Un bullicioso y colorido parque de atracciones montó sus carpas y barracas cerca de Dominguez Field, justo al sur de Los Ángeles. Los feriantes estaban haciendo su agosto con el excedente del cuarto de millón de espectadores que llegaban en tropel para presenciar el vuelo y el aterrizaje de los dos últimos contrincantes de la Copa Whiteway, así como para despedirlos a la mañana siguiente cuando partieran hacia Fresno.
Eustace Weed estaba muerto de miedo ante la inminente orden de sabotear el aeroplano de Isaac Bell y no tenía el menor deseo de ir al parque de atracciones. Pero el señor Bell insistió en que «en la vida no todo es trabajar». Acompañó su observación con cinco dólares y órdenes estrictas de que no regresase de la feria sin habérselos gastado. Un amigo del señor Bell, un chico de la edad de Eustace llamado Dash que había estado rondando por allí, apostando mucho dinero en la carrera desde Illinois, se fue con Eustace del parque ferroviario y acordó reunirse con él más tarde para volver al tren de refuerzo.
Eustace ganó un oso de peluche derribando botellas de leche de madera con una pelota de béisbol. Estaba considerando enviárselo por correo a su amada Daisy o entregárselo en persona (como si de algún modo todo fuese a salir bien) cuando el viejo charlatán desdentado que le dio el premio susurró con voz ronca:
—Ha llegado tu momento, Eustace.
—¿Qué?
—Mañana por la mañana. Échalo en el depósito de gasolina de Bell justo antes de que despegue.
—¿Y si me descubre?
—Escóndelo en la palma de la mano cuando llenes el tanque para que no lo vea.
—Pero es muy avispado. Podría darse cuenta.
El anciano desdentado dio una palmada a Eustace en el hombro de forma cordial.
—Mira, Eustace, no sé de qué va todo esto ni quiero saberlo. Lo único que sé es que los tipos que me dijeron que te transmitiera el mensaje son más malos que la tiña. Así que te recomiendo que sea quien sea ese avispado Bell, más vale que no te descubra.
En el centro del parque de atracciones había una noria. Parecía que midiera veinticinco metros de altura, y Eustace se preguntó si dejarían a Daisy en paz si subía a lo alto y se suicidaba tirándose de allí. Justo entonces apareció Dash.
—¿Qué ha pasado? ¿Has perdido todo el dinero? Se te ve deprimido.
—Estoy bien.
—¡Eh, has ganado un oso de peluche!
—Es para mi chica.
—¿Cómo se llama?
—Daisy.
—Vaya, si te casas con ella se llamará Daisy Weed —dijo Dash bromeando como si fuera una idea original.
A continuación preguntó a Eustace si tenía hambre, e insistió en invitarlo a una salchicha y una cerveza que le supieron a serrín y vinagre.
Dos hombres de semblante severo y párpados caídos estaban esperando a Isaac Bell fuera del vagón hangar del Eagle Special. Iban vestidos con sombreros flexibles, camisas con los cuellos sucios, corbatas con los nudos flojos y trajes oscuros en los que se marcaban los bultos de sus armas. Uno de los individuos llevaba un brazo en un cabestrillo que se notaba que era más nuevo y más blanco que su camisa, al igual que la venda de la frente de su compañero. Los detectives-mecánicos de Josephine estaban observándolos atentamente, escrutinio que los dos tipos les devolvían con hosca fanfarronería.
—¿Se acuerda de nosotros, señor Bell?
—Griggs y Bottomley. Parece que os haya arrollado una locomotora.
—Así es como nos sentimos —reconoció Griggs.
Bell les estrechó las manos, tomando la izquierda de Bottomley en deferencia a su cabestrillo.
—Son buena gente, chicos —dijo a los detectives-mecánicos—. Os presento a Tom Griggs y Ed Bottomley, policías ferroviarios de la línea del Pacífico sur.
Los detectives de Van Dorn miraron por encima del hombro a los policías ferroviarios, que para casi todos los del gremio representaban el último peldaño en el escalafón de los detectives privados, hasta que Bell añadió:
—¿Recordáis el accidente de Glendale? Griggs y Bottomley contribuyeron decisivamente a llegar al fondo del asunto. ¿Qué pasa, chicos?
—Teníamos el presentimiento de que usted sería el detective de Van Dorn que lleva el caso de Josephine.
Bell asintió con la cabeza.
—No es algo que quiera leer en los periódicos, pero así es. Y tengo la extraña sensación de que, basándome en la evidencia de los recientes servicios que habéis recibido de los médicos, vais a decirme que os habéis tropezado con Harry Frost.
—Ed le pegó un tiro justo en medio —dijo Griggs—. Le disparó a la barriga, pero el tipo ni siquiera aflojó el paso.
—Lleva un chaleco antibalas.
—He oído hablar de ellos —dijo Griggs—. No sabía cómo funcionaban.
—Ya lo sabemos —observó Bottomley.
—¿Dónde sucedió eso?
—En Burbank. El controlador nos envió un telegrama para informarnos de que alguien se había colado en un taller de mantenimiento. El sinvergüenza del ladrón estaba subiendo a un camión cuando llegamos. El muy granuja abrió fuego. Nosotros respondimos disparando. Vino andando directo hacia nosotros, me golpeó en la cabeza y disparó a Tom en el brazo.
—Cuando nos recuperamos ya no estaba —dijo Bottomley—. Encontramos el camión por la mañana. Vacío.
—¿Qué robó?
—Cinco cajas de dinamita de veinte kilos, unos detonadores y un rollo de mecha —contestó Griggs.
—No puedo decir que me sorprenda —comentó Bell—. Le encanta la dinamita.
—Claro, señor Bell. Pero lo que nos ha hecho devanarnos los sesos es cómo piensa volar un aeroplano.
—La carrera parte hacia Fresno por la mañana —explicó Bell—. Llamaré por teléfono al superintendente Watt, le diré que habéis venido y le pediré que ponga a toda la división de la policía ferroviaria de la línea del Pacífico sur a inspeccionar los puentes y caballetes de la línea principal en busca de indicios de sabotaje.
—Pero las máquinas voladoras no usan los puentes…
—Pero sus trenes de refuerzo sí —explicó Bell—. Y que quede entre nosotros, pero a estas alturas de la carrera, después de seis mil quinientos kilómetros, los mecánicos y los componentes de repuesto que se guardan en los vagones hangar son lo único que las mantienen en el aire. ¿Por casualidad heristeis a Frost?
—Creo que le rocé la pierna con una bala cuando caí. No me extrañaría que cojeara un poco.
—Bien hecho —dijo Isaac Bell.
Eustace Weed decidió que ya que no le quedaba más remedio que cometer aquel acto terrible contra Isaac Bell. Por lo menos lo haría bien para que a Daisy no le pasara nada. Eso sería lo peor, que lo pillaran y que su novia también resultara herida.
Para calmar sus nervios, imaginó que estaba de vuelta en Tucson, engatusando a jugadores de billar paletos en su salón. De una cosa estaba seguro: si querías ganar al billar, tenías que confiar en ti mismo. Al final de la partida, el que se llevaba la pasta era el que no perdía la calma.
Protegió el tubo de cobre en el interior de la mano izquierda y lo mantuvo escondido mientras echaba la mezcla filtrada de gasolina y aceite de ricino en el depósito del American Eagle delante de las narices de Isaac Bell. De esa forma, no resultaría sospechoso cuando lo sacase del bolsillo. Andy se acercó para informar de que la máquina estaba lista, y Bell se apartó del aeroplano para ir a hablar con él. Entonces Eustace alargó el brazo hacia el tapón de la gasolina a fin de desenroscarlo con la mano derecha.
—Andy, vamos a revisar otra vez el puesto de control —dijo Bell.
Eustace pasó la mano izquierda por encima de la abertura del depósito.
Pero el dedo pulgar y el índice de Isaac Bell se cerraron en torno a la muñeca del joven con la firmeza de unos grilletes de acero.
—Eustace… Tienes que darme explicaciones.
Eustace Weed abrió la boca, pero no articuló palabra alguna. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Bell lo miró con severidad. El investigador jefe tenía una voz glacial cuando se dirigió al muchacho.
—Yo te diré lo que ha pasado. Asiente con la cabeza. ¿Entendido?
Eustace estaba temblando.
—¿Entendido? —repitió Bell.
El joven mecánico asintió con la cabeza.
Bell le soltó la muñeca, y al hacerlo abarcó el tubo de cobre con la palma de la mano, lo agitó para averiguar de qué se trataba y se lo lanzó a Andy Moser, quien le echó un vistazo y dijo frunciendo el ceño:
—Cuando la gasolina derrita la parafina, el contenido saldrá. ¿Qué hay dentro? ¿Agua?
Eustace Weed se mordió los labios y asintió con la cabeza.
Bell sacó una libreta de notas de su chaqueta.
—¿Reconoces a este hombre?
Eustace parpadeó al ver un retrato como el que aparecía en los periódicos.
—Es un tabernero de Chicago —respondió al final—. No sé cómo se llama.
—¿Y a este también lo reconoces?
—Trabajaba para el tabernero. Me llevó con él.
—¿Y a este?
—Es el otro que me llevó a verlo.
—¿Qué hay de este otro tipo?
Bell le enseñó el dibujo de un hombre de semblante adusto, más temible que los otros, que parecía un boxeador profesional que no hubiera perdido nunca un combate.
—No. En mi vida lo he visto.
—Este hombre es un detective de Van Dorn que ha vivido durante las dos últimas semanas al otro lado del pasillo de la señorita Daisy Ramsey y su madre. Comparte habitación con otro investigador, más corpulento. Cuando uno tiene que salir, su compañero se queda al otro lado del pasillo. Cuando Daisy se va a trabajar en la centralita telefónica, un detective vigila la acera y el otro vigila la centralita. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Eustace?
—¿Daisy está a salvo?
—Daisy está a salvo. Ahora cuéntamelo todo. Rápido.
—¿Cómo sabe el nombre de mi novia?
—Te lo pregunté en Topeka, Kansas, ¿recuerdas? Tú me lo dijiste y confirmaste lo que ya habíamos descubierto en Chicago. Es nuestra ciudad.
—Pero no pueden protegerla eternamente.
—No es necesario. —Bell le mostró los retratos otra vez—. Estos dos volverán a la cárcel de Joliet para seguir cumpliendo unas merecidas condenas de veinte años. El tabernero está a punto de dejar el negocio y de abrir una tienda de artículos de confección en Seattle, una ciudad a la que se va a trasladar por motivos de salud.
En una extensión apartada de terreno de color pardo entre Los Ángeles y Fresno, la línea de la zona oeste del Pacífico sur que los pilotos debían seguir atravesaba la vía de la línea de Atchison, Topeka y Santa Fe. En el mismo punto también se cruzaban las vías de unas líneas locales de recorrido corto que comunicaban a los agricultores de pasas y ganaderos del valle de San Joaquín. El cruce resultante de raíles, agujas y pasos subterráneos era tan confuso que los controladores y los revisores de ferrocarril lo llamaban «el Baile de la Serpiente». El comisario de la Carrera Aérea de la Copa Whiteway había marcado la ruta correcta con una llamativa flecha de lona.
Dave Mayhew, el telegrafista de Harry Frost, bajó de un poste y leyó en voz alta sus transcripciones en código Morse.
—Josephine va muy adelantada. Joe Mudd tuvo problemas para despegar. Ahora está atrapado en un campo de algodón en Tipton.
—¿Dónde está el tren de refuerzo de Josephine? —preguntó Frost.
—Sigue su ritmo. Va justo detrás de ella.
—¿Dónde está Isaac Bell?
—El controlador de Tulare oyó que su motor renqueaba cuando vio pasar a Bell y a Josephine. Nadie ha sabido de él desde entonces. El último controlador que vio a Josephine dijo que volaba sola.
—¿Dónde está el tren de refuerzo de Bell?
—En un apartadero al norte de Tulare, probablemente donde cayó su aeronave.
Harry Frost se sacó el reloj del chaleco y confirmó el tiempo. A esa hora, el agua de la gasolina ya debería haber provocado el accidente de Isaac Bell.
—Ve a por el automóvil —dijo a Mayhew.
Con un poco de suerte, Bell estaría muerto. Y si no lo estaba, cuando menos el detective de Van Dorn no pondría en peligro el plan de Frost de abatir a tiros a Josephine y estrellar el tren de refuerzo de Whiteway.
—Mueve el indicador —dijo Frost a Stotts.
Mike Stotts subió corriendo a la vía principal de la línea del Pacífico sur, enrolló la flecha de lona que apuntaba al norte y la desenrolló apuntando al noroeste por la vía corta que torcía hacia las áridas colinas que bordeaban el valle hacia el oeste. A continuación cambió las agujas para desviar el tren de Josephine en la misma dirección.
Dave Mayhew llegó a la vía al volante de un flamante Thomas Flyer. Frost y Stotts subieron, y los tres se dirigieron al noroeste a toda velocidad.