Marco Celere halló una forma de salir del aprieto. En vez de esperar de brazos cruzados a que Josephine cambiase de opinión, y temiendo que ese momento no llegase, estableció una conferencia desde el teléfono del hotel. Preston Whiteway contestó como si llevara toda la noche esperando noticias de Fresno.
—¿Volará?
—Soy Marco Celere, inventor de su aeroplano y mecánico jefe.
—Ah… ¿Y bien? ¿Volará?
—Tengo entendido que el señor Bell está hablando con ella del asunto mientras desayunan —contestó Celere de forma zalamera—. Todavía queda tiempo; el campo está cubierto de una niebla baja que el sol no ha despejado aún. Pero tengo una proposición que hacerle. Aunque Josephine no pueda ganar la Copa Whiteway, su máquina sí que puede.
—¿De qué está hablando?
—Si ella se niega a terminar la carrera, yo recorreré la última etapa desde Fresno y ganaré la competición por ella.
—Eso va contra las normas. Un piloto, una máquina, hasta el final.
—Somos hombres de mundo, señor Whiteway. Son sus normas. La Copa Whiteway es su carrera. Seguro que puede cambiar sus propias normas.
—Señor Celere, es posible que usted sepa algo de la fabricación de máquinas voladoras, pero no sabe nada en absoluto de los lectores de periódicos. Están dispuestos a comprar cualquier mentira que publiques, a menos que sea una mentira sobre algo que les hayas convencido para que amen. Ellos aman a Josephine. Quieren que gane. Les importa un bledo su máquina voladora.
—Pero sería muy bueno para la aviación… —suplicó Celere.
—Y todavía mejor para usted. No nací ayer.
La línea se cortó por el auricular de Celere.
Celere escuchó fuera del comedor del hotel. Oyó a Bell hablar en tono de urgencia. Luego oyó a Josephine decir alto y claro:
—No.
Celere salió a toda prisa al campo de aviación y se dirigió a su aeroplano. La niebla seguía siendo espesa, y apenas podía ver las máquinas de Joe Mudd e Isaac Bell. Los mecánicos de la agencia Van Dorn que trabajaban para Josephine lo observaban con suspicacia a pesar de que él había estado dirigiendo sus esfuerzos desde Yuma, en Arizona.
—Deberíamos arrancar el motor —dijo.
—¿Por qué? Ella no va a ir a ninguna parte.
—El señor Bell es muy persuasivo. Puede que todavía convenza a Josephine para que cambie de opinión. Llenemos los depósitos, pongamos en marcha el motor y calentémosle la máquina.
Los hombres se miraron.
—No veo a los mecánicos de Joe Mudd holgazaneando esta mañana —dijo Celere—. Estarán listos cuando se despeje la niebla. ¿No deberíamos estar listos nosotros también? Por si acaso.
Al oír eso se pusieron en marcha. Después de todo, era una carrera y, aunque eran mejores detectives que mecánicos, habían estado compitiendo a diario a lo largo de cuarenta y ocho días y seis mil quinientos kilómetros.
—Empiecen a repostar. Enseguida vuelvo.
Celere se dirigió al pequeño compartimento que le habían ofrecido en el tren. Regresó con un tubo de cartón de un metro de largo y quince centímetros de ancho cerrado en cada extremo, que metió en la barquilla del piloto.
—¿Qué es eso? —preguntó un detective.
—Una bandera del San Francisco Inquirer que Josephine tiene que ondear cuando aterrice en Presidio. ¿Qué le pasa al motor?
—¿A qué se refiere?
—No me gusta cómo suena.
—A mí no me parece que suene mal.
Celere miró al detective-mecánico a los ojos. Acto seguido lució su sonrisa más irresistible.
—Hagamos un trato, señor. Yo no detendré a ningún delincuente, y usted no me dirá que una máquina voladora que suena como esta no se parará de golpe en el cielo.
—Disculpe, Celere. Tiene razón. ¿Qué oye?
—Tráigame la caja de jabón.
Marco Celere subió a la caja, se metió en la barquilla y se puso a toquetear el regulador, acelerando y reduciendo la marcha del Antoinette. Aguzó el oído moviendo la cabeza con gesto de desconcierto.
—Saquen los calzos. Vamos a moverlo un poco.
—Tenga cuidado de no chocar contra algo. No se ve en quince metros a la redonda.
Los mecánicos retiraron los calzos de madera que inmovilizaban las ruedas.
Celere aceleró el motor.
—¿Lo oye? ¿Lo oye?
—No estoy seguro.
—Escuche… Espere, le daré más velocidad.
Abrió el regulador al máximo. El nítido borboteo del Antoinette aumentó hasta convertirse en un rugido. Giró el timón, alabeó las alas, recorrió cincuenta metros a toda velocidad por la hierba, alzó el vuelo y se adentró en la niebla.
Bell ordenó que preparasen su Eagle para volar, pero no había forma de seguir a Celere en medio de la niebla porque nadie sabía qué dirección había tomado. Tenía que esperar a que un controlador ferroviario enviara un telegrama informando de que lo había visto. Casi una hora más tarde, Isaac Bell recibió una llamada telefónica de los detectives ferroviarios Tom Griggs y Ed Bottomley.
—¿Está seguro de que ha atrapado a Harry Frost?
—Lo coloqué personalmente encima de un bloque de hielo en la comisaría de policía de Fresno —respondió Bell.
—Bueno, es que acabamos de sufrir el segundo robo de dinamita en dos días. Un tipo entró en nuestro taller de Merced con una escopeta de diligencia, aterrorizó al pobre empleado y le mandó que cargara noventa kilos de dinamita, detonadores y tenazas de acero en una vagoneta del inspector de la vía, y se marchó. Hemos encontrado la vagoneta en la vía a cinco kilómetros de distancia, al lado de un campo de heno vacío. Ni rastro del tipo, ni de la dinamita ni las pinzas.
—¿Unas pinzas para el hielo? —repitió Bell, desconcertado—. ¿Qué más se llevó?
—¿No le parece suficiente noventa kilos de dinamita?
—¿Qué más?
—¡Un momento! Oye, Tom, el señor Bell quiere saber si ese tipo se llevó algo más… Ah, sí. Tom dice que se llevó una linterna y cable eléctrico.
—¿Qué clase de detonadores eran? ¿De fulminato de mercurio?
—Eléctricos.
—¿Habéis descubierto roderas de camión o de carro?
—Eso es lo raro. Las únicas huellas de ruedas que hemos encontrado estaban en medio del campo. Al lado de la carretera solo había pisadas. Extraño, ¿no cree?
—¡No si vino y se fue en una máquina voladora!
—Oh. No se me había ocurrido… ¿Sigue ahí, señor Bell?
Isaac Bell corría hacia su American Eagle.
—¡Arranca el motor!
El urgente ¡blat!, ¡blat!, ¡blat! del Gnome hizo que Joe Mudd se apartara y dejase despegar a Bell antes que el Liberator. El detective localizó la vía de la línea del Pacífico sur y se dirigió al norte, hacia San Francisco. Disponía de menos de trescientos veinte kilómetros para alcanzar a Marco Celere.
Los detonadores eléctricos, la linterna y el cable robados fueron las pistas que permitieron saber a Bell lo que el italiano pensaba hacer. Había robado los materiales para fabricar una bomba aérea con un detonador eléctrico. Los detonadores con fulminato de mercurio, tan sensibles a cualquier contacto, resultarían letales en una máquina voladora que daba tumbos al despegar y era azotada bruscamente por corrientes de aire en el cielo. Cualquier movimiento repentino provocaría la explosión de la dinamita, y con ella ardería la máquina voladora.
Sin embargo, un detonador eléctrico podía controlarse con un simple interruptor situado entre las pilas de la linterna y los detonadores. Mientras el interruptor estuviese apagado, la dinamita estaría a salvo. Si el interruptor se encendía, la dinamita estallaría.
Celere lo habría manipulado para que pasara a la posición de encendido después de ser lanzada, cuando cayera sobre su objetivo. Habría instalado dos interruptores, uno para activar la bomba en el momento en que estuviera listo para lanzarla y otro que causaría la explosión con el contacto.
Bell no se imaginaba por qué Celere había cogido unas tenazas de acero.
Sin embargo, el resto estaba claro. Whiteway no le había permitido demostrar que su máquina podía ganar la carrera, incluso sin Josephine, situación que no dejaba a Celere ninguna forma de mostrar al ejército italiano que su aeroplano podía ser una máquina de guerra.
El lanzamiento de noventa kilos de dinamita demostraría su valor militar con una explosión que se comentaría en todo el mundo. En cuanto al blanco sobre el que lanzaría su bomba, la respuesta era evidente. Un estafador como Celere era básicamente igual que un pregonero como Preston Whiteway. Los dos tenían un don para conseguir la mayor publicidad posible. Pocos edificios en San Francisco eran tan altos, y ninguno tan famoso, como el del San Francisco Inquirer. La máquina voladora que lo destruyese se convertiría en una noticia que llegaría a los oídos de todos los generales del ejército del mundo.
Y si Whiteway moría en su oficina en el ático del edificio, mucho mejor; Josephine estaría disponible, debía de pensar Celere. Bell sabía que ella no volvería a enamorarse de él, pero Celere no. Según el razonamiento del italiano, mataría dos pájaros de un bombazo: demostraría el poder de su avión de combate y podría casarse con una viuda rica.
Hacía buen tiempo para volar. El viento había amainado. El cielo estaba despejado, y el aire era lo bastante fresco para enfriar el motor y lo bastante abundante para permitirle volar a toda potencia. El motor rotativo Gnome proporcionaría al aeroplano de Bell la velocidad necesaria para adelantar al de Celere. Pero cuando por fin el detective vio la brecha entre las colinas (la vía de ferrocarril se adentraba en ella hacia Oakland), y luego las bahías azules de Oakland y San Francisco, todavía no lo había alcanzado. El italiano podría haberse estrellado por el camino, en el agua o en el bosque, donde Bell no lo hubiera visto. Era posible. Las máquinas acusaban ya el deterioro de tantas horas de vuelo.
Entonces, de repente, Isaac Bell vio con tristeza el punto amarillo que le indicó que Celere estaba cruzando la bahía y acercándose a la ciudad. Volaba más bajo que Bell, tal vez lastrado por el peso de los explosivos o quizá descendiendo para alcanzar el blanco con más facilidad. Su escasa altura ofrecía al detective una ligera ventaja, y la aprovechó empujando hacia delante la barra de mando para acelerar.
Delante de él, destacaba en la bahía de San Francisco el muelle de Oakland, desde donde los trenes eran conducidos hasta los buques de carga y los transbordadores urbanos. Mientras Bell lo sobrevolaba, vio que en el muelle estaba estacionado el famoso tren especial verde oscuro de la línea del Pacífico sur, propiedad del presidente de la misma, Osgood Hennessy. Archie y Lillian habían llegado con Danielle di Vecchio.
Bell estaba alcanzando a Celere.
Se encontraba a gran altura sobre el mar mientras que el italiano todavía no había llegado a la orilla.
El detective sacó su rifle de la barquilla y lo sujetó al pivote. Unas balas de gran potencia que pasaran cerca de la cabeza de Celere deberían obligarlo a centrarse en escapar antes que en lanzar una bomba, una tarea engorrosa cuando el plomo silbaba alrededor.
Pero cuando Bell localizó el monoplano con sus potentes gemelos, se llevó una sorpresa.
Entonces supo por qué Celere había robado las tenazas de acero. Había olvidado que, a pesar de sus defectos, Celere era un técnico muy bueno. El lanzamiento de la dinamita no le resultaría nada engorroso, ni tendría que arrojarla por encima del costado de la máquina.
Las cuatro cajas de dinamita pendían debajo del monoplano, justo debajo de Celere, donde los noventa kilos estarían bien equilibrados, colgados de las tenazas. Bell vio una cuerda que subía del mango de las pinzas por el lateral del aeroplano hasta la barquilla donde Celere estaba sentado.
Para lanzar la dinamita, lo único que tenía que hacer era preparar el interruptor del detonador eléctrico y tirar de la cuerda.
Bell soltó los gemelos y apuntó con el rifle automático Remington. Desgraciadamente, la distancia seguía siendo excesiva. Pero Celere estaba cruzando el bosque de mástiles que señalaba la ubicación del puerto. Estaba a solo unos minutos de la sede de Whiteway en Market Street. Sin pensarlo, Bell se lanzó en picado y ganó un poco más de velocidad. La maniobra supuso un cambio: ahora él también estaba cruzando el puerto, y Celere se encontraba al alcance del rifle del detective. Con todo, el italiano volaba por encima de Bell, ya que este había descendido tanto que casi rozaba los remates de los edificios.
Delante estaba la sede del Inquirer, más alta que todas las construcciones de alrededor, con la pancarta amarilla de la carrera en la cúspide. Bell ajustó el timón de altura, elevó la aeronave, y la máquina de Celere le quedó a tiro. Justo cuando el detective estaba a punto de apretar el gatillo, vio que algo relucía en la terraza exterior del ático en el que estaba el despacho de Whiteway. Bell se llevó los gemelos a los ojos.
Delante del monoplano cargado de dinamita de Celere, en medio de su línea de fuego, unos operadores manejaban unas cámaras de cine. Los dirigía una rubia alta vestida con una blusa blanca y con el cabello recogido para poder inspeccionar lo que veían a través del objetivo. Marion había decidido rodar el final desde el espectacular marco de la azotea sobre la que los aviadores darían vueltas antes de aterrizar en Presidio.
Bell se ladeó bruscamente hacia la derecha para alterar su campo de tiro. Celere volaba derecho hacia el edificio. Estaba a menos de treinta metros más arriba y se acercaba con rapidez cuando Bell vio que alargaba la mano hacia la cuerda.
No podía disparar a Celere sin poner en peligro a Marion.
Pero si no disparaba, Celere lanzaría la bomba.
El detective inclinó su máquina hacia la izquierda. Las alas traquetearon, y los tirantes crujieron. El motor chirrió mientras la hélice cortaba el aire. El American Eagle se elevó, y Bell se apartó de la trayectoria de Celere para cambiar de ángulo y poder disparar. La distancia aumentó radicalmente. Disponía de un segundo para apretar el gatillo. El rifle dio un culetazo. Marco Celere agachó la cabeza. Miró a su alrededor con cara de espanto, y sus ojos se clavaron con asombro en el Eagle de Bell, que se dirigía a toda velocidad hacia él.
Agarró la cuerda que liberaría las bombas, pero era demasiado tarde. Su máquina voladora había dejado atrás el edificio del Inquirer. Ladeó la aeronave para girar y hacer otra pasada.
—Ni lo sueñes —dijo Isaac Bell.
Aprovechando que las personas de la azotea habían quedado a salvo detrás de ellos, Bell disparó de nuevo a Celere. Esa vez se acercó más, a juzgar por el movimiento violento de la cabeza del italiano, quien enseguida realizó un giro ascendente abrupto para alejarse de Bell. El detective lo siguió. El truco, advirtió, consistía en permanecer detrás y seguir la trayectoria de giro de Celere para poder continuar disparando con el fin de alejarlo más y más de su objetivo.
Celere ascendió, y Bell lo siguió. Celere descendió, y Bell hizo lo mismo. Se encontraba tan cerca de él que pudo verle la cara como si estuvieran a punto de iniciar un combate de boxeo. Celere se agachó, buscó algo en el interior de la barquilla y levantó un arma corta que Bell identificó como la escopeta lupa recortada. Los perdigones pasaron silbando entre los tirantes de las alas del Eagle.
—¿Tienes dientes? Pues yo también.
Bell disparó con su rifle giratorio.
La mano de Celere se apartó rápidamente de su palanca de mando como si estuviera al rojo vivo. Bell volvió a disparar.
Celere agitó los alettoni y el timón de dirección, y la máquina remontó el vuelo hacia la bahía de San Francisco. Bell la siguió, pensando en obligarlo a aterrizar sobre el agua. Pero Celere dio la vuelta y regresó a toda velocidad hacia el edificio del Inquirer. Bell realizó un giro más cerrado. El Eagle fue exactamente a donde él lo dirigió, y de repente se dio cuenta de que después de seis mil quinientos kilómetros a través del país estaba cogiéndole el tranquillo a eso de volar.
Se acercó a Celere, le apuntó con su rifle giratorio y soltó el volante para indicarle con gestos que o descendía y aterrizaba, o abriría fuego. Celere levantó la lupa y le disparó a bocajarro. Los perdigones silbaron otra vez, pero la mayoría no dio en el blanco, salvo un proyectil que impactó en la recámara del Remington y lo atascó.
Isaac Bell desenfundó su Browning y acribilló la máquina de Celere a balazos.
El bramido de respuesta de la lupa le hizo saber que Celere no estaba impresionado. Y entonces el italiano aprovechó la ventaja de contar con mayor potencia de fuego: recargó diestramente y disparó en repetidas ocasiones. El escaso alcance de la escopeta salvó a Bell de los impactos mientras Celere volvía a prepararse para lanzar la bomba.
El detective vio que alargaba la mano hacia el cable de activación que cerraría el primer interruptor eléctrico.
Puso el Eagle en trayectoria de choque. Advirtió un pánico repentino en el semblante de Celere. Cuando estaba a punto de embestir contra el costado del monoplano amarillo, Bell giró en el último segundo para cruzarse justo por delante. Celere giró la lupa de doble cañón y siguió a Bell hasta que el detective estuvo tan cerca que pudo ver el fondo de las bocas de la escopeta.
Cuando tuvo la certeza de que no podía fallar, Marco Celere apretó el gatillo de los dos cañones.
Isaac Bell vio surgir llamas de ellos.
Una lluvia de perdigones salió disparada con gran estruendo hacia él, y el detective supo que su táctica había dado resultado. Había ganado la batalla. La hélice giratoria de Celere interceptó los perdigones. El plomo veloz hizo astillas la hélice de madera de dos metros y medio. El monoplano amarillo se tambaleó en el aire. Celere trató de planear ganando velocidad con un giro en picado. La dinamita pesaba demasiado para la máquina voladora repentinamente privada de potencia. En lugar de girar, empezó a dar vueltas. Un ala rozó el antepecho del edificio del Inquirer y se partió.
Al perder el impulso, el monoplano cayó en picado hacia Market Street.
Isaac Bell contuvo el aliento. Ojalá hubiera logrado distraer lo suficiente a Celere para impedirle armar la dinamita. Si Celere cerraba el circuito eléctrico, el aeroplano abatido explotaría con el impacto. A los dos segundos, que se hicieron eternos, la máquina se estrelló pero no explotó, y solo causó daños a su sanguinario inventor y al Rolls-Royce amarillo de Preston Whiteway sobre el que cayó.
Isaac Bell sobrevoló en un círculo el edificio del Inquirer e intercambió gestos de alegría con Marion Morgan.
Luego rodeó Nob Hill y cruzó la ciudad hacia la Golden Gate, el estrecho que conformaba la entrada de la bahía de San Francisco.
Mucho más atrás, vio una mancha roja en el cielo. El Liberator de Joe Mudd estaba acercándose a Oakland. Bell sonrió con sincera satisfacción. A Mudd y su pequeño y robusto biplano tractor solo le faltaban dieciséis kilómetros para ganar la Copa Whiteway. Menuda cara de perplejidad tan graciosa pondría el magnate de la prensa, se dijo Bell.
Delante de él, una mancha de color verde en el extremo de la península que protegía la bahía de San Francisco del océano Pacífico señalaba la situación de Presidio. Parecía que los jardines del puesto militar estuvieran moviéndose, ondeando como un campo de cereales agitado por el viento. Era una ilusión, advirtió Bell a medida que se acercaba, creada por la horda de espectadores que llenaban la plaza de armas, las calles y los tejados de los barracones por decenas de miles. Al acercarse más, incluso vio a algunos encaramados a las copas de los árboles.
El único espacio donde podría aterrizar era la plaza de armas en pendiente situada delante del edificio de infantería (unos barracones de ladrillo rojo en Montgomery Street), vigilada por una compañía de soldados que contenía a la multitud.
Bell se situó de cara al viento salobre, apagó el Gnome para reducir la velocidad y aterrizó la máquina en la estrecha extensión de terreno que el ejército había protegido. El fragor del gentío apagó el ruido de su motor. Recorrió sus caras con la mirada, y se le levantó el ánimo. Entre ellos estaba Archie Abbott, que se sostenía por su propio pie, apoyado en el brazo de Lillian. Bell tardó un instante en percatarse de que la alta morena vestida elegantemente que los acompañaba era Danielle di Vecchio. La joven sonreía con orgullo mientras contemplaba la máquina de su padre. A su lado, menos elegante pero igual de sonriente y orgulloso, estaba Andy Moser. Bell dedujo que la compañía de ferrocarril había despejado la vía para que el Eagle Special de la agencia Van Dorn llegara a San Francisco.
Cuando el detective bajó del American Eagle de un salto, Weiner, el contable, se acercó afanosamente seguido de los numerosos ayudantes que había conseguido en el transcurso de la carrera.
—Enhorabuena, señor Bell.
—¿Por qué?
—Ha ganado.
—¿Qué he ganado?
—La Carrera Aérea Atlántico-Pacífico. La Copa Whiteway es suya.
—¿De qué demonios está hablando, señor Weiner?
El contable le explicó que, mientras protegía a Josephine, había pilotado el monoplano American Eagle a través de Estados Unidos y había aterrizado el primero, con la mejor marca total.
—Yo no participaba en la carrera. ¿Cómo voy a haber ganado?
—Soy un contable acreditado, señor. Yo y mi equipo tomamos nota de cada minuto pilotado por cada participante. Usted ha ganado. Con todas las de la ley.
—Pero no me inscribí. ¡Ni siquiera tengo licencia de vuelo!
Weiner, no tardó en descubrirlo Bell, había aprovechado el tiempo pasado en la carrera para dominar el arte de la promoción, además de la contabilidad.
—Estoy seguro —contestó guiñando el ojo con aire cómplice— de que el señor Whiteway pasará por alto ciertos detalles sin importancia cuando considere cuántos periódicos venderemos haciendo publicidad de un ganador que no solo es un apuesto detective sino que también está comprometido con una hermosa directora de cine rubia. Su público le espera.
Weiner señaló la multitud de fotógrafos y corresponsales listos para abalanzarse sobre el ganador.
—No se preocupe por los detalles, señor Bell, lo convertiremos en el hombre más famoso de Estados Unidos.
A un lado, alejado del bullicio, Bell vio a un vendado Walt Hatfield celebrando tranquilamente la victoria con James Dashwood. Estaban pasándose una petaca y fumando unos puros. Dash tosió al aspirar el humo. El texano le dio una palmada en la espalda. Dash respondió sacando su nueva pistola de cañón corto de la muñeca y, cuando los dos colegas se echaron a reír, Bell pensó que si aceptaba la Copa Whiteway, el hombre más famoso de Estados Unidos sería demasiado conocido para volver a ejercer de detective para la agencia Van Dorn.
Marion Morgan llegó a toda velocidad en un taxi, apremiando a sus operadores de cámara a que colocaran sus trípodes. Dedicó a Bell una sonrisa esplendorosa y lo señaló a sus operadores, con la habitual advertencia severa de sacarlo fuera de plano.
Preston Whiteway llegó justo detrás de ella dando bandazos en una furgoneta de reparto de periódicos conducida por el chófer de su Rolls-Royce destruido.
—¿Quién ha ganado? —gritó.
Weiner, el contable, se volvió con expectación hacia Isaac Bell.
—Lo tiene delante —dijo el detective rubio.
—¿Quién?
Isaac Bell echó un último vistazo al público que lo vitoreaba. A continuación, se dio media vuelta lentamente y señaló al cielo. El Liberator de color «rojo revolución» apareció bamboleándose sobre la colina, se situó de cara al viento del océano y planeó hacia la hierba.
—¿Obreros?
—Albañiles, mamposteros, yeseros y fogoneros de locomotoras.
—¿Los sindicalistas han ganado mi carrera?
—Diga a sus lectores que se lo han ganado trabajando.
Marion, Archie y Lillian se apiñaron alrededor mientras Andy y Danielle ayudaban a Isaac Bell a repostar su máquina voladora. Andy le garantizó que todavía era fiable a pesar de los balazos.
—El padre de Danielle fabricó una máquina muy resistente —repitió el muchacho—, ¿verdad, Danny?
—Elastica! —dijo Danielle, obsequiando a Andy y a Bell con su deslumbrante sonrisa—. Los dos habrían conseguido que se sintiese orgulloso.
—Su padre nos lo puso muy fácil —respondió Isaac Bell.
Acto seguido se volvió hacia Marion Morgan y le tomó la mano.
—Te prometí un paseo.
Marion se acomodó lo mejor que pudo en la barquilla detrás de él y le rodeó la cintura con los brazos. Andy hizo girar la hélice, y Bell aceleró en la hierba. El Eagle ascendió rápidamente en el denso aire marino.
Cuando el único sonido audible fue el del viento susurrando entre los tirantes de las alas, se dio la vuelta y la besó.
—Cariño, no vamos a volver abajo hasta que fijemos la fecha de nuestra boda.
Marion lo besó a su vez. Recorrió con la mirada las bahías azules, las penínsulas verdes y el sol que descendía de las nubes de color escarlata a la inmensidad del océano Pacífico. Volvió a besar a Bell y se inclinó hacia delante para apoyar la cabeza en su hombro.
—Es precioso —dijo—. Quedémonos aquí arriba para siempre.