A Josephine le asustaba el aire de la montaña. Era poco denso, sobre todo durante las horas más calurosas del día, y no tan fuerte como al que estaba acostumbrada incluso yendo a gran velocidad. Consultó el barómetro sin dar crédito a lo que sus ojos veían mientras daba vueltas en el cielo más azul que había contemplado en su vida, tratando de ganar altura por encima de la ciudad ferroviaria de Deming, en el territorio de Nuevo México. El altímetro improvisado parecía haberse estropeado. Lo golpeó fuertemente con un dedo, pero la aguja no se movió. Cuando miró abajo, la estación y el restaurante Harvey’s, situados entre las vías paralelas de la línea de Atchison, Topeka y Santa Fe y la del Pacífico sur, no parecían más pequeños, y se dio cuenta de que su máquina estaba ascendiendo tan despacio como el instrumento indicaba.
Steve Stevens y Joe Mudd se hallaban muy por detrás de ella, y solo podía preguntarse qué tal les iba. Por lo menos ella tenía experiencia en las montañas, puesto que había volado sobre los montes Adirondack. Sin embargo, a decir verdad, no le sirvió de mucho cuando las contracorrientes del Salvaje Oeste embistieron contra sus alas, las corrientes ascendentes le dieron coces como lo habría hecho una mula, y el mismo aire que la empujaba hacia abajo no parecía dispuesto a volver a levantarla. Echó un vistazo por encima del hombro. El Eagle de Isaac, que mantenía una posición segura detrás y encima de ella, rebotaba arriba y abajo como si estuviera sujeto con una cuerda elástica.
Por fin alcanzó los novecientos metros de altura, renunció a ascender más y se dirigió a Lordsburg con la esperanza de seguir elevándose lo suficiente para rebasar las montañas. Siguió la vía de la línea del Pacífico sur y no tardó en adelantar a un tren expreso que había partido de Deming treinta minutos antes que ella. El humo de la locomotora subía recto mientras el convoy avanzaba por una pendiente pronunciada, clara advertencia para Josephine de que el terreno seguía ascendiendo y de que su aeroplano tenía que elevarse aún más.
De repente, unos pensamientos sombríos acerca de Marco la desconcentraron.
No temía que hubiera muerto disfrazado de Platov porque le había avisado en Fort Worth de que «desaparecería». Pero cuando volviera a aparecer con la identidad y el disfraz que hubiera elegido, la primera pregunta que ella tenía que hacerle era: ¿quién había muerto en el incendio en lugar de él? Era una pregunta terrible. No se le ocurría ninguna respuesta aceptable. Gracias a Dios, por el momento estaba muy ocupada tratando de cruzar la divisoria continental, y tenía que apartar todas esas ideas de su cabeza.
Más adelante vio que la vía se adentraba en un puerto entre dos picos. A pesar del cielo azul tan límpido que se extendía en otras partes, unos nubarrones densos flotaban sobre el puerto. Parecía que alguien hubiera metido algodón entre las montañas y hubiera abierto un túnel de ferrocarril a través de él. Tuvo que ascender todavía más para permanecer por encima de las nubes. Si penetraba en ellas, se perdería y no tendría ni idea de dónde estaban los picos hasta que chocase contra uno.
Pero por más que trató de manipular el timón de altura y los alettoni, y de arrancar potencia a su forzado Antoinette, Josephine se vio envuelta en la fría niebla. A veces era tan densa que no podía ver la hélice de su aeroplano. Y de repente, por un instante, el cielo se aclaró. Divisó los picos, corrigió la trayectoria y se preparó para el siguiente tramo de niebla cegadora. Tuvo que obligar al monoplano a ascender durante todo el trayecto. De nuevo, la niebla se desvaneció. Vio que había virado a la derecha sin darse cuenta. Corrigió apresuradamente el rumbo. La nube se cerró en torno a ella. Voló a ciegas otra vez. Pero, al mismo tiempo, notó algo en la niebla que hacía el aire más fuerte.
De repente estaba en lo alto de todo, por encima del puerto, por encima de la nube, por encima incluso de los picos. Allí, donde quiera que miraba, el cielo era del azul más intenso y puro que había visto en su vida.
—¡Buena chica, Elsie!
Por un momento, creyó estúpidamente que podría ver el océano Pacífico, pero estaba mil cien kilómetros más adelante. Miró atrás. Isaac Bell estaba encima de ella, y juró que cuando ganase la carrera los primeros dólares del dinero del premio que gastase serían para comprar un motor rotativo Gnome.
Más atrás, el robusto biplano tractor de Joe Mudd volaba en grandes círculos mientras luchaba pacientemente por ganar altitud antes de enfrentarse al puerto de montaña. Steve Stevens remontó el vuelo debajo de Mudd, lo dejó atrás y salió disparado empleando la potencia de sus dos motores para obligar a la máquina a elevarse más. La aeronave se adentró en el grupo de nubes, en línea recta respecto a la vía de ferrocarril. Josephine miró a su espalda repetidas veces para ver si aparecía.
Sin embargo, en lugar del biplano blanco, una flor de vivo color rojo salió de las nubes de repente. No oyó ninguna explosión por encima del rugido de su motor, y tardó un instante en comprender lo que había ocurrido. A Josephine se le atragantó el aire en la garganta. Steve Stevens se había estrellado contra la montaña. Su biplano estaba ardiendo, y él había muerto.
Dos terribles pensamientos atravesaron su corazón.
El avión bimotor de Stevens, la potente máquina grande y veloz de Marco, estaba fuera de la carrera, lo que convertía al lento Liberator de Joe Mudd en su único competidor. Se odió por pensar de esa forma; no solo era indigno y poco compasivo, sino que se dio cuenta de que, a pesar de que Stevens le desagradaba, el algodonero había formado parte de su pequeño grupo de colegas aviadores.
Su segundo pensamiento fue más difícil de soportar. Sir Eddison-Sydney-Martin probablemente habría ganado si Marco no hubiera causado daños a su Curtiss de hélice trasera.
Esa noche en Willcox, en el territorio de Arizona, después de recalar en Lordsburg el tiempo justo para repostar gasolina y aceite, Josephine oyó que Marion decía a Isaac Bell:
—Whiteway está como unas pascuas.
—Ha conseguido lo que quería —contestó Isaac—. Una carrera igualada entre la valiente Novia Voladora de Estados Unidos y un sindicalista con una máquina lenta.
La peor pesadilla de Eustace Weed se hizo realidad en Tucson. La competición se interrumpió debido a una tempestad de arena muy violenta que enterró casi por completo las máquinas. Una vez que las desenterraron y las limpiaron, Andy Moser le dio la tarde libre para que fuera a jugar a billar al centro. Allí Eustace se encontró a un indio yaqui que trató de quitarle el dinero jugando a la bola ocho. El yaqui era bueno, muy bueno en realidad, y a Eustace Weed le llevó la mayor parte de la tarde desplumar tanto al indio como a los amigos de este, que apostaban por él. Cuando Eustace salió del salón de billar a la hora de la cena, el yaqui lo llamó «Chico de Chicago», y el joven mecánico se sintió como si estuviera en la cima del mundo, hasta que un tipo que lo esperaba en la acera lo abordó.
—Ha llegado tu momento, chico —dijo a Eustace.
—¿A qué se refiere?
—¿Todavía tienes lo que te dimos en Chicago?
—¿Qué?
—¿Lo has perdido?
—No.
—Déjame verlo.
Eustace Weed mostró de mala gana el saquito de piel. El tipo extrajo el tubo de cobre, se aseguró de que los tapones estuvieran intactos y se lo devolvió.
—Estaremos en contacto… dentro de poco.
—¿Se da cuenta de lo que esto hará a una máquina voladora? —protestó Eustace Weed.
—Dímelo tú.
—No es como si el motor de un automóvil se para. Está en el cielo.
—Tiene sentido, siendo una máquina voladora.
—El agua mezclada con la gasolina hará que el motor se detenga en seco. Si ocurriera cuando esté a mucha altura, el piloto podría bajar planeando sin problemas. Podría. Pero si el motor se detiene de repente cuando esté más bajo, su máquina se estrellará y él morirá.
—¿Eres consciente de lo que le pasará a Daisy Ramsey si no haces lo que se te ordena?
Eustace Weed fue incapaz de mirar al hombre a los ojos. Bajó la vista.
—Sí.
—No hay más que hablar.
Eustace Weed guardó silencio.
—¿Lo entiendes?
—Lo entiendo.