A Harry Frost le pareció oír algo que venía del este. No vio la luz del faro de ninguna locomotora, pero se arrodilló de todas formas y pegó la oreja buena al frío raíl de acero para confirmar que no se trataba de un tren. La vía no transmitía ninguna vibración.
Dave Mayhew se encorvó sobre la llave de su telégrafo para escuchar los mensajes que se intercambiaban los controladores ferroviarios. Fue él quien de repente comunicó la sorprendente noticia de que varias máquinas voladoras habían despegado de Fort Worth en la oscuridad. Josephine, la candorosa novia, estaba entre ellos.
—Esta vez le daré una noche de bodas que no olvidará —juró Harry Frost en un tono de voz tan grave que al curtido Mayhew la sangre se le heló en las venas.
Había estado observando el cielo del este durante casi una hora, con la esperanza de ver la aeronave de Josephine recortada contra la primera luz del día. De momento, nada. Todo seguía oscuro como boca de lobo. Entonces tuvo la certeza de que había oído un motor.
Se volvió hacia la izquierda y gritó en la oscuridad:
—¿Me oís?
—Sí, señor Frost.
Se volvió hacia la derecha y gritó otra vez.
—Sí, señor Frost.
—¡Preparaos!
Esperó a oír el grito de respuesta, «¡Preparados!», y acto seguido se volvió hacia su derecha y gritó de nuevo: «¡Preparaos!», y oyó: «¡Preparados!».
El frío aire nocturno le llevó un sonido. Oyó el característico clic metálico cuando, a cada lado de él, los tipos apostados tras las ametralladoras accionaron las palancas de las Colt para cargar los primeros proyectiles en las recámaras.
Había tres hombres junto a cada ametralladora, hundidos hasta las rodillas en el agua de lluvia que las tormentas vespertinas habían dejado: en primer lugar, un tirador; a su izquierda, un cargador que guiaba la cinta de cartuchos y, finalmente, un observador con unos gemelos. Frost tenía a Mike Stotts listo para correr con sus órdenes en caso de que no pudieran oírle.
El ruido aumentó de intensidad; parecía el sonido de una máquina cuyo motor rodaba al límite. Poco después Frost distinguió el estruendo de dos motores, no solo uno. Aquellos aeroplanos debían de volar muy cerca el uno del otro, pensó. Demasiado cerca. Algo no encajaba. De repente cayó en la cuenta de que estaba oyendo los dos motores mal sincronizados que impulsaban el biplano de Steve Stevens. Stevens iba el primero.
—¡Alto el fuego! No es ella. ¡Alto el fuego!
El biplano los sobrevoló, con sus motores traqueteantes. Stevens volaba a escasa altura para poder ver los raíles. Josephine también tendría que volar bajo, lo que la convertía en un blanco fácil, se dijo Frost.
Transcurrieron diez minutos hasta que oyó otra máquina. Una vez más, no vio la luz de ninguna locomotora. Decididamente se trataba de un aeroplano. ¿Era el de Josephine? ¿Quizá el de Isaac Bell? La aeronave se acercaba con rapidez. Frost solo disponía de algunos segundos para tomar una decisión. Cayó en la cuenta de que, por lo general, Bell volaba detrás de Josephine.
—¡Preparaos!
—Preparados, señor Frost.
—Preparados, señor Frost.
El tirador situado a su izquierda gritó, entusiasmado:
—¡Ahí viene!
—¡Esperad…! ¡Esperad!
—¡Ahí viene, muchachos! —gritó el tirador que estaba a la derecha de Frost.
—¡Esperad! —repitió Frost.
De repente oyó el ruido cavernoso característico del escape de un motor rotativo.
—¡Es un Gnome! No es ella. ¡Es un Gnome! Va delante de ella. ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!
Demasiado tarde. Los excitados tiradores apagaron el sonido de sus palabras con largas ráfagas de fuego automático, cargando las cintas de munición todo lo rápido que las ametralladoras podían disparar. Las armas descerrajaron cuatrocientos proyectiles por minuto a la máquina que se acercaba, escupiendo cartuchos vacíos de latón y tela.
Isaac Bell localizó las dos ametralladoras por los fogonazos de las bocas de sus cañones, separadas a ciento ochenta metros al norte y el sur de la vía. Era imposible que los tiradores lo viesen puesto que los fogonazos debían de deslumbrarlos. Aun así tiraban certeramente apuntando al sonido de su motor, disparando de forma atronadora y cesando el fuego para escuchar, antes de volver a abrirlo.
El plomo volador traqueteó al pasar cerca de los pendolones del American Eagle.
Bell apagó el motor, planeó en silencio y volvió a encenderlo. Las ametralladoras siguieron disparando. Unas balas potentes sacudieron los puntales detrás de él. El timón de dirección recibió varios impactos, y Bell notó una sacudida en la barra del volante.
Dio la vuelta y voló siguiendo la vía en el mismo sentido por el que había llegado. Mirando hacia el este, de nuevo hacia Fort Worth, vio el brillo grisáceo del alba. Gracias a que tenía una vista muy aguda pudo detectar un punto a varios kilómetros de distancia. Josephine se acercaba a cien kilómetros por hora. Disponía de dos minutos para inutilizar las ametralladoras antes de que ella se topase con las nubes de plomo que estaban disparando al cielo. Pero solo contaba con un rifle Remington; se encontraba en inferioridad de condiciones. Su única esperanza era sembrar la confusión.
Apagó otra vez el motor y, de costado, se deslizó en silencio hacia la derecha. Encendió el motor. La ametralladora del sur disparó una ráfaga, siguiendo el ruido de la aeronave pero delatando su posición. Bell viró hacia los fogonazos, se lanzó en picado hasta situarse a escasa altura y disparó con el rifle. Apagó el motor y planeó sobre la ametralladora. Una vez que la hubo dejado atrás, volvió a encender el motor, dio la vuelta con gran estruendo y se dirigió de nuevo hacia el este volando en línea recta respecto a las ametralladoras y siguiendo una trayectoria perpendicular a la vía.
Las dos armas, la más cercana situada al sur y la que estaba al norte, al otro lado de la vía, dispararon una cortina de fuego letal. Bell se lanzó en picado y pasó en vuelo rasante sobre la más próxima. Gracias a los fogonazos de la boca del arma, vio tres hombres junto a la ametralladora montada sobre una cureña con ruedas, que movieron con destreza cuando él pasó para dispararle por detrás.
Bell descendió por debajo de la ráfaga de proyectiles a tan poca altura que pudo ver destellos en la vía. Harry Frost disparaba con una escopeta al llameante tubo de escape del Gnome. Bell descendió casi hasta el suelo, prácticamente le hizo la raya en el pelo a Frost con los patines y disparó con el rifle a los tiradores de la ametralladora del norte, cosa que captó su atención y les hizo girar la Colt para dispararle ininterrumpidamente. Si mantenían el gatillo apretado un poco más, la Colt refrigerada por aire se quemaría. Podía ver que el cañón despedía un brillo candente. Pero dejaron de disparar bruscamente y se dispersaron como alma que llevara el diablo cuando su emplazamiento fue alcanzado por una ráfaga de los tiradores del sur, a los que Bell había engañado para que ametrallasen el puesto contrario cuando intentaban acribillarlo por detrás.
Un segundo más tarde, la ametralladora del sur explotó; las últimas balas del emplazamiento del norte habían hecho impacto en sus cajas de munición.
Bell realizó otro giro cerrado con el Eagle y disparó los últimos proyectiles del Remington a los fogonazos de la escopeta de Frost. Tenía pocas posibilidades de acertarle desde su máquina con aquella luz tan tenue, pero esperaba que las balas del calibre 35 que pasaban silbando cerca de su cabeza obligasen al asesino a ponerse a cubierto.
Frost no se inmutó.
Se mantuvo erguido y disparando repetidamente, hasta que su escopeta se vació.
A continuación saltó de la vía al lecho del arroyo y recorrió con sorprendente agilidad los noventa metros que lo separaban de la ametralladora cuyos tiradores habían huido. Cuando Josephine pasó como un rayo a escasa altura, Frost giró la cureña de la pesada arma y disparó una ráfaga larga detrás de ella. Bell orientó su máquina directa hacia él. El rifle Remington estaba vacío, pero sacó su pistola y disparó todo lo rápido que el gatillo le permitió. Rodeado de plomo volador, Harry Frost devolvió el fuego hasta que la cinta de munición se atascó al no haber nadie que la introdujera en la recámara.
Bell vio que la máquina de Josephine inclinaba un ala hacia abajo. El aeroplano descendió y pasó rozando la vía de ferrocarril. Bell se temió que la aviadora estuviese herida o que los mandos hubiesen quedado tan dañados que no le permitieran maniobrar para evitar que el ala impactara en el suelo y el aparato diese vueltas de campana. Bell tenía el corazón en un puño; observó, con una expectación terrible que dio paso al alivio y el asombro, cómo el monoplano Celere elevaba el ala, se enderezaba y ascendía al cielo bamboleándose.
Isaac Bell no se separó de Josephine hasta Abilene, donde la vía de la línea de Abilene y el norte, la de Abilene y el sur, y la de Santa Fe se cruzaban con la línea de Texas y el Pacífico. La aviadora aterrizó torpemente y se deslizó dando media vuelta delante de una estación de mercancías. Bell tomó tierra cerca.
La encontró desplomada sobre los mandos, agarrándose el brazo. Una bala de ametralladora le había rozado, le había desgarrado la piel y le había abierto un surco en la carne. Su vestido de boda estaba manchado de sangre y de grasa de motor. Le temblaban los labios.
—He estado a punto de perder el control.
—Lo siento mucho. Debería haberlo detenido.
—Te dije que es astuto como un animal. Nadie puede detenerlo.
Bell le ató un pañuelo alrededor de la herida, que todavía sangraba. Unos niños se habían acercado corriendo, seguidos de unos ancianos con barbas largas más propias de los tiempos de la guerra de Secesión. Hombres y muchachos contemplaban boquiabiertos las máquinas amarillas una al lado de la otra en el polvo.
—¡Chicos, corred a buscar a un médico! —gritó Bell.
Josephine se enderezó, pero no hizo ningún intento por bajar de la aeronave. Tenía el cuerpo rígido debido al esfuerzo continuado por mantener la máquina en el aire. Estaba pálida y parecía totalmente agotada. Bell le rodeó los hombros con un brazo.
—Llora si quieres —dijo con delicadeza—. No se lo contaré a nadie.
—Mi máquina está bien —respondió ella, con una voz aguda y lejana—. Pero me ha estropeado el vestido de boda. ¿Por qué estoy llorando? Si ni siquiera me importa este ridículo vestido. ¡Un momento! —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Steve Stevens?
El médico llegó corriendo con su maletín.
—¿Ha visto un biplano blanco con un piloto gordo? —preguntó Josephine.
—Acaba de marcharse, señora. Va a Odessa. Ha dicho que espera llegar a El Paso en un par de días. A ver, vamos a sacarla de la máquina.
—Necesito aceite y gasolina.
—Necesita un vendaje en condiciones, ácido carbólico y una semana de reposo en la cama, señora.
—Míreme —dijo Josephine. Levantó el brazo ensangrentado y abrió los dedos—. Puedo mover la mano, ¿lo ve?
—Veo que el hueso no está roto —dijo el médico—. Pero su organismo ha sufrido una conmoción terrible.
Isaac Bell observó el gesto decidido de la mandíbula de Josephine y el súbito brillo intenso de sus ojos. Hizo señas a los chicos y lanzó a cada uno una moneda de oro de cinco dólares.
—Traed aceite y gasolina para la máquina voladora de la señora. Y gasolina y aceite de ricino para la mía. ¡Deprisa!
—No puede pilotar una máquina voladora en su estado —protestó el médico.
—¡Cúrele las heridas! —le pidió Bell.
—¿De verdad cree que la dama podrá volar a El Paso en su estado?
—No —repuso Isaac Bell—. Volará a San Francisco.