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Dos días después Josephine sobrevolaba en círculos la zona comercial de El Paso mientras Isaac Bell recorría las azoteas con los gemelos en busca de Harry Frost con un rifle. Ese día su monoplano Celere había tomado la delantera en el tramo desde Pecos, al igual que el día anterior de Midland a Pecos.

En tierra se agitaban los diez mil tejanos de El Paso que se habían presentado para recibir a la aviadora, preparados para su llegada gracias a los titulares de los periódicos que proclamaban:

¡YA VIENE LA NOVIA!

Los espectadores llenaban de bote en bote la zona comercial para mirar desde las calles y las plazas, así como desde las ventanas y los tejados de los edificios de seis plantas. Teniendo presente las multitudes con las que se habían encontrado en Fort Worth, Bell había pedido a Whiteway que se trasladara el punto de aterrizaje a un parque ferroviario más fácil de vigilar al lado del río Grande. Después de observar la caótica escena que tenía lugar debajo, se alegró de haberlo hecho.

Josephine todavía estaba ofreciéndoles una exhibición cuando el gran biplano blanco de Steve Stevens apareció al este seguido con dificultad por el Liberator rojo de Joe Mudd. Ella dio una vuelta más, adornó la maniobra con una serie de tirabuzones que arrancaron exclamaciones al público y descendió al parque ferroviario.

Bell aterrizó al lado de ella.

Los pilotos habían luchado contra fuertes vientos contrarios durante todo el día, y sus trenes de refuerzo ya habían llegado. Los equipos estaban de celebración. Ahora que el estado de Texas quedaba detrás de ellos, la línea de meta parecía casi a la vista. Al sur, al otro lado del río, el exótico México relucía bajo el sol ardiente. Pero era el oeste lo que les interesaba: el territorio de Nuevo México, el territorio de Arizona y, por fin, California a orillas del océano Pacífico.

Todavía no habían llegado, Bell lo sabía, cautivado por una serie de cadenas montañosas azules que apuntaban a la divisoria continental. Para pasar por encima del extremo más bajo de las montañas Rocosas, las máquinas tendrían que ascender a más de mil doscientos metros.

Allí en El Paso le aguardaban unos telegramas. Uno le levantó enormemente el ánimo. Archie estaba lo bastante recuperado para arriesgarse a viajar al oeste con Lillian en el tren especial de Osgood Hennessy con el fin de presenciar el final de la carrera. Bell contestó que metieran prisa a los abogados que pretendían liberar a Danielle di Vecchio del manicomio y llevarla con ellos para que pudiera ver que la máquina de su padre había atravesado el país al mismo tiempo que vigilaba la carrera; siempre y cuando, claro estaba, pensó Bell, tocando madera a regañadientes, que él no la hiciera pedazos ni Harry Frost lo abatiera a tiros.

Un largo telegrama del departamento de investigación de la agencia Van Dorn contenía noticias menos satisfactorias:

NADIE HA ENCONTRADO, NADIE HA VISTO, NADIE CONOCE PLATOV.

Así comenzaba el mensaje con el que Grady Forrer confesaba a Bell que había fracasado en la búsqueda de información sobre el inventor ruso Dmitri Platov más allá de los informes de Belmont Park. El jefe del departamento de investigación de Van Dorn añadía una intrigante nota que acrecentaba el misterio:

MOTOR TÉRMICO EXPUESTO EN SALÓN

AERONÁUTICO INTERNACIONAL DE PARÍS

POR INVENTOR/PASTOR DE OVEJAS

ROB CONNOLLY.

NO PLATOV.

AUSTRALIANO VENDIÓ MOTOR

Y REGRESÓ HOGAR.

ACTUALMENTE INCOMUNICADO EN CAMPO.

COMPRADOR DE MOTOR TÉRMICO DESCONOCIDO.

¿¿¿QUIZÁ PLATOV???

Isaac Bell fue a buscar a Dmitri Platov.

Encontró a James Dashwood, a quien había encargado que vigilara al ruso, mirando la parte trasera del tren de refuerzo de Steve Stevens. Una expresión de perplejidad nublaba su rostro, y agachó la cabeza, avergonzado, cuando vio al investigador jefe dirigiéndose a su encuentro con paso resuelto.

—Supongo que has perdido a Platov —dijo severamente Isaac Bell.

—No solo a Platov. Su vagón taller ha desaparecido.

Era el último vagón del tren especial de Stevens. Ya no estaba.

—El vagón no se habrá ido solo.

—No, señor. Los chicos me han dicho que cuando se despertaron esta mañana ya había sido desenganchado y había partido.

Bell examinó la vía muerta en la que el tren de Stevens se encontraba. La vía se inclinaba ligeramente cuesta abajo. Una vez desenganchado, el vagón de Platov habría rodado por ella con facilidad.

—No puede haber llegado lejos.

Sin embargo, había unas agujas cambiadas al final del parque ferroviario que conectaban la vía muerta del tren de refuerzo con un ramal que desaparecía entre un grupo de fábricas y almacenes repartidos a lo largo del río.

—Ve a por una vagoneta, James.

Dashwood regresó accionando, arriba y abajo, la palanca de una vagoneta ligera de inspector de vía. Bell subió de un salto, y enfilaron la vía muerta de las fábricas. Bell contribuyó con su vigor al esfuerzo del delgado Dashwood, y pronto avanzaban a casi treinta kilómetros por hora. Poco después de tomar una curva, vieron humo más adelante, pero el origen quedaba oculto por unos almacenes con muros de tablillas. A la vuelta del siguiente recodo de la vía, vieron una columna de humo grasiento que se elevaba hacia el cielo azul claro.

—¡Más rápido!

Avanzaron entre un taller de pieles y un apestoso matadero, y vieron que el humo provenía del vagón taller de Platov, que se había empotrado contra el parachoques que bloqueaba el final de la vía. Salían llamas de las ventanillas, de las puertas y de la trampilla del techo. En los pocos segundos que Bell y Dashwood tardaron en alcanzarlo, el fuego devoró por completo el vagón.

—¡Pobre señor Platov! —gritó Dashwood—. Todas sus herramientas… Dios, espero que no esté dentro.

—Pobre señor Platov —repitió Bell, con el semblante serio.

Un vagón taller lleno de depósitos de aceite y gasolina ardía con facilidad y rapidez.

—Menos mal que el vagón no estaba enganchado al tren especial del señor Stevens —observó Dashwood.

—Y que lo digas —convino Bell.

—¿Qué es ese olor?

—Me temo que un pobre diablo que se está quemando.

—¿El señor Platov?

—¿Quién si no? —preguntó Bell.

Unos coches de bomberos tirados por caballos llegaron dando botes por la vía. Los bomberos desenrollaron las mangueras hasta el río y acoplaron su bomba de vapor. Los potentes chorros de agua horadaron las llamas pero con escasos resultados. El fuego consumió en un santiamén los laterales de madera, la cubierta y el suelo del vagón hasta que no quedó más que un montón de cenizas apiladas entre los armazones de acero y las ruedas de hierro. Cuando se apagó, un bombero encontró los restos de un cuerpo humano cuyas botas y ropa se habían chamuscado.

Bell hurgó entre las cenizas húmedas.

Algo brillante le llamó la atención. Recogió un cuadrado de cristal de dos centímetros enmarcado en latón. Todavía estaba caliente. Le dio la vuelta sobre sus dedos. El latón tenía estrías en dos bordes. Se lo enseñó a Dashwood.

—Una regla de cálculo Faber-Castell… o lo que queda de ella.

—Por ahí viene Steve Stevens.

El enérgico algodonero se acercó con sus andares de pato, puso los brazos en jarras y contempló con expresión airada las cenizas.

—¡Esto es el colmo! Tengo un sindicalista rojo detrás de mí. Todos los idiotas sentimentales del país animan a Josephine porque es una chica. Y ahora el mecánico al que tan bien he estado pagando va y se asa a la parrilla. ¿Quién demonios hará funcionar mi máquina?

—¿Por qué no pregunta a los mecánicos a los que Dmitri ayudó? —propuso Bell.

—Es la idea más estúpida que he oído en mi vida. Ese maldito ruso era incapaz de sincronizar mis motores, pero nadie sabe arreglar mi máquina voladora como lo hacía él. La pobre máquina podría haberse quemado también. Él la conocía por dentro y por fuera. Sin él, tendré suerte si cruzo el territorio de Nuevo México.

—No es una idea estúpida —dijo Josephine.

Bell la había visto acercarse silenciosamente por detrás de ellos en una bicicleta que había pedido prestada. Stevens no había reparado en ella.

El sorprendido hombre obeso se dio la vuelta.

—¿De dónde demonios ha salido? ¿Cuánto tiempo lleva escuchando?

—Desde que usted ha dicho que me animan porque soy una chica.

—Maldita sea, es verdad, y usted lo sabe.

Josephine se quedó mirando los restos humeantes del vagón de Platov.

—Pero Isaac tiene razón. Ahora que Dmitri… no está, necesita ayuda.

—Ya me las apañaré. No crea que abandonaré la carrera porque haya perdido a un mecánico.

Josephine negó con la cabeza.

—Señor Stevens, tengo oídos. Oigo esos motores haciendo trizas su máquina cada vez que despega. ¿Quiere que les eche un vistazo?

—Bueno, no estoy seguro…

Bell lo interrumpió.

—Preguntaré a Andy Moser si puede examinarlo con Josephine.

—Por si piensa que sabotearé su máquina cuando usted no mire —dijo Josephine sonriendo a Stevens.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo ha pensado. Deje que Andy y yo le echemos una mano. —Su sonrisa se ensanchó, y dijo bromeando—: Isaac pedirá a Andy que no me quite ojo de encima para que no destroce una pieza «por accidente».

—Está bien, está bien. Por echarle un vistazo no se pierde nada.

Josephine volvió pedaleando al parque ferroviario.

—Suba —dijo Bell a Stevens, e impulsó la vagoneta accionando la palanca detrás de Josephine.

Stevens estuvo callado hasta que dejaron atrás el matadero y las fábricas. Entonces dijo:

—Le agradezco que quiera ayudarme, Bell.

—Agradézcaselo a Josephine.

—Me ha pillado por sorpresa.

—Creo que los dos se están dando cuenta de que están metidos en esto por igual.

—Ahora habla como ese estúpido rojo.

—Mudd también está metido —dijo Bell.

—Maldito sindicalista.

Pero las mejores intenciones no pudieron vencer el desgaste del mal funcionamiento a lo largo de casi cinco mil kilómetros. Josephine y Andy pusieron a prueba su destreza con los dos motores toda la tarde antes de reconocer su derrota.

Josephine llevó a Bell aparte y le habló con tono de apremio.

—Dudo que Stevens quiera escucharme, pero tal vez a Andy sí le preste atención.

—¿Para oír qué?

—Esa máquina no llegará a San Francisco. Si Stevens intenta forzarla, lo matará.

Bell hizo señas a Andy.

—Lo máximo que he podido hacer ha sido sincronizar los motores unos minutos antes de que se averiaran otra vez. Pero aunque pudiéramos sincronizarlos por más tiempo, están hechos polvo. Ese aeroplano no cruzará las montañas.

—Díselo a Stevens.

—¿Puede venir conmigo, señor Bell? Por si se pone furioso.

Bell se quedó al lado de Andy mientras este explicaba la situación al algodonero.

Stevens puso los brazos en jarras y enrojeció.

—Lo siento mucho, señor Stevens —dijo Andy—. Pero solo le estoy diciendo la verdad. Esos motores lo matarán.

—De ninguna manera regresaré a Mississippi con el rabo entre las piernas, muchacho —dijo Stevens—. Volveré con la Copa Whiteway o no volveré. —Miró a Bell—. Adelante, diga lo que tenga que decir. Cree que estoy loco, ¿no es así?

—Creo —dijo Bell— que hay una diferencia entre la valentía y la estupidez.

—¿Puede decirme cuál es esa diferencia?

—No me corresponde a mí decírselo a otro hombre —afirmó Bell.

Stevens se quedó mirando su gran biplano blanco.

—¿Estuvo usted gordo de niño, Bell?

—No que yo recuerde.

—Lo recordaría. —Stevens rió entre dientes con aire sombrío—. Es algo que no se olvida… Yo he sido un hombre gordo toda mi vida. Y antes de eso, un niño gordo.

Se situó delante del biplano, pasó su mano rolliza por encima de la tela tensa y acarició una de las grandes hélices.

—Mi padre solía decirme que nadie quiere a un hombre gordo. Resultó que tenía más razón que un santo… —Stevens tragó saliva—. Sé perfectamente que cuando vuelva a casa seguirán sin quererme. Pero sí que me respetarán.