29

Las tormentas volvieron a abatirse sobre Illinois y separaron en dos grupos a los participantes de la carrera. Los competidores que iban rezagados, los que habían salido con retraso de Peoria debido a fallos mecánicos o a errores cometidos por los aviadores a causa del cansancio, aterrizaron en Springfield. Pero los primeros, Steve Stevens y sir Eddison-Sydney-Martin, desafiaron a las nubes que se elevaban hacia el oeste y siguieron avanzando, con la esperanza de llegar al hipódromo de Columbia antes de que la tormenta los derribase.

Josephine, que estaba a mitad de camino entre los primeros aviadores y los rezagados, continuó adelante. Isaac Bell siguió con ella, peinando el terreno en busca de Harry Frost.

Los trenes de refuerzo de los primeros aviadores avanzaron con ellos, y luego echaron mano del carbón para adelantarse hasta el hipódromo para recibirlos allí provistos de lonas con las que proteger los aeroplanos de la lluvia, así como con estacas y cuerdas para sujetarlos y hacer frente al viento.

Marco Celere interpretó a conciencia el papel del amable y servicial Dmitri Platov, dirigiendo al enorme séquito de mecánicos, ayudantes y criados en la operación de protección del gran biplano blanco. A continuación cogió chubasqueros y corrió a ayudar a amarrar las máquinas de Josephine y de Bell cuando descendieron del cielo súbitamente atravesado por relámpagos.

Los monoplanos amarillos se posaron en tierra rebotando segundos antes de que cayera un aguacero.

Platov lanzó un impermeable a Josephine y otro a Bell, quien le dio las gracias.

—Vamos, Josephine. Los chicos lo sujetarán —dijo Bell a la Novia Voladora. Pasó su largo brazo por encima del hombro de ella y la apartó de allí. Luego se dirigió a Platov—: Imagínese qué sucedería si tuviera que informar al señor Van Dorn de que la Novia Voladora de Estados Unidos ha sido alcanzada por un rayo.

—Estar aquí para ayudar, no preocupar.

Platov se puso su impermeable. Las enormes gotas de lluvia empezaron a levantar el polvo del suelo. Por un instante, chisporrotearon con el calor abrasador. Luego el cielo se oscureció como si fuera de noche, y un viento glacial lanzó la lluvia a través del campo interior del hipódromo. El último espectador corrió al hotel contiguo a la tribuna.

Los hombres de Bell, Andy Moser y sus ayudantes, cubrieron el Eagle con lonas.

—Tranquilo, señor Platov —dijo Eustace Weed, el nuevo mecánico que Bell había contratado en Buffalo—. Nosotros nos ocupamos.

Celere corrió a ayudar a los desmañados detectives-mecánicos de Josephine a sujetar su máquina y recordó lo frustrante que era no poder trabajar en el aeroplano de Josephine (su aeroplano) para que volase lo mejor posible. Josephine lo hacía bien, pero no tanto. Puede que él fuera un truffatore, un estafador, pero, si había un don que poseía, era ser un buen mecánico.

Celere esperó hasta que las máquinas estuvieron cubiertas y sujetas, y luego se aseguró de que Isaac Bell no volvería a su vagón privado después de acompañar a Josephine. A continuación, corrió bajo la lluvia torrencial hasta el lugar donde la máquina de Eddison-Sydney-Martin estaba amarrada. Hizo ver que revisaba las cuerdas, aunque era poco probable que alguien pudiera verlo a través de la oscuridad y la bruma. El baronet y sus mecánicos habían corrido a guarecerse en su tren. Era su oportunidad de causar daño. Pero tenía que trabajar con rapidez y hacer algo inesperado.

Un trueno retumbó. Un rayo alcanzó el tejado de la tribuna, y el verdoso fuego de San Telmo recorrió los canalones y los conductos de desagüe. El siguiente rayo cayó en el centro del campo interior, y Marco Celere empezó a apreciar la prudencia de Bell al huir de la madre naturaleza. Corrió hacia el refugio más próximo, un cobertizo provisional de madera que se había construido para suministrar gasolina, aceite y agua a las máquinas voladoras.

Alguien había buscado cobijo allí dentro. Era demasiado tarde para dar media vuelta, se dijo Celere, y vio que se trataba del inglés Lionel Ruggs, el mecánico jefe del baronet y el principal motivo por el que había evitado el avión de hélice trasera, aparte de perforar un agujero a escondidas en el montante de su ala en Belmont Park.

—¿Qué estás haciéndole a la máquina de mi jefe?

—Solo revisar las cuerdas.

—Has dedicado mucho tiempo a revisar las cuerdas.

Celere agachó la cabeza como si estuviese avergonzado.

—Está bien, tú pillarme. Estaba espiando a la competencia.

—¿Espiando o manipulando?

—¿Manipulando? ¿Qué iba a manipular?

Lionel Ruggs se acercó mucho a Celere. Era más alto y más corpulento que él. Lo miró inquisitivamente a los ojos. Entonces sonrió sin entusiasmo.

—Jimmy Quick. Sabía que eras tú el que se ocultaba debajo de esos rizos.

Marco Celere no podía negarlo. Ruggs lo había pillado con las manos en la masa. Aunque habían transcurrido quince años, de los catorce a los dieciocho años trabajaron codo con codo en el mismo taller y compartieron habitación en la buhardilla de la casa del dueño. Celere siempre había temido que tarde o temprano se tropezaría con su pasado. ¿Cuántos mecánicos había en el pequeño y reducido mundo de las máquinas voladoras?

Jimmy Quick había sido su apodo inglés, una versión amable de Prestogiacomo, apellido que a los ingleses les costaba mucho pronunciar. Había reconocido a Ruggs de lejos y procuró no cruzarse en su camino. Sin embargo, en ese momento se había tropezado cara a cara con él bajo la tormenta.

—¿A qué viene ese disfraz de ruso? —preguntó Ruggs—. Apuesto a que te han pillado robando algo, como en Birmingham. Acostarte con la hija del dueño era una cosa (más poder para ti), pero robarle el diseño de la máquina en la que había trabajado toda la vida fue rastrero. Ese viejo nos trató bien.

Celere miró a su alrededor. Estaban solos. No había nadie cerca del cobertizo.

—El sueño del viejo no se cumplió —dijo—. Fue una pifia.

A Ruggs se le encendió el rostro.

—Porque tú se lo robaste antes de que pudiera perfeccionarlo… Tú agujereaste el montante de nuestra ala, ¿verdad?

—No.

—No te creo, Jimmy.

—No me importa si me crees o no.

Lionel Ruggs se golpeó el pecho.

—A mí sí me importa. Mi jefe es un buen hombre. Puede que sea aristócrata, pero es un tipo bondadoso y se merece ganar en buena ley. No se merece morir en un accidente provocado por un parásito como tú.

Marco Celere volvió a mirar a su alrededor y confirmó que seguían solos. No veía a más de un metro ochenta del cobertizo.

—Olvidas que yo hago máquinas —dijo.

—¿Cómo iba a olvidarlo? Es lo que el viejo nos enseñó. Nos ofreció un techo. Nos ofreció desayuno, comida y té. Nos ofreció un oficio bien remunerado. Tú se lo devolviste robándole su sueño. Y lo echaste a perder porque eras demasiado vago e impaciente para hacerlo bien.

Celere metió la mano debajo de su impermeable y sacó una regla de cálculo de su chaqueta.

—¿Sabes qué es esto?

—Es la regla que agitas disfrazado.

—¿Crees que esta regla es solo una regla?

—Te he visto agitarla. ¿Qué pasa con ella?

—Deja que te lo muestre.

Celere levantó el instrumento a la luz tenue de la puerta abierta y Ruggs lo siguió con la mirada. El italiano efectuó un movimiento rápido horizontal con la regla como si se tratara del arco de un violín. Ruggs dejó escapar un grito ahogado y se llevó las manos al cuello, tratando de contener la sangre.

—Es una navaja, no la regla que «Dmitri Platov» siempre agita. Una navaja, por si las moscas, y tú eres una mosca.

Ruggs abrió los ojos desmesuradamente. Dejó de sujetarse el cuello para agarrar a Celere, pero sus manos estaban inertes y se desplomó, salpicando de sangre al italiano.

Celere observó cómo moría a sus pies. Era la segunda vez que mataba a un hombre y no le resultó más fácil, aunque mereció la pena. Le temblaban las manos, y sintió que el pánico invadía su cuerpo y amenazaba con atenazar su cerebro y convertirlo en un pedazo de carne incapaz de pensar o actuar. Tenía que huir. No había ningún lugar donde deshacerse del cadáver u ocultarlo. La lluvia cesaría, y lo pillarían. Trató de imaginarse corriendo. La lluvia limpiaría la sangre de su impermeable. Pero aun así lo perseguirían. Miró la navaja, y de repente se la imaginó cortando tela.

Rápidamente se agachó e hizo un tajo en los bolsillos de Ruggs. Sacó de ellos monedas, un fajo de billetes y una cartera de piel con más billetes. Se los metió en los bolsillos, rajó el chaleco de su antiguo compañero y le quitó su humilde reloj de níquel. Inspeccionó el cuerpo en busca de otras joyas y cogió la alianza de oro de Ruggs. A continuación salió corriendo a la lluvia.

No había tiempo para sabotajes. Si milagrosamente no lo pillaban, volvería y lo intentaría de nuevo.

A doscientos kilómetros de Columbia, Illinois, pero cerca del río Mississippi, el tren de pasajeros con rumbo al oeste redujo la marcha y se metió en una vía muerta. Marco Celere rezó para que solo se detuviesen a repostar agua. Había huido presa del pánico, aferrándose a la esperanza infundada de que si podía cruzar el Mississippi no lo atraparían. Rezando para que solo fuera un apartadero donde llenar el depósito de agua, pegó la cara a la ventanilla y estiró el cuello para mirar el tanque. Pero ¿por qué se detenían tan cerca de la siguiente ciudad?

Celere había considerado más seguro como medio de huida un lujoso coche salón que un vagón corriente. Le pareció que dos hombres de negocios sentados al otro lado del pasillo lo miraban fijamente. Se armó un alboroto en el vestíbulo. Celere estaba convencido de que vería a un fornido sheriff con una estrella de hojalata en la chaqueta y una pistola en la mano.

En lugar de un sheriff, un vendedor de periódicos subió a bordo de un salto y corrió por el pasillo gritando:

—¡La gran carrera aérea se acerca!

Marco Celere compró un ejemplar del Hannibal Courier-Post. Inquieto y asustado, buscó un artículo sobre un asesinato que contuviera la descripción física de un tipo como él.

La carrera ocupaba la mitad de la primera plana. Las palabras de Preston Whiteway, descrito como «un hombre de negocios sagaz y avispado», aparecían citadas en negrita: «A pesar de la triste noticia de la reciente muerte de Mark Twain (el bardo de Hannibal), es aún más triste que el señor Twain no viviera para ver las máquinas voladoras de la Gran Carrera Aérea Atlántico-Pacífico Whiteway posarse en su querida ciudad natal de Hannibal, Missouri».

Celere buscó las noticias breves de fuera de la ciudad que los periódicos locales obtenían a través del telégrafo. La primera que vio fue una entrevista con un «destacado especialista en aviación» que decía que el Curtiss de Eddison-Sydney-Martin era el aeroplano a batir. «Con diferencia, es el más robusto y más veloz, y está equipado con un motor que mejora cada día».

No mejoraría tan rápidamente con Ruggs fuera de combate, pensó Celere. Pero el célebre y ambicioso baronet no tendría problemas para atraer a otros mecánicos de renombre deseosos de asociarse a un vencedor. El avión sin plano delantero seguía siendo la mayor amenaza para Josephine.

Celere ojeó el periódico con más detenimiento por si se detallaba su descripción física. Iban a solicitar la intervención de la milicia del estado. Le dio un vuelco el corazón hasta que leyó que era para sofocar una huelga laboral en una fábrica de cemento de Hannibal. Se culpabilizaba de la huelga a «extranjeros», incitados por «italianos», que buscaban la protección del consulado de Italia en Saint Louis. Gracias a Dios, iba disfrazado de ruso, pensó Celere, pero cuando alzó la vista para mirar a los hombres de negocios de rostro adusto vio que bajaban sus periódicos para escudriñarlo desde el otro lado del pasillo. Él no parecía italiano con su atuendo de Platov, pero era innegable que era el pasajero con más aspecto de extranjero de aquel coche salón. ¿O acaso habían leído un artículo sobre el asesinato y una descripción de su cabello rizado y sus patillas tupidas, su omnipresente regla de cálculo y su elegante sombrero de paja con una cinta roja a la moda?

El que estaba más cerca de él se inclinó a través del pasillo.

—¡Oiga! —dijo, dirigiéndose a Celere sin rodeos—. Usted…

—¿Es a mí, señor?

—¿Es un huelguista?

Celere sopesó el riesgo de ser un agitador extranjero en vez de un asesino a la fuga y optó por lidiar con la amenaza más inminente.

—Yo ser mecánico de aviación en la Carrera Aérea de la Copa Whiteway.

La expresión de suspicacia desapareció de sus rostros y se les iluminó el semblante.

—¿Está usted en la carrera? ¡Choque esos cinco, amigo!

Unas suaves palmas rosadas atravesaron el pasillo y le estrecharon vigorosamente la mano.

—¿Cuándo van a llegar a Hannibal?

—Cuando las tormentas terminar.

—Esperemos que no haya tornados.

—Si fuera usted aficionado al juego, ¿por qué aviador apostaría?

Celere levantó el periódico.

—Aquí decir que máquina inglesa es mejor.

—Sí, yo también he leído lo mismo en Chicago, pero usted está metido en el meollo. ¿Qué hay de Josephine? ¿Sigue atrasada?

Celere se quedó paralizado. Su vista se había posado en un titular en la parte inferior de la página:

ASESINATO Y ROBO

AL AMPARO DE UNA TORMENTA

—¿Sigue atrasada Josephine?

—Estar recuperando terreno —masculló Celere.

Acto seguido leyó para sí lo más rápido que podía: «Un mecánico de la carrera aérea fue hallado asesinado de forma diabólica en el terreno de la feria de Columbia con el cuello seccionado, víctima de un robo. Según el sheriff Lydem, el asesino podría ser un agitador fugado de la huelga del cemento en Missouri y podría estar dispuesto a emplear todos los medios que le posibilitaran agilizar la huida. El cadáver de la víctima tardó muchas horas en ser descubierto debido a la violencia de la tormenta de anoche».

Marco Celere alzó la vista sonriendo de oreja a oreja a los hombres de negocios.

—Josephine estar recuperando terreno —repitió.

El tren cruzó con estruendo un puente de vigas de hierro, y el cielo se abrió de pronto sobre un ancho río.

—Aquí está el Mississippi. He leído que los aviadores llevan chalecos de corcho cuando vuelan por encima del agua, ¿no?

—Es bueno para flotar —dijo Celere al tiempo que miraba a través de las vigas la célebre vía fluvial.

El río, de color marrón, crecido por las lluvias y salpicado de olas de espuma blanca, se ondulaba por delante de la ciudad de Hannibal, cuyas casas de madera se hallaban encaramadas en la orilla opuesta.

—Creía que ser más ancho —dijo.

—Es suficientemente ancho. Pruebe a cruzarlo sin este puente. Pero si quiere ver lo ancho que es, vaya más allá de Saint Louis, donde se junta con el Missouri.

—Y si quiere verlo en toda su anchura, tan vasto como el mar, eche un vistazo donde el Ohio confluye. Díganos, señor, ¿qué hace usted en este tren cuando la carrera está en Illinois?

Los dos hombres de negocios miraron a Celere fijamente otra vez, sospechando que los engañaba.

—Exploro ruta —contestó Celere con desenvoltura—. En Hannibal bajar de tren y volver a carrera.

—Qué envidia me da, señor. A juzgar por la sonrisa de su cara, tiene usted suerte de participar en la competición aérea.

—Ser feliz —respondió Celere—. Ser muy feliz.

Un buen plan siempre le hacía feliz. Y se le acababa de ocurrir una genialidad. El benévolo, generoso y chiflado Platov se ofrecería a ayudar al baronet Eddison-Sydney-Martin sustituyendo a su pobre mecánico jefe Ruggs, que había muerto asesinado.

Steve Stevens se quejaría, pero al diablo con aquel idiota seboso. Dmitri Platov ayudaría todas las veces que hiciera falta hasta que terminase el trabajo en la infernal máquina del inglés de una vez por todas.