40

Bell giró hacia la derecha buscando el abrigo de un peñasco. Una bala del calibre 45-70 hendió el aire a quince centímetros de su mejilla. En lugar de precipitarse en pos de cobijo, saltó por delante de la roca y se lanzó a un arroyo estrecho.

Corrió por el lecho del riachuelo seco en silencio, empleando un ojo para mirar al frente y el otro para guiar sus botas a fin de esquivar cualquier cosa que hiciera ruido. El arroyo seguía torciendo hacia la derecha, alejándose de Frost, al mismo tiempo que ascendía la cuesta cada vez más empinada. Bell apretó el paso. Corrió a toda velocidad a lo largo de casi dos kilómetros, subiendo todo el trecho. Cuando por fin se detuvo para recobrar el aliento, lo hizo en un saliente que le permitiría reconocer el terreno que había dejado atrás. Avanzó a rastras lentamente hasta que pudo ver la parte trasera del matorral desde el que Frost había disparado.

A ochocientos metros más abajo, el matorral abarcaba casi media hectárea de ladera. Frost podía estar escondido en cualquier parte o podía haberse retirado cuesta arriba y hallarse en ese momento a la misma altura que Bell. Si hubiera sido listo, habría reculado. Pero Bell apostaba a que Frost había cometido el error de un cazador de piezas grandes que se quedaba quieto o se movía tan solo un breve trecho para tender otra emboscada a su presa. La mayoría de los animales huían cuando se les daba caza, se dijo Bell. Algunos, como la pantera y el elefante, podían embestir en ocasiones. Muy pocos se acercaban sigilosamente para atacar por detrás.

Bell decidió atacar siguiendo otro arroyo poco profundo hasta más allá de otro matorral. Se apartó del saliente para no exponerse a la vista de Frost y empezó a bajar. Permaneció en silencio y se dio prisa, negándose a dar a aquel lunático tiempo para reconsiderar su postura. Cuando el arroyo se hizo demasiado poco profundo para ocultarlo, el detective se arrastró hasta el siguiente matorral y continuó avanzando.

La plomiza bóveda celeste fue atravesada súbitamente por rayos dentados.

Las gotas de lluvia levantaron el polvo.

Una vez más, el viento sacudió el chaparral de hojas duras, primero con aire caliente y luego frío.

De repente Bell resbaló y perdió el equilibrio. Dio una patada a una piedra, que rodó cuesta abajo haciendo ruido.

Un disparo retumbó, y la bala levantó polvo a unos cuatro metros más abajo. Bell cogió enseguida otra piedra y la lanzó hacia la derecha tan lejos como pudo. La piedra cayó con tal estruendo que atrajo más disparos. Frost tendría que preguntarse qué piedra había caído y cuál había sido lanzada. Bell empezó a descender otra vez. El lugar desde el que Frost había disparado con su rifle estaba casi exactamente donde Bell había sospechado. Se había quedado quieto en el matorral, que en ese momento estaba a menos de trescientos metros de distancia. Pero ahora Frost sabía que debía mirar a su espalda.

Sin previo aviso, entró en acción saliendo de la densa maleza y corriendo hacia el refugio que le brindaba una depresión en el terreno que a Bell le pareció la boca de un pequeño cañón. Frost cojeaba, como Tom Griggs había conjeturado, pero aun así avanzaba a una velocidad sorprendente para un hombre de su tamaño. Bell le disparó, pero falló. Cargó un cartucho nuevo en el Winchester dándole a la palanca y permaneció erguido para apretar el gatillo por segunda vez, adelantándose a Frost y calculando el efecto del viento creciente a lo largo de los doscientos metros que los separaban. Su rifle emitió un estallido.

Frost alzó los brazos y su Marlin salió volando por los aires. Estaba demasiado lejos para oírle gritar, pero Bell creyó que lo había herido de gravedad hasta que vio que Frost recogía su rifle del suelo y desaparecía en el cañón.

Isaac Bell corrió cuesta abajo, saltando de montículo en montículo y brincando por encima de arbustos y peñascos. Perdió pie, cayó al suelo y rodó sobre su hombro, pero se levantó de un salto y echó a correr de nuevo con el Winchester siempre en la mano.

Más que verlo, percibió un movimiento fugaz en la boca del cañón y se lanzó al suelo. Una bala de pistola atravesó silbando el aire que él acababa de desocupar. Se pegó el Winchester al pecho, rodó y esa vez se levantó de un salto disparando, cargando un cartucho detrás de otro en la recámara con la palanca y lanzando una descarga cerrada letal que obligó a Frost a retirarse.

Por algún motivo, Frost no estaba usando su Marlin. Bell supuso que el disparo del Winchester que lo había lanzado por los aires había dañado el rifle, en cuyo caso a Frost solo le quedaban las armas de cinto. Irrumpió en el cañón, cuya anchura no era mayor que la de una casa de ciudad, pero parecía adentrarse mucho en la ladera. La maleza obstruía la boca. Bell se abrió paso a través del chaparral lleno de espinas. Unos disparos de pistola retumbaron cerca y le revelaron la posición de Frost, que estaba agachado y hacía uso de su revólver automático Webley-Fosbery de cañón corto con el que había estado a punto de matar a Archie Abbott. Había demasiada distancia para el arma de cañón recortado. Las balas volaban sin discreción, esparciendo astillas de madera.

Bell trató de devolver el fuego. El Winchester estaba vacío.

Frost embistió abriéndose camino a través del matorral como un búfalo. Disparó con su potente pistola mientras reducía la distancia a la mitad y salió del matorral. Era la primera vez que Bell lo veía tan cerca. Tenía un ojo opaco, y la cuenca ocular lucía las cicatrices de las esquirlas de piedra que le habían saltado a la cara cuando Bell le había disparado con el Remington en el arsenal de Chicago. La oreja en la que el detective lo había herido era un apéndice destrozado. La mandíbula que Archie le había roto estaba deforme. Pero su ojo bueno brillaba con la intensidad de un fuego alimentado con gasolina, y corría con el trote imparable de una locomotora.

Bell hincó una rodilla, se sacó de una bota el cuchillo arrojadizo y lo lanzó con fuerza. El arma blanca penetró entre los huesos del antebrazo de Frost, y el letal revólver Webley-Fosbery cayó de sus dedos retorcidos. Antes de que tocase el suelo, Frost sacó una pistola de bolsillo con la mano izquierda.

Bell desenfundó su Browning y disparó dos veces. Sus armas resonaron al unísono. El chaleco de Frost desvió las dos balas de Bell. Uno de los disparos de Frost rozó la mejilla del detective y el otro le dio un tirón en la manga. La pistola de bolsillo de Frost se atascó, y sacó su Browning, un arma mucho menos peligrosa que la pistola. Bell corrió directo hacia él y le arrebató la Browning de un tiro. Frost le asestó un gancho de izquierda que salpicó a Bell de la sangre de su antebrazo perforado.

Bell desvió parte del impacto con el hombro, pero el puñetazo del gigante lo sacudió profundamente y cayó de rodillas. Destellos blancos brillaron ante sus ojos. Las manos le pesaban como el plomo. Percibió que se avecinaba otro puñetazo demoledor, encajó el golpe y propinó a su vez otro a Frost, apuntando a la mandíbula que Archie le había fracturado.

Con el puño fuertemente cerrado alcanzó de lleno al coloso, le hizo tambalearse y le arrancó un gruñido de dolor. Pero Frost se dio la vuelta y le dio un golpe de revés que derribó al detective al suelo. Frost recogió su rifle estropeado y lo blandió como si se tratara de una larga porra de acero. Bell sacó rápidamente su pistola de cañón corto de debajo del sombrero.

—¡Suelta el rifle! —dijo—. Eres hombre muerto.

Frost seguía blandiendo el arma.

El detective apretó el gatillo.

Un resplandor y una explosión cincuenta veces más estruendosa que un disparo de pistola hicieron que el rifle saliera despedido dando vueltas a doce metros de distancia. Harry Frost se desplomó tras el brusco impulso. Isaac Bell se levantó y permaneció de pie a casi dos metros de él, con los oídos zumbándole y mirando con asombro a su adversario abatido. El olor a carne chamuscada flotaba en el aire. Frost tenía la cara ennegrecida, la barba quemada, la camisa y los pantalones ardiendo, y las suelas de las botas arrancadas.

La vida estaba abandonando los ojos de Frost. Aspiró a través de sus labios carbonizados, pero su voz seguía sonando fuerte, áspera y llena de desprecio.

—No me has dado. Un rayo ha alcanzado mi rifle.

—Te tenía a tiro. El rayo solo te ha dado primero.

Frost soltó una risa amarga y ronca.

—¿Por eso no os rendís nunca los detectives de Van Dorn? ¿Tenéis a los dioses del tiempo de vuestra parte?

Isaac Bell contempló triunfalmente al criminal moribundo.

—No he necesitado a los dioses del tiempo —dijo en voz queda—. Tenía a Wally Laughlin de mi parte.

—¿Quién narices es Wally Laughlin?

—Era un vendedor de periódicos. Tú los asesinaste a él y a dos amigos suyos cuando volaste con dinamita el depósito de periódicos de Dearborn Street.

—¿Vendedor de periódicos…? Ah, sí, ya me acuerdo. —Frost se estremeció de dolor y, haciendo un gran esfuerzo, volvió a burlarse—. Ya me enteraré en el infierno. ¿Cuántos años tenía?

—Doce.

—¿Doce? —Frost se recostó—. Los doce fueron mi gran año. Había sido un enano del que todo el mundo se aprovechaba. Entonces, de repente, empecé a crecer y crecer, y todo me fue bien. Gané mi primera pelea. Formé mi primera banda. Maté a mi primer hombre… El tipo tenía veinte años, era un adulto.

Una mueca espantosa que pretendía ser una sonrisa torció los labios quemados de Frost.

—Pobrecito Wally —murmuró sarcásticamente—. Quién sabe lo que podría haber sido de ese cabroncete.

—Dejó su impronta —dijo Isaac Bell.

—¿Cómo lo hizo?

—Tenía buen corazón.

Bell recogió sus armas.

Harry Frost gritó detrás de él. De repente, su voz reflejaba miedo.

—¿Vas a dejarme aquí para que muera solo?

—Tú has dejado morir sola a mucha gente.

—¿Y si te contara algo que no sabes de Marco Celere?

—Marco Celere apareció en Yuma hace tres días, sano como un roble. Huiste del único asesinato que no cometiste.

Frost se incorporó apoyándose en un codo y le espetó:

—Lo sé.

Intrigado, Bell se arrodilló al lado del hombre moribundo, buscando en sus manos un cuchillo oculto u otra pistola de bolsillo guardada en sus prendas quemadas.

—¿Cómo?

—Marco Celere apareció en Belmont Park hace seis semanas.

—A mí me ha dicho que hace seis semanas se encontraba en Canadá.

—No. Estaba en plena carrera —dijo Frost con voz estridente—. Pavoneándose por el campo de aviación como si fuera el dueño. Los puñeteros detectives de Van Dorn no os disteis cuenta.

—¡Platov! —exclamó Bell—. ¡Claro!

Marco Celere era el saboteador, aunque demostrarlo en un tribunal de justicia sería casi imposible.

—Un poco tarde, señor detective —dijo con desprecio Frost.

—¿Cómo lo viste?

—Él me vio una noche que intentaba acercarme a la máquina de Josephine. Se dirigió a mí en persona y me ofreció un trato.

—Me imaginaba que lo matarías nada más verlo —dijo Bell.

—¿Sabes esa escopeta de diligencia que los italianos llaman lupa? Me estaba apuntando a la cabeza con una. Con los dos percutores amartillados.

—¿Qué trato te ofreció?

—¿Debo hacerte un regalo por el pequeño Wally? —preguntó Frost con sorna—. ¿Información que pueda serte útil para atrapar a Celere? ¿Crees que si te hago un favor se portarán bien conmigo en el infierno?

—Me parece que no tendrás una oportunidad mejor. ¿Cuál era el trato?

—Si yo aplazaba la muerte de Josephine hasta que ella ganase la carrera, Marco me llevaría a un sitio donde podría vivir escondido con todos los lujos hasta el último de mis días.

—¿Dónde se supone que está ese paraíso? —preguntó con escepticismo Bell.

—En África del Norte. En Libia. Las colonias turcas que Italia va a conseguir en África del Norte. Celere me aseguró que estaríamos completamente a salvo y que viviríamos como reyes.

—Parece palabrería de estafador.

—No. Celere conoce su oficio. Yo he estado allí y lo he visto con mis propios ojos. Los otomanos (los turcos) están en las últimas, e Italia es tan pobre y está tan densamente poblada que se muere de ganas de hacerse con sus colonias. Así que Celere está preparándose para convertirse en el niño mimado del ejército italiano suministrándole máquinas de guerra aéreas. Será el héroe nacional cuando Italia venza a Turquía con sus aeroplanos armados con ametralladoras y sus bombarderos pesados. Pero sabe que tiene que demostrar lo que vale. Solo comprarán sus máquinas si Josephine gana la carrera.

—¿Por qué no aceptaste?

La ira contrajo el rostro desfigurado de Frost.

—Ya te lo he dicho, no soy tonto. Si él estaba tan bien establecido en África del Norte como para protegerme, entonces tendría la llave de mi celda. Sería como volver al orfanato.

—¿Por qué no te voló la cabeza con su lupa?

—Celere es como un malabarista, siempre tiene un montón de pelotas en el aire. Estaba seguro de que tú protegerías a Josephine, y esperaba que yo cambiase de opinión… y que matase a Whiteway cuando llegó el momento.

—¿Qué momento?

—La boda. Sabía que Whiteway iba detrás de Josephine. Marco creía que yo me pondría tan furioso que mataría a Whiteway, y Josephine heredaría el dinero y se casaría con él. Y si luego yo la mataba a ella también, él se quedaría con todo.

El ojo bueno de Frost buscó los dos de Bell.

—Marco empezó todo esto. Tiene muchos humos. Así que pensé que la venganza más dulce sería que el malabarista viera caerse todas sus pelotas.

—¿Otro motivo para matar a Josephine? —preguntó Bell.

—Marco sabía que el biplano de Stevens no ganaría la carrera. Necesitaba que Josephine demostrase que sus máquinas voladoras pueden ser máquinas de combate.

Bell sacudió la cabeza.

—Ella solo quiere volar.

—Yo le di la oportunidad y la utilizó contra mí. Se merece que la maten —susurró Frost.

—Te estás muriendo con los labios llenos de odio.

Isaac Bell se alegró profundamente de encontrar a Walt Hatfield sentado bajo la lluvia sujetándose la cabeza.

—Parece que un órgano de vapor estuviera sonando donde antes estaba mi cerebro.

Bell lo acompañó al Rolls-Royce y condujo el vehículo hasta el puente de caballetes, mientras Walt echaba sapos y culebras con cada bache del camino. Los mecánicos habían reparado el tren de aterrizaje del American Eagle. Bell acomodó a Walt en un vagón. A continuación despegó y se dirigió a Fresno, la última parada nocturna antes de San Francisco. La máquina amarilla de Josephine y el biplano tractor rojo de Joe Mudd se hallaban amarrados a unos cincuenta metros de distancia el uno del otro en un terreno de feria embarrado. Joe Mudd, apoyado en sus muletas, bromeaba con los mecánicos que trabajaban en su tren de aterrizaje.

—¿Un aterrizaje forzoso? —preguntó Bell.

Mudd se encogió de hombros.

—Solo una pierna rota. La máquina está bien. En general.

—¿Dónde está Josephine?

—Ella y Whiteway están en el hotel de la feria. Yo que usted no me acercaría.

—¿Qué ocurre?

—Hay tormenta.

Bell hizo señas a los detectives-mecánicos de Josephine, que estaban transportando herramientas y accesorios para Marco Celere, quien sacudía la cabeza encima del motor de la aviadora.

—No perdáis de vista a Celere. No dejéis que se acerque a la máquina de Joe Mudd.

—¿Y si se da a la fuga? —preguntó Dashwood.

—No lo hará. Celere no irá a ninguna parte mientras exista la menor posibilidad de que Josephine gane la carrera.

Fue al hotel de la feria. Preston Whiteway había alquilado la planta superior del edificio de dos pisos. Bell subió la escalera apretando el paso cuando oyó al editor gritando a pleno pulmón. Llamó a la puerta con insistencia y entró. Whiteway se erguía sobre Josephine, que se había hecho un ovillo en un sillón del salón y miraba la alfombra.

Whiteway vio a Bell y, en lugar de preguntar qué había pasado con Harry Frost, gritó:

—¡Hágala entrar en razón! ¡A lo mejor a usted le hace caso!

—¿Qué ocurre?

—Mi mujer se niega a terminar la carrera.

—¿Por qué?

—No quiere decírmelo. Puede que a usted se lo diga. ¿Dónde demonios está mi tren?

—Acaba de llegar.

—Estaré en San Francisco para el final de la carrera.

—¿Dónde está Marion?

—Se ha adelantado con sus cámaras —respondió Whiteway. Bajó la voz en un ronco aparte que Josephine podría haber oído desde el país vecino y suplicó—: A ver si puede hacerla entrar en razón. Está desperdiciando una oportunidad única en la vida.

Bell asintió silenciosamente con la cabeza por toda respuesta.

Antes de que saliera de la estancia, Whiteway se fijó en Bell por primera vez desde que este había entrado.

—Parece que hubiera estado luchando contra unos osos.

—Debería haber visto cómo acabó el otro.

—Sírvase un whisky.

—Pienso hacerlo —dijo Isaac Bell.