La excitación en la escuela continuó. Mi madre vagaba con una mirada lejana y una sonrisa de satisfacción en los labios. Yo sabía muy bien lo que pensaba y estaba algo alarmada por su temeridad.
El hecho era que Joel Derringham estaba decidido a mostrarse amistoso. Yo tenía dieciocho años, y, pese a mi falta de experiencia mundana, parecía bastante madura. Esto se debía, probablemente, a que tenía una naturaleza más seria que la de las Derringham, y sin duda que la de Margot. Me había hecho a la idea de que debía adquirir la mejor educación posible para estar en condiciones de ganarme la vida. Mi madre me lo había inculcado de tal manera desde la muerte de mi padre, que lo había aceptado como forma de vida. Había leído exhaustivamente todo lo que tenía a mano, sintiendo que era mi deber saber algo sobre cualquier tema que se mencionara. Sin duda, debido a esto Joel me encontraba diferente. Desde nuestro encuentro, siempre había buscado mi compañía. Cuando yo iba a dar mi paseo favorito por los prados, lo encontraba sentado sobre el portillo por donde debía pasar, y se unía a mí en el paseo. Cabalgaba a menudo frente a la escuela, y varias veces entró. Mi madre lo recibió con gracia y sin alharacas, y la única prueba que yo tenía de su excitación interior era el leve color de sus mejillas. Estaba encantada. Esta mujer tan sensata era vulnerable a todo aquello que afectara a su hija, y se hizo perturbadoramente claro que había decidido que Joel Derringham se casara conmigo. Mi futuro era la mansión Derringham, en lugar de la escuela.
Éste era el sueño más aventurado, porque aun en el caso de que Joel lo considerara posible, su familia nunca lo permitiría.
No obstante, en una semana nos habíamos hecho buenos amigos. Yo gozaba de nuestros encuentros, que jamás eran concertados, sino que parecían darse por casualidad, aunque sospeché que estaban arreglados por él. Era sorprendente la cantidad de veces que salía y lo encontraba. Yo cabalgaba en Jenny, nuestra pequeña yegua que tiraba del calesín… único medio de transporte que poseíamos. No era joven, pero sí dócil, y mi madre había puesto empeño en que yo montara bien. Varias veces, cuando salía con Jenny, encontraba a Joel, jinete en uno de los mejores caballos de caza de los establos Derringham. Cabalgaba a mi lado, y sucedía invariablemente que el lugar propuesto por mí era siempre el mismo al que él iba. Era gentil y encantador así como instructivo, y yo encontraba interesante su compañía. También estaba halagada por su insistencia.
Margot me dijo que sus padres habían abandonado Inglaterra a causa de la marcha de los asuntos en Francia. No parecía muy conmovida y estaba encantada de permanecer sola en Inglaterra. Me pregunté vagamente qué le sucedía a Margot, que estaba alegre y locamente juguetona un día, y pensativa y seria al siguiente. Sus cambios de humor eran bastante imprevisibles, pero como yo estaba absorbida en mis propios asuntos, lo atribuí a su temperamento galo y la olvidé.
Fue Joel quien me informó sobre la razón de la súbita partida del conde. Yo había salido con Jenny, porque acostumbraba ejercitarla por las tardes, de modo que el momento de libertad que tenía para cabalgar era casi con seguridad el comienzo de la tarde. Invariablemente, veía la alta figura que venía hacia mí entre los árboles, y esto sucedía con tanta frecuencia que llegué a esperarlo.
Joel tenía el semblante grave cuando me habló de la partida del conde.
—En la corte de Francia se prepara un gran escándalo —me dijo—. Parecen estar envueltos en él algunos miembros de la nobleza, y el conde pensó que lo oportuno era ir para estar en el lugar de los hechos. Tienen algo que ver con un collar de diamantes que, según se dice, la reina adquirió con la ayuda de un cardenal y, en pago de sus servicios, él esperaba convertirse en su amante… y puede haberlo sido por cierto. Por supuesto, la reina lo niega y el cardenal de Rohan y sus cómplices han sido arrestados. Va a ser una cause célèbre.
—¿Y esto concierne al conde Fontaine Delibes?
—Existe la fuerte presunción de que puede concernirle a toda Francia. La familia real no puede permitirse un escándalo en éste momento. Tal vez me equivoque… espero que sí. Mi padre piensa que exagero, pero, como os dije, cuando estuve allí percibí gran agitación en el país. Hay mucha extravagancia. ¡Los ricos son tan ricos y los pobres tan pobres!
—¿No sucede así en todas partes?
—Sí, supongo que sí, pero en Francia parece haber un resentimiento creciente. Creo que el conde lo advierte con claridad. Y por esto decidió regresar sin tardanza. La noche de la soirée hizo sus preparativos para partir.
Pensé en su partida apresurada y supuse que no me había concedido el más mínimo pensamiento. Y esto, me dije, es lo último que veré de ese distinguido caballero, y no está mal que así sea. Algo me decía que ese conocimiento no iba a traerme ningún bien. Debía expulsarlo de mis pensamientos. No sería difícil, porque en ese momento gozaba de una placentera amistad con el joven más elegible de la vecindad.
Después de eso, no hablamos mucho del conde. Joel estaba interesado en los asuntos del país, y esperaba llegar a ser miembro del Parlamento un día. A su familia no le gustaba esto.
—Piensan que, siendo yo el único hijo, debería atender a los asuntos de la heredad.
—Y vos tenéis otras ideas.
—Oh, me interesan las posesiones, pero no son suficientes para llenar la vida de un hombre. Se puede delegar esta tarea en administradores. ¿Por qué no debería un hombre interesarse en el gobierno del país?
—Me atrevo a decir que el señor Pitt tiene en su carrera parlamentaria un trabajo que le ocupa todo el día.
—¡Ah, pero él es el primer ministro!
—Sin duda, vos tenderíais al cargo más alto.
—Tal vez.
—¿Y a delegar cada vez más los asuntos de la heredad en vuestros administradores?
—Es posible. ¡Oh, me gusta el campo! Me interesa intervenir en los asuntos de aquí, pero éstos son tiempos inquietos, señorita Maddox. Están preñados de peligros. Si hubiera problemas al otro lado del Canal…
—¿Qué clase de problemas? —pregunté rápidamente.
—Recordad el «ensayo» que mencioné. ¿Qué pasaría si realmente ha sido un ensayo y llega la representación completa?
—¿Queréis decir una especie de guerra civil?
—Quiero decir que el necesitado puede levantarse contra el opulento… el hambriento contra el extravagante despilfarrador. Creo que es una posibilidad.
Me estremecí, pensando en el conde, orgulloso en su château, y la multitud marchando… la multitud sedienta de sangre…
Mi madre decía que yo dejaba que mi imaginación se desbocase. «La imaginación es como el fuego —solía decir—. Una buena amiga, pero una enemiga terrible. Debes aprender a dirigirla de modo que pueda servirte mejor».
Me pregunté por qué debía preocuparme por lo que le sucediera a aquel hombre. Estaba segura de que si algo malo le sucedía, se lo merecía, pero imaginé que nada malo podía pasarle. Siempre sería el ganador.
Joel continuó:
—Mi padre siempre me reprende cuando hablo de estas cosas. Cree que hay una gran proporción de especulación vacía. Espero que tenga razón. Pero en todo caso, el conde pensó que debía regresar.
—¿Es significativo que haya dejado aquí a su hija?
—En lo más mínimo. Aprueba la instrucción que está recibiendo en inglés. Dice que, desde que estudia en su escuela, habla mucho mejor el inglés que él mismo. Quiere que lo perfeccione. Podéis confiar en que se quedará otro año.
—Mi madre estará complacida.
—¿Y vos? —preguntó.
—Le tengo cariño a Margot. Es muy divertida.
—Es muy… joven…
—Está creciendo deprisa.
—… Y frívola —agregó.
Reflexioné en que Joel no lo era. Tomaba la vida con seriedad. Le gustaba hablar conmigo de política, porque yo sabía lo que sucedía en el país. Mi madre y yo siempre leíamos cualquier periódico que cayera en nuestras manos. Joel admiraba calurosamente al señor Pitt, el más joven de nuestros primeros ministros, y hablaba de él con ardor: de lo inteligente que era y de cómo el país nunca había estado mejor servido, y creía que su introducción del Fondo de Amortización reduciría gradualmente la deuda nacional.
Cuando hubo un atentado contra la vida del rey, Joel vino a la escuela para contárnoslo. Mi madre estuvo encantada de verlo y sacaba una botella de su licor casero —guardado para ocasiones especiales— y algunos de los pasteles de vino de los cuales estaba tan orgullosa.
Ronroneaba casi cuando nos sentamos ante la mesa de la sala, y Joel nos habló de la loca que había esperado al rey cuando éste se apeó de su carroza frente a la puerta del jardín de Saint James —aduciendo que tenía una petición para él— y había intentado apuñalarlo en el pecho con un cuchillo que llevaba oculto.
—Gracias a Dios —dijo Joel— que los guardias de Su Majestad sujetaron su brazo a tiempo. El rey se comportó en la forma que todos esperamos de él. Su preocupación era la pobre mujer. «No estoy herido» —gritó—. «Cuídenla». Más tarde dijo que estaba loca y que en consecuencia no era responsable de sus actos.
—Oí decir —comentó mi madre— que era natural que Su Majestad sintiera piedad por una persona tan afligida.
—Oh, habéis estado escuchando rumores sobre el estado de salud del rey, lo juraría —dijo Joel.
—Vos debéis saber —replicó mi madre— qué hay de verdad en ello.
—Conozco los rumores, pero la verdad es otra cosa.
—¿Creéis que la mujer actuaba sola o era miembro de alguna banda que intentaba dañar al rey? —pregunté.
—Es casi seguro que estaba sola.
Joel sorbió su licor, felicitando a mi madre por él y por sus pasteles de vino, y comenzó a contarnos anécdotas de la corte que nos cautivaron.
Fue una visita agradable y, cuando él se hubo ido, mi madre resplandecía de orgullo y la oí cantar «Corazón de roble» con su simpática voz desafinada, como hacía siempre que estaba particularmente encantada de la vida. Yo sabía lo que tenía en la mente.
*****
Mi cumpleaños fue en septiembre —cumplí diecinueve en aquel año de 1786— y cuando fui a nuestro pequeño cobertizo que servía como establo, para ensillar a Jenny, vi una hermosa yegua alazana esperándome.
Me detuve, estupefacta. Luego oí un rumor detrás de mí y, al volverme, vi a mi madre. No la había visto tan feliz desde la muerte de mi padre.
—Bueno —dijo—, cuando salgas ahora a cabalgar con Joel Derringham estarás perfecta.
Me arrojé en sus brazos y nos estrechamos. Cuando me soltó, había lágrimas en sus ojos.
—¿Cómo pudiste permitírtelo? —pregunté.
—¡Ah! —Cabeceó con suficiencia—. Eso no se pregunta cuando se recibe un regalo.
Comprendí la verdad.
—¡El cofre de la dote! —grité, asombrada. Mi madre había ahorrado, como ella decía, «para los días malos», y el dinero se guardaba en el viejo cofre Tudor que había pertenecido a la familia por muchos años. Siempre llamábamos dote a los ahorros.
—Bueno, pensé que un caballo en el establo era mejor que unos pocos soberanos encerrados en una bolsa. Todavía no se ha terminado. Sube conmigo.
Orgullosamente, me llevó a su dormitorio y allí, sobre la cama, había un equipo completo de amazona: falda y chaqueta azul oscuro, y un sombrero alto del mismo tono.
No perdí tiempo en probarlo todo y, por supuesto, me sentaba perfectamente.
—Te cae muy bien —murmuró—. ¡Tu padre hubiera estado tan orgulloso! Ahora tienes el aspecto adecuado para el mundo al que perteneces…
—¿Pertenecer? ¿A quién?
—Pareces tan distinguida como los huéspedes de la mansión.
Sentí una punzada de aprensión. Comprendía perfectamente en qué dirección iban sus pensamientos. Mi amistad con Joel Derringham le había quitado parte de su buen sentido. Realmente se había convencido de que él iba a casarse conmigo, y por esta razón había estado dispuesta a sacar dinero del cofre de la dote, que había sido casi sagrado para ella desde que yo tenía uso de razón. Pude imaginármela convenciéndome de que el caballo y el traje no eran una extravagancia. Proclamaban ante el mundo cuan digna era su hija de acceder al mundo de la nobleza.
No dije nada, pero la alegría que me producían el caballo y el traje disminuyó considerablemente.
Cuando salí a caballo, estaba mirándome desde la ventana superior y sentí una gran ternura hacia ella, y al mismo tiempo la casi certeza de que iba a ser desilusionada.
La vida continuó como hasta entonces durante algunas semanas. Llegó octubre. La escuela estaba menos concurrida que el año anterior para esa época. Mi madre siempre se angustiaba cuando desaparecían alumnas. Desde luego, Sybil y Maria venían todavía, y también Margot, pero era evidente que Margot regresaría un día con sus padres, y era muy probable que Sybil y Maria se fueran con ella para ingresar en una escuela superior en París.
No podía dejar de disfrutar de mi nueva yegua. La pobre Jenny estaba aliviada sin mi peso, y la yegua, a la que llamé Dote, necesitaba mucho ejercicio, de modo que cabalgué a menudo. Y siempre estaba allí Joel. Dábamos largos paseos los sábados y domingos, cuando no había clases.
Hablábamos de política, de las estrellas, del campo y de cualquier otro tema, y parecía saber mucho de todo. Había en él un sereno entusiasmo que me resultaba atractivo, pero la verdad es que, aunque me gustaba mucho, su compañía no me resultaba excitante. Nunca lo hubiera notado si no hubiese sido por mi encuentro con el conde. Aun después de todo este tiempo, el recuerdo de sus besos me hacía estremecer. Había comenzado a soñar con él y los sueños eran bastante atemorizantes, a pesar de lo cual me despertaba de ellos con pena y deseando reanudarlos. En esos sueños, yo me encontraba siempre en situaciones embarazosas y allí estaba el conde, mirándome enigmáticamente, de modo que nunca podía saber lo que iba a hacer.
Era muy tonto y ridículo que una muchacha seria de mi edad fuera tan ingenua. Buscaba excusas. La mía había sido una vida de encierro. Nunca había salido al mundo. A veces notaba que mi madre compartía mi ingenuidad. Debía ser así, si pensaba que Joel Derringham iba a casarse conmigo.
Estaba tan absorbida por mis propios asuntos, que sólo vagamente percibí el cambio operado en Margot. Estaba menos exuberante, y en ocasiones incluso parecía sumisa. Yo sabía que era una criatura de humores cambiantes, pero esto nunca había sido tan evidente como ahora. Había momentos en que estaba casi histéricamente alegre, y otros en que casi parecía enfermiza.
No prestaba atención a las lecciones y esperé hasta quedarme a solas con ella para reprochárselo.
—¡Verbos ingleses! —Gritó, agitando las manos—. ¡Me resultan tan aburridos! ¿A quién le importa si hablo inglés como tú o no… si logro que me entiendan?
—A mí me importa —le recordé—. A mi madre le importa, y a tu familia también.
—No les importa. De todas maneras, no sabrían detectar la diferencia.
—Tu padre te ha permitido quedarte, porque está complacido con tus progresos.
—Me ha permitido quedarme, porque quieren sacarme de en medio.
—No creo semejante tontería.
—Minelle, eres… ¿cómo lo llamáis? Hipócrita. ¡Finges ser tan buena! No dudo de que aprendiste todos tus verbos… dos veces más de prisa que cualquiera. Y ahora cabalgas en tu nuevo caballo, con tus elegantes ropas… ¿y quién te espera en los bosques? Contéstame.
—Te pedí que vinieras para que pudiéramos hablar seriamente, Margot.
—¿Y qué puede ser más serio que esto, eh? A Joel le gustas, Minelle. Mucho. Me alegro porque… ¿quieres que te diga algo? Estaba destinado a mí. Oh, eso te sorprende, ¿no es cierto? Mi padre y sir John han hablado del asunto. Lo sé porque escuché… detrás de las puertas. ¡Oh, qué atrevida! Mi padre quiere verme instalada en Inglaterra. Piensa que Francia no es un lugar seguro para mí. De modo que si me casara con Joel… que me dará riquezas… y un título, podrían llegar a considerarlo. Por supuesto, no pertenece a una familia tan antigua como la nuestra… pero estamos dispuestos a olvidarlo. Y entonces llegas tú con tu caballo nuevo, tus elegantes ropas de amazona, y Joel parece no verme. Sólo te ve a ti.
—Nunca escuché a nadie decir tantas tonterías como tú cuando estás con humor para ello.
—Todo comenzó, ¿no es cierto?, cuando viniste a tomar el té. Lo encontraste en el prado junto al reloj de sol. Estabas bastante elegante, allí de pie. Pensé entonces que el sol ponía hermosos reflejos en tu cabello. Él pensó lo mismo. ¿Estás enamorada de él, Minelle?
—Margot, quiero que prestes más atención a tus lecciones.
—Y yo quiero que me prestes atención a mí. Pero ya lo haces. Te has puesto bastante colorada pensando en Joel Derringham. Puedes confiar en mí, porque sabes…
—No hay nada que confiar. Ahora, Margot debes ocuparte más de tu inglés. De otro modo, no tiene sentido que estés aquí. Podrías estar también en el château de tu padre.
—Yo no soy como tú, Minelle. No finjo.
—No estamos discutiendo nuestros caracteres respectivos, sino la necesidad de estudiar.
—¡Oh, Minelle, eres la más enloquecedora de las criaturas! Me asombra que a Joel le gustes. ¡De veras!
—¿Quién dice eso?
—Yo, Marie, y también Sybil. Y supongo que todos. No puedes pasearte tan a menudo con un joven sin que la gente lo advierta. Y sacan sus conclusiones.
—Entonces, son unos impertinentes.
—No le dejarán casarse contigo, Minelle.
Sentí un miedo helado, no por Joel ni por mí, sino por mi madre.
—Es gracioso, realmente…
Comenzó a reírse. Era una de esas ocasiones en que me alarmaba. Su risa era incontrolada y, cuando la tomé por los hombros, estalló en llanto. Se apoyó en mí y me sujetó, su cuerpo esbelto sacudido por los sollozos.
—¡Margot, Margot! —grité—. ¿Qué sucede?
Pero no pude sacarle nada.
*****
Tuvimos nieve en noviembre. Fue uno de los noviembres más fríos de los que tuviéramos memoria. Maria y Sybil no podían venir a la escuela desde la mansión y teníamos pocas clases. Nos esforzamos en mantener caliente la casa, y aunque teníamos fuego de leña en todos los cuartos, el áspero viento del este parecía penetrar por cada rendija. Mi madre pilló lo que llamaba «uno de sus resfriados». Tenía uno todos los inviernos, de modo que al principio presté poca atención a éste. Pero persistió, de modo que la obligué a permanecer en cama, mientras yo continuaba con la escuela. Faltaban tantas alumnas, que no me fue tan difícil.
Comenzó a toser por la noche y, puesto que empeoraba, pensé en llamar a un médico, pero no quiso escucharme. Costaría demasiado, dijo.
—Pero es que es necesario —insistí yo—. Tenemos el cofre de la dote.
Sacudió la cabeza. Por culpa de esa negativa me demoré varios días, pero cuando la vi febril y delirante, pedí al médico que viniera. Tenía congestión pulmonar, dijo éste.
Era una enfermedad seria. No se trataba de uno de los resfriados invernales. Cerré la escuela y me dediqué a atenderla.
Fueron los días más desdichados que había conocido. Verla tendida allí, sostenida por almohadas, con la piel caliente y seca, la mirada vidriosa y aquellos ojos demasiado brillantes, me hacía desgraciada. Hice el terrible descubrimiento de que sus posibilidades de recuperación no eran grandes.
—Queridísima mamá —grité— ¡dime qué debo hacer! Haré cualquier cosa… cualquier cosa si te pones mejor.
—¿Eres tú, Minella? —susurró.
Me arrodillé junto a la cama y le tomé la mano.
—Estoy aquí, querida. No te he dejado desde que enfermaste. Siempre estaré contigo…
—Minella, voy a reunirme con tu padre. Soñé con él anoche. Estaba de pie en la proa de su barco y me tendía las manos. Y yo dije: «Voy hacia ti». Entonces sonrió y me hizo señas. Dije: «Tengo que dejar a nuestra pequeña», y él contestó: «La cuidarán. Lo sabes». Y entonces sentí una gran paz y supe que todo iba a solucionarse.
—Nada puede ir bien si no estás aquí.
—¡Oh, sí, mi amor! Tienes tu vida. Él es un buen hombre. Lo he soñado a menudo… —Su voz apenas se oía—. Es amable… como su padre… Será bueno contigo. Y tú estarás bien. No lo dudes. Eres tan buena como cualquiera de ellos. No, mejor… Recuerda eso, querida…
—Oh, mamá, sólo quiero que te pongas bien. Nada más me importa.
Sacudió la cabeza.
—Para todos nosotros llega el momento, Minella. El mío es ahora. Pero puedo irme… feliz, porque él está allí.
—Escucha —insistí—, vas a ponerte bien. Cerraremos la escuela por un mes. Nos iremos juntas… sólo nosotras dos. Saquearemos el cofre de la dote.
Sus labios se movieron y denegó con la cabeza.
—Bien gastado —murmuró—. Fue dinero bien gastado.
—No hables, queridísima. Ahorra el aliento.
Asintió y me sonrió con tanto amor en los ojos, que apenas pude retener las lágrimas.
Cerró los ojos y comenzó a murmurar. Yo me incliné para escuchar.
—Valía la pena —susurraba—. Mi niña, ¿por qué no?, es tan buena como cualquiera… adecuada para ocupar su lugar entre ellos. Lo que siempre deseé. Como la respuesta a una plegaria… Gracias, Dios mío. Ahora puedo irme feliz…
Me senté junto al lecho, comprendiendo perfectamente sus pensamientos, que eran todos para mí, como lo habían sido desde la muerte de mi padre. Estaba muriéndose. Yo lo sabía y no hallaba consuelo en engañarme. Pero era feliz porque creía que Joel Derringham estaba enamorado de mí y pediría mi mano.
¡Oh, adorada, tonta madre! ¡Qué poco mundana era! Hasta yo, con mi vida de claustro, sabía más del mundo que ella. O tal vez estuviera cegada por el amor. Veía a su hija como un cisne entre gansos… pidiendo que la distinguieran.
Había una sola cosa por la cual me sentí agradecida. Murió feliz… creyendo que mi futuro estaba asegurado.
*****
Fue sepultada en el cementerio de Derringham un amargo día de diciembre… dos semanas antes de Navidad. De pie en el frío viento, escuchando caer sobre su ataúd los terrones de tierra, me hallaba totalmente abrumada por la desolación. Sir John había enviado a su mayordomo para representarlo. Era un hombre muy digno y estimadísimo por los que trabajaban para Derringham. También vino la señora Callan, el ama de llaves. Había uno o dos asistentes de la hacienda, pero yo sólo prestaba atención a mi dolor.
Cuando abandonamos el cementerio, vi a Joel. Estaba de pie junto a la entrada, con el sombrero en la mano. No habló. Sólo tomó mi mano y la estrechó un momento. La retiré. No podía soportar hablar con nadie. Todo lo que quería era estar sola.
La escuela estaba mortalmente silenciosa. Todavía podía oler el ataúd de roble que hasta esa mañana había estado colocado en nuestro comedor sobre caballetes. Ahora el cuarto parecía vacío. No había más que vacío en todas partes… en la casa y en mi corazón.
Fui a mi habitación y descansé en el lecho, pensando en ella y cómo nos habíamos reído y hecho planes juntas; en su gran alivio al pensar que cuando ella no estuviera yo tendría la escuela… hasta después, cuando decidió que Joel Derringham deseaba casarse conmigo y se había regocijado contemplando un futuro brillante y seguro.
El resto del día permanecí sola con mi dolor.
Finalmente me dormí porque estaba agotada, y al día siguiente, al levantarme, me sentí más descansada. El futuro me miraba a la cara con una mirada blanca, porque no podía imaginarlo sin ella. Supuse que continuaría con la escuela, como ella siempre había querido hasta…
Deseché los pensamientos sobre Joel Derringham. Me gustaba, por supuesto, pero aunque me hubiera pedido en matrimonio, no estaba segura de desearlo. Lo que me había alarmado de mi amistad con él era saber que a mi madre se le rompería el corazón cuando descubriera finalmente que no podía casarme.
Los Derringham nunca lo permitirían, aun en el caso de que él y yo lo deseáramos. Margot me había dicho que lo habían destinado a ella, y ésa sería una alianza ventajosa. Al menos, mi querida madre no tendría que sufrir esa desilusión.
¿Qué haría? Tenía que continuar viviendo. Por lo tanto, seguiría con la escuela. Tenía lo que quedaba en el cofre de la dote, que estaba en su habitación. Ese cofre había pertenecido a su tatarabuela, y había ido pasando por las manos de las hijas mayores de la familia. Se metía dinero en él desde que nacía una niña, de modo que para el momento en que fuera casadera hubiera una buena suma. La llave se guardaba en la cadena que mi madre había llevado alrededor de la cintura, y esta cadena también había pasado de generación en generación junto con el cofre.
Encontré la llave y lo abrí.
No había más que cinco guineas.
Quedé sorprendida, porque creí que iba a encontrar por lo menos cien. El caballo y el traje de amazona debían de haber costado mucho más de lo qué había imaginado.
Más tarde, encontré también piezas de tela en su armario y, cuando Jilly Barton vino con un traje de terciopelo que había hecho para mí, supe lo que había pasado.
El dinero del cofre de la dote había sido gastado en comprar ropa para mí, de modo que pudiera mostrarme digna compañera de Joel Derringham.
*****
Desperté en mi primera Navidad solitaria con un sentimiento de enorme desolación. Permanecí en la cama recordando tontamente otras Navidades en las que mi madre había venido a mi cuarto con misteriosos paquetes y gritando: «¡Feliz Navidad, querida!», y en cómo le daba yo mis regalos y nos divertíamos desparramando papeles sobre la cama y lanzando exclamaciones de sorpresa (a menudo fingidas, porque éramos siempre muy prácticas en la elección de presentes). Pero cuando declarábamos, como lo hacíamos a menudo: «¡Es exactamente lo que quería!», lo era invariablemente, porque conocíamos a la perfección nuestras necesidades. Y ahora estaba sola. Había sido demasiado repentino. Si hubiera estado enferma durante algún tiempo, me hubiera acostumbrado a la idea de que tenía que perderla y tal vez eso hubiera suavizado el golpe. No era una anciana. Me rebelé contra el destino cruel que me había privado del ser amado.
Entonces me pareció oír su voz reprendiéndome. Debía continuar viviendo. Tenía que conseguir que mi vida fuera afortunada y no lo conseguiría nunca si me abandonaba a la amargura.
El dolor es siempre más difícil de soportar en los días festivos, y el motivo es la autocompasión. Ése parecía un razonamiento de mi madre. El hecho de que otros estuvieran disfrutando de la vida no debía ser motivo de infelicidad para una.
Me levanté y me vestí. Había sido invitada a pasar el día con los Manser, que arrendaban una porción de las tierras de Derringham. Mi madre y yo habíamos pasado las Navidades con ellos durante varios años y habían sido buenos amigos para nosotras. Tenían seis hijas y todas habían estado en la escuela. Las dos más jóvenes seguían yendo. Eran dos niñas robustas, destinadas seguramente a ser esposas de granjeros. Había un hijo también, Jim, algunos años mayor que yo, que era ya la mano derecha de su padre. La granja Manser siempre nos había parecido una casa de abundancia. A menudo nos enviaban carne de oveja y de cerdo, y mi madre solía decir que nos proveían de leche y mantequilla.
La señora Manser nunca dejaba de agradecer la educación que habían recibido sus niñas. Estaba muy por encima de sus posibilidades enviar a las niñas a una escuela en otro sitio y no pertenecían a la clase que empleaba gobernantas, de modo que cuando mi madre abrió una escuela tan cerca los Manser dijeron que era como una respuesta a sus plegarias. Había otras varias familias en la misma situación, y es por eso que habíamos tenido suficientes alumnas como para mantener la escuela.
Fui a casa de los Manser cabalgando a Dote, y todos me recibieron cariñosamente, lo que resultaba muy conmovedor. Procuré apartar mi dolor y mostrarme tan contenta como fuese posible dadas las circunstancias. Apenas pude comer el ganso que la señora Manser había preparado con tanto amor, pero hice lo posible por no entristecer el día. Me uní a los juegos que practicaron después y la señora Manser me empujó a hacer pareja con Jim, de modo que pude ver lo que pensaba. Hubiera sido divertido, si no hubiera estado yo tan triste, ver cómo los que me querían estaban ansiosos por asegurar mi porvenir.
No podía creer que yo pudiese ser una buena esposa para un granjero, pero al menos la solución de la señora Manser era más razonable que las fantasías que se había permitido mi madre.
La señora Manser insistió en que pasara la noche y el día siguiente con ellos, cosa que hice, agradecida por no tener que regresar a la escuela solitaria.
Regresé mediada la tarde del día siguiente. La escuela comenzaría a principios de la próxima semana y tenía que preparar el programa. Apenas podía soportar el silencio de la casa, la silla vacía, las habitaciones solitarias. Deseaba irme.
No había estado una hora en la casa cuando llegó Joel.
Cogió mis manos y me miró con tanta compasión que apenas pude disimular mi dolor.
—No sé qué deciros, Minella —dijo.
—Por favor, no digáis nada —contesté—. Es mejor así. Hablad… hablad de cualquier cosa, pero no…
Asintió, soltando mis manos. Me dijo que había pensado en mí durante las fiestas y había venido la mañana de Navidad sin encontrarme. Le expliqué dónde había ido, y le hablé de la amabilidad de los Manser.
Sacó una caja de su bolsillo y dijo que tenía un pequeño presente para mí. La abrí y había un broche sobre terciopelo negro: un zafiro rodeado de diamantes rosados.
—Me atrajo el zafiro —dijo—. Pensé que era del color de vuestros ojos.
Yo estaba sofocada por la emoción. Desde la muerte de mi madre, cualquier muestra de amabilidad me conmovía fácilmente. Era un hermoso broche, mucho más valioso que cuanto hubiera poseído yo hasta entonces.
—Fue muy amable de vuestra parte pensar en mí —dije.
—He pensado mucho en vos… todo el tiempo…
Yo asentí y me volví. Luego tomé el broche y él me miró mientras lo prendía en mi vestido.
—Gracias —dije—. Lo guardaré siempre.
—Minella —dijo—, quiero hablaros.
Su voz era suave y algo atemorizada. Con los ojos de la imaginación veía la mirada sonriente de mi madre, la curva feliz de sus labios. ¿Podría ser realmente?
Me acometió el pánico. Quería tiempo para pensar… para acostumbrarme a mi soledad… a mi desdicha.
—Algún día… —comencé.
—Os veré mañana —dijo—. Tal vez podamos cabalgar juntos.
—Sí —repliqué—. Por favor.
Se fue y yo permanecí sentada un largo rato mirando, frente a mí.
Tenía conciencia de una gran serenidad en la casa. Era casi como si mi madre estuviera allí. Casi podía oír los compases de «Corazón de roble».
*****
Pasé una noche inquieta tratando de decidir qué diría si Joel me pedía que me casara con él. El broche era tal vez un símbolo de sus intenciones, que yo estaba segura de que eran honorables. Con un hombre como Joel no podía ser de otra manera. Me pareció escuchar la voz de mi madre, urgiéndome a no vacilar. Eso sería tonto. Imaginé que estábamos juntas y discutíamos el asunto. «No lo amo como se debería amar al hombre con el que una se casa». Pude ver fruncirse sus labios, como los había visto a menudo cuando expresaba desprecio por un punto de vista. «No sabes nada de amor, niña. Ya vendrá. Es un buen hombre. Puede darte lo que siempre ambicioné para ti. Comodidad, seguridad y amor suficiente para los dos… eso para empezar. No podrías evitar amar a un hombre como ése. Veo a vuestros pequeños jugando en esos prados cerca del reloj de sol donde os conocisteis. ¡Oh, la alegría de los pequeños! Sólo tuve uno, pero después de la muerte de tu padre, fue todo el mundo para mí». Madre adorada, ¿estás segura? A menudo tenías razón, pero ¿sabes lo que es mejor para mí?
Nunca hubiera podido hablarle de mis sentimientos cuando el conde me había abrazado y besado. Se había producido en mí una especie de tumulto, algo bastante aterrador y sin embargo irresistible. Trajo consigo la comprensión de que había algo que yo no entendía, pero que debía entender antes de entrar en el matrimonio. El conde me había hecho comprender que Joel no podía tener ese efecto sobre mí. Eso era todo.
Podía escuchar la suave risa de mi madre.
«¡El conde! Un notable galanteador. ¡Un hombre desagradable e incomodo! El hecho de que se comportara como lo hizo, demuestra que es un hombre malo. ¡Y su mujer durmiendo en el cuarto contiguo! Piensa en el honrado y gentil Joel, que nunca haría nada deshonroso y podría darte lo que siempre quise para ti».
«Lo que siempre quise para ti». Esas palabras resonaban en mi cerebro.