27

Isaac Bell miró con insistencia a su protegido, mientras su mente asimilaba la posibilidad de que una discusión acalorada hubiera acabado en asesinato.

—¿Todo ocurrió la misma noche?

—La misma noche —contestó James Dashwood—. Y en el mismo edificio en el que Di Vecchio se asfixió dejando el gas encendido de una luz.

—¿Estás seguro de que se suicidó?

—He analizado esa posibilidad. Por eso pensé que debía informarle cara a cara, para explicarle por qué pienso lo que pienso.

—Adelante —lo apremió Bell.

—Estaba investigando el suicidio, como usted me mandó, cuando me enteré de lo de la pelea. Usted me había dicho que el apellido original de Marco Celere era Prestogiacomo. Descubrí que se alojaba allí con ese nombre. Usted siempre dice que desconfía de las coincidencias, así que pensé que tenía que haber alguna conexión. Hablé con el forense de San Francisco, quien reconoció que no investigan a conciencia cómo mueren los inmigrantes italianos en esa ciudad. Hay muchos allí, pero se lo callan. Así que me pregunté qué pasaría si fingiese que el muerto no era italiano sino estadounidense. ¿Y si fingía que no era pobre sino que ganaba tres mil dólares al año y que tenía una casa, criados y una cocinera? ¿Qué preguntas haría si ese tipo muriese asfixiado con gas en una habitación de hotel?

Bell ocultó una sonrisa de orgullo.

—¿Qué conclusiones sacas? —preguntó muy serio a Dashwood.

—El gas ofrece una forma excelente de matar a alguien sin que te pillen.

—¿Has encontrado alguna pista que apoye esa conjetura?

—El recepcionista nocturno me dijo que Di Vecchio tenía un chichón grande en la cabeza, como si se hubiera caído de la cama al perder el conocimiento. Podría haberse despertado atontado, haber intentado levantarse y haber caído. O podría haberle pegado en la cabeza el mismo tipo que abrió el gas. El problema es que nunca lo sabremos.

—Probablemente no —convino Bell.

—¿Puedo preguntarle una cosa, señor Bell?

—Dispara.

—¿Por qué me pidió que investigara el suicidio de Di Vecchio?

—Estoy pilotando la última máquina voladora que construyó. No funciona como una aeronave hecha por un hombre capaz de suicidarse. Es extraordinariamente resistente, y vuela como una máquina construida por un hombre a quien le encantaba hacer aeronaves y que estaba deseando fabricar muchas más. Pero solo es una extraña sensación mía, no una prueba.

—A pesar de ello, si añade su extraña sensación al extraño chichón de Di Vecchio, tenemos una especie de coincidencia, ¿no?

—En cierto modo —convino Bell, sonriendo.

—Pero como usted dice, señor Bell, nunca lo sabremos. Di Vecchio está muerto, y también el tipo que pudo haberle pegado.

—Tal vez… —Isaac Bell reflexionó—. Dash, has dicho que el motor que, según Di Vecchio, Celere compró con el dinero de una mujer en un encuentro aéreo en París era un tipo de motor. ¿Qué quieres decir con «un tipo de motor»?

Dashwood sonrió.

—Eso confundió mucho a las pobres monjas. Se quedaron pasmadas.

—¿Por qué?

—Los pescadores lo llamaron polpo, «pulpo» en italiano.

—¿Qué clase de motor se parece a un pulpo? —preguntó Bell—. Un Antoinette de ocho cilindros, quizá.

—Bueno, al pulpo también lo llaman raya, aunque no tiene sentido aplicado a los motores.

—¿Qué pasó cuando las monjas se quedaron confundidas? —preguntó Bell.

—Los pescadores probaron con otra palabra. Calamaro.

—¿Calamar?

—Eso dijo Maria, la monja guapa.

—¿Un motor como un calamar o un pulpo? En realidad, son muy distintos: el calamar es largo y estrecho, y tiene tentáculos en la parte trasera; el pulpo es redondo y achaparrado, y tiene ocho brazos. Dash, quiero que vayas a la biblioteca. Averigua qué tienen en común don Calamar y don Pulpo.

Eustace Weed, el joven oriundo de Chicago que Isaac Bell había contratado como ayudante de Andy Moser, a fin de que este pudiera dedicar más tiempo a investigar las causas mecánicas de los accidentes de los aviadores, pidió la noche libre; quería despedirse de su chica, Daisy, que vivía en el South Side.

—Vuelve antes de que amanezca —le dijo Andy—. Si el tiempo se mantiene, partirán para Peoria.

Eustace prometió que regresaría con tiempo de sobra. Sabía que cumpliría su promesa ya que la madre de Daisy estaría sentada al otro lado de la puerta del salón. Sus peores temores resultaron fundados. A las nueve de la noche, la señora Ramsey gritó desde la otra habitación:

—¿Daisy? Despídete del señor Weed. Es hora de irse a la cama.

Eustace y la hermosa pelirroja Daisy se miraron fijamente, convencidos de que sería una hora estupenda para irse a la cama si la madre de la chica no estuviera allí. Pero estaba, de modo que Eustace gritó educadamente: «Buenas noches, señora Ramsey», y recibió un formal «Buenas noches» a través de la puerta cerrada. En un inesperado momento de sagacidad, Eustace se dio cuenta de que la señora Ramsey no era tan poco romántica ni tan insensible como él había dado por sentado. Tomó a Daisy entre sus brazos y le dio un auténtico beso de despedida.

—¿Cuándo volverás? —susurró ella cuando se separaron para tomar aire.

—Viajaremos tres semanas más, si todo va bien, tal vez cuatro. Espero estar en casa dentro de un mes.

—Eso es mucho tiempo —dijo Daisy gimiendo. A continuación preguntó súbitamente—: ¿Josephine es guapa?

En su segundo momento de sagacidad esa noche, Eustace contestó:

—No me he fijado.

Daisy le dio un beso de tornillo y pegó su cuerpo al de él hasta que su madre, a través de la puerta y esa vez en voz más alta, repitió:

—¡Buenas noches!

Eustace Weed bajó la escalera tambaleándose, con la cabeza dándole vueltas y sintiendo el corazón henchido.

Dos matones bloqueaban la acera: unos chicos del West Side.

A Eustace le dio la impresión de que le esperaba una pelea, y encima una de esas en las que tenía pocas probabilidades de ganar. Le pareció mejor idea correr como alma que llevara el diablo. Era alto y delgado, y seguramente conseguiría dejarlos atrás. Pero antes de que pudiera moverse, los matones se separaron y, para gran asombro y súbito horror de Eustace, abrieron sendas navajas automáticas.

—El jefe quiere verte —dijo uno—. ¿Vas a venir por las buenas?

Eustace miró las navajas y asintió con la cabeza.

—¿De qué va esto?

—Ya lo descubrirás.

Se colocaron a cada lado de Eustace y le hicieron andar un par de manzanas hasta una calle con tabernas, donde entraron en un establecimiento tenuemente iluminado y lo llevaron a través del local lleno de humo hasta una oficina situada en la trastienda. El tabernero, un hombre de barriga prominente con bombín, chaleco y pajarita, estaba sentado detrás de una mesa. Sobre ella, calentada con una vela, bullía una cazuelita de hierro fundido con parafina. Hervía y desprendía un olor parecido al del aceite de ricino quemado de los gases de escape del motor Gnome. Al lado de la cazuela había un trozo pequeño de tubería de cobre, un jarro de agua con un pitorro estrecho, un saco de piel un poco más largo que la tubería y una cachiporra de aspecto terrible con mango flexible y cabeza gruesa.

—Cerrad la puerta.

Los matones obedecieron y se quedaron al lado de la entrada. El tabernero hizo señas a Eustace para que se acercara a su mesa.

—Te llamas Eustace Weed. Tu chica se llama Daisy Ramsey y es un bombón. ¿Quieres que lo siga siendo?

—¿Qué desea us…?

El tabernero cogió la cachiporra y dejó colgado el extremo pesado para que se balanceara de un lado a otro como un péndulo.

—¿O quieres volver a casa después de la carrera y encontrarte su cara hecha papilla?

Presa de su primer ataque de pánico, Eustace creyó que se habían equivocado de persona. Debían de pensar que tenía deudas de juego, cosa que no era cierta porque él nunca jugaba salvo al billar, de vez en cuando, y se le daba demasiado bien para considerar que jugaba. Entonces reparó en que no se habían equivocado de persona. Sabían que estaba trabajando en la carrera aérea. Eso significaba que también sabían que trabajaba en la máquina voladora propiedad del investigador jefe de la agencia de detectives Van Dorn. Y sabían lo de Daisy.

—¿Por qué…? —empezó a preguntar.

Todo aquello, se dijo Eustace, tenía que estar relacionado con Harry Frost, el chiflado que trataba de matar a Josephine.

Antes de que pudiera terminar la pregunta, el tabernero lo interrumpió con voz suave. Tenía unos ojos que reflejaban la luz como las bolas duras y pulidas de unos cojinetes.

—¿Por qué te amenazamos? Porque vas a hacer algo por nosotros. Si lo haces, volverás a Chicago y encontrarás a tu Daisy como la dejaste. Te lo prometo, esta noche correrá la voz: el que se atreva a silbarle siquiera, vendrá aquí a rastras y tendrá que pasar cuentas conmigo. Pero si no haces lo que te pedimos, bueno… Dejaré que lo adivines. En realidad, no has de adivinarlo. Ya te lo he dicho. ¿Lo entiendes?

—¿Qué quiere?

—Quiero que me digas que lo entiendes antes de que pasemos a hablar de lo que espero que hagas.

Eustace no vio otra manera de salir del aprieto que decir:

—Lo entiendo.

—¿Entiendes que si vas a la policía con el cuento no sabrás qué agentes son de los nuestros?

Eustace se había criado en Chicago. Estaba al tanto de las conexiones entre la policía y los gángsteres, y había oído las viejas historias que circulaban sobre Harry Frost. Asintió con la cabeza. El tabernero arqueó inquisitivamente la ceja y esperó hasta que Eustace repitió en voz alta:

—Lo entiendo.

—Bien. Entonces tú y Daisy viviréis felices para siempre.

—¿Cuándo me dirá lo que quiere que haga?

—Ahora mismo. ¿Ves esta cazuela?

—Sí.

—¿Ves lo que hierve dentro?

—Huele a parafina.

—Eso es lo que es. Es parafina. ¿Ves esto?

El tabernero levantó el trozo de tubería de cobre de siete centímetros de longitud y dos de grosor.

—Sí.

—¿Sabes lo que es?

—Es un trozo de tubería de cobre.

—Apaga la vela.

Eustace se quedó desconcertado.

—Inclínate y apaga la vela para que la parafina deje de hervir —dijo el tabernero.

Eustace obedeció mientras se preguntaba si era una trampa. ¿Le golpearían y le lanzarían la parafina caliente a la cara? Notó un hormigueo en la nuca cuando apagó la vela. Nadie lo golpeó. Nadie le quemó la cara con la parafina.

—Bien. Ahora vamos a esperar un momento a que se enfríe.

El tabernero aguardó sentado y en un silencio absoluto. Los matones de la puerta fueron cambiando el peso de sus cuerpos de un pie al otro. Eustace oyó el murmullo de una conversación procedente de la taberna y una carcajada.

—Coge el tubo de cobre.

Eustace lo cogió, con más curiosidad que miedo.

—Moja un extremo en la parafina. Ten cuidado, no te quemes los dedos en la cazuela. Todavía está caliente.

Eustace introdujo el tubo en la parafina, que se estaba cuajando y solidificando a medida que se enfriaba.

—Déjalo ahí… —Al minuto, el tabernero dijo—: Sácalo. Bien. Mójalo en ese jarro de agua para enfriarlo… Déjalo ahí. Muy bien, ahora tienes que ser rápido. Dale la vuelta para que el tapón de parafina baje… Has hecho un tapón. La parafina tapa ese extremo del tubo. ¿Lo ves?

—El tubo está tapado.

—Ahora coge el jarro y echa agua en el tubo. Con cuidado, no hace falta mucha. ¿Cuánta dirías que hay, dos cucharadas?

—Más o menos —convino Eustace.

—Ahora mantén el tubo recto, y sin derramar el agua, moja un dedo de la otra mano en la parafina… No te preocupes, no te quemará. Todavía está caliente, puede que escueza un poco, pero nada más.

Eustace mojó el dedo índice en la parafina caliente y flexible.

—Ya casi hemos terminado —dijo el tabernero—. Recoge un poco de la parafina de tu dedo y úsala para tapar el otro extremo del tubo.

Eustace hizo lo que el tabernero le ordenaba, metiendo la parafina en la abertura y alisando los bordes.

—Repítelo. Mete un poco más. Asegúrate de que está cerrado herméticamente. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Está bien, dale la vuelta. Veamos si no gotea agua.

Eustace dio la vuelta con cuidado al tubo y lo mostró como solía enseñar los trabajos del taller en los que sacaba matrícula de honor.

El tabernero lo cogió y lo agitó con fuerza. El tapón aguantó. No se escapó ni una gota de agua. Lo metió en un saco de piel, tiró de los cordones y se lo entregó a Eustace Weed.

—No dejes que se caliente tanto que la parafina se derrita.

—¿Qué tengo que hacer con él?

—Escóndelo hasta que alguien te diga dónde ponerlo. Y entonces ponlo donde te diga.

Totalmente perplejo, Eustace Weed sopesó el saco en su mano y preguntó:

—¿Eso es todo?

—¿Todo? Tu chica se llama Daisy Ramsey. —El tabernero bajo y redondo cogió la cachiporra y golpeó tan fuertemente la mesa con ella que hizo saltar la cazuela—. Eso es todo.

—Lo entiendo —soltó rápidamente Eustace, aunque entendía más bien poco, empezando por el motivo por el que el tabernero se había complicado la vida con la cazuela de parafina. ¿Por qué no le había dado directamente el tubo cerrado con parafina metido en el saco?

El hombre lo miró fijamente y luego sonrió.

—¿Te estás preguntando a qué viene todo esto?

Señaló la cazuela.

—Sí, señor.

—Así si pierdes el que te he dado, no tendrás excusa. Sabes preparar otro. Eres un mecánico de máquinas voladoras, el mejor del sector. Puedes hacer cualquier cosa. De manera que cuando alguien te diga dónde ponerlo, estarás listo para ponerlo donde y cuando te diga. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Está bien. ¡Largo de aquí!

Hizo una señal a los matones.

—Ellos te sacarán sano y salvo del barrio. Ahora eres un hombre valioso. No queremos que nadie pregunte por qué tienes cardenales. Pero no olvides que no has de dejar que nadie vea el tubo de agua. Si alguien empieza a hacer preguntas, la ciudad de Chicago perderá una cara bonita.

Cuando estaban sacando a Eustace Weed por la puerta, el tabernero gritó:

—Por cierto, si te estás preguntando qué es y cómo funciona, no lo hagas. Y si da la casualidad de que lo averiguas y no te gusta, acuérdate de la bonita naricilla de Daisy. Y de sus ojos.

Isaac Bell dejó a Dashwood a la vuelta de la esquina del Palmer House, en un pequeño hotel que ofrecía descuento a los detectives de la agencia Van Dorn que no residían en Chicago. Luego fue en coche al distrito de Levee y aparcó en una calle que no había cambiado mucho en una década. En lugar de carros había camiones puestos en fila delante del almacén de periódicos, pero la cuneta seguía empedrada con adoquines grasientos, y los edificios destartalados todavía albergaban tabernas y burdeles, así como casas de huéspedes y de empeños.

A la luz tenue de las separadas farolas, distinguió la intersección de los ladrillos nuevos y los viejos donde la dinamita de Harry Frost había derribado los muros del almacén. Un hombre dormía en el portal en el que los asustados vendedores de periódicos se habían acurrucado. Una mujer de la vida salió del callejón estrecho. Vio el Packard y se acercó luciendo una sonrisa esperanzada.

Bell le devolvió la sonrisa, la miró a los ojos y le puso en la mano una moneda de oro de diez dólares.

—Vete a casa. Tómate la noche libre.

No creía en absoluto que la agencia de detectives Van Dorn hubiera echado a Harry Frost de Chicago. El criminal se había ido de la ciudad por sus propios medios y por motivos personales. A Bell no le cabía la menor duda de que Frost era tan adaptable como impredecible. Viajando en el Thomas Flyer, el gángster de ciudad sembraría el terror a sus anchas en las praderas del Medio Oeste y la inmensa llanura más allá del Mississippi mientras los políticos, los banqueros y los delincuentes de su organización de Chicago le cubrían las espaldas, le enviaban dinero y cumplían sus órdenes.

Llevar a un telegrafista en el Thomas era un perverso golpe de genialidad. Harry Frost podría mandar a Dave Mayhew que trepase a los postes de telégrafo del ferrocarril para que pinchase las líneas, escuchase a escondidas mensajes en código Morse y le comunicase lo que los jefes de estación informaban sobre el progreso de la carrera. Diabólico, pensó Bell. Frost había reclutado a cientos de ayudantes entregados para que siguiesen la pista de Josephine por él.

Un borracho dobló la esquina, rompió una botella en la cuneta y se puso a cantar:

Ven, Josephine, en mi máquina voladora…

Arriba, arriba, un poco más alto.

¡Caramba! La luna está ardiendo…