sin poner en peligro su vida. Así que allí estaba mi padre —que hasta ese momento había conseguido todo lo que deseaba de la vida— a los dieciocho años, cabeza de una noble casa, enfrentado con el hecho de que jamás tendría un hijo. Y por supuesto lo que todo hombre quiere —y en especial, uno que tiene un gran nombre que conservar— es un hijo, y no sólo uno, porque debe asegurarse doblemente.

—Debe de haber sido un gran golpe.

—No es como si amara a mi madre. Siempre he pensado que si ella se le hubiera enfrentado un poco, él habría tenido de ella mejor opinión. Pero no lo hizo nunca. Siempre lo evitaba y se veían muy poco. Pasa la mayor parte de su tiempo en su cuarto, atendida por Nou Nou, su vieja niñera, que la defiende como si fuera un dragón que escupe fuego, y que, se atreve incluso a plantar cara a papá. Pero debo hablarte de Etienne.

—Sí, háblame de él.

—Naturalmente, yo no existía en esa época, pero he oído hablar a los sirvientes. Se consideraba divertido que mi padre hubiese demostrado su virilidad a una edad tan temprana. Etienne llegó al mundo con resonar de trompetas —metafóricamente hablando— y desde entonces ha tenido una alta opinión de sí mismo. Está cortado con el mismo molde que mi padre, lo que no es sorprendente teniendo en cuenta que es su hijo. Bueno, cuando se supo que mi madre no podría tener más niños y no había esperanzas de hijo legítimo, mi padre llevó a Etienne al château y lo trató como a un hijo legítimo. Ha sido educado como tal y suele estar junto a mi padre. Todo el mundo sabe que es un bastardo, y esto lo enfurece, pero espera heredar las posesiones, si no el título. Tiene un humor muy cambiante y sufre ataques de furia que aterrorizan a la gente. Si mi madre muriera y mi padre volviera a casarse, no sé qué haría Etienne.

—Me doy cuenta de que lo consideraría muy injusto.

—¡Pobre Etienne! Es como un doble de mi padre… pero no exactamente. Ya sabes lo que sucede con la gente que no es lo que desearía ser. Etienne se envanece de su nobleza, si entiendes lo que quiero decir. Lo he visto azotar a un niño que le llamó bastardo. Pero es muy atractivo. Las chicas de la servidumbre pueden decirlo. Etienne es un conde en todos los sentidos, excepto por el hecho de que su padre y su madre no estaban casados, y está tan decidido a que nadie recuerde esto, que no puede olvidarlo. Oh, y después… está Léon.

—¿Otro hombre?

—El caso de Léon es muy distinto. Léon no tiene necesidad de azotar a los niños. No es un bastardo. Nació en santo matrimonio. Sus padres eran campesinos y sería inútil tratar de fingir otra cosa, aun si quisiera, porque todo el mundo lo sabe. No obstante, Léon ha recibido la misma educación que Etienne y nadie sospecharía que es hijo de campesinos, si no lo supieran. Sin embargo, Léon tiene un aire de nobleza que le es natural y se reiría si alguien le llamara campesino. Al ver a Léon con su chaqueta de terciopelo y sus pantalones de montar de ante, dirías que es un aristócrata. Lo que prueba, por supuesto, que para un hombre tiene mayor influencia el lugar donde se ha criado que la situación social de sus padres.

—Siempre he creído eso. Pero cuéntame más acerca de Léon. ¿Por qué está en el château?

—Es una historia bastante romántica. Vino al château cuando tenía seis años. Yo era demasiado pequeña como para recordarlo. En realidad, sucedió poco después de mi nacimiento y mi padre acababa de comprender que mi madre no podría tener más niños. Estaba muy enojado… amargado con un destino que lo había ligado a una mujer que quedaba estéril después del nacimiento de su primer niño… una hija… y tenía el atrevimiento de seguir viviendo.

—¡Margot!

—Querida Minelle, ¿estamos diciendo la verdad o no? De morir mi madre cuando yo nací, mi padre hubiera vuelto a casarse después de un período de tiempo correcto y yo hubiera podido tener numerosas hermanastras… y, lo que es más importante, hermanos. En ese caso, mi pecadillo no hubiera importado tanto. Pero maman siguió viviendo… muy desconsiderado de su parte… y papá era en cierta forma un prisionero, sujeto por un destino cruel, atrapado, casado con una mujer que no le servía.

—Ésa no es manera de hablar de tus padres.

—Muy bien. Te diré que son devotos el uno del otro. Él jamás se aparta de su lado. Todos sus pensamientos son para ella. ¿Es eso lo que quieres?

—No seas tonta, Margot. Naturalmente, quiero la verdad, pero atemperada con respeto.

—¡Qué divertida eres! Aquí no se trata de respeto, sino de contarte cómo son las cosas. Esto es lo que pediste, ¿no? ¿Quieres escuchar o no?

—Quiero saber tanto como sea posible sobre el château, antes de ir allí.

—Entonces, no pretendas oír cuentos de hadas. Mi padre no es ningún príncipe encantador, te lo aseguro. Cuando supo que estaba cargado con una esposa estéril, se enojó tanto que tomó su caballo y corrió hasta que el animal cayó exhausto. Cabalgar de esa manera loca parecía ser la forma que tenía de dar rienda suelta a su furia. La casa estaba contenta de tenerlo fuera del camino, porque a aquel que le disgustaba le sobrevenían grandes males. La gente acostumbraba a llamarlo Jinete del Diablo y cuando lo veían se mantenían fuera de su paso.

Quedé sorprendida, porque ése era el nombre que le había puesto yo al verlo. Era totalmente adecuado.

—A veces —continuó Margot— papá viajaba en su cabriolet, que guiaba él mismo, utilizando los caballos más veloces de su establo. Esto era más peligroso que cuando cabalgaba, y un día, cuando atravesaba de esta manera salvaje e imprudente el pueblo de Lapine, que está a alrededor de diez kilómetros del château, atropello a un niño y lo mató.

—¡Qué horror!

—Creo que lo lamentó.

—Espero que sí.

—Lo volvió a sus cabales, pienso. Pero déjame hablarte de Léon. Es el hermano mellizo del muchacho que fue muerto. La madre estuvo a punto de enloquecer. Hasta tal punto olvidó lo que debía a su señor, que fue al castillo y trató de apuñalarlo. La dominó fácilmente. Pudo haberla hecho ejecutar por ese intento de asesinato, pero no lo hizo.

—¡Qué bondadoso! —dije sarcásticamente—. Supongo que comprendió que ella trataba simplemente de hacerle lo que él le había hecho a su niño.

—Exacto. De todos modos, habló con ella. Le dijo que lamentaba profundamente su acto y que comprendía su deseo de venganza. Trataría de remediar algo. El niño muerto tenía un hermano mellizo. Y ella tenía… ¿cuántos niños tenía? No recuerdo. Cerca de diez. Le daría una bolsa que sería proporcionada a lo que su hijo hubiera ganado para ella, de vivir sesenta años. Eso no era todo. Tomaría al mellizo del niño y lo educaría en el château como miembro de la casa. Así, el terrible accidente se transformaría en un golpe de fortuna para la familia.

—No veo cómo algo podía paliar la pérdida del niño.

—No sabes mucho acerca de los campesinos. Sus críos significan mucho dinero para ellos. Tienen tantos que pueden desperdiciar uno sin demasiada pena… particularmente cuando su pérdida engendra grandes recompensas.

—No estoy convencida.

—Entonces, querida Minelle, no te esfuerces en pensar de otra manera. El hecho es que, además de Etienne el Bastardo, tenemos a Léon el Campesino, y déjame decirte esto: si no te hubiera explicado la situación, serías incapaz de descubrir el origen de cada uno.

—Es una casa poco común.

Esto hizo reír a Margot.

—Hasta que fui a Inglaterra y vi los ordenados hábitos de la mansión Derringham y cómo allí se finge que no existe lo que es desagradable… hasta que no espié tu escuela donde la vida parecía tan simple y fácil, no comprendí hasta qué punto era poco común la casa de donde provengo.

—Sólo viste la superficie. Todos tenemos problemas. En esa escuela simple y fácil se planteaba a menudo la cuestión de si podríamos pagarnos la comida y ese problema se hizo agudo en las últimas semanas que pasé allí.

—Lo sé, y tal vez a ese estado de cosas debo tu presencia aquí, de modo que, ¿no demuestra eso que siempre hay algún bien en todo lo que sucede? Si la escuela hubiera sido floreciente, no la habrías dejado y yo estaría sola aquí. Si no fuera por la indiscreción juvenil de mi padre, Etienne no estaría en el château, y si no hubiera corrido furioso a través de Lapine, Léon estaría trabajando la tierra para ganarse la vida, y a menudo se iría a dormir hambriento. ¿No es un pensamiento consolador?

—Tu filosofía es una lección para todos nosotros, Margot. —Estaba complacida de verla de tan buen humor, pero hablar del château la había fatigado e insistí en que bebiera su vaso de leche nocturno y no hablara más por esa noche.