Walt Hatfield, el agente Texas, apareció una mañana tormentosa en Yuma, en el territorio de Arizona. La ciudad se hallaba a orillas del recientemente maldito río Colorado. Al otro lado de las aguas extensas se encontraba California. Los pilotos estaban deseando llegar a Palm Springs al anochecer. Pero era la temporada de las tormentas en California, y los lugareños recomendaron esperar unas horas hasta que el riesgo de rayos o lluvias torrenciales disminuyera. Las máquinas estaban atadas debajo de lonas, y los trenes de refuerzo seguían estacionados en el parque ferroviario.
—¿Has informado al señor Van Dorn de que estás aquí? —preguntó Bell, sabedor de la afición del texano a ir por su cuenta.
—El jefe me ha ordenado que venga pitando a darte noticias en persona.
—¿Has averiguado algo sobre Frost?
Walt Hatfield se echó hacia atrás su sombrero de vaquero.
—He localizado su Thomas Flyer a las afueras de Tucson. No sé cómo demonios ha llegado tan lejos. Pero no hay ni rastro de él ni de sus hombres. Tenía la sospecha de que habían cogido un tren. Ayer descubrí que viajaron a lo grande, reservando un compartimento del semidirecto.
—¿En qué dirección?
—California.
—¿Y por qué te ha mandado aquí el señor Van Dorn?
Walt sonrió, y al hacerlo dejó ver sus dientes, de un blanco resplandeciente, que destacaban en su rostro tostado como una silla de montar y de expresión severa.
—Porque tenía motivos. Isaac, espera a ver a quién he traído.
—Solo hay dos hombres a los que quiero ver: Harry Frost o Marco Celere resucitado.
—¡Maldita sea! Siempre te adelantas. ¿Cómo demonios lo has sabido?
—¿Saber qué?
—Que he traído a Marco Celere.
—¿Vivo?
—Vivito y coleando. Lo encontré gracias a unos detectives ferroviarios que conozco. Atraparon a un vagabundo que saltó de un tren de mercancías. El hombre juraba y perjuraba que formaba parte de la carrera. Afirmaba conocer personalmente a Josephine y pidió ver a los detectives de Van Dorn que la vigilaban. Como esa información no se ha publicado en los periódicos, a los chicos les pareció motivo suficiente para enviarme un telegrama.
—¿Dónde está?
—Lo he llevado directo a la cocina. Está muerto de hambre.
Isaac Bell entró corriendo en el vagón restaurante y vio a un desconocido andrajoso pinchando huevos con beicon de un plato con una mano y metiéndose pan en la boca con la otra. Tenía el cabello moreno grasiento, separado por una cicatriz roja que le iba de la frente a la coronilla, así como otra cicatriz roja en el antebrazo. Los ojos le brillaban intensamente.
—¿Es usted Marco Celere?
—Ese es mi nombre, señor —respondió con un acento italiano algo más marcado que el de Danielle di Vecchio, aunque no tan difícil de entender como Josephine había hecho creer a Bell—. ¿Dónde está Josephine?
—¿Dónde ha estado usted?
Celere sonrió.
—Ojalá pudiera contestar a esa pregunta.
—Tendrá que contestar si quiere que le permita acercarse a menos de un kilómetro de Josephine. ¿Quién es usted?
—Soy Marco Celere. Desperté hace dos semanas en Canadá. No tenía ni idea de quién era ni de cómo había llegado allí. Luego, poco a poco, recobré la memoria. A pedacitos. Al principio, un goteo de recuerdos; luego, un torrente. Primero me acordé de mis aeroplanos. Luego vi una noticia en el periódico sobre la Carrera Aérea de la Copa Whiteway. Leí que en la carrera no solo hay una máquina mía sino dos: mi pesado biplano y mi rápido monoplano, y de repente lo recordé todo.
—¿En qué parte de Canadá «despertó»?
—En una granja. Al sur de Montreal.
—¿Tiene idea de cómo llegó allí?
—No lo sé, de verdad. La gente que me salvó me encontró junto a la vía del ferrocarril. Supusieron que había viajado en un tren de mercancías.
—¿Qué gente?
—Una amable familia de granjeros. Me cuidaron durante el invierno hasta la llegada de la primavera, antes de que empezase a recordar.
Bell siguió acribillándolo a preguntas, cuestionando al hombre que Danielle había llamado ladrón y estafador, que había cambiado su apellido de Prestogiacomo a Celere huyendo de su pasado, y que James Dashwood sospechaba que podía haber asesinado al padre de Danielle en San Francisco y haber hecho pasar el crimen por un suicidio.
—¿Tiene idea de cómo acabó sufriendo amnesia?
—Sé exactamente cómo. —Celere se pasó los dedos por la cicatriz de su cuero cabelludo—. Estaba cazando con Harry Frost cuando él me disparó.
—¿Qué le trae al territorio de Arizona?
—He venido a ayudar a Josephine a ganar la carrera con mi máquina voladora. ¿Puedo verla, por favor?
—¿Cuándo leyó un periódico por última vez?
—La semana pasada vi un recorte en el parque ferroviario de Kansas City.
—¿Sabe que su biplano pesado sufrió un accidente?
—¡No! ¿Puede arreglarse?
—Se estrelló contra una montaña.
—Qué horror. ¿Qué le pasó al piloto?
—Lo que era de esperar.
Celere dejó su tenedor.
—Es terrible. Lo siento mucho. Espero que no fuera un fallo de la máquina.
—La máquina estaba tan gastada como las demás. Esta carrera es muy larga.
—Pero también supone un magnífico desafío —dijo Celere.
—Debo advertirle —dijo Bell, y lo miró a los ojos— que Josephine ha vuelto a casarse.
Celere le sorprendió. Bell esperaba que se molestase al enterarse de que su novia tenía otro marido. En cambio, dijo:
—¡Es maravilloso! ¡Me alegro mucho por ella! Pero ¿y su matrimonio con Frost?
—Anulado.
—Bien. Es justo. Él fue un esposo terrible para ella. ¿Con quién se ha casado?
—Con Preston Whiteway.
Celere aplaudió, regocijado.
—¡Ah! ¡Perfecto!
—¿Qué tiene de perfecto?
—Ella es piloto de aviones de carreras. Él es promotor de carreras. Un matrimonio ideal. Tengo muchas ganas de felicitarla y desearle que sea feliz.
Bell miró a Walt, que estaba escuchando junto a la puerta, y acto seguido preguntó al inventor italiano:
—¿Quiere asearse primero? Le conseguiré una navaja de afeitar y ropa limpia. Hay un baño al fondo del vagón hangar.
—Grazie! Gracias. Debo de tener un aspecto espantoso.
Bell intercambió otra mirada con Walt y esbozó una sonrisa que no iluminó sus ojos.
—Tiene el aspecto de alguien que ha cruzado el país en un vagón de mercancías —dijo a Celere.
Bell y Hatfield lo acompañaron hasta el baño, y le dieron una toalla y una navaja.
—Gracias. ¿Puedo pedirle otro favor?
—¿De qué se trata?
—¿No tendrán brillantina? —Se pasó los dedos por el cabello sucio—. Para alisarme el pelo.
—Iré a buscarla —dijo Walt.
—Gracias, señor. ¿Y pueden conseguirme cera para el bigote? Sería maravilloso volver a ser yo mismo.
—¿Como alguien que ha cruzado el país en un vagón de mercancías? —dijo Walt Hatfield, repitiendo el comentario de Isaac Bell mientras sonreía con aire indeciso.
Bell sonrió también.
—¿Qué opinas?
—A mí me ha parecido más bien que ese hombre ha ido sentado en cojines —dijo Hatfield, empleando la expresión que los vagabundos usaban para referirse a los pasajeros de los vagones de primera—. Dudo que haya viajado de polizón hasta los últimos ciento cincuenta kilómetros.
—Exacto —convino Bell, quien había ido en muchos trenes de mercancías mientras investigaba de incógnito—. No estaba lo bastante sucio.
—Supongo que la solitaria esposa de algún ranchero pudo haberle dejado bañarse en el bebedero de los caballos.
—Podría ser.
Walt encendió un cigarrillo, expulsó el humo azulado y comentó:
—No puedo evitar preguntarme qué pensará la señora Josephine. ¿Crees que habría aceptado casarse con Whiteway si hubiera sabido que Celere estaba vivo?
—Supongo que depende de lo que signifiquen el uno para el otro —contestó Bell.
—¿Qué hacemos con él, jefe?
—Veamos lo que trama —respondió Bell, preguntándose si el milagroso regreso de Marco Celere encerraba la explicación a la airada frase de Harry Frost: «Tú no sabes lo que tramaban».
Marco Celere salió del vagón hangar de Bell bañado, afeitado y embadurnado en brillantina. Su cabello moreno brillaba; sus mejillas estaban suaves y su bigote, rizado en las puntas. El de Bell se movió bajo una levísima sonrisa cuando Walt, el agente Texas, miró en dirección a él. El atento tejano también se había fijado en que las mejillas totalmente afeitadas de Celere tenían un color ligeramente más pálido que su nariz y su barbilla. La diferencia era casi imperceptible, pero estaban buscando notas discordantes, y allí había una señal de que hasta hacía poco había llevado barba.
Josephine expresó asombro cuando se enteró de que Celere estaba vivo. Aseguró que no había abandonado la esperanza de que hubiera sobrevivido. Cuando el italiano le contó su historia, ella le tomó la mano y dijo: «Pobrecillo». A Bell le pareció que la joven se alegraba de verlo, pero centró rápidamente su atención en la carrera.
—No podrías haber venido en mejor momento, Marco. Necesito ayuda para mantener a punto el aeroplano. Está muy desgastado. Diré a mi marido que te ponga en nómina.
—No es necesario —contestó Celere cortésmente—. Trabajaré gratis. Después de todo, a mí también me interesa que la máquina gane la carrera.
—Entonces será mejor que se ponga manos a la obra —dijo Bell—. El tiempo se está despejando. Weiner, el contable, acaba de anunciar que vamos a despegar con rumbo a Palm Springs.
Consciente de que Isaac Bell no le quitaba ojo de encima, Marco Celere aguardó pacientemente para mantener una conversación privada con Josephine. Se aseguró de no estar en ningún momento a solas con ella hasta que la aviadora llegó a Palm Springs. Hasta la mañana siguiente, mientras repostaban combustible para la breve travesía hasta Los Ángeles, no se atrevió a hablarle. Estaban solos, rellenando de gasolina el tanque de gravedad, mientras los mecánicos ayudaban a la policía a despejar el campo de espectadores.
Josephine habló primero.
—¿Quién murió en el incendio?
—Encontré un cadáver en un asentamiento de vagabundos. Platov ya no existe.
—¿Estaba ya muerto?
—Por supuesto. Un pobre viejo. Mueren continuamente. ¿Qué piensas?
—No sé qué pensar.
—A lo mejor la vida de casada te confunde.
—¿A qué te refieres?
—¿Cómo resulta ser la señora de Preston Whiteway? —dijo bromeando Marco.
—He aplazado la «luna de miel» hasta después de la carrera. Ya lo sabes. Te dije que lo haría.
Marco se encogió de hombros.
—Esto es como una ópera bufa.
—No sé nada de ópera.
—La ópera bufa es la versión graciosa de la ópera. Como las comedias de vodevil.
—Yo no le veo la gracia, Marco.
—En mi opinión, merece la pena deshacerse de tu marido.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Si algo le pasase a Preston Whiteway, tú heredarías su imperio de la prensa.
—Yo no quiero su imperio. Solo quiero pilotar aeroplanos y ganar esta carrera. —Josephine escudriñó el rostro de Marco y añadió—: Y estar contigo.
—Supongo que debería sentirme agradecido por que sigas sintiendo lo mismo.
—¿Qué le pasaría a Preston?
—Ah, ¿ahora el señor Whiteway es «Preston»?
—No puedo llamar a mi marido «señor Whiteway».
—Supongo que no.
—¿Qué ocurre, Marco? ¿Qué insinúas?
—Solo me preguntaba si seguirás ayudándome.
—Por supuesto… ¿A qué te referías cuando has dicho «si algo le pasase a Preston»?
—Algo como que Harry Frost, tu celoso ex marido, asesinase a tu nuevo esposo.
—¿Qué estás diciendo?
Marco alargó la mano, le subió la manga de la blusa y descubrió la herida de bala vendada que Josephine tenía en el antebrazo.
—Nada que ya no sepas de él.