22

—¡Allá va!

Volando a toda potencia, con el motor Antoinette emitiendo un agudo gruñido que parecía el sonido de una lona rasgándose, el monoplano amarillo de Josephine pasó como un rayo por Weehawken, en New Jersey, al amanecer.

—¡Dale vueltas!

Isaac Bell ya estaba a los mandos del Eagle, después de enterarse por teléfono de que Dmitri Platov y los mecánicos de Van Dorn habían trabajado durante toda la noche para sustituir de la aeronave de Josephine tanto el alettone como los soportes que el viento había destrozado. La aviadora acababa de despegar de la isla de Bedloe. Bell tenía el American Eagle situado en la parte delantera del muelle en el que había aterrizado el día anterior para despegar sobre el río. Su motor rotativo Gnome estaba caliente y listo para volar. Arrancó renqueando con un solo giro de la hélice.

—¡Los calzos!

Andy y su ayudante retiraron los calzos que inmovilizaban las ruedas, y el monoplano empezó a rodar. Echaron a correr cada uno a un lado de las alas, estabilizándolas, mientras Bell atravesaba a toda velocidad los tablones lisos situados entre las vías y alzaba el vuelo a la zaga de Josephine.

Permaneció justo detrás de ella mientras sobrevolaban el centro del río Hudson, buscando rastros de Harry Frost en barcos y botes, pilotando con una mano y girando el rifle con la otra. Después de veinticuatro kilómetros, los dos aeroplanos amarillos viraron hacia la orilla de Nueva York, donde la ciudad de Yonkers teñía el cielo de humo.

Aunque Bell iba siguiendo el aeroplano de Josephine, practicó la navegación aérea con un mapa de la carrera en el que estaban dibujadas las marcas pertinentes. Con el papel rígido sujeto con una banda a la pierna, recorrió el óvalo del hipódromo Empire City, que se hizo visible a un par de kilómetros hacia el interior junto a un enorme foso de lodo en el que las palas mecánicas de vapor estaban excavando un nuevo embalse para la ciudad de Nueva York.

Bell vio unos purasangres que corrían a medio galope por la pista a modo de ejercicio matutino, pero en el campo interior del hipódromo no había ninguna máquina voladora, y el único tren que localizó en el parque ferroviario era el largo Josephine Special amarillo. Al posarse detrás de Josephine descubrió que el resto de las máquinas voladoras de la carrera ya habían partido hacia Albany.

Mientras los mecánicos rellenaban con combustible, aceite y agua los depósitos del aeroplano de Josephine, y ponían gasolina y aceite de ricino en los de Bell, les informaron de que aunque el biplano tractor de dos hélices con doble motor Antoinette que Steve Stevens pilotaba había registrado el mejor tiempo de Belmont Park a Yonkers, el algodonero estaba furioso con Dmitri Platov porque este había ayudado a Josephine a reparar su avión en la estatua de la Libertad.

—La idea es que todo mundo correr junto —dijeron, imitando afectuosamente a Platov.

—Así que el señor Stevens gritó al pobre Dmitri —continuaron, esa vez imitando el acento sureño—. Sois todos unos socialistas.

Bell se fijó en que Josephine no reía. Tenía el semblante tenso. Supuso que estaría disgustada por llevar retraso en una fase tan temprana de la competición. Por lo general, Josephine era educada y agradable con todo el mundo, pero en ese momento estaba mostrándose muy dura con sus mecánicos, diciéndoles que se dieran prisa, mientras ellos hacían reparaciones adicionales en el ala deteriorada a causa del torbellino.

—No te preocupes, Josephine —dijo Bell con delicadeza—, los alcanzarás.

El alto detective hizo señas a uno de los mecánicos de Van Dorn que estaban en el tren de refuerzo para que se reuniera con él.

—¿Alguna idea de por qué se desprendió el alerón del ala?

—Se vio atrapada en un tornado pequeño.

—Eso ya lo sé. Pero ¿es posible que alguien hubiera debilitado previamente las articulaciones?

—¿Me pregunta si hay señales de sabotaje? Es lo primero que he buscado, señor Bell. La verdad es que no hemos perdido de vista la máquina en ningún momento mientras ha estado en tierra. El señor Abbott nos lo dejó muy claro. Hemos estado muy atentos por si se producía un acto de sabotaje. Dormimos al lado del aeroplano en Belmont, y siempre había un hombre despierto.

Andy y su ayudante llegaron de las Palisades de New Jersey en un Thomas Flyer a bordo de un transbordador antes de que los mecánicos de Josephine terminasen. Subieron el vehículo al American Eagle Special por la rampa, y Bell envió el tren por adelantado.

Era mediodía cuando Josephine pudo surcar el cielo.

La aviadora rodeó la tribuna para que el sustituto de Weiner, el contable, registrara su hora de partida, ascendió a trescientos metros y se dirigió al norte. Isaac Bell volaba un poco por encima de ella y a cuatrocientos metros de su cola. Según el mapa de la carrera, había doscientos veinticinco kilómetros hasta el terreno de la feria de Altamont, en Albany. La ruta era fácil de seguir; la vía de la línea de ferrocarril central de Nueva York iba paralela a la orilla este del río hasta que, cuando sobrevolaba la ciudad de Hudson, vio una serie de vías breves que se unían desde el este. En el confuso empalme, los comisarios de la carrera habían marcado con largas flechas de lona blancas la vía correcta que los participantes debían seguir.

Los dos monoplanos continuaron hacia el norte sin incidentes y finalmente adelantaron al tren Eagle Special con la cubierta blanca de Bell, que avanzaba pausadamente para que ellos lo alcanzasen. El fogonero echó un poco más de carbón para seguir el ritmo de las máquinas voladoras.

De repente, a dieciséis kilómetros de Albany, Bell vio que Josephine perdía altura bruscamente.

La siguió en una serie más larga de tirabuzones descendentes, y todavía estaba en lo alto cuando ella se posó en un campo de heno recién segado a las afueras del pueblo de Castleton-on-Hudson. Mientras observaba la maniobra a través de sus gemelos, comprendió por qué Josephine había buscado un lugar para aterrizar. El Antoinette expulsaba nubes de humo. Había habido algún problema con la refrigeración por agua.

Bell giró otra vez hacia la vía de la línea central de Nueva York. Sobrevoló a escasa altura el Eagle Special y orientó su aeronave hacia el lugar por el que había llegado. Entonces vio el Josephine Special con su cubierta amarilla, que iba a toda máquina para recuperar el tiempo perdido. El detective se lanzó en picado delante de la locomotora y giró en la dirección en la que Josephine estaba. El tren se detuvo en la siguiente vía muerta, donde el ferrocarril de Van Dorn ya había estacionado. Los guardafrenos se apearon de un salto, agitaron una bandera roja y accionaron las agujas hacia delante para que el ferrocarril saliera de la vía principal.

Bell se posó al lado de Josephine y le dijo que la ayuda estaba en camino. Llegó a bordo de dos vehículos: el Rolls-Royce de Preston Whiteway, con dos detectives-mecánicos que, tan pronto como bajaron del coche, se pusieron a trabajar en la máquina de la aviadora, y el Thomas Flyer modelo 35 de Bell, con Andy Moser, que rellenó los depósitos de gasolina y aceite de ricino y ajustó el motor Gnome. El problema de Josephine resultó más complicado que un simple manguito de agua roto. Toda la bomba de agua estaba destrozada. El Thomas Flyer se dirigió a toda velocidad al tren a por un recambio.

—Señor Bell, tardarán dos horas como mínimo —dijo Andy.

—Eso parece.

—¿Puedo pedirle un favor?

—Faltaría más —dijo Bell, y se llevó la mano al bolsillo, pensando que Andy necesitaba un préstamo—. ¿Qué quieres?

—Lléveme arriba.

—¿A volar? —Bell estaba desconcertado, ya que a Andy le aterraban las alturas y nunca quería volar—. ¿Estás seguro, Andy?

—¿No se da cuenta de dónde estamos?

—A dieciséis kilómetros de Albany.

—Y treinta kilómetros al oeste de Danielle. Me preguntaba si podríamos sobrevolar el manicomio Ryder y si, una vez allí, usted movería las alas para que Danielle nos viera.

—Da vueltas a la hélice y sube. Pasaremos lo más cerca posible de Ryder.

A Bell no le sorprendió que Andy tuviera un mapa. El mecánico enamorado incluso había marcado el manicomio con un corazón rojo. Buscaron una vía de ferrocarril que pudieran seguir hasta el pueblo más próximo y despegaron. Andy, apretujado detrás de él, seguía las indicaciones del plano. A cien kilómetros por hora e impulsados por el viento del oeste, Bell oteó en menos de veinte minutos el lúgubre edificio de ladrillo rojo. Lo rodeó repetidas veces. En cada ventana con barrotes apareció una cara. Una de ellas tenía que ser la de Danielle. Una máquina voladora llamaba la atención a la gran mayoría de las personas que vivían fuera de una gran ciudad y que no habían visto ninguna antes. Probablemente los pasillos estaban llenos de internos, enfermeras y celadores, todos ellos boquiabiertos o prorrumpiendo en exclamaciones. El característico sonido del tubo de escape del Gnome sin duda indicaría a Danielle que se trataba de la máquina de su padre, aunque no pudiera verla.

El semblante del pobre Andy reflejaba una mezcla confusa de alegría y tristeza, entusiasmo y frustración.

—¡Estoy seguro de que nos oye! —gritó Bell.

Andy asintió con la cabeza, consciente de que el detective solo trataba de ayudar. Bell siguió descendiendo en el valle y dio vueltas a escasa altura sobre el torreón donde había entrevistado a Danielle, en las dependencias privadas de Ryder. Consultó el reloj que había colgado del pendolón. Tiempo y combustible de sobra, pensó. ¿Por qué no mataba dos pájaros de un tiro ofreciendo un respiro al pobre Andy y preguntando a Danielle por la muerte de su padre?

Al otro lado del muro había una extensión de césped bastante amplia. Aterrizó sin problemas el Eagle. Unos guardias se acercaron corriendo a instancias del doctor Ryder, quien lució una sonrisa forzada en el rostro ante la inoportuna visita de Isaac Bell.

—Menuda entrada, señor Bell.

—Hemos venido a visitar a la señorita Di Vecchio.

—Desde luego, señor Bell. Estará lista en un momento.

—Tráigala aquí fuera. Me imagino que disfrutará respirando un poco de aire fresco.

—Como desee. Enseguida vuelvo.

Andy estaba mirando el lúgubre edificio, sus ventanitas con barrotes.

—Usted no le cae bien a ese hombre —observó.

—Tienes razón.

—Pero le obedece.

—No le queda más remedio. Sabe que conozco a su banquero. Y también sabe que si se le ocurre tocar un pelo a Danielle, le aplastaré la nariz de un puñetazo.

El primer detalle de Danielle en el que Bell reparó fue que su bata de paciente blanca era nueva; el segundo, que consideraba a Andy Moser más un hermano pequeño que un novio. El detective se retiró para dejarles un momento de intimidad. Andy se mostró tímido.

—Andy, ¿por qué no muestras a Danielle lo que le has hecho a la máquina de su padre? —gritó Bell.

Andy, entusiasmado, procedió a mostrársela, y Danielle rodeó la aeronave a su lado, prorrumpiendo en exclamaciones de asombro y acariciando la lona con las puntas de los dedos.

—Muchas mejoras —anunció la joven finalmente—. ¿Sigue siendo ingobernable, señor Bell?

—Andy la ha convertido en un corderito —dijo Bell—. Me ha salvado más de una vez.

—Ignoraba que usted supiera volar.

—Todavía está aprendiendo —dijo con seriedad Andy.

—Su padre construyó una auténtica maravilla —afirmó Bell—. Es increíblemente resistente. El otro día un tirante se rompió, y los demás mantuvieron el ala sujeta.

Elastico! —exclamó Danielle.

—¿Era su padre elastico? —preguntó con mucho tacto Bell.

Los grandes ojos de la joven se iluminaron evocando recuerdos felices.

—Como una biglia. Una pelota de caucho. Rimbalzare! Él rebotaba.

—¿Le impresionó cómo murió?

—¿Que se quitara la vida? No. Si estiras una goma demasiado y demasiadas veces, se rompe. Un hombre se rompe cuando demasiadas cosas le salen mal. Pero antes él rimbalzava. ¿Está pilotando Josephine el monoplano de Celere en la carrera?

—Sí.

—¿Qué tal le va?

—Lleva un día entero de retraso.

Brava! —Danielle sonrió.

—Me sorprendió cuando me enteré de que Marco tenía otra máquina en la carrera. Un gran biplano con dos motores.

—¿A quién cree que se lo robó? —dijo Danielle sonriendo burlonamente.

—¿A su padre?

—No. Marco copió el biplano a un estudiante brillante del que se hizo amigo en París. En la École Supérieure des Techniques Aéronautiques et de Construction Automobile.

—¿Cómo se llamaba?

—Sikorsky.

—¿Ruso?

—Y medio polaco.

—¿Lo conoció?

—Mi padre daba clases en la escuela. Conocíamos a todo el mundo.

—¿Conoce a Dmitri Platov?

—No.

—¿Y su padre?

—Es la primera vez que oigo ese nombre.

Bell consideró hacerle otra pregunta. ¿Podía descubrir algo más sobre el suicidio de su padre interrogando a Danielle di Vecchio que compensara el dolor que le provocaría? ¿O debía confiar en que James Dashwood lo averiguase en San Francisco? Andy lo sorprendió acercándose y murmurando algo entre dientes:

—Basta. Dele un respiro.

—Danielle… —dijo Bell.

—¿Sí, señor Bell?

—Marco Celere convenció a Josephine de que él era el único inventor de su aeroplano.

Los orificios nasales del mecánico se ensancharon y le brillaron los ojos.

—¡Ladrón!

—Me pregunto si podría darme… munición para convencerla de lo contrario.

—¿Qué más le da a ella?

—Percibo inquietud. Duda.

—¿Qué le importa a ella?

—En el fondo es honrada.

—Es muy ambiciosa, lo sabe.

—Yo no creería todo lo que dicen los periódicos. Hace muy poco que la competencia de Preston Whiteway ha empezado a cubrir su carrera.

Danielle señaló airadamente al muro.

—Yo no leo periódicos aquí. Dicen que los periódicos nos confundirían.

—Entonces ¿cómo sabe que Josephine es ambiciosa?

—Marco me lo contó.

—¿Cuándo?

—Estaba alardeando cuando lo apuñalé. Dijo que ella era muy ambiciosa, pero que él lo era todavía más.

—¿Más ambicioso? Ella quiere volar. ¿Qué quería él? ¿Dinero?

—Poder. A Marco no le importaba el dinero. Él sería un príncipe o un rey. —Danielle sacudió la cabeza y rió airadamente—. El rey de los sapos.

—¿Qué tiene la máquina de Josephine que fuese inventado sin ningún género de dudas por su padre y no por Marco Celere?

—¿A usted qué más le da?

—Piloto un aeroplano que su padre creó. Tengo un elevado concepto de su genialidad, su capacitación y hasta sus sueños. No creo que le deban ser robados, sobre todo cuando él no está entre nosotros para defenderse. ¿Puede proporcionarme algo que pueda usar para defenderlo?

Danielle cerró los ojos y frunció el ceño.

—Lo entiendo —dijo—. Déjeme pensar… Verá, su monoplano se construyó más tarde. Después de que Marco hiciera su copia. Él es como una esponja. Se acuerda de todo lo que ve, pero nunca tiene ideas propias. Así que el monoplano de Marco no cuenta con las mejoras que mi padre incorporó en el suyo.

—¿Como qué? ¿Qué mejoró? ¿Qué cambió?

—Los alettoni.

—Pero ¡parecen idénticos! Los he comparado.

—Vuelva a mirar —dijo ella—. Más de cerca.

—¿En qué debo fijarme?

—Observe el cardine. ¿Cómo se dice en su idioma? El pivote. ¡La articulación! Observe en su aeroplano cómo los alettoni están sujetos con esa especie de bisagras. Y luego fíjese en las de la máquina de Josephine.

Bell vio la expresión de asombro del rostro de Andy Moser.

—¿Qué ocurre, Andy?

—Los chicos dijeron que sus alerones estaban mal ajustados. Los pernos eran demasiado pequeños. Por eso el alerón se desprendió.

Bell asintió con la cabeza, pensando detenidamente.

—Gracias, Danielle —dijo. Había sido una visita productiva—. Tenemos que marcharnos. ¿La tratan bien ahora?

—Mejor, grazie. Y tengo un abogado. —Se volvió hacia Andy y dedicó al mecánico una sonrisa deslumbrante—. Gracias por visitarme, Andy. —Le tendió una mano, que Andy estrechó con fuerza. Danielle miró a Bell poniendo los ojos en blanco y dijo—: Andy, cuando una dama te da la mano, es preferible besarla a estrecharla.

—Andy, prepara la máquina —pidió Bell—. Enseguida estoy allí. —Esperó hasta que el muchacho estuvo lo bastante lejos para no oírle decir a Danielle—: Hay otra cosa que debo preguntarle.

—¿De qué se trata?

—¿Estaba enamorada de Marco Celere?

—¿De Marco? —Danielle se echó a reír—. No hablará en serio, señor Bell, ¿verdad?

—Yo no lo conocí.

—Antes que a Marco Celere, querría a un erizo de mar. Un erizo de mar venenoso. No tiene ni idea de lo traidor que es. Respira mentiras como los demás hombres respiran aire. Intriga, finge, roba… Es un truffatore.

—¿Qué es un truffatore?

—Un imbroglione.

—¿Qué es un imbroglione?

—¡Un impostore! ¡Un defraudatore!

—Un estafador —dijo Bell.

—¿Qué es un estafador? —preguntó Danielle.

—Un timador. Un ladrón que se hace pasar por tu amigo.

La mente ágil de Isaac Bell empezó a funcionar a toda velocidad. Un ladrón asesinado cuyo cadáver no había sido hallado era un misterio. Un embaucador asesinado cuyo cuerpo había desaparecido era un misterio totalmente distinto. Sobre todo cuando Harry Frost había gritado con congoja y perplejidad: «Tú no sabes lo que tramaban».

Ni tú tampoco, Harry Frost, pensó Bell. Por lo menos hasta que trataste de matar a Marco Celere. Por eso no asesinaste en primer lugar a Josephine. No tenías intención de quitarle la vida. Ese retorcido deseo te acometió más tarde, después de que te enterases de algo relacionado con ellos que consideraste peor que la seducción, se dijo.

Bell estaba eufórico. Había sido una visita sumamente productiva. Aunque todavía no sabía qué habían tramado Marco y Josephine, ahora estaba seguro de que Harry Frost no desvariaba.

—Josephine me ha dicho que a usted le dolió que Marco le robase el corazón.

No le sorprendió que Danielle contestara:

—Marco debió de contarle esa mentira. En mi vida he visto a esa chica.

Danielle ayudó a Bell y a Andy a hacer rodar el Eagle hasta el otro extremo del césped del manicomio y lo orientó contra el viento. Agarró el patín de cola hecho con caña, mientras Andy hacía girar la hélice, y lo sujetó firmemente para retrasar el movimiento hacia delante mientras él se esforzaba por frenarlo y subía a bordo. Era una mujer fuerte, advirtió Bell, y en lo tocante a las máquinas voladoras sabía lo que se hacía.

El investigador rebasó el muro del manicomio. Siguió la vía de ferrocarril hasta su conexión con la línea central de Nueva York y luego la que llevaba hasta la estación de Castleton-on-Hudson. Al sobrevolar a gran altura la calle principal, vio unos carros de bomberos tirados por caballos blancos y una banda de músicos en formación con sus instrumentos de metal reluciendo al sol.

La banda de música del Departamento de Bomberos avanzaba calle arriba a la cabeza de una multitud, en dirección al campo de heno donde la máquina de Josephine estaba siendo reparada. Pasaron por una escuela de ladrillo cuyas puertas se abrieron de golpe, y cientos de niños salieron en tropel para unirse al desfile. Bell se dio cuenta de que se había corrido la voz. Todo el pueblo iba a dar la bienvenida a Josephine, y había más personas en el desfile de las que cabrían en el campo.

Bell recorrió a toda velocidad el kilómetro y medio de distancia hasta el campo de heno, aterrizó y corrió a advertir a sus detectives.

—Todo el pueblo viene a recibir a Josephine. Incluso han dejado salir a los niños del colegio. Tendremos que pasar aquí la noche si no nos vamos ahora.