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INVESTIGAD DMITRI PLATOV.

Isaac Bell telegrafió a los hombres de Van Dorn en Chicago y en Nueva York. Estaba seguro de que el inventor ruso había influido de alguna forma en Josephine para que se casara con Preston Whiteway. El motivo por el que Platov querría que ella contrajera matrimonio con el editor era un enigma. Pero al alto detective le intrigaba igualmente el poder del que Platov gozaba para hacer cambiar de opinión a Josephine con respecto a una decisión tan importante y personal como el matrimonio.

Bell no podía pasar por alto semejante misterio acerca de un hombre que tenía libre acceso a los campos de aviación de la carrera y era bienvenido en todos los vagones hangares. Sobre todo desde que Dmitri Platov se había ofrecido a sustituir al mecánico asesinado de Eddison-Sydney-Martin días antes de que la hélice del inglés se desprendiera y le hiciera estrellarse en un arroyo de Kansas. Y si había un mecánico en la carrera que conocía su oficio, era Platov.

El informe preliminar de los investigadores, telegrafiado al cabo de medio día, era desconcertante.

La única información sobre Dmitri Platov la habían hallado en los archivos de Van Dorn que contenían recortes de periódico acerca de los preparativos de la Copa Whiteway en Belmont Park y los informes que el propio Isaac Bell había enviado desde el terreno. Asimismo, los reporteros habían descrito, con mayor o menor grado de exactitud, el revolucionario motor térmico de Platov, pero solo en artículos que relataban su destrucción en el accidente que le había costado la vida al mecánico jefe de Steve Stevens.

Bell reflexionó sobre el significado de la falta de información acerca de Dmitri Platov. Coincidía con lo que había dicho sobre el ruso Danielle di Vecchio, quien aseguraba que no lo había conocido en el Salón Aeronáutico Internacional de París ni tampoco había oído su nombre allí.

¿Era posible que Platov no hubiera estado en ese encuentro aéreo celebrado en la capital de Francia?

Pero si no había estado en París, ¿a quién había comprado Marco Celere su motor a reacción?

Bell envió un telegrama al departamento de investigación de la agencia:

CONCENTRAOS EN MOTOR TÉRMICO.

¡DEPRISA!

Luego llamó a Dashwood a su vagón central.

—Olvídate de los jugadores y vigila a Dmitri Platov. Pégate a él como si fueras su sombra, pero que no se dé cuenta.

—¿Qué tengo que buscar?

—Me preocupa —dijo Bell—. Quizá sea tan inocente como parece, pero tuvo la oportunidad de sabotear la máquina del inglés.

—¿Podría ser el infiltrado de Harry Frost? —preguntó Dashwood.

—Podría ser cualquier cosa.

Isaac Bell echó mano de todos los hombres de la agencia en el sudoeste a su disposición para que protegieran la boda de Josephine de las ametralladoras de Harry Frost. Mientras los detectives privados llegaban a toda prisa y se presentaban en el Eagle Special, él recalcaba su estrategia:

—Impedid que Harry Frost se acerque lo suficiente para causar daños. Aprovechad vuestros contactos. Somos muy pocos, pero si juntamos nuestras conexiones con agentes de la ley, policía ferroviaria, confidentes, jugadores y delincuentes en deuda con nosotros, estableceremos un perímetro igual de amplio que el alcance de las ametralladoras e impediremos que Frost lo penetre.

El largo alcance de las Colt suponía una amenaza. Las ametralladoras resultaban letales hasta un kilómetro y medio de distancia. Pero Frost casi podía triplicar la amenaza elevando los cañones para lanzar tiros fijantes indirectos, de manera que los proyectiles impactarían indiscriminadamente sobre el objetivo desde una distancia de hasta cinco kilómetros.

—No es tan difícil como parece —aseguró Bell a los detectives—. El sheriff de Worth nos está echando una mano amablemente con un grupo nutrido de ayudantes temporales en el que también hay peones de las inmediaciones. Ellos reconocerán a los forasteros. Y estamos consiguiendo que colaboren con nosotros detectives ferroviarios. La compañía Texas & Pacific y la Fort Worth & Denver nos prestan su apoyo.

—¿Y si a Harry Frost se le ocurre la misma idea y contrata a lugareños? —preguntó un detective de Los Ángeles que acababa de apearse del tren, ataviado con un bombín de color crema y una corbata rosa.

—¿Tú qué dices a eso, Walt? —Bell señaló con la cabeza a su viejo amigo Walt Hatfield, el agente Texas, quien había llegado a caballo.

Delgado como un raíl de acero y considerablemente más resistente, el ex ranger de Texas convertido en detective de Van Dorn miró al petimetre de California entornando los ojos por debajo del ala de su sombrero de vaquero.

—No podemos hacer nada para impedir que Frost reúna a un grupo numeroso de lugareños —dijo alargando las palabras—. Pero no puede meterlos en la ciudad porque los agentes de la ley los reconocerían. Sin embargo, Isaac —dijo a Bell—, «localizar» a Harry Frost no es lo mismo que detenerlo. Por lo que he leído hasta ahora en los informes de tus aventuras, creo que Frost no teme a nada. Sería capaz de asaltar el infierno con un cubo de agua.

Bell sacudió la cabeza.

—No esperes que Frost actúe temerariamente. No habrá ataques imprudentes ni agresiones desesperadas. Me lo dijo sin rodeos: no le da miedo morir. Pero solo después de matar a Josephine.

Tras colocar sus cámaras y sus lámparas de vapor de mercurio en el coliseo de North Side, Marion Morgan se reunió con Isaac Bell en el vagón central de la agencia Van Dorn. Bell elogió su nueva falda para montar, que ella había descubierto en unos almacenes de Fort Worth cuya clientela principal la constituían las mujeres de los rancheros ricos, y después le preguntó:

—¿Cómo es el lugar de la boda?

Bell estaba preocupado por establecer el perímetro, pero todavía tenía que inspeccionar el interior del coliseo.

Marion se echó a reír.

—¿Te acuerdas de cómo lo describió Preston?

—¿«El pabellón más opulento y dinámico de todo el hemisferio occidental»?

—Omitió una palabra: «Ganado». El pabellón más opulento y dinámico es donde celebran la feria de ganado nacional. Josephine se partía de risa.

—Ella es hija de un granjero de productos lácteos.

—Ha dicho: «Voy a casarme en un establo». En realidad, es un edificio imponente. Hay mucha luz para las cámaras. Cuenta con tragaluces y con electricidad para las lámparas. No tendré problemas. ¿Y tú?

—Es más fácil vigilar bajo techo —dijo Bell.

Cuando inspeccionó el coliseo, descubrió que era una sabia elección, pues había allí enormes parques ferroviarios para los trenes de refuerzo y los especiales de los invitados a la boda, así como corrales que se desmontarían fácilmente para hacer sitio a las máquinas voladoras.

Después de recorrer mil seiscientos kilómetros desde Chicago por carreteras espantosas, el turismo Thomas Flyer modelo 35 con cuatro cilindros y sesenta caballos de Frost estaba cubierto de barro, teñido de gris a causa del polvo y repleto de cables de remolques y cadenas, latas de gasolina y aceite de reserva, así como neumáticos de recambio parcheados repetidas veces. Pero funcionaba de maravilla, y Frost sentía una libertad que no había experimentado jamás en una vía de ferrocarril, ni siquiera viajando en su propio tren especial. Como Josephine solía comentar cuando se explayaba sobre el acto de volar por el aire («sobre» el aire, decía ella, insistiendo en que el aire era casi sólido), un hombre podía ir a donde le viniera en gana.

A cincuenta kilómetros de Fort Worth, una ciudad con un matadero que manchaba el cielo de humo, Frost ordenó que se detuvieran en una colina baja. Escudriñó la pradera cubierta de matorrales con unos potentes gemelos alemanes que había comprado para los safaris en África. A un kilómetro y medio estaba la vía de ferrocarril. En una apartada vía muerta que antaño pasaba por un pueblo borrado del mapa por un tornado, había un vagón de mercancías.

—¡Vamos!

Mike Stotts, el mecánico de Frost, arrancó con la manivela el motor del Thomas. Tres horas más tarde y cuarenta kilómetros más adelante, volvieron a detenerse. Frost envió a Stotts delante en una bicicleta, que habían robado en Wichita Falls, para que inspeccionara el terreno y estableciera contacto con sus hombres en Fort Worth.

—¿Quiere que vaya con él? —preguntó Dave Mayhew, el telegrafista, a Frost.

—Tú quédate aquí.

Siempre podía conseguir otro mecánico, pero no abundaban los telegrafistas que también eran diestros con las armas de fuego. Stotts volvió antes de lo que Frost esperaba.

—¿Qué pasa?

—Piquetes. Tienen hombres a caballo patrullando.

—¿Seguro que no eran peones?

—No he visto ninguna vaca.

—¿Y en la ciudad?

—Hay policías por todas partes. La mitad de los hombres que he visto llevaban estrellas de ayudante del sheriff. Y buena parte de los que no lo eran parecían detectives.

—¿Has visto detectives ferroviarios?

—Unos cien.

Frost rumió en silencio. Era evidente que Isaac Bell estaba actuando partiendo del supuesto de que las ametralladoras robadas en Fort Riley obraban en su poder.

Cada uno tenía su manera de hacer las cosas. Frost mandó a Mayhew que trepase por un poste para enviar un telegrama al controlador de la compañía ferroviaria Texas & Pacific que estaba a su servicio y luego se dirigió al oeste, evitando Fort Worth.

Después del anochecer, el Thomas Flyer ascendió por el terraplén hasta la vía de ferrocarril, subió a los raíles y siguió hacia el oeste. Frost ordenó al mecánico que estuviera atento detrás de ellos por si veía faros de locomotoras. Él y el telegrafista miraban al frente. Cinco veces durante la noche salieron de la vía para dejar pasar a un tren.

Al día siguiente ya tarde, a mitad de camino de Abilene, Harry Frost vio a través de sus gemelos un gran carromato de provisiones tirado por seis mulas fuertes. Estaba parado al lado de un vagón de mercancías aparcado en una vía muerta apartada, propiedad de la compañía Texas & Pacific. La vía muerta pasaba por un enorme rancho a dieciséis kilómetros de distancia que pertenecía a una asociación de inversiones en la que Frost tenía una participación mayoritaria. Seis pistoleros vestidos de vaqueros acompañaban el carro. Desmontaron, abrieron un candado, descorrieron la puerta del furgón y cargaron en el carro unas pesadas cajas de madera con las palabras estarcidas ARADOS HOLIAN, SANDY HOOK, CONNECTICUT.

Frost recorrió la interminable extensión desierta de maleza y hierba con los gemelos, para comprobar, como había hecho en repetidas ocasiones, que no había nadie a la vista que pudiera interferir. La pradera salpicada de matas de arbustos marrones se extendía hasta el horizonte. Nubes, o tal vez colinas bajas, se alzaban hacia el oeste. A unos quince kilómetros hacia el norte, divisó una estructura alta y fina que podía ser bien un molino de viento para bombear agua o bien una torre de perforación para buscar petróleo. La vía relucía en línea recta tanto al este como al oeste, bordeada de una cinta irregular de hilo telegráfico tendido a lo largo de postes gastados.

Los supuestos vaqueros terminaron de cargar el carromato de provisiones. El vehículo se dirigió al oeste por el camino de tierra lleno de baches que avanzaba en paralelo a la vía del ferrocarril vigilada por los hombres a caballo. El Thomas Flyer lo alcanzó a tres kilómetros de la vía muerta. De cerca, el aspecto de aquellos hombres habría hecho desenfundar la pistola a cualquier agente de la ley que se preciara, pues parecían más atracadores de bancos que vaqueros: no tenían las manos encallecidas y llenas de cicatrices que caracterizaban a los trabajadores del campo. Llevaban revólveres de seis balas en pistoleras dobles ceñidas a la cintura y rifles Winchester metidos en fundas en las sillas de montar. Al contemplar a los tres hombres del Thomas, la banda de tipos duros se volvió con expectación hacia un individuo alto situado en medio. Harry Frost ya lo había identificado como el líder con el que se había comunicado a través de un intermediario de confianza de los viejos tiempos.

—¿Cuáles de vosotros estuvisteis en la guerra hispano-estadounidense? —preguntó Frost.

Cuatro hombres con sombreros de campaña asintieron con la cabeza.

—¿Disparasteis con ametralladoras Colt?

Asintieron otra vez con la cabeza; sus ojos seguían desviándose hacia su líder.

—Seguidme. Hay un lecho de un arroyo en el que podemos montar las armas.

Ninguno de los hombres se movió.

—¿Herbert? —dijo Frost afablemente—. Mis amigos de Chicago me han asegurado que es usted un forajido duro de pelar. No he podido evitar fijarme en que todo el mundo lo mira como si fuera a impartir una lección de sabiduría.

Herbert contestó arrastrando las palabras:

—Estábamos debatiendo si deberíamos coger su dinero, su automóvil y sus ametralladoras en lugar de disparar a las máquinas voladoras y, si no nos dan problemas, dejarles subir a un tren de mercancías para volver a Chicago. Solo son tres, mientras que nosotros somos seis.

Harry Frost sacó una escopeta recortada con doble cañón del calibre 10 de entre sus botas agarrándola de la culata con su fuerte mano.

El forajido miró con actitud impasible las dos bocas del arma.

—No me gustan los hombres que me apuntan, en especial si lo hacen con un arma de diligencia.

—No estoy apuntándole, Herbert —contestó Harry Frost—. Voy a volarle la cabeza.

Apretó los dos gatillos. La escopeta atronó como un cañón, y una ráfaga de perdigones derribó a Herbert de su silla de montar.

El disparo no retumbó en el campo abierto, y solo se oyó una especie de trueno y los relinchos de los caballos asustados. Cuando la banda del hombre muerto hubo dominado sus monturas, Stotts y Mayhew los estaban apuntando con un revólver en cada mano. Harry Frost también había recargado su arma. Tenía la cara roja de una ira justificada.

—¿Quién más quiere?

Desembalaron las ametralladoras, los soportes, las cajas de munición y las cureñas a la escasa sombra de los arbustos y los árboles bajos que crecían en la orilla del arroyo. Desmontaron y limpiaron las ametralladoras, y a continuación las montaron sobre las cureñas con ruedas. Las armas pesaban casi ciento ochenta kilos, incluidas las cajas de munición. Maldiciendo el peso, las transportaron empujándolas por el lecho del arroyo seco, que era hondo y estrecho como una trinchera militar. Situaron las ametralladoras Colt a ciento ochenta metros de distancia una de la otra. Elevadas sobre las cureñas, dominaban la vía de ferrocarril que los aeroplanos seguirían hasta Abilene.

Para asegurarse de que las armas funcionaban perfectamente, introdujeron las cintas de cartuchos de lona en las recámaras y dispararon cincuenta proyectiles con cada una, que mataron a unas vacas que pastaban a un kilómetro de distancia.

Harry Frost dio a Stotts su cuchillo de caza.

—Ve a cortar carne para la cena. Corta también para el desayuno. Estaremos aquí algún tiempo.

Mandó a Mayhew que trepase por un poste y pinchase el hilo telegráfico.

El telegrafista tendió un cable hasta el suelo, lo conectó a una llave telegráfica, se sentó apoyado en el poste con la llave sobre el regazo y tradujo los mensajes que los controladores ferroviarios estaban transmitiendo entre sus remotas estaciones. En varias ocasiones advirtió a los demás que se acercaba un tren. Todos se ocultaron debajo del caballete que se extendía a lo largo del lecho del arroyo hasta que el tren hubo pasado con gran estruendo. La mayoría de las transmisiones telegráficas estaban relacionadas con los cambios de vía de los trenes auxiliares (ferrocarriles especiales de hombres ricos fletados por periódicos) que llegaban a Fort Worth con motivo de la gran boda.