La matanza desde el cielo con la que Marco Celere soñaba exigiría unas máquinas voladoras que todavía no se habían construido. Los acorazados del cielo contarían con dos o tres, incluso cuatro, motores sobre unas alas enormes y transportarían muchas bombas cuando hubieran de recorrer largas distancias. Unas máquinas de acompañamiento más pequeñas y ligeras los protegerían de posibles contraataques.
Celere sabía perfectamente que no era una idea original. Desde hacía mucho tiempo, genios visionarios y soldados despiadados habían imaginado aeronaves veloces capaces de transportar a muchos pasajeros o de llevar muchas bombas. Pero las ideas de otros hombres eran su sustento. Él era una esponja, como le había dicho Danielle di Vecchio. Un ladrón y una esponja.
Así pues, ¿qué más daba que Dmitri Platov, el ficticio mecánico de aeroplanos, operario y diseñador del motor térmico ruso, fuera su única invención original? Un proverbio italiano decía que la necesidad es la madre de la inventiva. Marco Celere necesitaba destruir las máquinas voladoras de sus competidores para asegurarse de que la de Josephine ganaba la carrera. ¿Y quién mejor para sabotearlas que el servicial y amable Platov?
Celere era un experto fabricante de herramientas y tenía un talento especial para imaginar desde el principio el artefacto acabado. Ese don le había hecho destacar por encima de los operarios y los mecánicos comunes cuando empezó a trabajar como aprendiz a los doce años en un taller de máquinas de Birmingham, un puesto que su padre, un camarero inmigrante, le había proporcionado seduciendo a la mujer del dueño. Cuando el metal se colocaba en un torno para ser transformado en piezas, los otros chicos veían un bloque sólido, pero Marco era capaz de visualizar la pieza terminada incluso antes de que el metal empezase a girar. Era como si pudiera ver lo que contenía. Para sacar a la luz la parte que atesoraba dentro solo había que extraer lo que sobraba.
Ese principio también le funcionaba en la vida. Marco Celere se había visto a sí mismo dentro del primer monoplano de Di Vecchio obteniendo contratos para fabricar aviones de combate con los que vencer al archienemigo de Italia, Turquía, y apoderarse de las colonias del Imperio turco-otomano en el norte de África.
Poco después de que la máquina copiada se estrellase, vio una oportunidad de resarcirse «esperando dentro» de un lujoso tren especial que llegó a la Primera Competición Aérea de California celebrada en San Francisco. Del tren bajaron Harry Frost y su joven esposa. La acaudalada pareja (el bombardero pesado y la acompañante ligera), mucho más rica que el rey de Italia, le había ofrecido una segunda oportunidad de vender futuras máquinas de guerra.
A Josephine, desesperada por pilotar aeroplanos y necesitada de afecto, la sedujo sin problemas. Extraordinariamente observadora, resuelta y valiente en el aire, resultaba fácil bajarla a la tierra, donde su resolución se tornaba en impulsividad y donde parecía extrañamente incapaz de predecir las consecuencias de sus actos.
Para Marco Celere la Carrera Aérea de la Copa Whiteway era la oportunidad perfecta para demostrar que sus aeroplanos eran los mejores. Tenían que serlo. Él había copiado solo lo mejor. No le cabía duda de que Josephine ganaría con sus dotes para la aviación y con la ayuda que él le brindaría saboteando a sus competidores. Ganando, Marco se haría valer a los ojos del ejército italiano. Los accidentes del pasado quedarían olvidados cuando sus aviones de combate derrotasen a Turquía e Italia conquistase sus colonias en el norte de África.
Dos manchas amarillas aparecieron a lo lejos: Josephine e Isaac Bell, que la seguía como un pastor justo detrás y unos metros más arriba de ella. La multitud empezó a vitorear: «¡Josephine! ¡Josephine!». Whiteway era un genio, pensó Celere. Adoraban a la Novia Voladora. Cuando ganase la Copa Whiteway todos los habitantes del mundo conocerían su nombre. Y todos los generales del mundo sabrían de quién era la máquina que la había llevado a la victoria.
Si Steve Stevens conseguía terminar, tanto mejor: Celere vendería al ejército bombarderos pesados además de aeronaves ligeras de acompañamiento. Pero era mucho suponer. Las vibraciones incontrolables, debidas a una falla en la sincronización de los motores gemelos, estaban haciendo pedazos la máquina. Si Stevens se estrellaba antes de terminar, Celere echaría la culpa al peso del granjero y a su mal pilotaje. Tenía que reconocer que, a esas alturas, el joven Igor Sikorsky habría resuelto el problema de la vibración, pero estaba fuera de las aptitudes de Celere. Y ya era demasiado tarde para robar esas ideas aunque Sikorsky estuviera allí y no en Rusia. Si el motor térmico que había comprado en París hubiera funcionado… Pero eso también estaba fuera de sus aptitudes.
Los agentes de los servicios de seguridad Van Dorn que vigilaban la azotea del arsenal habían estado pendientes de la puerta y la escalera, como Joseph van Dorn les había ordenado, aunque, cada vez que el público prorrumpía en vítores, su atención se desviaba hacia la plaza de armas, las gradas y la siguiente máquina voladora que descendía del cielo.
En ese momento yacían muertos a los pies de Harry Frost, tras ser sorprendidos por sus demoledores puñetazos después de que surgiera del sotechado del ascensor, y no del de la escalera, donde había estado escondido desde el amanecer.
Frost apoyó un rifle Marlin sobre el muro de piedra, entre dos ranuras del parapeto, y esperó pacientemente a que la cabeza de Josephine ocupara por completo el círculo de su mira telescópica. Ella iba directa hacia él, preparándose para rodear el arsenal como exigían las normas, y él podía verla a través del contorno borroso de su hélice. Tal vez no fuese una forma de matarla tan satisfactoria como estrangularla, pero los detectives de Van Dorn no le habían dado ninguna oportunidad de acercarse a ella. Y había veces en que un hombre debía conformarse con lo que tenía a su alcance. Además, gracias a la mira telescópica parecía que la tuviera al otro lado de una mesa.
Tan pronto como Isaac Bell vio las ranuras en la piedra del parapeto almenado, empujó hacia delante el volante de mando con todas sus fuerzas e hizo que el Eagle descendiera en picado. La azotea era el lugar exacto donde Frost tendería una emboscada. Las normas de la carrera garantizaban que la víctima tendría que volar tan cerca de aquel edificio que le fuera posible darle con una piedra.
Mientras pilotaba con la mano derecha, giró su rifle Remington de carga automática con la izquierda. Vio la expresión de asombro en el rostro de Josephine cuando pasó como un rayo junto a ella. Más adelante, entre las ranuras de la piedra, vio que el sol destellaba en un objeto de acero. Detrás del brillo, medio oculta en la sombra, la silueta corpulenta de Harry Frost apuntaba a la máquina amarilla de Josephine.
Entonces Frost vio que el American Eagle bajaba como una flecha hacia él.
Movió el cañón en dirección a Bell y abrió fuego. Apoyado en la firme azotea del arsenal, fue todavía más certero de lo que lo había sido en la embarcación para pescar ostras. Dos balas atravesaron el fuselaje del American Eagle justo detrás de los mandos, y Bell supo que se había salvado gracias a que Frost había subestimado la extraordinaria velocidad del picado que él había efectuado. Ahora era su turno. Esperó a que la hélice quedase fuera de su campo de tiro y disparó con el Remington. Unas esquirlas de piedra salieron volando junto a la cara de Frost, y este soltó el rifle y cayó hacia atrás.
Isaac Bell hizo girar el Eagle bruscamente, demasiado; notó que empezaba a entrar en barrena, corrigió la dirección antes de perder el control y se lanzó otra vez sobre el arsenal. Frost atravesaba con dificultad la azotea, saltando por encima de los cadáveres de los dos detectives abatidos. Había dejado el rifle donde se le había caído y se cubría un ojo con una mano. Bell apretó el gatillo dos veces. Un disparo hizo añicos el cristal de la estructura que albergaba la maquinaria del ascensor. El otro hizo una muesca en el tacón de la bota de Frost. El impacto de la potente bala de percusión central del calibre 35 derribó al corpulento criminal.
Bell dio la vuelta de nuevo con el Eagle, haciendo caso omiso del grito de protesta del viento en los tirantes y de un siniestro sonido estridente que vibraba a través de los mandos, y regresó a toda velocidad al edificio de ladrillo rojo para rematar a Frost. Al otro lado de la azotea, la puerta de la escalera se abrió de golpe. Unos soldados armados con rifles largos y toscos la cruzaron en tropel y se dispersaron, lo que obligó a Bell a detener el fuego para no herirlos. Frost se escondió detrás de la caseta del ascensor. Cuando Bell pasó volando con gran estruendo, vio que el asesino abría una puerta y entraba rápidamente.
Miró a la avenida situada delante del edificio, vio que Josephine había aterrizado y que había espacio para él. Descendió encendiendo y apagando el motor. Cayó con fuerza sobre los adoquines, dio media vuelta, recuperó el control y, una vez que el patín de cola hubo frenado casi totalmente la máquina, bajó de un salto y subió corriendo la escalera principal del arsenal, al tiempo que desenfundaba su pistola.
Una guardia de honor compuesta por soldados con uniforme de gala que sostenían sus rifles en posición de presenten armas le cerró el paso.
—¡Van Dorn! —Bell se dirigió al sargento, un hombre de acción condecorado en cuyo pecho lleno de insignias de guerra se encontraba la Medalla al Servicio de la Infantería de Marina concedida en la guerra hispano-estadounidense—. Hay un asesino en la caseta del ascensor. ¡Síganme!
El viejo veterano se puso en marcha corriendo detrás del alto detective y llamando a sus hombres. El interior del arsenal era un espacio catedralicio para la instrucción igual de ancho que el exterior del edificio y la mitad de profundo. El techo artesonado llegaba hasta la azotea. Bell corrió hasta el ascensor y la escalera. Las puertas del ascensor estaban cerradas, y la flecha de latón que indicaba su ubicación señalaba que la cabina se encontraba en lo alto de la edificación.
—¡Que dos hombres se queden aquí! —ordenó Bell—. No le dejen salir si el ascensor baja. Los demás, vengan conmigo.
Subió cuatro tramos de escalera dando saltos, seguido ruidosamente por los soldados, llegó a la azotea y salió justo cuando el Liberator rojo de Joe Mudd daba la vuelta alrededor del edificio con gran estruendo, varios metros por delante del Curtiss azul de sir Eddison-Sydney-Martin.
Bell corrió a la caseta del ascensor. La puerta estaba cerrada.
—Ábranla a tiros.
Los soldados miraron al sargento.
—¡Adelante! —ordenó este.
Seis hombres dispararon tres descargas de fuego de rifle contra la puerta y la abrieron de golpe. Bell entró primero con la pistola en ristre. El cuarto de máquinas estaba vacío. Miró a través de la reja de acero del suelo. Podía ver la cabina sin techo del ascensor, que seguía en lo alto del arsenal, justo debajo de él. También estaba vacía. Harry Frost había desaparecido.
—¿Dónde está? —gritó el sargento—. No veo a nadie. ¿Está seguro de que lo vio aquí dentro?
Isaac Bell señaló una trampilla abierta en el suelo de la cabina.
—Ha bajado por el cable de tracción.
—¡No puede ser! Es imposible que un hombre sea capaz de agarrarse a ese cable grasiento.
Bell descendió a la cabina del ascensor y miró a través de la trampilla. Sus ojos de lince descubrieron dos estrías en la grasa que cubría abundantemente el cable de acero trenzado. Las mostró al sargento.
—¿De dónde demonios ha sacado un freno de mano?
—Venía preparado —dijo Bell, que ya corrían hacia la escalera.
—¿Tiene idea de quién era?
—Harry Frost.
En el rostro del viejo soldado se atisbó una expresión de temor.
—¿Estábamos persiguiendo a Harry Frost?
—No se preocupe. No llegará lejos.
—Chicago es su ciudad, señor.
—Ahora también es nuestra, y los detectives de Van Dorn no nos rendimos nunca.