Isaac Bell se sorprendió cuando Preston Whiteway le pidió que fuera su padrino de boda, hasta que cayó en la cuenta de que las únicas personas con las que el magnate de la prensa pasaba el tiempo eran las que trabajaban para él, y la actitud despótica con que trataba a sus empleados garantizaba que jamás serían sus amigos.
—Será un honor —dijo Bell, contento de estar cerca de Josephine para protegerla personalmente si Harry Frost les jugaba una mala pasada y abría brecha en las líneas de defensa exteriores.
No se alegró tanto cuando Josephine pidió a Marion que fuese su dama de honor. Eso situaba a su prometida directamente en la línea de fuego, pero Marion dejó claro que no podía rechazar la petición de Josephine, quien estaba a miles de kilómetros de su familia y era la única mujer que participaba en la carrera.
En respuesta a las preguntas de Joseph van Dorn desde Washington acerca del «alboroto de la boda», Isaac Bell contestó por telegrama:
PRESTON INSUPERABLE PROMOTOR.
Cientos de invitados y hordas de espectadores se dirigieron a Fort Worth en automóviles, calesas, carruajes y caballos. Trenes repletos partieron de Chicago, Nueva York, Los Ángeles y San Francisco. La compañía Northern Texas Traction puso tranvías extras para que salieran de Dallas. Una compañía de la milicia del estado fue requerida para controlar a las multitudes y proteger las máquinas voladoras. Otras compañías habían recibido órdenes en Tyler y Texarkana. Los operadores de cámara de Marion Morgan fueron pisoteados por legiones de dibujantes y fotógrafos de periódicos hasta que Whiteway en persona intervino para recordarles que era el propietario de Picture World y que no le haría ninguna gracia que sus cámaras salieran malparadas.
La ceremonia sufrió todos los retrasos imaginables.
El coliseo de North Side, que Whiteway había equipado con bancos de iglesia y un altar enviado desde Saint Louis, se diseñó en su día para el movimiento de ganado y no de personas, de modo que tardaron mucho tiempo en sentar a todo el mundo. Luego unos nubarrones estivales oscurecieron el cielo al oeste, y todos los mecánicos y los pilotos de la carrera, incluida la novia, salieron corriendo a atar sus máquinas y a cubrir con lonas las alas y los fuselajes.
Los truenos hicieron que el coliseo se estremeciera. Se levantaron vientos fuertes procedentes de la pradera. Los amarres del biplano de Steve Stevens se soltaron. Pese al conocido desprecio que el obeso dueño de una plantación algodonera despertaba en la novia, Josephine encabezó otra salida para salvar la máquina de Stevens. Consiguieron asegurarla, si bien ya había empezado a caer una lluvia torrencial.
A Josephine hubieron de secarla sus damas de honor, un tumultuoso grupo de matronas de la alta sociedad de Fort Worth que se ofrecieron a sustituir a la familia ausente de la famosa aviadora. El sustituto del obispo de San Francisco (el reverendísimo adujo responsabilidades más importantes en su tarea de recaudar fondos para levantar una catedral en el barrio de Nob Hill, que el terremoto había arrasado) acababa de volver a reunir al rebaño delante del altar consagrado de forma temporal cuando el suelo comenzó a temblar por obra de una colosal locomotora Mikado 2-8-2 de color negro azabache que entró en el parque ferroviario con gran estruendo. Equipadas con fogones hondos, calderas sobrecalentadas y ocho ruedas motrices, las potentes Mikado solían transportar filas inmensas de furgones a cien kilómetros por hora. Esa en concreto remolcaba un largo vagón privado negro, que aparcó al lado de una rampa para el ganado que daba directamente al edificio.
—Santo Dios —susurró Preston Whiteway—, es mi madre.
Envuelta de la cabeza a los pies en seda negra y tocada con plumas de cuervo, la viuda Whiteway salió con paso airado del vagón privado.
El editor de periódicos se volvió en actitud suplicante hacia el investigador jefe de la agencia Van Dorn.
—Creía que estaba en Francia —susurró—. Bell, usted es el padrino. Le corresponde a usted hacer algo. Por favor…
El alto detective de cabello rubio se puso derecho y se dirigió con paso resuelto a la rampa para el ganado. Isaac Bell era vástago de una antigua familia de banqueros de Boston, y se había formado en un internado y educado en Yale, de modo que se sabía al dedillo la tradición de los padrinos que evitaban catástrofes, ya fuese localizando anillos perdidos o apaciguando a ex novias borrachas. Aun así, aquella situación en concreto lo sobrepasaba, como si fuera un vaquero al que le hubieran pedido que atase con una cuerda a un rinoceronte.
Ofreció a la viuda la mano y una reverencia digna de un príncipe.
—Por fin la ceremonia puede empezar —dijo a modo de saludo a la madre del novio, que se había presentado sin invitación.
—¿Quién es usted?
—Soy Isaac Bell, padrino de Preston y fiel lector de sus columnas en los suplementos dominicales.
—Si las lee, sabrá que no soy partidaria del divorcio.
—Josephine tampoco. Si su desafortunado matrimonio no hubiera sido debidamente anulado, no habría vuelto a casarse. Ahí está.
Josephine se aproximaba a ellos a toda prisa desde el altar. Se deshacía en sonrisas.
—Es más valiente que mi hijo —murmuró la señora Whiteway—. Fíjese en él, que teme a su propia madre.
—Está avergonzado, señora. Creía que usted estaba en Francia.
—Esperaba que yo estuviera en Francia. ¿Qué opina de esa chica, señor Bell?
—Admiro su coraje.
Josephine se acercó con una mirada cordial y los brazos extendidos.
—¡Cuánto me alegro de que haya venido, señora Whiteway! Mi madre no ha podido asistir, y me he sentido muy sola hasta ahora.
La señora Whiteway miró a Josephine de arriba abajo.
—Así que tú eres la chica sencilla —anunció—. Bastante bonita, pero no hermosa, gracias a Dios. La hermosura arruina a una mujer, la vuelve vanidosa… ¿Quién es esa joven con vestido de dama de honor que está mandando a esos hombres que me enfoquen con sus cámaras?
—Mi prometida —contestó Bell, que ya se había apartado de la línea focal—, la señorita Marion Morgan.
—Bueno, puede que haya excepciones a lo que he dicho sobre las mujeres hermosas. —La señora Whiteway carraspeó—. Jovencita, ¿quieres a mi hijo?
La aviadora la miró a los ojos.
—Me gusta.
—¿Por qué?
—Es alguien que consigue resultados.
—Es una virtud que heredó de mi marido. —Tomó la mano de Josephine—. Acabemos con esto —dijo, y la acompañó al altar.
Buscaron acomodo para la señora Whiteway en el primer banco. Justo cuando el sustituto del obispo estaba repitiendo por tercera vez «Estamos reunidos hoy aquí…», a través del tragaluz que había encima de Josephine y Preston el cielo empezó a brillar con un verde acerado.
—¡Huracanes! —gritaron los lugareños de las llanuras de Texas, que sabían que el cielo teñido de un color extraño como aquel solo podía anunciar tornados.
Los habitantes de Fort Worth huyeron a los refugios preparados para las tormentas como aquellas, e invitaron a acompañarlos a tantos presentes como pudieron. Los visitantes que habían llegado en trenes especiales se retiraron a sus inseguros cobijos. Los que no disponían de refugios ni de trenes buscaron tabernas donde resguardarse.
Los tornados recorrieron los pastizales hasta mucho después de que anocheciera, rugiendo como mercancías fuera de control, lanzando reses de ganado y barracones por los aires. Respetaron la ciudad, pero era medianoche pasada cuando los fieles, agradecidos, olieron por fin el banquete de boda y oyeron finalmente las palabras «Os declaro marido y mujer».
Preston Whiteway, arrebolado después de intercambiar múltiples brindis con la novia, besó a Josephine en los labios. La dama de honor Marion Morgan aseguró a todos los que le preguntaron que, desde su cercana posición estratégica, había visto que Josephine se lo devolvía con el mejor de los ánimos.
Cientos de personas se dirigieron a las mesas al grito de «¡A comer!».
Whiteway alzó su copa.
—Un brindis por mi preciosa esposa, la Novia Voladora de Estados Unidos. Que vuele todavía más alto y más rápido en mis brazos y…
A pesar de que Whiteway pretendía continuar, su brindis quedó ahogado por el inconfundible ruido de los motores Antoinette de ocho cilindros impulsados por bombas que elevaban el biplano chamuscado de Steve Stevens en el aire nocturno.
Josephine se apartó de la mesa del banquete nupcial de un brinco y cruzó a toda velocidad la lona que cubría una rampa para el ganado que daba al campo de aviación. La máquina de Stevens, expulsando fuego por los dos motores, pasó por encima de una valla y de la locomotora de la señora Whiteway, fue directa a una línea de cables de telégrafo, pasó a escasos centímetros por encima de ellos, esquivó peligrosamente un granero y desapareció en la noche.
Marco Celere permanecía quieto con los calzos de las ruedas que había quitado a sus pies, diciendo adiós con la regla de cálculo de Platov y su sombrero de paja con la cinta roja.
—Te dije que pensaría algo para tu noche de bodas.
—¿Adónde va?
—A Abilene.
—Ese gordo tramposo…
—Lo he convencido de que se adelantara a fin de que tuviéramos tiempo para trabajar en los motores.
—¿Cómo puede ver por dónde vuela?
—Las estrellas y la luna se reflejan en la vía del tren.
Josephine gritó a sus mecánicos que llenasen de gasolina y aceite los depósitos de su máquina voladora y que hicieran girar la hélice. Marco la siguió con paso ligero mientras ella corría hacia la aeronave, arrastrando la cola de su vestido de boda como si fuera una estela de humo blanco. Mientras él retiraba la lona de las alas del monoplano, ella se arrodilló junto a las estacas para soltar las cuerdas.
—Tengo que advertirte… —susurró él en tono urgente.
—¿Qué?
Josephine aflojó un nudo de tensión, tiró de la cuerda del montante y se arrodilló para aflojar otra.
—Si a… Dmitri Platov le pasara algo, no te preocupes.
—¿A qué te refieres…? ¡Daos prisa! —gritó a sus detectives-mecánicos, que estaban vaciando latas de gasolina y aceite en los depósitos—. ¿Qué estás diciendo? Tú eres Dmitri Platov.
—A Dmitri Platov lo vigilan los detectives de Bell. Puede que tenga que desaparecer de repente.
Josephine desató la última cuerda, subió de un salto a la caja de jabón y se metió en su máquina, desesperada por alzar el vuelo. La cola de su vestido de boda se enredó en un montante.
—¡Un cuchillo! —gritó a un detective-mecánico.
El hombre abrió una hoja afilada y cortó la cola del vestido.
—¡No dejes que se enganche en la hélice! —ordenó ella, y el mecánico la apartó arrastrándola. Marco seguía sobre la caja de jabón, con su rostro de pobladas patillas a escasos centímetros del de Josephine—. ¿Y tú?
—Volveré. No te preocupes.
Empujó la palanca de mando hacia delante, tiró de ella hacia atrás y la inclinó hacia un lado, comprobando que el timón de altura, el timón de dirección y los alettoni se movían correctamente.
—De acuerdo, no me preocuparé. Apártate… ¡Contacto!
Isaac Bell ya sobrevolaba en círculos el campo de aviación; había ordenado a Andy Moser que mantuviera el motor caliente y los depósitos de gasolina y de aceite llenos. Desde lo alto, veía el coliseo de North Side y todo Fort Worth como un fulgor apagado perdido en el mar infinito de oscuridad que eran los pastizales de Texas teñidos de negro por la noche.
Josephine voló a toda velocidad hacia el oeste, siguiendo la vía de ferrocarril iluminada solo por la luz de la luna.
El alto detective estaba justo detrás de ella. Podía verla gracias al punto de fuego que señalaba la posición del escape de su Antoinette. A lo largo de los primeros dieciséis kilómetros, tuvo que ralentizar su motor para no adelantarla. Pero cuando el fulgor de Fort Worth hubo desaparecido por completo y el suelo se oscureció a todo su alrededor, Bell clavó los ojos en la doble línea de acero iluminada por la luna, levantó el dedo del interruptor de apagado y dejó que el Eagle volara.