Josephine estaba fuera de sí.
—¡Daos prisa! —gritaba a los mecánicos.
—Yo te llevaré por la carretera —dijo Bell—. Da un discurso. Deja que te vean para que no abarroten el campo.
—No —dijo ella—. No quieren verme a mí; quieren tocar la máquina. Es lo que ocurrió en California el año pasado. Los niños escribieron sus nombres en las alas y agujerearon la tela con los lápices.
—Sus padres también vienen.
—Son aún peores que ellos. Arrancaron partes de la máquina y se las llevaron de recuerdo.
—Yo les impediré pasar —dijo Bell.
Envió el Rolls-Royce y el Thomas Flyer para que tratasen de interceptar el desfile en la carretera; una solución temporal, en el mejor de los casos, ya que los emocionados pueblerinos solo tendrían que rodear los automóviles. Desplazó su Eagle por tierra a la parte delantera del campo para distraerlos.
Unos niños que se habían adelantado al desfile saltaron la cuneta que separaba la carretera del campo de heno. Bell comprendió que no habría forma de detener a los críos, que ignoraban lo peligrosas que eran las hélices, hasta que se interpusieran en el camino de Josephine.
Justo cuando parecía que le cerrarían el paso, todos alzaron la vista.
Bell oyó el inconfundible rugido autoritario de un Curtiss de seis cilindros. El avión azul intenso del baronet Eddison-Sydney-Martin, que Bell había visto por última vez flotando en el puerto de Nueva York, surcaba las nubes directo hacia Albany.
—Ese hombre tiene nueve vidas —dijo Andy.
Josephine soltó la llave inglesa y subió de un salto a bordo del Celere.
Los niños dejaron de correr y se quedaron inmóviles, mirando fijamente al cielo. Dos monoplanos amarillos en tierra les habían parecido el súmmum de la emoción, pero la imagen de una máquina voladora en el aire era aún más insólita, tan extraordinaria como celebrar el Cuatro de Julio en Navidad.
—¡Da a la hélice! —gritó Josephine.
Su Antoinette silbó. Los mecánicos que sostenían las alas le dieron la vuelta para situarlo contra el viento, y la máquina corrió a través del heno y se elevó en el cielo. Isaac Bell estaba justo detrás de ella, un paso por delante del comité de bienvenida.
Cuando Bell llegó al terreno de la feria de Altamont, en Albany, circulaban rumores de sabotaje por todas partes. Los mecánicos que se ocupaban de las máquinas en el campo central debatían sobre si las alas del Curtiss de hélice trasera sin plano delantero de sir Eddison-Sydney-Martin habían sido dañadas a propósito. Bell fue a buscar al inglés. Los encontró a él y a su esposa, Abby, en una fiesta que se celebraba en una carpa amarilla instalada junto al vagón de ferrocarril privado de Preston Whiteway.
El editor de periódicos detuvo a Bell.
—No me gustan los rumores que circulan —le susurró, alarmado—. Por raro que parezca, inducen a pensar que un segundo chiflado, que no es Harry Frost, está actuando. Quiero que investigue si hay un asesino entre nosotros o si Frost está atacando a todo el mundo.
—Ya estoy en ello —dijo Bell.
—Quiero informes continuos, Bell. Informes continuos.
El detective buscó a su alrededor algo para distraer a Whiteway.
—¿Quién es ese atractivo francés que habla con Josephine?
—¿Un francés? ¿Qué francés?
—Ese tan apuesto.
Whiteway se abrió paso con dificultad entre sus invitados para plantarse junto a Josephine en actitud protectora y fulminar con la mirada al piloto del Blériot, Renée Chevalier, quien había hecho sonreír a la joven a pesar de su mala actuación.
Bell se acercó a Eddison-Sydney-Martin, lo felicitó por haber sobrevivido y le preguntó cómo había llegado a caer su avión en el puerto.
—Uno de mis chicos dice que descubrió un agujero que atravesaba el montante que se partió. Eso hizo que el ala se desplomase.
—¿Sabotaje?
—Basura.
—¿Cómo que basura?
—Creo que fue un nudo de una madera mal elegida por el fabricante, aunque nunca lo reconocerá.
—¿Puedo verla?
—Me temo que se fue flotando cuando rescataron el avión del agua. Perdimos varias piezas al subirlo a la barcaza.
Bell localizó al mecánico que trabajaba en el avión azul de hélice trasera, un estadounidense de la compañía Curtiss, que se burló de la explicación del nudo.
—Si no fue un nudo, ¿podría haber hecho alguien un agujero sin querer y haberlo cubierto para ocultar el fallo? —preguntó Bell.
—No.
—¿Por qué no?
—Ningún fabricante de máquinas voladoras correría ese riesgo. Reconocerían el fallo y sustituirían la pieza aunque tuvieran que pagarla ellos. Mire, señor Bell, imagínese que un carpintero de casas hace un agujero en una tabla. Puede taparlo, calafatearlo, pintarlo por encima y nadie se dará cuenta. Pero un montante de una máquina voladora es harina de otro costal. Todos sabemos que si algo se rompe en esa parte, el avión cae.
—Y cayó —dijo Bell.
—Podría haber sido un asesinato. El inglés tuvo mucha suerte de que lo sacaran del agua sano y salvo.
—¿Por qué cree que el baronet insiste en que el accidente se debió a un agujero de un nudo en la madera?
—Sir Eddison-Sydney-Martin es un ingenuo. No le cabe en la cabeza que alguien sea capaz de hacerle daño para ganar la carrera, como tampoco concibe que un aviador quiera ser el vencedor solo para cobrar los cincuenta mil pavos. Siempre está diciendo que «la victoria es suficiente premio», cuando no dice que «la carrera es el premio». Vuelve locos a los chicos. Él está por encima de todo, ya sabe lo que quiero decir, con su título y su esposa rica. Pero el caso es que no es justo para el señor Curtiss. Glenn Hammond Curtiss jamás dejaría que una chapuza saliera de su fábrica.
—¿En algún momento el avión estuvo sin vigilancia la noche antes de que empezara la carrera?
—Como el resto de las máquinas en Belmont Park. Su «aviadora» fue la única que tenía vigilantes, pero eso es por el marido, según tengo entendido.
—Entonces, si de la fábrica de Curtiss no pudo salir la aeronave ni con un nudo ni con un agujero hecho sin querer, ¿cómo cree que ese boquete acabó en el montante roto?
—Sabotaje —dijo el mecánico—. Todo el mundo lo dice. Bastaría con haber hecho un agujero donde nosotros no pudiéramos descubrirlo, donde la tela lo cubriese o donde una pieza lo tapase. Al Farman del inglés también le pasó, ¿no? Y mire lo que le ocurrió al motor de Platov. Esos fueron casos de sabotaje, ¿verdad?
—Así es —convino Bell.
—Solo que no entiendo qué relación tenían esos accidentes con el marido loco de Josephine. ¿Y usted, señor Bell?
Bell puso dos dólares en la mano del mecánico.
—Tome, invite a una copa a los chicos.
—No hasta que lleguemos a San Francisco. De ahora en adelante dormiremos totalmente sobrios debajo del avión. Un hombre permanecerá despierto durante toda la noche.
Bell se centró en la inquietante idea de que de tres actos de sabotaje, solo uno podía estar relacionado con Harry Frost. Tres actos de sabotaje desde que los participantes de la carrera se habían reunido en Belmont Park. Sir Eddison-Sydney-Martin había sido víctima de dos de ellos, y Platov y el pobre mecánico Judd se vieron afectados por el tercero.
El primer accidente de sir Eddison-Sydney-Martin había sido claramente una distracción maquinada por Harry Frost para matar a Josephine.
Pero ¿cómo podía culpar a Frost del segundo ataque que el baronet había sufrido? ¿Qué conseguiría aquel loco con el accidente del inglés? Como ya se había preguntado en Belmont Park, ¿qué lograría Frost haciendo descarrilar el motor y matando a un mecánico? ¿Acaso pretendía sabotear la competición en sí en lugar de centrarse en matar a su esposa? No tenía sentido a esas alturas. El objetivo que Frost perseguía era demasiado claro para no concentrar únicamente en él sus esfuerzos. Trataría de matar a Josephine primero y, en caso de conseguirlo, ese crimen mancillaría la carrera de Preston Whiteway también.
Pero ¿con qué fin un saboteador que no estaba en la nómina de Frost había manipulado el motor de Platov? ¿Y con qué fin habían provocado el accidente del avión del inglés?
La respuesta más probable a ambas preguntas era: para eliminar a un competidor con posibilidades de ganar.
¿Quién se beneficiaría de ello? Tres posibilidades rondaban la mente de Bell, dos probables y una extraña pero no del todo improbable. El saboteador podía ser un competidor, uno de los aviadores, que iba eliminando a sus rivales. O quizá fuera un jugador que tratara de amañar a su favor la carrera deshaciéndose de los participantes que iban en cabeza. O, por extraño que pareciese, podía ocurrir que el mismísimo patrocinador de la competición buscara con todo aquello darle publicidad.
Lo más probable era que un competidor tratase de obtener ventaja eliminando a sus rivales más fuertes. Cincuenta mil dólares era un premio muy cuantioso, más dinero del que un obrero ganaría en toda su vida.
Sin embargo, el dinero apostado a medida que la carrera recorriera el país superaría el que se ganaría amañando una carrera de caballos. Jugadores empedernidos como Johnny Musto podían sacar mucha tajada.
Preston Whiteway representaba una tercera y extraña posibilidad. Bell no olvidaba que el editor había afirmado con descaro que lo mejor que podía ocurrir para mantener emocionada a la gente era que los contrincantes varones se estrellasen antes de llegar a Chicago. «Si el grano se criba de forma natural —como él había declarado fríamente—, se convertirá en una competición que enfrentará a los mejores aviadores con la valiente Josephine».
¿Demasiado descabellado? Pero ¿Preston Whiteway era incapaz ciertamente de maquinar accidentes de aeroplanos para vender periódicos? La verdad, los hechos y la moral no le habían impedido tratar de iniciar una guerra contra Japón por culpa de la Gran Flota Blanca. Ni tampoco lo habían disuadido de utilizar el hundimiento del acorazado Maine para provocar la guerra hispano-estadounidense.
Josephine Josephs se quedó todavía más atrasada en el tramo de doscientos treinta kilómetros comprendido entre Albany y Syracuse cuando el alettone reparado a toda prisa se trabó y hubo que sustituir todo el soporte. Luego perdió medio día entre Syracuse y Buffalo cuando al Antoinette le reventó un cilindro.
Isaac Bell le recordó que no era la única competidora que tenía dificultades. Tres aeroplanos ya habían quedado fuera de la carrera. Un gran Voisin impactó mortalmente contra la valla de un prado; un veloz biplano Ambroise Goupy quedó hecho pedazos cuando una corriente descendente lo lanzó contra una hilera de árboles cerca del campo en el que estaba intentando aterrizar, y el formidable Renée Chevalier, que se había estrellado en el canal de Erie, hizo añicos su Blériot y a punto estuvo de ahogarse en las aguas poco profundas, sin poder nadar siquiera porque se había roto las dos piernas.
Josephine, que se había vuelto bastante reservada desde que habían salido de Belmont, sorprendió a Bell con una de sus extraordinarias sonrisas de antaño.
—Gracias por tratar de consolarme, Isaac. Supongo que debería mostrarme agradecida por no haberme roto ningún hueso todavía.
Bell contrató a un tercer mecánico (un muchacho de Chicago muy habilidoso, llamado Eustace Weed, que había perdido su trabajo al quedar destruido el Voisin) para que mantuviera el American Eagle a punto. Su incorporación proporcionó a Andy tiempo libre para investigar la causa mecánica de cada uno de los accidentes con vistas a ofrecer pruebas de sabotaje. El meticuloso hijo de policía recabó pruebas escrupulosamente e informó de que desde el accidente de Eddison-Sydney-Martin en el puerto de Nueva York la mayoría de los accidentes habían tenido una explicación mecánica que justificaba lo que había fallado. El de Chevalier era la posible excepción, pero partes cruciales de su máquina se habían quedado en el fondo del canal de Erie.
Bell procedió a investigar a los mecánicos. ¿Quién estaba cerca de la máquina? ¿Quién estaba en el vagón hangar? ¿Algún extraño? Ninguno, por lo que ellos recordasen. A veces los mecánicos hallaban pruebas que mostrar a los detectives de Van Dorn (un montante roto, un tubo de combustible aplastado, un cable de alambre retorcido), y en otras ocasiones no encontraban ninguna.
Preston Whiteway no paraba de recriminar a Bell que hubiera «un asesino entre nosotros». El detective siguió su consejo, consciente de que Whiteway podía ser esa persona, no un asesino en el sentido estricto, sino un saboteador despiadado con escasa consideración por la suerte de los pilotos cuando se estrellaban.
A medida que los aviadores avanzaban hacia el oeste, los accidentes fueron cada vez más comunes. Las máquinas fallaban, las alas se desprendían sin previo aviso y los pilotos cometían errores. Otros sufrían averías que añadían horas a su tiempo. El robusto Liberator rojo de Joe Mudd perdía tanto aceite que toda la parte delantera de la máquina se tiñó de negro. Luego estuvo a punto de matarlo cuando el aceite empezó a arder mientras sobrevolaba Buffalo. Mudd tuvo más suerte que Chet Bass. El Wright Flyer del Cuerpo de Comunicaciones del Ejército que pilotaba resbaló de lado al aterrizar en Erie, Pennsylvania, y lo lanzó nueve metros a través de la hierba.
Bell escuchó atentamente las discusiones acaloradas que tuvieron lugar después del accidente. El hecho de que Bass perdiera dos días en el hospital debido a una conmoción cerebral movió a los pilotos y los mecánicos a debatir si merecía la pena instalar cinturones para impedir que los aviadores cayesen de sus máquinas. Un aristócrata austríaco que pilotaba un monoplano Pischof se mofó de la «cobarde» idea de ponerse un cinturón. Muchos estuvieron de acuerdo en que sujetarse de aquella manera sería impropio de un hombre. Pero Billy Thomas, el piloto de coches de carreras que había demostrado su valor repetidas veces en los circuitos antes de aprender a pilotar el gran Curtiss de doble hélice trasera del sindicato Vanderbilt, anunció que el austríaco podía irse al infierno porque él llevaría un cinturón.
El día que se lo puso, un fuerte viento de los Grandes Lagos empujó su Curtiss contra el poste de un semáforo de ferrocarril situado encima de una caseta de cambio de agujas. El Curtiss rebotó contra veinte cables de telégrafo y salió despedido hacia atrás a través de las ventanas de la segunda planta de la caseta.
El cinturón de Billy Thomas lo mantuvo entre los restos, pero la fuerza del frenazo repentino contra el cuero rígido de la cinta prácticamente lo partió por la mitad. Con los órganos internos destrozados, quedó fuera de la carrera.
Esa noche las conversaciones en el terreno de la feria de Cleveland se desviaron hacia el concepto de cinturón elástico. Los mecánicos empezaron a trabajar con las gruesas cintas de goma que tenían a mano para hacer rebotar las ruedas de los aeroplanos.
El aristócrata austríaco siguió burlándose. Al día siguiente, una ráfaga escoró bruscamente su Pischof, y el piloto cayó del monoplano a trescientos metros por encima de Toledo, Ohio.
En el funeral, Eddison-Sydney-Martin anunció que su esposa insistía «vehementemente» en que se abrochara un ancho cinturón fabricado a partir de una correa de transporte para caballos.
Las aeronaves parecidas de Josephine e Isaac Bell tenían los asientos más encajados en el fuselaje, cosa que hacía menos probable que cayesen. Josephine hizo caso omiso de las súplicas de Preston Whiteway para que llevase cinturón. Había sobrevivido a un accidente en un biplano en llamas, explicó, y verse atrapada en su avión le daba miedo.
A instancias de Marion Morgan, Isaac Bell ordenó a Andy que fijase al Eagle un cinturón ancho de motociclista mediante bandas de goma. Envainado al lado de una de esas tiras guardó un cuchillo de caza muy afilado.
No habían tenido noticias de Harry Frost desde que escapó de Isaac Bell bajo los muelles de Weehawken. El detective sospechaba que Frost estaba esperando a que la carrera llegase a Chicago, la ciudad donde él había iniciado su ascensión meteórica a la cúspide del crimen, desde la que había amasado su fortuna legal. En ninguna otra ciudad Frost se hallaba tan bien establecido como en Chicago, pues allí contaba con socios pertenecientes a bandas y con la colaboración de políticos corruptos. En ninguna otra ciudad se había infiltrado tanto en la policía.
Bell, mentalmente, lo desafió a que lo intentara. La agencia de detectives Van Dorn también había empezado a funcionar en Chicago. Ellos también conocían el frío de la ciudad. Cuando la carrera se vio interrumpida en Gary, Indiana, por unas tormentas del lago que, según el pronóstico del Servicio Meteorológico durarían cuatro días, se adelantó en tren para explorar Chicago.
—Lo machacaremos si lo intenta aquí —juró Bell a Joseph van Dorn mientras mantenía una conferencia con él desde la oficina de la agencia en el hotel Palmer House de la ciudad.
Van Dorn, que estaba en Washington, recordó a Bell que había prometido mantener la mente despejada.
Bell cambió de tema y sacó a colación el sabotaje. Van Dorn lo escuchó atentamente y luego comentó:
—El punto débil de esa línea de investigación es que las máquinas voladoras son perfectamente capaces de estrellarse sin ayuda de sinvergüenzas.
—Solo que en los casos de Eddison-Sydney-Martin y Renée Chevalier, e incluso de Chet Bass, han sido los aviadores que iban en cabeza quienes han sufrido los accidentes —replicó Bell—. En cuanto alguien adelanta al grupo, algo le ocurre.
—Steve Stevens todavía no ha sufrido ningún accidente. En el Washington Post he leído que Stevens va en cabeza.
—Josephine está dándole alcance.
—¿Cuánto has apostado por ella?
—Suficiente dinero para comprar mi propia agencia de detectives, si gano —contestó Bell de forma enigmática.
De hecho, los periódicos empezaban a percatarse de que un aviador más corpulento que el orondo presidente Taft volaba más rápido que cinco hombres que pesaban la mitad que él y una mujer que apenas pesaba una tercera parte.
—Según el Post, el caballo oscuro es el caballo más pesado —dijo Van Dorn riendo entre dientes.
Bell había visto titulares parecidos en Cleveland: «¿Siete días de Nueva York a Chicago?», especulaba ansiosamente el Plain Dealer, antes de que los dioses pusieran freno al exceso de optimismo mediante la climatología.
«Vuelo milagroso. El dueño de una plantación algodonera sigue en cabeza», se leía en otro titular.
—Hay que reconocerlo —dijo Van Dorn—. Whiteway se ha sacado un conejo de la chistera. Todo el país habla de la carrera. Ahora que los demás periódicos no tienen más remedio que cubrir la noticia, están apoyando a sus favoritos y calumniando a los rivales. Y todo el mundo tiene una opinión. Los cronistas deportivos alegan que Josephine no puede ganar porque las mujeres no tienen resistencia.
—Los corredores de apuestas son de la misma opinión.
—Los periódicos republicanos sostienen que los obreros no deberían darse aires de superioridad, y mucho menos volar. Los periódicos socialistas exigen que los aristócratas se queden en tierra, ya que el aire es de todos. Llaman a tu amigo Eddison-Sydney-Martin el «afortunado gato británico» por su costumbre de sobrevivir a los accidentes.
—Como Whiteway nos dijo, aman al más débil.
—Cogeré un tren —dijo Van Dorn—. Os alcanzaré en Chicago. Mientras tanto, Isaac, ten presente que, haya sabotaje o no, nuestro principal cometido es proteger a Josephine.
—Voy a volver a Gary. El tiempo debería cambiar dentro de poco.
Cuando Bell colgó tenía mucho en lo que pensar. Mientras mantenía la mente despejada como había prometido, no pudo obviar la evidencia de que había más asuntos en marcha que los ataques sangrientos de Harry Frost contra Josephine. Se estaba cociendo algo más, algo todavía más importante y más complejo que los intentos de un hombre furioso por matar a su esposa. Había una segunda misión que cumplir, otro crimen que resolver, antes de que se arruinase la carrera. Bell no solo tenía que detener a Harry Frost; debía resolver también un crimen que aún no sabía cuál era… o cuál sería.