30

—Eustace, he estado observándote y no pareces contento —dijo Isaac Bell—. ¿Añoras el hogar?

Estaban preparando la máquina para despegar en Topeka, Kansas. El muchacho de Chicago que había contratado para que ayudara a Andy Moser echaba gasolina en ese momento a través de las capas de estopilla que absorberían toda el agua que pudiera haber contaminado las reservas. Era un ritual que se llevaba a cabo cada día antes de añadir el aceite de ricino que lubricaba el motor Gnome.

—No, señor Bell —contestó Weed apresuradamente.

Pero a juzgar por su ceño fruncido y sus labios apretados, el detective sospechó que algo no iba nada bien.

—¿Echas de menos a tu chica?

—Sí, señor —reconoció el muchacho—. Ya lo creo. Pero… ya sabe.

—Sí, lo sé —convino Bell—. Yo también suelo estar lejos de mi prometida. En este caso he tenido suerte porque ella está filmando la carrera para el señor Whiteway, así que tengo ocasión de verla de vez en cuando. ¿Cómo se llama tu chica?

—Daisy.

—Bonito nombre. ¿Y cuál es su apellido?

—Ramsey.

—Daisy Ramsey. Parece un trabalenguas… Pero si os casáis, pasará a llamarse Daisy Weed, que significa Margarita Mala Hierba.

Bell lo dijo sonriendo y arrancó una lánguida mueca de simpatía al muchacho.

—Oh, sí. Bromeamos sobre eso —dijo.

La débil sonrisa desapareció de su rostro.

—Si algo te preocupa, hijo, si puedo hacer cualquier cosa para ayudarte, solo tienes que decirlo.

—No, gracias, señor. Estoy bien.

Eddie Edwards, el canoso jefe de la oficina de Kansas City, se acercó a Bell y murmuró:

—Tenemos problemas.

Bell se dirigió a toda prisa al vagón hangar con él.

Andy Moser, que había estado trabajando cerca de ellos apretando los tensores del tirante del ala, se aproximó a su ayudante.

—¿Seguro que estás bien, Eustace? El señor Bell parece preocupado por ti.

—Te traspasa con la mirada como un rayo helado.

—Solo cuida de ti.

Eustace Weed rezaba para que Andy tuviera razón, porque lo que Isaac Bell había visto reflejado en su rostro era el horror de saber lo que le obligarían a hacer con el tubo de cobre con agua cerrado con parafina.

Había albergado la esperanza de que los criminales que amenazaban a Daisy hubieran cambiado de opinión. Nadie se dirigió a él en Peoria, ni en Columbia ni en Hannibal, Missouri, para decirle qué hacer con aquel tubo. Después de Hannibal, donde la carrera cruzó el río Mississippi, supuso que el momento llegaría en Kansas City. Era la única ciudad que merecía ser llamada así en el trayecto desde Chicago, y Eustace se había formado la imagen mental de unos taberneros que se conocían entre ellos pero despreciaban a sus colegas de provincias. De modo que temió llegar a Kansas City.

Sin embargo, nadie se había dirigido a él allí tampoco, ni cuando la carrera hizo una parada en la orilla opuesta del río Missouri. Incluso había una carta de Daisy esperándolo, y su novia parecía encontrarse bien. Esa misma mañana, mientras estaban acampados en la orilla del río Kansas a las afueras de Topeka y preparaban la máquina del señor Bell para dirigirse al sur y el oeste sobre las llanuras yermas rumbo a Wichita, el asustado mecánico había empezado a preguntarse si la pesadilla desaparecería sin más. El problema era que no podía dejar de pensar en ello. Y en ese preciso momento, mientras el señor Bell observaba cómo escurría la gasolina antes de mezclar el combustible, Eustace Weed supo de repente que el hombre de Harry Frost le ordenaría que echara el tubo en el depósito del combustible de la máquina voladora de Isaac Bell.

Había averiguado la forma en que el pequeño tubo de cobre haría que la aeronave de Bell se estrellara. Era una argucia tan ingeniosa como horrible. El motor rotativo Gnome del American Eagle se lubricaba con combustible. No tenía depósito de aceite, ni cárter ni bomba para mantener la presión de este líquido graso; de hecho, no tenía aceite en absoluto. El aceite de ricino suspendido en la gasolina hacía las veces de lubricante, engrasando el conducto del pistón a través de cada cilindro. Se mezclaba fácilmente porque el aceite de ricino se disolvía en la gasolina.

Como la parafina. La parafina que tapaba el tubo de cobre también se disolvería en la gasolina. Cuando se derritieran los tapones, al cabo de una hora más o menos, el agua saldría y contaminaría el combustible. Dos cucharadas grandes de agua en el depósito de gasolina de una máquina voladora bastarían para que el motor de Isaac Bell se detuviera en seco. Si en ese momento estaba volando a gran altura, podría aterrizar planeando sin percances. Pero si estaba despegando o intentando posarse, o realizando un giro cerrado a escasa altura del suelo, se estrellaría.

Isaac Bell escuchó con gran preocupación, pero sin excesiva sorpresa, cómo Eddie Edwards le informaba de las desalentadoras noticias de las que se había enterado a través de un contacto que tenía en el ejército de Estados Unidos. Alguien había llevado a cabo un arriesgado asalto en el arsenal de Fort Riley, en Kansas.

—El ejército lo ha encubierto —explicó Eddie—. No les interesa que se publique en el periódico que unos delincuentes han irrumpido en su arsenal.

—¿Qué se han llevado?

—Dos ametralladoras Colt-Browning M1895 refrigeradas por aire y alimentadas por cinta.

—Ha tenido que ser Frost —dijo Bell, imaginándose aquellas armas capaces de disparar cuatrocientos cincuenta proyectiles por minuto envolviendo el monoplano de Josephine en una lluvia de plomo.

—Hay que reconocer que ese hombre tiene valor. Delante de las mismísimas narices del ejército de Estados Unidos…

—¿Cómo entró? —preguntó Bell.

—De la forma habitual. Sobornó a un intendente.

—Me cuesta creer que un intendente, por más ladrón que sea, se arriesgue a que el ejército eche en falta unas ametralladoras.

—Frost le hizo creer que iba a robar uniformes de los excedentes. Le dijo que los vendería en México o le contó un cuento chino que el intendente creyó… o que quiso creer. No hace falta añadir que ese intendente es un hombre aficionado a la bebida. En cualquier caso, se llevó la sorpresa de su vida cuando despertó en la prisión militar. Pero entonces ya hacía mucho que las armas habían desaparecido.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace tres días.

Bell desplegó el mapa topográfico de Kansas suspendido del techo del vagón hangar.

—Frost tiene tiempo de sobra para situarse entre nosotros y Wichita.

—Por ese motivo he dicho que tenemos problemas. Aunque no sé cómo va a meter dos ametralladoras en un Thomas Flyer. Y menos aún cómo piensa esconderlas. Hacen falta tres hombres para montar una de esas armas. Pesan más de ciento ochenta kilos con las cureñas.

—Es lo bastante fuerte para levantar una él mismo. Además, lo acompañan en el vehículo dos ayudantes.

Bell trazó en el mapa con un dedo la vía de ferrocarril que los conduciría hasta Wichita. A continuación, recorrió las que convergían en Junction City, la ciudad más cercana a Fort Riley.

—Transportarán las ametralladoras por tren y luego en un carro de carga o un camión.

—Para atacar en cualquier lugar entre Kansas y California.

Bell ya había llegado a esa conclusión.

—De momento sabemos que piensa a lo grande. Contratará a más hombres para la segunda ametralladora y los repartirá a cada lado de la vía sobre la que nosotros volemos. Acribillarán a Josephine por los dos flancos. —Bell hizo unos cálculos rápidos y añadió en tono sombrío—: Abrirán fuego a un kilómetro y medio de distancia. Si de algún modo Josephine consigue pasar, girarán las ametralladoras y seguirán con la descarga. Cuando ella sobrevuele la vía a cien kilómetros por hora, podrán dispararle con precisión durante dos minutos enteros.

Steve Stevens sacudió un ejemplar del Wichita Eagle delante de las narices de Preston Whiteway, indignado.

—Citan las palabras publicadas en el San Francisco Inquirer, en las que digo que me alegro de que el ruso loco esté ayudando al inglés porque en la carrera todos somos como una gran familia —le echó en cara alzando la voz.

—Sí, ya lo he leído —dijo Whiteway con suavidad—. No parecía propio de usted.

—Ya lo creo que no. ¿Por qué lo ha publicado?

—Si lo lee con detenimiento, verá que mis reporteros citaban al señor Platov, quien a su vez lo citaba a usted al afirmar que la Gran Carrera Aérea Atlántico-Pacífico Whiteway es para todo el mundo y que todos somos una gran familia.

—Yo no he dicho eso.

—Pues como si lo hubiera dicho. Ahora todo el mundo lo cree.

Stevens, disgustado, cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro. Le tembló el voluminoso vientre, y sus carrillos se sacudieron y se tiñeron de rojo.

—Ese ruso chiflado puso esas palabras en mis labios. Yo no he dicho…

—¿Qué problema hay? Todo el mundo cree que usted es un buen tipo.

—Me importa un bledo ser un buen tipo. Yo quiero ganar la carrera. Y ahí está Platov, dejándome de lado para ayudar a Eddison-Sydney… como-se-llame cuando mi máquina está haciéndose trizas.

—Cuenta usted con mi solidaridad —dijo Preston Whiteway, sonriendo al oír que Stevens confirmaba los rumores que sus espías le habían comunicado: quizá el veloz algodonero no acabara la carrera—. Y ahora, si me disculpa, quiero ver cómo mi máquina (que, gracias a Dios, no está haciéndose trizas) alza el vuelo en las buenas manos de Josephine, la Novia Voladora de Estados Unidos y futura ganadora de la Copa Whiteway.

—¿Ah, sí? Pues déjeme decirle, señor dandi de la prensa, que he oído que la gente está perdiendo el interés por su carrera ahora que nos encontramos tan al oeste y que los únicos espectadores que tenemos son liebres, coyotes e indios.

Preston Whiteway arqueó despectivamente una ceja mientras miraba al orondo algodonero, un hombre muy rico pero no tanto como él.

—Siga leyendo, señor Stevens. Dentro de poco, informaremos de unos hechos que incluso a usted le sorprenderán y mantendrán en vilo a la gente de a pie.

Isaac Bell encendía y apagaba el interruptor del motor en la barra de mando para reducir la velocidad del Gnome. Andy Moser lo había puesto a punto tan bien que el detective estaba adelantando sin querer el monoplano Celere de Josephine al tiempo que vigilaba por encima y por detrás de ella. Irónicamente, mientras que su Celere empezaba a acusar el desgaste propio de la larga carrera, el American Eagle parecía cada vez más resistente. Andy repetía a todas horas que el padre de Danielle los «fabricó para que durasen».

Sobrevolaban el recorrido de la vía de ferrocarril.

A seiscientos metros por debajo, la cosecha de trigo invernal de Kansas se extendía luciendo un color amarillo oscuro hasta el horizonte a cada lado de los raíles. El campo llano y vacío se veía interrumpido de vez en cuando por una casa de labranza solitaria entre un grupo de graneros y silos, y alguna que otra franja de árboles que bordeaba un arroyo o un río. Bell esperaba que Frost disparase al aeroplano de Josephine con las ametralladoras desde una de esas arboledas, y la había convencido para que volase cuatrocientos metros a la derecha de la vía a fin de incrementar la distancia y alejarse de los árboles. Bell le explicó que si Frost la atacaba, debía modificar su rumbo mientras él descendía en picado disparando con el rifle que había montado en el American Eagle.

Acababan de cruzar un empalme ferroviario señalado de forma conveniente con flechas de lona cuando Bell percibió un movimiento detrás de él. No le sorprendió ver que el biplano azul de sir Eddison-Sydney-Martin los adelantaba. El nuevo motor Curtiss del baronet cada vez iba más rápido. Andy Moser atribuía su rendimiento al «ruso loco», aunque Bell no estaba tan seguro de ello. Después de una conversación con los mecánicos habituales de Eddison-Sydney-Martin, el detective se había convencido de que el verdadero héroe no era el baronet sino el motor de seis cilindros de su aeroplano, que no solo era más potente sino también más suave que los motores de cuatro cilindros de los otros aviadores. Estaba claro que ellos no estaban dispuestos a conceder al ruso más mérito que el de echarles una mano.

—Puede que el motor de seis cilindros no sea tan suave como su Gnome rotativo, señor Bell —dijeron—, pero es considerablemente más fácil de mantener a punto. Tiene usted suerte de contar con Andy Moser.

El biplano azul con hélice trasera adelantó a Bell y luego a Josephine, y el baronet los saludó alegremente con la mano. Bell vio que Josephine levantaba la suya para toquetear su depósito de gasolina alimentado por gravedad. Su velocidad aumentó, pero a costa del humo gris que salió del motor. Eddison-Sydney-Martin siguió avanzando, y se encontraba varios cientos de metros por delante de ella cuando Bell vio algo oscuro que salía despedido hacia atrás súbitamente en la estela del inglés.

Parecía que hubiera chocado contra un ave.

Sin embargo, cuando el Curtiss se bamboleó en el aire, Bell se dio cuenta de que el objeto oscuro que colgaba detrás de Eddison-Sydney-Martin no era un ave sino su hélice.

Repentinamente privado de energía y obligado a planear, Eddison-Sydney-Martin trató de bajar su timón de altura. Pero antes de que la aeronave pudiera descender planeando de forma controlada, un trozo de cola salió volando. Lo siguió otro, y otro, y Bell vio que la hélice que se había desprendido había cortado fragmentos de la cola al salir despedida y seguía girando como una sierra circular.

El timón de altura del biplano se soltó y fue dejando pedazos azules a su paso. A continuación se desprendió la cola vertical. A más de trescientos metros por encima del suelo, el veloz avión con hélice trasera del baronet cayó como una piedra.