James Dashwood alcanzó a Isaac Bell a doscientos setenta kilómetros al oeste de Chicago en un parque ferroviario próximo al terreno de la feria de Peoria, en la orilla del río Illinois. Era una tarde húmeda de calor sofocante, típica de los estados del Medio Oeste, informó Bell al joven californiano, y el olor a humo de carbón y vapor, a la creosota con la que estaban tratadas las traviesas y a la cena de los mecánicos flotaba en el aire.
Los trenes de refuerzo estaban aparcados unos al lado de otros en las vías muertas paralelas reservadas para la carrera. El de Bell era el que estaba más cerca de la vía principal junto con otro, un especial de cuatro vagones verde con decoraciones doradas, propiedad de un magnate maderero que había invertido en el sindicato Vanderbilt y había anunciado que no veía motivo para no acompañar al grupo de la carrera solo porque su participante se hubiera estrellado contra una caseta de señales. Después de todo, Billy Thomas se estaba recuperando favorablemente y era un hombre de espíritu deportivo que insistiría en que el espectáculo siguiese sin él.
El Josephine Special, el tren amarillo de seis vagones de Whiteway, se hallaba al lado del Eagle Special, pues Bell había ordenado a su maquinista que estacionara el tren de forma que los dos convoyes de refuerzo estuviesen juntos. Ambos tenían bajadas las rampas para los automóviles, que en ese momento no se encontraban allí porque los hombres habían ido con ellos a buscar piezas para las máquinas voladoras a las ferreterías de Peoria y a explorar la ruta a seguir. Podían oírse las risas y el tintineo del cristal que provenían de la cena que Preston Whiteway estaba ofreciendo.
Dashwood encontró a Bell estudiando unos mapas topográficos a gran escala del terreno que atravesaba Illinois y Missouri hasta Kansas City, que había desenrollado y colgado del techo de su vagón hangar.
—¿Qué has descubierto, Dash?
—He encontrado un libro de zoología marina titulado Informe sobre los cefalópodos. Los calamares y los pulpos son cefalópodos.
—Lo sé —dijo Bell—. Pero ¿qué tienen en común?
—La propulsión.
Bell se alejó del mapa.
—Claro. Los dos se mueven expulsando agua en el sentido contrario al que se desplazan.
—El calamar más que el pulpo, ya que este último tiende preferiblemente a arrastrarse o a avanzar con sus tentáculos.
—Avanzan expulsando chorros de agua.
—Pero ¿con qué clase de motor los estarían comparando los pescadores?
—Con el motor térmico de Platov. Él usó la palabra «chorro». —Bell pensó en ello—. Así que los pescadores oyeron a Di Vecchio acusar a Celere de ser un gigoló porque aceptó dinero de una mujer para comprar un motor en un encuentro aéreo celebrado en París. Un motor a reacción. Parece el motor térmico de Platov.
Una mano golpeó pesadamente el lateral del vagón hangar, y un hombre que sudaba a mares apareció en lo alto de la rampa.
—¿El investigador jefe Bell? Soy Asbury, contratista de la línea central de Illinois.
—Sí, claro. Pase, Asbury.
El contratista era un policía jubilado que cubría la región de Peoria a tiempo parcial investigando, por lo general, robos de bancos. Bell le tendió la mano y le presentó al detective Dashwood, de San Francisco.
—¿Qué ha averiguado, Asbury?
—Bueno… —El contratista se enjugó el sudor del rostro con un pañuelo rojo mientras pensaba la respuesta—. La carrera ha traído a la ciudad a un montón de forasteros. Pero no he visto a ninguno de la corpulencia de Harry Frost.
—¿Alguno le ha llamado la atención? —preguntó Bell pacientemente.
A medida que se dirigía al oeste siguiendo la carrera, ya contaba con encontrar detectives privados y agentes de la ley tan lacónicos que considerarían al reservado agente Hodge de North River de una locuacidad temeraria.
—Hay un jugador importante de Nueva York. Está acompañado de un par de matones. Enseguida me identificó como representante de la ley.
—¿Es un tipo de mediana edad, ancho de caderas, con un traje a cuadros? ¿Huele a barbería?
—Ya lo creo. Su perfume atraía a un enjambre de moscas del tamaño de murciélagos al atardecer.
—Es Johnny Musto, de Brooklyn.
—¿Qué hace en Peoria?
—Dudo que haya venido por las aguas. Gracias, Asbury. Si lo desea, vaya al vagón restaurante del tren del señor Whiteway y dígales de mi parte que le preparen algo de cenar… Dash, ve a vigilar a Musto. Con suerte, no te reconocerá como detective de la agencia. Lo digo porque no eres de Nueva York —añadió Bell, aunque en realidad el mejor disfraz de Dashwood era su inocencia de monaguillo—. Dame tu revólver. Enseguida vería el bulto en tu chaqueta.
Bell guardó el Colt de cañón largo en el cajón de su mesa. Se llevó la mano a su sombrero y la bajó empuñando su pistola corta de dos disparos.
—Métete esto en el bolsillo.
—No hace falta, señor Bell —dijo sonriendo Dashwood.
Flexionó la muñeca con un movimiento brusco, y su nueva y reluciente pistola corta salió de la manga y se deslizó en sus dedos.
Isaac Bell se quedó impresionado.
—Espectacular, Dash. Bonita pistola, por cierto.
—Un regalo de cumpleaños.
—De tu madre, supongo.
—No, he conocido a una chica que juega a las cartas. Se aficionó por su padre. Él también juega a las cartas.
Bell asintió con la cabeza, contento de que el muchacho se relacionara.
—Vuelve aquí cuando hayas terminado con Musto —dijo, y fue a buscar a Dmitri Platov.
Encontró al ruso bajando por la rampa del vagón hangar de Joe Mudd, limpiándose la grasa de los dedos con un trapo humedecido en gasolina.
—Buenas noches, señor Platov.
—Buenas noches, señor Bell. Hacer caliente en Peoria.
—¿Puedo preguntarle si vendió un motor térmico en París, señor?
Platov sonrió.
—¿Puedo preguntar por qué usted preguntar?
—Tengo entendido que un inventor de máquinas voladoras italiano llamado Prestogiacomo pudo haber comprado un motor a reacción en el encuentro aéreo de París.
—No a mí.
—Quizá usó otro nombre. A lo mejor se hizo llamar Celere.
—Le repito que no comprar a mí.
—¿Conoció a Prestogiacomo?
—No. De hecho, yo nunca oír hablar de Prestogiacomo.
—Debió de causar una gran sensación. Vendió un monoplano al ejército italiano.
—Yo conocer solo a un italiano.
—¿Marco Celere?
—Yo no conocer a Celere.
—Pero ¿sabe de quién hablo?
—Por supuesto, del italiano que hacer la máquina de Josephine y la grande en la que yo trabajar para Steve Stevens.
Bell cambió de tema a propósito.
—¿Qué opina de la máquina de Stevens?
—No sería justo que yo hablar del asunto.
—¿Por qué?
—Porque usted trabajar para Josephine.
—Yo protejo a Josephine. No trabajo para ella. Solo se lo pregunto por si puede decirme algo que me ayude a protegerla.
—No veo qué tener que ver la máquina de Stevens con eso.
Bell cambió otra vez de táctica y preguntó:
—¿Ha coincidido alguna vez en París con un ruso llamado Sikorsky?
Una sonrisa de oreja a oreja separó las patillas largas y tupidas de Platov.
—Un genio compatriota.
—Tengo entendido que las vibraciones son un problema grave que afecta a más de un motor. ¿Es posible que Sikorsky quisiera su motor térmico para sus máquinas?
—Tal vez algún día. ¿Me disculpa, si ser tan amable? El deber me llama.
—Por supuesto. Siento haberle robado tanto tiempo… Ah, señor Platov, ¿puedo hacerle otra pregunta?
—¿Sí?
—¿A qué italiano conoció en París?
—Al profesor Di Vecchio. Gran hombre. Poco práctico, pero grandes ideas. No pudo hacerlas realidad, pero grandes ideas.
—Mi monoplano Di Vecchio se eleva a mucha altura —explicó Bell, preguntándose por qué Danielle había afirmado que no conocía a Platov—. Yo diría que sí que es una realidad.
Platov se encogió de hombros de forma enigmática.
—¿Conocía bien a Di Vecchio?
—En absoluto. Solo asistir de oyente a sus clases. —De repente, Platov miró a su alrededor como si quisiera confirmar que estaban solos y bajó la voz para hablar en un murmullo conspirativo—. Sobre el biplano bimotor de Stevens, estar usted en lo cierto. Las vibraciones de los bimotores ser muy fuertes. Sacudir violentamente. Y ahora disculpar, si ser tan amable.
Isaac Bell observó al ruso mientras este atravesaba el campo, inclinándose ante las damas y besándoles las manos. Platov, pensó el alto detective, eres más sutil que tu motor térmico.
Y le resultó inconcebible que aquel donjuán no se hubiera presentado nunca a la hermosa hija del profesor Di Vecchio.
Bell siguió estudiando los mapas topográficos para determinar dónde podría atacar Frost. Dash regresó y le informó de que había visto a Johnny Musto invitando a copas a los reporteros.
—No hay ninguna ley que le prohíba hacerlo —observó Bell—. Los corredores de apuestas viven de la información. Como los detectives.
—Sí, señor Bell, pero lo he seguido hasta el parque ferroviario y le he visto dar fajos de billetes a los mismos reporteros.
—¿Qué piensas al respecto?
—Si los está sobornando, me pregunto qué harán ellos a cambio del dinero.
—Dudo que Musto quiera ver su nombre en los periódicos —dijo Bell.
—Entonces ¿qué quiere?
—Muéstrame dónde está.
Dash le señaló la dirección.
—Hay un furgón junto a la orilla del río donde se juega a los dados. Musto está allí, aceptando apuestas.
—Acércate lo bastante para poder oír, pero que no te vea conmigo.
Antes incluso de reconocer la voz del jugador de Brooklyn, Bell supo de su presencia por el olor, pues una fragancia a gardenias muy intensa penetró los olores más densos a traviesas de ferrocarril y humo de locomotora. Poco después oyó su ronco susurro.
—Apuestas, caballeros. Hagan sus apuestas.
Bell rodeó el solitario furgón situado en un rincón oscuro del parque ferroviario.
Un matón de mirada impertérrita dio un codazo a Musto.
—Vaya, si ha venido uno de mis mejores clientes. Nunca es tarde para aumentar la inversión, señor. ¿Cuánto quiere añadir a los tres mil que ha jugado por la señorita Josephine? Aunque debo advertirle que las apuestas están cambiando. La chica está a quince contra uno, porque algunos jugadores se han fijado en que va alcanzando a Stevens.
Bell lució una sonrisa más afable que su voz.
—Me pregunto si los jugadores están conspirando para amañar la carrera.
—¿Se refiere a mí?
—Estamos muy lejos de Brooklyn, Johnny. ¿Qué haces aquí?
Musto protestó enérgicamente.
—Yo no tengo que amañar ninguna carrera. Ganar, perder, empatar… Me da igual. Usted es un hombre aficionado al juego, señor Bell. Y un hombre de mundo, por lo que tengo entendido. Usted sabe que un corredor de apuestas no pierde nunca.
—Eso no es cierto del todo —repuso Bell—. A veces los corredores sí que pierden.
Musto intercambió una mirada de sorpresa con sus guardaespaldas.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—Cuando se vuelven codiciosos.
—¿Qué quiere decir? ¿Quién es codicioso?
—Estás sobornando a los reporteros.
—Eso es ridículo. ¿Qué podrían hacer esos gacetilleros por mí?
—Promocionar una máquina voladora por encima de otra para millones de lectores que hacen apuestas —dijo Isaac Bell—. En otras palabras, sesgar las apuestas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué máquina estaría promocionando?
—La misma que has estado promocionando desde el principio: el avión de hélice trasera de Eddison-Sydney-Martin.
—El Curtiss es una máquina de primera —protestó Musto—. No necesita la ayuda de Johnny Musto.
—Pero, de todas formas, está recibiendo mucha ayuda de tu parte.
—Oiga, no estoy amañando la carrera. Estoy transmitiendo información. Podría decirse que ofrezco un servicio público.
—Yo diría que eso es una confesión.
—No puede demostrar nada.
La sonrisa de Isaac Bell había desaparecido. Miró fríamente al corredor de apuestas.
—Supongo que conoces a Harry Warren.
—¿Harry Warren? —Johnny Musto se acarició la papada—. ¿Harry Warren? ¿Harry Warren? Déjeme pensar. ¡Ah, sí! ¿No es el detective de Van Dorn que se dedica a espiar a las bandas de Nueva York?
—Harry Warren va a enviarme un telegrama dentro de dos días para confirmarme que te has presentado en la sede de Van Dorn en el hotel Knickerbocker de Nueva York, en la esquina de la calle Cuarenta y dos con Broadway. Si no me lo envía, iré a por ti personalmente y te empapelaré.
Los guardaespaldas de Musto le lanzaron una mirada asesina.
Bell no les hizo caso.
—Johnny, quiero que hagas correr la voz: apostar honradamente por la carrera me parece bien; amañarla, no.
—Yo no tengo la culpa de lo que hagan los demás jugadores.
—Haz correr la voz.
—¿De qué le servirá?
—No podrán decir que no se les avisó. Que tengas buen viaje de vuelta a casa.
Musto puso cara triste.
—¿Cómo voy a ir a Nueva York en dos días?
Isaac sacó la gruesa cadena de oro de su reloj del bolsillo de su chaleco, levantó la tapa y mostró a Musto la hora.
—Si te das prisa, puedes coger el tren de la leche a Chicago.
—Johnny Musto no viaja en el tren de la leche.
—Cuando llegues a Chicago, date el gusto de coger el semidirecto 20th Century.
—¿Y la carrera?
—Dos días. Nueva York.
El jugador y sus guardaespaldas se marcharon a toda prisa, murmurando con indignación.
James Dashwood bajó de la cubierta del furgón, desde donde había estado escuchando.
Bell le guiñó el ojo.
—Un estorbo menos. Pero no es el único fanfarrón ostentoso que sigue la carrera, así que quiero que vigiles a los demás. Tienes mi autorización para hacer las apuestas que consideres necesarias a fin de hacerte notar.
—¿Cree que Musto volverá a aparecer? —preguntó Dash.
—No es tonto. Lamentablemente, el mal ya está hecho.
—¿Qué quiere decir, señor Bell?
—Los reporteros a los que sobornó ya han enviado sus noticias por telegrama. Si, como sospecho, hay un saboteador que intenta hacer fracasar a los aviadores que van en cabeza, entonces Musto ha puesto a Eddison-Sydney-Martin en su punto de mira.