Esa noche Issac Bell aparcó un gran Packard modelo 30 a tiro de pistola de la mansión de tres plantas situada en Dearborn Street que albergaba el club Everleigh, el burdel más lujoso de Chicago. Mantuvo la visera de su gorra de chófer bien calada sobre sus ojos y observó cómo dos fornidos detectives de la agencia subían la escalera principal. Forasteros a los que no reconocerían ni el portero ni los jefes de planta, iban vestidos con ropa de etiqueta a fin de parecer lo bastante ricos para ser clientes del establecimiento. Llamaron al timbre. La enorme puerta de roble se abrió y se cerró en cuanto ellos hubieron pasado.
Bell buscó policías y gángsteres en las aceras.
Alguien se movía con sigilo cerca del círculo de luz que proyectaba una farola. Aquello llamó la atención de Bell. Una figura menuda, un joven con un traje arrugado y un bombín, pasó por delante de la luz y cruzó la acera siguiendo una ruta que lo acercaría lo suficiente al Packard para que Bell lo reconociera.
—¡Dash!
—Hola, señor Bell.
—¿De dónde diantres has salido?
—El señor Bronson me ha dado permiso para informarle en persona. Me ha traído gratis vigilando el vagón expreso en el semidirecto de la línea terrestre.
—Llegas justo a tiempo. ¿Llevas tu revólver?
James Dashwood sacó de su pistolera un Colt de cañón largo perfectamente forjado.
—Aquí mismo, señor Bell.
—¿Ves la puerta de cristal del balcón del tercer piso?
—El tercer piso.
—Esa escalera sube del balcón a la azotea. Preferiría no enzarzarme en un tiroteo con alguien que tratase de escapar del balcón por esa puerta. ¿Ves el pomo?
La aguda vista de Dashwood penetró las sombras y enfocó el pomo de bronce de cinco centímetros que apenas resultaba visible.
—Ya lo veo.
—Si se mueve, dispárale.
Bell sacó el reloj de oro de su bolsillo y siguió la segunda manecilla.
—Dentro de veinte segundos, nuestros chicos llamarán a la puerta del pasillo.
Veintitrés segundos más tarde, el pomo giró. Dashwood, que había sido adiestrado por su madre (una ex pistolera del espectáculo de Buffalo Bill) disparó una vez. El pomo salió volando de la puerta.
—Sube al coche —dijo Bell—. Oigamos lo que ese tipo tiene que contarnos.
Momentos más tarde, los corpulentos detectives salieron por la parte delantera del burdel, sujetando a un hombre como si fueran sus amigos y lo ayudaran porque estaba borracho. Bell avanzó con cuidado a lo largo de la acera, y metieron al hombre en el asiento trasero.
—¿Sabe usted quién soy? —dijo en tono fanfarrón.
—Es usted Alderman William T. Foley, anteriormente conocido como Bill el Burdeles, no tanto por su cara bonita como por su habilidad para los negocios en el mundo del crimen.
—Haré que lo detengan.
—Se presenta como candidato reformista a la reelección.
—El concejal llevaba esto —dijo uno de los detectives al tiempo que mostraba a Bell dos pistolas de bolsillo, una daga y una porra.
—¿Dónde está Harry Frost?
—¿Quién? —preguntó Bill Foley inocentemente.
Como cualquier delincuente de Chicago que había pasado a ocupar un cargo público, Foley podía reconocer a unos detectives de la agencia Van Dorn cuando se sentaba entre ellos en la parte trasera de un Packard. Estaba envalentonado porque sabía que era menos probable que le disparasen en un callejón o que lo ahogasen en el lago Michigan que en otras partes de la ciudad.
—¿Harry Frost? Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Esta noche usted ha estado gastando en el prostíbulo más caro de Chicago el dinero de Frost, exactamente el dinero que él le ha pagado esta tarde para que cobrase en su nombre un cheque de cinco mil dólares en el Bank First Trust and Saving. Repito: ¿dónde está Harry Frost?
—No ha dejado ninguna dirección.
—Es una lástima para usted.
—¿Qué van a hacer, entregarme al sheriff, que da la casualidad de que es el tío de mi mujer?
—Señor Foley, se presenta como candidato reformista a la reelección. Nuestro cliente publica un periódico en esta ciudad, y a usted no le conviene tenerlo por enemigo.
—No me dan miedo los periódicos de Whiteway —contestó con voz burlona Foley—. En Chicago a nadie le importa un bledo ese fanfarrón de California que…
Bell lo interrumpió.
—La gente de Chicago puede seguir aguantando sus sobornos y su corrupción, pero no tolerará que se insinúe en lo más mínimo que Alderman William T. Foley pondría en peligro la vida de la señorita Josephine Josephs, la Novia Voladora de Estados Unidos.
Foley se humedeció los labios.
—¿Dónde está Harry Frost? —repitió Bell.
—Se ha ido de la ciudad.
—Alderman Foley, no ponga a prueba mi paciencia.
—No bromeo. Se ha ido. Le he visto marcharse.
—¿En qué tren?
—Iba en coche.
—¿Qué clase de coche?
—Un Thomas Flyer.
Bell se percató de que James Dashwood le dirigía una mirada. El Thomas era un vehículo resistente, perfecto para todos los terrenos, motivo por el cual Bell lo había elegido como parte del equipo que transportaba en su tren de refuerzo. Ese vehículo, capaz de atravesar carreteras en mal estado y prados abiertos, e incluso de avanzar por vías de ferrocarril cuando la lluvia y el suelo accidentado hacían todo lo demás impracticable, haría a Frost más peligroso porque le daría movilidad.
—¿Adónde ha ido?
—Al oeste.
—¿A Saint Louis?
Alderman Foley se encogió de hombros.
—Me dio la impresión de que iba a Kansas City…, adonde se dirige su carrera, si lo que he leído en los periódicos es cierto.
—¿Está solo?
—Iba con un mecánico y un conductor.
Bell y Dash volvieron a mirarse. Había ochocientos kilómetros de campo cada vez más abierto entre Chicago y Kansas City, y Frost iba preparado para el largo trayecto.
—Los dos son pistoleros —añadió Foley.
—¿Cómo se llaman?
—Mike Stotts y Dave Mayhew. Stotts es el conductor. Mayhew es el mecánico; trabajaba de telegrafista hasta que lo pillaron vendiendo resultados de carreras de caballos a los corredores de apuestas. Los telegrafistas están obligados a mantener el secreto, como ya sabe.
—Lo que no sé —dijo Bell, frunciendo el ceño y mirando con curiosidad a Foley— es por qué usted se ha mostrado tan hablador de repente, Alderman. ¿Se lo está inventando sobre la marcha?
—No. Solo sé que Harry no va a volver. Le he hecho un último favor.
—¿Cómo sabe que Frost no regresará?
—Nunca pensé que llegaría el día, pero ustedes, los malditos detectives de Van Dorn, lo han obligado a irse de la ciudad.
Isaac Bell llevó a James Dashwood a un asador de carne para que cenase mientras el chico le informaba de lo que había descubierto en San Francisco.
—La última vez que me enviaste un telegrama, Dash, habías descubierto que Celere y Di Vecchio estuvieron en San Francisco el pasado verano. Celere, que llegó antes, trabajó como traductor y luego construyó un biplano que, posteriormente, vendió a Harry Frost, quien lo envió a los montes Adirondack y contrató a Celere para que trabajase en las máquinas voladoras de Josephine en su campamento. Tanto Celere como Di Vecchio habían huido de Italia escapando de sus acreedores. Di Vecchio se suicidó. ¿Qué más sabemos?
—Se pelearon.
Dos inmigrantes italianos que se dedicaban a la pesca, explicó Dashwood, habían oído por casualidad una larga y acalorada pelea callejera delante de su pensión. Di Vecchio acusaba a Marco Celere de robarle su diseño para el reforzamiento de las alas.
—Ya lo sé —dijo Bell—. Celere aseguraba que era al revés. ¿Qué más?
—Di Vecchio empezó la discusión gritando que Celere había copiado toda su máquina. Celere contestó que si eso era cierto, ¿por qué el ejército italiano compraría sus máquinas y no las de Di Vecchio?
—¿Qué respondió Di Vecchio?
—Dijo que Celere había envenenado el mercado.
Bell asintió impacientemente con la cabeza. Eso también se lo había contado Danielle.
—Y luego ¿qué?
—Luego empezó a chillar a Celere que no tocase a su hija. Se llama…
—Danielle —anticipó Bell—. ¿Qué tenía que ver si tocaba o no a su hija con que el ejército italiano comprase su diseño de aeroplano?
—Di Vecchio gritó: «Búscate otra mujer para el trabajo sucio».
—¿Qué trabajo sucio?
—Utilizó una palabra que a mi traductora le costó mucho repetir.
—Un término técnico. ¿Era alettone?
—No era una palabra técnica. La chica sabía lo que significaba, pero no deseaba pronunciarla delante de la madre superiora.
—¿Madre superiora? —Bell clavó una mirada glacial a su protegido—. Dash, ¿qué has estado haciendo?
—Eran monjas.
—¿Monjas?
—Usted siempre me dice que las personas quieren hablar, pero que hay que conseguir que se sientan cómodas. Esa novicia, Maria, fue la única traductora de italiano con la que los pescadores accedieron a hablar. Una vez que empezaron a contar la historia, no había forma de que se callasen. Creo que era porque esa monja era muy guapa.
Isaac Bell alargó la mano a través del mantel para dar una palmada a Dashwood en el hombro.
—¡Bien hecho!
—Encontrarla fue lo que me llevó tanto tiempo. El caso es que la novicia estaba traduciendo de maravilla hasta que oyó esa palabra y se detuvo en seco. Yo le supliqué. Incluso me ofrecí a rezar con ellas, y por fin susurró: «Gigoló».
—¿Di Vecchio acusó a Marco Celere de ser un gigoló?
A Bell no le sorprendió, recordando que poco después de que Josephine y Harry Frost apareciesen en San Francisco la joven esposa había convencido a su marido para que comprase el biplano de Celere.
—¿Mencionó algún detalle?
—Di Vecchio dijo que Celere convenció a la hija de un general del ejército italiano para que comprase su máquina. Por lo que ellos oyeron, el pescador pensó que no era la primera vez que utilizaba a las mujeres para que hiciesen tratos por él.
—¿Acusó a Celere de aceptar dinero de las mujeres?
—Él compró un tipo de motor en un encuentro aéreo que tuvo lugar en París. Parece que una mujer puso el dinero. Pero en San Francisco Celere estaba otra vez sin blanca. Creo que el trato con el ejército fracasó.
—La máquina se estrelló cuando el general la pilotaba.
—Por eso Di Vecchio no paraba de gritar que Celere les había vendido una pésima máquina voladora y que había fastidiado con ello a los demás inventores.
—¿Acusó Di Vecchio a Celere de tratar de seducir a Danielle?
—Eso es lo que Di Vecchio le estaba advirtiendo: «No toques a mi hija».
—Por lo que se ve, tus pescadores se tropezaron con una buena riña.
—No se tropezaron precisamente. Ellos también vivían allí.
Bell escudriñó atentamente el rostro del joven detective.
—Has conseguido mucha información, Dash, tal vez suficiente para compensar la espera. ¿Tuviste un golpe de suerte o sabías lo que buscabas?
—Bueno, esa es la cuestión, señor Bell. ¿No repara en un detalle? Estaban discutiendo delante del hotel en el que Di Vecchio murió. La noche que murió.