El único ruido que Isaac Bell oía era el del viento que parecía zumbar a través de los tirantes del ala mientras planeaba con su máquina amarilla describiendo suaves círculos descendentes. Las reses de ganado vacuno pastaban plácidamente debajo de él y una bandada de pelícanos blancos seguía su rumbo, lo que demostraba que estaba sobrevolando el suelo con el silencio de un cóndor.
Una tormenta procedente del lejano Pacífico pasaba por encima de las montañas de la costa, y la sombra que su máquina proyectaba oscilaba conforme los fragmentos de nube que desfilaban a toda velocidad por delante de los gruesos nubarrones ocultaban parcialmente el sol. Cuando su sombra cruzó las colinas onduladas trazando curvas perezosas, Bell maniobró con cuidado para que no se posara sobre el Thomas Flyer que corría delante de una estela de polvo por la vía corta del ferrocarril.
Había tres hombres en el vehículo. Bell estaba a demasiada altura para identificarlos, incluso con los gemelos. Pero la gran corpulencia de la figura encorvada en el asiento trasero del descapotable y la flecha de lona que había sido desviada de la vía principal, junto con el intento del pobre Eustace por sabotear su motor, todo ello hacía pensar al investigador que sin duda se trataba de Harry Frost.
Había visto la estela de polvo dieciséis kilómetros después de seguir la flecha de lona en el cruce del Baile de la Serpiente e inmediatamente había apagado el ruidoso Gnome. Josephine estaba a salvo en tierra cincuenta kilómetros más atrás, furiosa por el retraso a pesar del receso oficial aprobado por Preston Whiteway para permitir a Bell atrapar a Frost.
El detective giró hacia atrás en dirección al cruce y volvió a arrancar el Gnome. Cuando vio la larga línea amarilla que formaba el Josephine Special, se lanzó en picado hacia el tren, pasó en vuelo rasante sobre la cubierta del vagón hangar, que estaba llena de detectives armados con rifles, dio otra vez la vuelta y guió el tren detrás del Thomas, elevándose solo a ciento cincuenta metros por encima de la locomotora.
A los diez minutos pensaba que ya lo habían alcanzado, pero la vía estaba vacía y la estela de polvo había desaparecido. Un arroyo seco y ancho apareció delante; una depresión en el terreno ondulado que se visualizaba a medida que la vía giraba junto a las estribaciones de la cadena montañosa de la costa. Un puente de caballetes largo hecho de madera cruzaba el hecho.
El detective sostuvo el volante de mando con una mano y escudriñó el puente con los gemelos. El laberinto de madera ofrecería un excelente refugio a unos hombres con rifles. Y podrían haber escondido el Thomas Flyer a su sombra. Pero no vio ni a los hombres ni el automóvil. De repente oyó dos explosiones bruscas, más estruendosas que el rugido del Gnome. Sabía que no eran disparos. Tampoco procedían del puente, sino justo debajo de él, como si surgieran de la locomotora.
La gran Atlantic negra redujo la velocidad repentinamente. Sus ruedas motrices hacían brotar chispas en los raíles mientras el maquinista trataba de detener el largo tren lo más rápido posible. Las sonoras explosiones, comprendió Bell, habían sido provocadas por torpedos, cápsulas detonantes de fulminato de mercurio sujetas a los raíles con abrazaderas de plomo para avisar de que había problemas más adelante. Cuando una locomotora pasaba sobre ellas, explotaban y armaban suficiente ruido para que el maquinista y el fogonero las oyeran por encima del rugido de la caldera y el estruendo del vapor.
Bell vio que salía humo blanco de las zapatas de freno que había debajo de cada vagón, y el tren paró con gran estrépito en mitad del puente de caballetes. Inmediatamente, la locomotora expulsó cinco bocanadas de vapor por el silbato. Los cinco silbidos indicaron al guardafrenos que debía saltar del vagón de cola, el coche privado de Preston Whiteway, e ir corriendo por la vía al tiempo que ondeaba una bandera roja para advertir a los trenes que iban detrás de que el especial se había detenido de improviso debido a una emergencia y estaba bloqueando la vía. Para entonces Bell ya había sobrevolado el tren y el puente.
Percibió el destello de un rayo de sol en un cristal.
En ese mismo instante, vio que el Thomas aparcaba a la sombra de un cobertizo de mantenimiento ferroviario. El sol volvió a destellar en una mira telescópica. Bell contó dos rifles, apoyados en el tejado del cobertizo, que escupían fuego rojo.
Era una trampa tendida de manera brillante: el tren detenido como distracción, el firme emplazamiento de tiro, la conmoción de la sorpresa. Y Bell sabía que si él hubiera sido la joven aviadora cuyo nombre estaba pintado en el lateral de su monoplano amarillo, Frost la habría matado con la segunda descarga de disparos porque ella se habría desviado instintivamente y, de ese modo, le habría ofrecido un blanco mayor de costado.
Isaac Bell se lanzó en picado hacia el cobertizo, se desvió en el último momento para no apuntar a la hélice y vacío la recámara de su Remington de cinco balas con tanta rapidez que el sonido de los disparos se fundió en un único cañonazo. Mientras volvía a ascender y daba la vuelta, vio que había alcanzado a los tiradores apostados a cada lado de Frost. Extrajo el cargador vacío, introdujo uno lleno y volvió a lanzarse en picado.
Frost no le disparó. Bell se preguntó si le habría dado también a él y, en tal caso, si lo habría herido de gravedad. Pero no, Frost estaba poniendo en marcha el Thomas. Arrancó el motor dando a la manivela, saltó al vehículo y se encaramó a la vía. A continuación, para asombro de Bell, bajó de un brinco del automóvil y se arrodilló durante un momento al lado de los raíles.
Frost subió de nuevo al Thomas y se dirigió a las colinas.
Habían transcurrido menos de diez segundos desde el inicio del tiroteo. Los detectives todavía estaban saltando del vagón hangar. Bell ladeó bruscamente la máquina para perseguir al Thomas, pero cuando el Eagle se inclinó de lado, su conocimiento de la despiadada crueldad de Harry Frost le hizo mirar con detenimiento dónde se había arrodillado.
Vio humo, una fina estela de humo.
Sin vacilar, Isaac Bell apagó el motor, empujó hacia delante el volante y descendió con el Eagle hacia la vía férrea. En mitad del humo, avanzando por el raíl, había un reguero de fuego en movimiento. Harry Frost se había arrodillado en la vía y, con sangre fría, había encendido una mecha, la mecha que había robado en el taller de mantenimiento de Burbank junto con los detonadores y la dinamita.
Bell reparó en que había llenado el puente de explosivos. Había planeado un ataque doble: abatir a Josephine a tiros y volar por los aires el tren de Preston Whiteway, junto con todos los detectives de la agencia que viajaban en él.
Bell hizo descender el Eagle y situó los patines sobre los raíles. El impacto fue tal que la máquina rebotó y pareció que iba a elevarse otra vez. Habría sido más seguro encender el motor y ascender de nuevo, pero no había un momento que perder. El detective aterrizó bruscamente la máquina y notó que los patines se hacían añicos sobre las traviesas. Desprendiendo astillas de madera y emitiendo un chirrido metálico de protesta, el Eagle se deslizó por la vía de ferrocarril. Bell saltó del aeroplano y echó a correr en cuanto se posó en el suelo.
El humo avanzaba a toda prisa delante de él y cobraba velocidad a medida que se acercaba al puente de caballetes. Bell empezó a correr más y más, ganándole terreno, y estaba a escasos metros de apagar la mecha cuando el humo se deslizó por el borde del barranco y descendió por debajo del puente, donde él no podía alcanzarlo.
—¡Dé marcha atrás! —gritó, corriendo sobre los caballetes—. Salga del puente.
No había tiempo para eso. Vio que el maquinista se quedaba boquiabierto en su cabina y que sus detectives corrían para ayudarlo, ajenos al peligro. Dashwood se hallaba entre ellos.
—¡Dash! —gritó—. Hay una mecha detonadora debajo de la vía. ¡Dispárale!
Bell descendió por el borde y bajó entre las vigas de madera que había debajo del puente. Vio la mecha que unía un tablón con otro, ardiendo intensamente. Dash se apresuró y bajó también por un lado, descendió entre los maderos y vio un punto de fuego a quince metros de distancia. Al tiempo que se agarraba a un tablón con un brazo, el joven detective desenfundó su Colt de cañón largo, apuntó y disparó. La bala lanzó astillas por los aires. Pero la mecha continuó encendida. Dash volvió a disparar. La llama de la mecha brincó y osciló, sin apagarse.
Bell avanzó por debajo de la vía saltando de viga en viga. Delante de él, a la sombra de la locomotora, vio la dinamita: docenas y docenas de cartuchos, suficientes para destruir el puente, el tren y a todos los que viajaban en él. Dash volvió a disparar. La llama de la mecha siguió su avance.
Isaac Bell saltó a un travesaño horizontal, sacó con cuidado la Browning de su chaqueta y disparó.
La llama móvil desapareció. Una voluta de humo apareció en su lugar, osciló, azotada por una ráfaga de viento, y se desvaneció como si la mecha fuese una vela que alguien hubiera apagado para poner fin a una agradable velada.
Bell subió con dificultad a la vía y corrió hacia el tren a fin de dar órdenes.
Si bien los detectives-mecánicos de Van Dorn que acompañaban a Josephine eran buenos tipos, eran hombres de ciudad, lo que significaba que al aire libre no sabían desenvolverse.
—Arrancad el coche de Whiteway y bajadlo por la rampa —les dijo—. Desactivad la dinamita de debajo del puente. Luego arreglad los patines de mi máquina para que pueda volar.
»¡Dash! Cubre a los chicos que trabajan en el American Eagle. Dispara a Frost a la cabeza si esa sabandija vuelve sobre sus pasos. —Hizo un gesto a Dash para que se aproximase y añadió murmurando—: No dejes que Celere se acerque a mi máquina. Ah, por cierto, sé que tu madre te regaló ese Colt, pero lo aceptaría gustosamente si dejaras que mi armero te consiguiera una Browning en condiciones.
»¡Walt! ¡Ven conmigo!
Bell saltó al Rolls-Royce amarillo de Preston Whiteway. Walt Hatfield se metió apretujado a su lado con un par de Winchester de palanca, salieron del puente y corrieron por la vía de ferrocarril hacia las estribaciones de la cordillera de la costa.
Después de cinco kilómetros de cuesta cada vez más empinada y de maleza y grupos de árboles bajos que invadían la pradera, encontraron el Thomas Flyer parado en mitad de la vía con dos neumáticos pinchados por unos pernos sueltos. Walt Hatfield localizó el rastro de Frost, primero por el balasto desprendido del terraplén del ferrocarril por el que había bajado corriendo y luego por sus huellas entre la hierba que les llegaba a las rodillas.
Bell apuntó a los matorrales y los afloramientos rocosos que había delante con un Winchester mientras Hatfield se desplazaba a grandes zancadas de una marca en la tierra a una brizna de hierba doblada y luego a una ramita partida. Bell era un rastreador experimentado, pero Walt podía interpretar los indicios y las huellas en el terreno como los comanches que lo habían criado.
Por encima de las colinas, tronó y relampagueó dentro de los orondos nubarrones. El viento les lanzó una ráfaga fría a la cara y luego una caliente.
Un arrendajo azul salió volando de una arboleda de encinas a ochocientos metros de ellos.
Era una distancia muy larga para un rifle, pero Bell gritó:
—¡Al suelo!
Un disparo resonó en las colinas. Walt se desplomó a su lado.