31

—Al gato se le han acabado las vidas.

—¡No digas eso!

Josephine se volvió en contra del mecánico que acababa de expresar en un murmullo lo que todos se temían. Corrió junto a Abby, quien estaba llorando. Pero cuando trató de abrazarla, la esposa del baronet retrocedió y permaneció rígida como una estatua de mármol.

Josephine solo podía pensar en la promesa que Marco le había hecho: «Ganarás. Yo me encargaré de que ganes. No te preocupes. Nadie te sacará ventaja».

¿Qué había hecho?

Josephine e Isaac Bell, que habían aterrizado en un camino de tierra al lado de la vía, y Abby y todos los mecánicos, quienes habían visto el accidente desde su tren de refuerzo, estaban reunidos en las orillas de un arroyo bastante ancho, a treinta y dos kilómetros al sudoeste de Topeka. El biplano azul, lo que quedaba de él, flotaba en aquellas aguas, atrapado en un tocón en mitad de las mismas.

¿Acaso Marco había saboteado la máquina del marido de Abby para que Josephine pudiera ganar? Allí estaba, ataviado con su absurdo disfraz de ruso. Solo ella sabía quién era él en realidad y era la única, asimismo, que sospechaba que había hecho algo terrible. Pero le daba miedo preguntar.

Debo hacerlo, se dijo Josephine. Tengo que preguntarle. Y si es cierto, he de confesar todas las mentiras. Se acercó a Marco. Él estaba agitando su regla de cálculo y parecía tan afectado como los demás, pero Josephine se dio cuenta de que había perdido la confianza en él y no podía estar segura de que no fingiera.

—Tengo que hablar contigo —le susurró.

—¡Oh, pobre Josephine! —gritó Celere interpretando el papel de Platov—. Estar viendo todo pasar delante de ojos.

—Tengo que preguntarte una cosa.

—¿Qué?

Antes de que ella pudiera hablar oyó un chillido. Era Abby quien gritaba. A continuación, milagrosamente, todas las gargantas prorrumpieron en una ovación. Se volvió hacia el arroyo. Todo el mundo miraba aguas abajo. El baronet Eddison-Sydney-Martin cojeaba con paso vacilante por la orilla, empapado, cubierto de barro y sosteniendo torpemente un cigarrillo que no lograba encender.

Bell dijo a Andy Moser que estaba seguro de que había visto desprenderse la hélice de Eddison-Sydney-Martin.

—¿Es habitual?

—A veces ocurre —respondió Andy.

—¿Qué ha podido provocarlo?

—Muchas cosas. Una grieta en el eje, quizá.

—Pero el baronet inspecciona su máquina cada vez que vuela. Revisa los soportes, los tirantes y todo lo demás, como hacemos todos. Y también lo inspeccionan sus mecánicos, como haces tú para mí.

—Pudo haberle golpeado una piedra que rebotó en el campo.

—Él se habría dado cuenta, lo habría notado o lo habría oído.

—Se habría dado cuenta si la piedra en cuestión hubiera hecho pedazos la hélice —dijo Andy—. Pero si dio justo en el eje cuando él estaba ocupado haciendo despegar la máquina y el motor hacía mucho ruido, tal vez no se percatara. Hace un par de meses oí que una hélice dejó de ser estable porque la habían guardado de pie. La humedad penetró en la pala inferior.

—La hélice del baronet era nueva y la ha usado prácticamente todos los días desde que la compró.

—Sí, pero es posible que se agrietara.

—Por eso estaba pintada de plateado —replicó Bell—, para que se viesen pocas grietas.

Era el procedimiento habitual en los aviones de hélice propulsora. La de Bell no era así porque una hélice plateada girando delante de él lo deslumbraría.

—Ya lo sé, señor Bell. Y evidentemente tampoco se ha usado suficiente tiempo para que la madera se pudriese. —Moser alzó la vista para mirar al detective—. Si me preguntara si ha sido saboteada, le diría que desde luego es posible.

—¿Cómo? Si quisieras que la hélice de un aeroplano se desprendiera, ¿qué harías?

—Cualquier cosa con tal de desestabilizarla. Cuando la hélice está desequilibrada, vibra. Las vibraciones la rompen o sueltan el eje, o incluso sacuden el motor de su soporte.

—Pero no te interesaría que se sacudiera mucho porque el tipo al que pretenderías matar se daría cuenta, pararía el motor y aterrizaría lo antes posible.

—Tiene razón —dijo Andy seriamente—. El saboteador tendría que conocer su oficio.

Pero eso, no podía por menos de reconocer Isaac Bell, era aplicable a todos los mecánicos de la carrera, con las posibles excepciones de los detectives disfrazados que acompañaban a Josephine. Otro dato que Bell no podía pasar por alto era que Preston Whiteway había hecho realidad el deseo que había expuesto con tanto descaro en San Francisco. Había tenido que esperar a dejar muy atrás Chicago y estar en mitad de Kansas, pero el grano se había «cribado» y la carrera se había convertido en una competición que enfrentaba a los mejores aviadores con la valiente Josephine.

Probablemente Eddison-Sydney-Martin había sido el mejor… y su criba por sabotaje no se había producido por causas naturales. Pero el prudente Joe Mudd estaba demostrando que no era ningún principiante, mientras que el antipático pero decidido Steve Stevens era un piloto veloz que avanzaba sin dejarse intimidar por las vibraciones que ponían en peligro su máquina.

Bell no tenía forma de saber cuál sería la siguiente víctima del saboteador. De hecho, lo único que el alto detective sabía con total certeza era que su cometido principal seguía siendo el mismo que al principio: impedir que Frost matase a Josephine.

Isaac Bell se preguntaba si el robo de las ametralladoras en Fort Riley podía haber sido una compleja estratagema de Harry Frost, una distracción para atraer a los protectores de Josephine y aflojar el cordón que mantenían en torno a ella todas las noches en los terrenos de las ferias y los parques ferroviarios. Teniendo presente esa posibilidad, el detective planeó una emboscada. Esperó a que anocheciera (después de despedirse con tristeza del matrimonio Eddison-Sydney-Martin, cuyo tren de refuerzo partió del parque ferroviario de la feria del condado de Morris para regresar a Chicago) y subió a la cubierta del vagón privado de Josephine. Estuvo al acecho durante horas, escudriñando los trenes aparcados al otro lado del especial de Whiteway y permaneciendo atento por si oía el crujido de unas botas en el balasto.

Era una noche calurosa. Las ventanillas, los tragaluces y las trampillas del techo estaban abiertas. Los murmullos de las conversaciones y alguna que otra carcajada se mezclaban con el susurro de las locomotoras cuyos fuegos producían el vapor suficiente para alimentar las luces y calentar el agua.

En torno a la medianoche, oyó que alguien llamaba a la puerta del vagón de Josephine. Quienquiera que fuese debía de haber cruzado el tren, pues Bell no había visto ni oído a nadie en el balasto. A pesar de todo, el detective sacó su Browning y apuntó con ella a la puerta a través de la trampilla abierta en el techo. Oyó que Josephine gritaba con voz soñolienta desde su compartimento:

—¿Quién es?

—Preston.

—Señor Whiteway, es un poco tarde.

—Debo hablar contigo, Josephine.

Josephine salió al vestíbulo vestida con una sencilla bata sobre un pijama de algodón, y abrió la puerta.

Whiteway llevaba puesto un traje con una corbata de seda y se había peinado el cabello rubio con unas ondas muy elegantes.

—Quiero que sepas que he meditado lo que voy a decirte. —Empezó a pasearse por el estrecho pasillo—. Qué raro… Me siento un poco cohibido.

Josephine se acurrucó en un sillón mullido, metió los pies descalzos debajo de su cuerpo y le observó con recelo.

—Espero que no haya cambiado de opinión —dijo—. Me va mucho mejor. Mis tiempos están mejorando. He estado recuperando el terreno perdido. Y ahora que el pobre baronet ha quedado fuera de la carrera, tengo más posibilidades de ganarla.

—¡Por supuesto que sí!

—Joe Mudd no es tan rápido. Y Steve Stevens no aguantará mucho más.

—Vas a ganar. Estoy seguro.

Josephine sonrió.

—Es un consuelo. Parecía tan nervioso que he pensado que iba a dejarme… Pero ¿qué quiere decirme?

Whiteway se alzó cuan largo era, sacó pecho y barriga, y soltó:

—¡Cásate conmigo!

—¿Qué?

—Yo seré un marido maravilloso, y tú serás rica y podrás pilotar aeroplanos todos los días hasta que tengamos hijos… ¿Qué dices?

Josephine guardó silencio.

—No sé qué responder —dijo al fin—. Es usted muy amable proponiéndomelo, pero…

—Pero ¿qué? ¿Qué puede haber mejor?

Josephine respiró hondo y se levantó del sillón. Whiteway abrió los brazos para estrecharla entre ellos.

—¿Qué pasó entonces? —susurró Marion cuando Bell se lo contó mientras desayunaban en el lujoso vagón comedor del Josephine Special.

Sus enormes ojos de color verde coral estaban muy abiertos y resultaban tan hermosos que por un largo instante Bell perdió el hilo de lo que estaba diciendo.

—¿Respondió que sí? —preguntó ella, instándolo a que continuara.

—No.

—Bien. Preston está demasiado enamorado de sí mismo para ser un marido cariñoso. Si Josephine es tan encantadora como los periódicos afirman, se merece algo mejor.

—Tú la conoces más que los lectores de esos periódicos.

—Solo nos hemos saludado al pasar. Pero pensaba que ella habría contestado «Quizá».

—¿Por qué? —preguntó Bell.

Marion reflexionó.

—Me da la impresión de que es una mujer que siempre consigue lo que quiere.

—Lo cierto es que su respuesta fue una especie de «quizá». Dijo que tenía que pensárselo.

—Sospecho que no tiene con quien hablar. La escucharé. Y le daré mi opinión, si me la pide.

—Esperaba que dijeras eso —dijo Bell—. En realidad, esperaba que te centraras en lo que Harry Frost quiso decir cuando afirmó que ella y Celere tramaban algo.

Marion miró por la ventanilla. Un viento fuerte hacía girar pequeños remolinos de humo de carbón, paja de trigo y cenizas alrededor de los trenes.

—Hoy no se vuela. Voy ahora mismo a hablar con Josephine.

—Cuando sea mayor quiero ser como tú —dijo sonriendo Josephine a Marion.

Estaban solas en el salón principal del vagón privado de la Novia Voladora, acurrucadas en sendas butacas situadas una enfrente de la otra. En medio de ellas había unas tazas de café sin tocar.

—Espero no parecer tan vieja. Además, ya eres mayor. Estás pilotando una aeronave a través del país.

—No es eso. Quiero ser igual de sincera que tú.

—¿A qué te refieres?

—Me has dicho sin rodeos que Isaac oyó que Preston me pedía que me casara con él.

—También te he dicho que tengo mucha curiosidad por saber lo que opinas de su propuesta.

—No lo sé. Me pregunto para qué quiere casarse conmigo. —Josephine dedicó a Marion una de sus sonrisas de oreja a oreja—. Yo solo soy una chica tonta de campo.

—Los hombres son criaturas extrañas —dijo Marion, devolviéndole la sonrisa—. La mayoría. A lo mejor él te quiere.

—No dijo que me quisiera.

—Bueno, Preston no se caracteriza por su inteligencia en muchos aspectos. De todos modos, es guapo.

—Supongo.

—Y muy pero que muy rico.

—Harry también lo era.

—Preston tiene muchos defectos, pero, a diferencia de Harry, no es un bruto.

—Sí, pero es tan corpulento como Harry.

—Y está ganando peso —añadió riendo Marion—. Si no se anda con cuidado, acabará como el presidente Taft.

—O como Steve Stevens.

Las dos soltaron una risotada. Marion observó detenidamente a la joven y preguntó:

—¿Lo estás teniendo todo en cuenta?

—En absoluto. No amo a Preston Whiteway. Ya sé que dijo que me compraría aeroplanos. De hecho, afirmó que me compraría aeroplanos al menos hasta que tuviéramos hijos. Pretende que después de tenerlos deje de volar.

—¡Dios mío! —exclamó Marion—. Preston es todavía más tonto de lo que pensaba.

—Crees que no debería casarme con él, ¿verdad?

—Yo no puedo responder a eso —dijo Marion—. Tú tienes que saber lo que quieres hacer.

—Si gano los cincuenta mil dólares, tendré mi propio dinero. Podré comprarme mis propios aeroplanos.

—Querida, si ganas la carrera, harán cola para regalarte aeroplanos —dijo Marion.

—¿En serio?

—Estoy segura. Saben que los clientes comprarán los aeroplanos que tú pilotes. Así que lo de casarte con Preston no tiene nada que ver con los aeroplanos, ¿verdad?

—Si gano.

—Isaac dice que estás segura de que ganarás. Y —añadió riéndose otra vez— él también está seguro de que ganarás. Ha apostado tres mil dólares por ti.

Josephine asintió con la cabeza distraídamente y miró por la ventanilla de su vagón. El viento seguía haciendo vibrar el cristal. Cerró los ojos y empezó a formar palabras con los labios; acto seguido, los apretó fuertemente. Se moría por hablar, pensó Marion. Parecía que la proposición de Preston la estuviera obligando a pensar en cosas en las que prefería no pensar.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué te preocupa realmente?

Josephine frunció los labios y espiró bruscamente.

—¿Puedes guardar un secreto?

Sus ojos se clavaron suplicantes en los de Marion.

—No, no puedo. No puedo ocultar nada a Isaac.

Josephine puso los ojos en blanco.

—¿Por qué eres tan sincera, Marion?

—Prefiero serlo. ¿Qué quieres contarme?

—Nada… Cuando vi que Marco recibía los disparos, me llevé una gran sorpresa.

—No me extraña.

—Era lo último que esperaba.

—Y entonces —confesó Marion Morgan a Isaac Bell—, metí la pata. En lugar de callarme mientras Josephine terminaba lo que estaba diciendo, cometí la estupidez de decir algo así como «¿Quién esperaría ver que tu marido dispara a un amigo tuyo?», y Josephine no añadió ni pío.

—Si dijo «Lo último que esperaba» implica que esperaba que pasase otra cosa —meditó Bell—. Como si estuviera «tramando algo», como afirmó Harry Frost… ¿Va a casarse con Preston?

—Al final dijo que de ninguna manera.

—¿Cambiará de opinión?

—Solo si llega a temer que no ganará la carrera.

—¿Porque en ese caso no ganaría los cincuenta mil dólares y Preston es rico?

—Deberías haber visto cómo se le iluminaron los ojos cuando le dije que si es la vencedora de la Copa Whiteway los inversores le regalarán aeroplanos. Creo que no se lo había planteado. Es como si no pensara a largo plazo. Está dispuesta a hacer cualquier cosa que le permita seguir pilotando máquinas voladoras. Incluso podría casarse con Preston… aunque solo por las máquinas. No es el tipo de chica que aspire a tener montones de niños, joyas y casas.

—Esto me recuerda otro asunto. —Isaac Bell estrechó a Marion entre sus brazos—. ¿Cuándo vas a casarte conmigo?

Marion observó la esmeralda que destellaba en su dedo. Acto seguido miró a los ojos a Bell y sonrió. Recorrió su bigote con la punta del dedo y lo besó con firmeza en los labios.

—Cuando insistas mucho. Sabes que haría cualquier cosa por ti. Pero hasta entonces, soy muy pero que muy feliz y me contento con ser tu prometida.

El viento de Kansas ululó durante todo ese día y esa noche hasta la mañana siguiente.

Como no había nadie volando, Andy Moser aprovechó la oportunidad para desmontar por completo el motor Gnome de Bell y volver a armarlo, limpio, pulido y puesto a punto.

Los albañiles, mamposteros, yeseros y fogoneros de Joe Mudd separaron el motor del Liberator en partes y aislaron finalmente el tubo de cobre agrietado que provocaba la fuga de aceite que seguía ennegreciendo la máquina roja.

El ruso Dmitri Platov dirigió a los mecánicos de Steve Stevens en otro vano intento por sincronizar definitivamente los motores gemelos del biplano. Cuando Stevens se quejó groseramente y amenazó con descontar dinero del salario de todos, el inventor del motor térmico, un hombre habitualmente tranquilo, se marchó con paso airado a ayudar a Josephine a quitar la cabecera de su Antoinette para sustituir una junta que goteaba.

Isaac Bell los observó. Platov no paraba de hablar con ella en voz baja y en tono apremiante. El detective se preguntaba si Josephine estaba debatiendo la propuesta de Whiteway con el ruso. Quizá fuera una idea extraña, pero su conversación parecía muy acalorada. Cada vez que él se acercaba para oír qué decían, dejaban de hablar.

—¿Por qué merodea Bell? —preguntó Marco Celere a Josephine, saludando cordialmente al detective con la regla de cálculo de Dmitri Platov.

—Porque cuida de mí.

—No temerá por tu seguridad en presencia del amable Platov, ¿verdad?

—Dudo que tenga miedo a algo —dijo Josephine.

Celere empezó a extraer la junta vieja del bloque del motor.

—Hoy estás un tanto quisquillosa, cariño.

—Perdona. Tengo muchas cosas en la cabeza.

—¿Empezando por la propuesta del señor Whiteway?

—¿Tú qué crees? —contestó hoscamente Josephine.

—Creo que deberías casarte con él.

—¡Marco!

—Lo digo en serio.

—Eso es repugnante, Marco. ¿Cómo puedes querer que me case con otro hombre?

—Él es algo más que «otro hombre». Es el editor de periódicos más rico de Estados Unidos. Él y su dinero podrían serte muy útiles. Y a mí también.

—¿De qué nos servirá que me case con él?

—Lo dejarías por mí cuando llegase el momento oportuno.

—Marco, me pone enferma que quieras que esté con él.

—Yo te recomendaría que aplazases la luna de miel para después de la carrera. Seguro que puedes alegar que tienes que concentrarte en la victoria.

—¿Y la noche de bodas?

—No te preocupes, ya se me ocurrirá algo.

El viento amainó. Según el pronóstico del Servicio Meteorológico, era posible que permaneciese en calma durante unas horas. A media tarde, los pilotos salieron en tropel del terreno de la feria del condado de Morris. Antes de que anocheciera, todos tocaron tierra sin contratiempos en Wichita, donde Preston Whiteway apareció andando a grandes zancadas de forma teatral bajo las lámparas de vapor de mercurio del noticiario que la señorita Morgan filmaba.

Los operadores de Marion manejaban dos cámaras cinematográficas, la segunda de las cuales era un modelo caro que Whiteway se había negado a pagar hasta entonces a pesar de la insistencia de ella en que dos cámaras ofrecerían emocionantes cambios de perspectiva que atraerían a más público. Una cámara enfocaba al editor y la otra estaba orientada para captar las reacciones de los reporteros.

El día siguiente, anunció Whiteway, sería una jornada libre oficial. El límite de los cincuenta días no se vería afectado porque, según anunció el editor, pensaba dar «la fiesta más grande que el estado de Kansas ha presenciado jamás para celebrar mi compromiso con la señorita Josephine Josephs, la Novia Voladora de Estados Unidos».

Marion Morgan alzó la vista de su puesto entre las cámaras e intercambió una mirada de asombro con Isaac Bell, quien movió la cabeza con gesto de incredulidad.

Un corresponsal del San Francisco Inquirer había recibido instrucciones para que gritase:

—¿Cuándo es la boda, señor Whiteway?

—¿Tenemos que esperar hasta que termine la carrera? —corearon otros empleados de Whiteway, como este les había indicado.

—Josephine no me dejaría —respondió Whiteway cordialmente—. A petición de mi hermosa novia, celebraremos una boda de la envergadura de Texas en el coliseo de North Side, en Fort Worth, conocido como el pabellón más opulento y dinámico de todo el hemisferio occidental. Nos casaremos cuando la Gran Carrera Aérea Atlántico-Pacífico Whiteway llegue a Fort Worth.

Marion sonrió a Bell y movió los labios para que él leyera:

—Qué descaro.

—No tiene vergüenza —contestó de igual modo Bell, sonriendo a su vez.

Pero no podía negarse que a la hora de «promocionar» su carrera aérea, Preston Whiteway sabía despertar el interés del público mejor que P. T. Barnum, Florenz Ziegfeld y Mark Twain juntos.

La única incógnita era: ¿por qué Josephine había cambiado de opinión? Sus marcas estaban mejorando y a menudo superaban las de sus rivales. Y su máquina voladora funcionaba de maravilla. No tenía motivos para temer que pudiese perder la carrera.