Seis kilómetros río abajo, al pie de la estatua de la Libertad, Josephine intentaba reparar su máquina voladora. Cegada por los deslumbrantes focos del yate de vapor de Preston Whiteway, ahogándose con el humo de carbón de su aeronave y acosada por reporteros que gritaban preguntas estúpidas, ella y los detectives-mecánicos de la agencia Van Dorn, que habían acudido finalmente en una embarcación, se enfrentaron al ala dañada. Pero con sus conocimientos y las pocas herramientas de las que disponían no podían repararla. La joven aviadora había empezado a perder la esperanza cuando, de repente, recibió ayuda de la última persona que esperaba que se la ofreciera.
Dmitri Platov saltó de una lancha de la Patrulla Portuaria de la isla de Manhattan, estrechó las manos de los policías que lo habían llevado y se despidió de ellos agitando alegremente su regla de cálculo. Todo el mundo decía que el apuesto ruso era el mejor mecánico de la carrera, pero nunca se había acercado a la máquina de Josephine ni le había ofrecido sus servicios. Ella estaba segura de saber el motivo.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó.
Platov la saludó con su sombrero de paja.
—Platov venir ayudar.
—¿Steve Stevens no tiene miedo de que le gane si usted me ayuda?
—Steve Stevens estar comiendo en banquete de victoria en Yonkers —contestó Platov, mostrándole sus dientes blancos a través del bigote—. Platov hombre independiente.
—Necesito un salvador, señor Platov. Los daños son mucho peores de lo que creía.
—Vamos a arreglar, no a asustar.
—No sé qué pensar. ¿Ve este manguito…? ¡Enfocad aquí con las luces!
Los detectives de Van Dorn corrieron a obedecerle y orientaron las luces eléctricas que habían conectado a la dinamo de la estatua de la Libertad.
—¿Lo ve? El manguito que sostiene el pivote del alettone no es lo bastante resistente. No está bien ajustado en el armazón. Y la otra ala está todavía peor. He tenido suerte de que no se desprendiera también.
Platov palpó el manguito con los dedos, como un veterinario examinaría a un becerro. Se volvió hacia el mecánico que se encontraba más cerca de él.
—Por favor, ¿traer segunda bolsa de herramientas de lancha?
El investigador de Van Dorn se encaminó a toda prisa al muelle.
Platov se dirigió al otro detective.
—Por favor, traer más luces.
—No puedo creer lo que veo —dijo Josephine—. Es un diseño de aficionado. El hombre que construyó la máquina no era consciente de la presión a la que esta parte estaba sometida.
Dmitri Platov miró a Josephine directamente a la cara y se aproximó a ella.
Josephine se quedó desconcertada. Al no haber estado nunca a menos de veinte metros de Platov hasta ese momento, jamás había reparado en que su tupido cabello moreno y sus patillas le cubrían buena parte del rostro; tampoco se había fijado en sus mejillas, su barbilla y sus labios, ni en el brillo de los ojos del ruso dentro de ese nido rizado. Se sintió cautivada por aquellos ojos. Había algo extrañamente familiar en ellos.
—¿Un diseño malo? —preguntó Platov, sin rastro de acento ruso—. Lo considero una ofensa personal.
Josephine lo miró totalmente asombrada.
Se llevó a la boca una mano enguantada y se manchó de grasa la mejilla. Había reconocido la voz de Marco Celere, el timbre que este empleaba únicamente cuando estaban solos, una voz con un ligerísimo acento italiano y el dejo británico que había adquirido de adolescente cuando era ayudante de un operario de Birmingham.
—Marco —susurró—. Oh, Marco mío, ¡estás vivo!
Marco Celere le guiñó un ojo de forma casi imperceptible.
—¿Le digo a los demás que se vayan?
Ella asintió con la cabeza, sin apartarse la mano enguantada de la boca.
Marco se dirigió a los mecánicos de Van Dorn con el familiar acento ruso de Dmitri Platov.
—Caballeros, demasiadas cocineras estropear caldo. Dejar a genio Platov solo reparando máquina de aviadora Josephine.
Josephine vio que los detectives-mecánicos se miraban.
—Dama hacer de ayudante —añadió Platov.
A Josephine le pareció que los detectives estaban incómodos. ¿Sospechaban? Gracias a Dios, Isaac no estaba allí. El investigador jefe Bell se habría hecho preguntas acerca de la sorpresa de su rostro. Aquellos agentes más jóvenes y menos experimentados intuían que había algo raro, pero ¿eran lo bastante listos para desafiar al experto mecánico a quien todos los participantes en la carrera conocían como «el ruso loco» Platov?
—Tranquilos —dijo Josephine—. Yo seré su ayudante.
El jefe de los detectives asintió con la cabeza. Después de todo, Josephine sabía más de mecánica que cualquiera de ellos. Se retiraron al cordón que habían establecido para mantener a raya a los reporteros.
—Vendremos enseguida si nos necesita, Josephine.
—Pasar llave inglesa a Platov, querida —dijo Marco.
Ella buscó a tientas la herramienta. Apenas podía creer lo que sus sentidos percibían. Y sin embargo, se sentía como si hubiera despertado de aquella pesadilla que empezó a la semana de casarse con Harry Frost, cuando vio cómo su marido casi mataba a un hombre a puñetazos y patadas por sonreírle. Harry nunca le había hecho daño, pero desde ese momento Josephine tuvo la corazonada de que algún día se lo haría, de repente, sin previo aviso. Ella había pagado el precio del miedo por sus aeroplanos, esperando con el alma en vilo, a pesar de que Harry aplaudía su pasión por volar y le compraba máquinas…, hasta el último otoño, cuando empezó a sospechar de Marco.
Harry Frost reaccionó entonces a la velocidad del rayo. En primer lugar, la suprimió de su testamento, para, a continuación, gritarle a la cara que la mataría si se atrevía a pedirle el divorcio. Una vez que la tuvo totalmente atrapada, se negó a asumir los gastos que Marco había tenido con la máquina que necesitaban para competir por la Copa Whiteway. El día que invitó a Marco a cazar, Josephine se temió lo peor: con esa treta, Harry haría salir a Marco del bosque y lo asesinaría, alegando luego que había sufrido un «accidente de caza».
Sin embargo, Marco tenía un plan para salvarlos a los dos y participar en la carrera, un plan brillante con el que fingiría su muerte e incriminaría a Harry.
Marco manipuló la mira telescópica del rifle de caza de Harry para que disparase alto y, en el momento oportuno, se situó en el punto preciso desde donde podría saltar a un saliente estrecho que había debajo del borde del precipicio cuando Harry disparase. Josephine sobrevolaría el lugar y presenciaría los disparos. Harry huiría. Marco habría fingido su muerte, y todos creerían que su cuerpo había sido arrastrado por el North River. El violento y sanguinario marido de Josephine sería encerrado de por vida en el manicomio, que era donde debía estar. Josephine, finalmente, tendría libertad para persuadir con su encanto al acaudalado editor de periódicos de San Francisco Preston Whiteway de que la patrocinase en la Carrera Aérea Atlántico-Pacífico con un nuevo monoplano Celere. Más tarde, cuando Harry estuviera encerrado, Marco saldría del bosque de Adirondack fingiendo que padecía amnesia y que solo recordaba que Harry Frost le había herido.
Pero las cosas habían salido muy mal. Harry disparó de verdad a Marco (ella lo había visto despeñarse por el precipicio con sus propios ojos) y no se dejó atrapar.
Temiendo que Marco estuviera muerto, Josephine se sintió castigada por lo que había sucedido, tenía que reconocerlo, fue un plan maléfico, y deseó que el italiano no la hubiera convencido para llevarlo a cabo. Del mismo modo, una parte de ella se arrepentía ahora de haber seguido con su plan para convertir a Whiteway en su defensor en la carrera. Simplemente no se le había pasado por la cabeza que el rico y atractivo editor se enamorase de una granjera tan poco femenina como ella.
Algunas mujeres considerarían que Josephine no merecía el privilegio de poder convertirse en la esposa de un magnate del periodismo como Whiteway, pero ella no quería saber nada del asunto. Amaba a Marco y había llorado su pérdida. Y ahora, de repente, él estaba vivo, allí, como un inesperado regalo de Navidad entregado con retraso.
—Marco —susurró ella—. Marco, ¿qué sucedió?
—¿Que qué sucedió? —murmuró Marco mientras seguía evaluando el ala rota del monoplano—. Tu marido no me dio, pero no falló por tanto como esperábamos. La puñetera bala por poco me arrancó la cabeza.
—Sabía que deberíamos haber usado munición de fogueo. Cambiar la mira simplemente fue arriesgado.
—Harry Frost es demasiado listo; habría descubierto que le habíamos puesto munición de fogueo. Ya te lo dije. Habría notado que el rifle tenía menos retroceso y habría oído un disparo menos potente. Tenía que ser con una bala de verdad. Pero subestimé su astucia. Él intuyó que a la mira le pasaba algo con un solo disparo. Fue tan avispado que al apretar el gatillo por segunda vez compensó el fallo. Cuando quise darme cuenta estaba cayendo por el precipicio.
—Lo vi.
—¿Fui convincente? —preguntó Marco, guiñando otra vez el ojo de forma casi imperceptible.
—Creía que habías muerto. ¡Oh, cariño…!
Josephine tuvo que hacer un gran esfuerzo para no besarlo y abrazarlo.
Una sonrisa elevó el bigote de Marco.
—Yo también. Caí sobre el saliente, como habíamos previsto, pero me desmayé. Cuando me desperté era de noche. Estaba helado. Tenía la cabeza a punto de estallar. No podía mover el brazo. Lo único que sabía era que seguía vivo y que, milagrosamente, Harry no me había buscado para rematarme.
—Porque sabía que yo le había visto dispararte. Huyó.
—Como planeamos.
—Pero tú no tenías que morir. Ni siquiera debías resultar herido.
Marco se encogió de hombros.
—Un detalle sin importancia. Sin embargo, el plan dio resultado. Más o menos. Harry ha huido de la justicia. Lamentablemente, está yendo demasiado lejos. Ya deberían haberlo atrapado y encerrado, o haberlo matado a tiros. Pero tú tienes un maravilloso aeroplano inscrito en la carrera, como queríamos.
—¿Y tú, Marco?
Él no pareció oírla.
—Ganarás la carrera más importante del mundo.
—¿Ganar? Ya llevo un día de retraso, y la competición acaba de empezar.
—Ganarás. Yo me encargaré de que ganes. No te preocupes. Nadie te sacará ventaja.
Parecía muy seguro, pensó Josephine. ¿Cómo podía estar tan convencido?
—¿Y tú, Marco?
De nuevo, él pareció no oír la pregunta y dijo:
—Y tienes un pretendiente.
—¿A qué te refieres?
—En Belmont Park todos decían que Preston Whiteway se ha enamorado de ti.
—Eso es ridículo. Solo se ha encaprichado.
—Ha hecho anular tu matrimonio.
—Yo no se lo pedí. Él se adelantó y lo hizo.
—Tenías que engatusarlo para que te comprase un aeroplano, pero cuando dices: «¿Y tú, Marco?», parece que ya hayas contestado a la pregunta.
—¿Qué quieres decir?
—No parece que en tu plan haya sitio para Marco.
—No es mi plan. Yo solo quería tu aeronave. Como planeamos.
—Has conseguido más de lo que planeamos en un principio.
Josephine notó que los ojos se le llenaban de lágrimas calientes.
—No pensarás que prefiero a Whiteway a ti, ¿verdad, querido Marco?
—No puedo culparte. Creías que yo estaba muerto. Él es rico. Yo soy un pobre inventor de aeroplanos.
—Él jamás podría sustituirte —protestó ella—. Y ahora que has vuelto, nosotros…
—¿Qué? —preguntó Marco en tono sombrío—. ¿Estaremos juntos? ¿Cuánto tiempo te dejaría pilotar Whiteway mi aeroplano si te viera conmigo?
—¿Por eso fingiste que habías muerto?
—Fingí que había muerto por varios motivos. En primer lugar, estaba herido de gravedad, y si me quedaba en North River, Harry me habría matado en la cama del hospital.
—Pero ¿cómo…?
—Me subí a un tren con destino a Canadá. Una amable familia de campesinos me acogió y me cuidó durante todo el invierno. Cuando me enteré de que estabas con Whiteway y te habías inscrito en la carrera, y de que Harry seguía suelto, decidí colarme disfrazado en la competición, manteniéndome alerta, antes de salir del bosque milagrosamente con mi verdadera identidad, como habíamos planeado.
—¿Cuándo lo harás?
—Después de que ganes.
—¿Por qué quieres esperar tanto?
—Acabo de explicártelo: Whiteway tendría tantos celos de mí como Harry. Puede que no se pusiese tan violento, pero se enfadaría lo bastante para aislarte y quitarte el aeroplano. Es su dueño, ¿no? ¿O te ha dado el título de propiedad?
—No. Él es el dueño.
—Es una lástima que no le pidieras el título.
Josephine agachó la cabeza.
—No sabía cómo. Me lo está pagando todo. Hasta la ropa.
—Los ricos suelen ser amables, pero nunca generosos.
—No sé cuánto tiempo podré soportar mirarte y fingir que no eres tú.
—Concéntrate en mi peludo disfraz.
—Pero tus ojos, tus labios…
Se lo imaginó con el aspecto que tenía antes: su cabello moreno reluciente, su frente noble, su elegante bigote, sus ojos oscuros hundidos.
—No pienses en mis labios hasta que ganes la carrera —dijo él—. Pilota mi aeroplano. Sé la vencedora. Y recuerda que entonces Josephine, la Novia Voladora de Estados Unidos, será una mujer triunfadora con montones de dinero. Y Marco, el diseñador del monoplano Celere ganador, será un hombre triunfador que tendrá contratos con el ejército italiano para fabricar cientos de aeronaves.
—¿Cómo ha sido para ti mirarme durante todo este tiempo?
—¿Que cómo ha sido? Como desde el primer día que te vi. Como un mar de dicha que me llena el corazón. Y ahora, vamos a arreglar tu máquina.
Isaac Bell trató de dormir envuelto en una manta debajo del monoplano, pero su mente volvía una y otra vez sobre la extraña declaración de Harry Frost. De repente se incorporó, impulsado por una idea totalmente distinta y todavía más extraña. Le había sorprendido la resistencia de su aeroplano, y había agradecido que le salvara la vida, antes incluso de que Andy Moser comentara con admiración que Di Vecchio los «fabricó para que durasen».
Bell se calzó las botas y corrió a la caseta de los envíos del parque ferroviario, donde disponían de un telégrafo. La peculiar resistencia del American Eagle era el resultado de múltiples refuerzos y de eslabones de control adicionales. Su inventor no solo había usado los mejores materiales, sino que había diseñado la máquina anticipando los posibles fallos estructurales y los desastres.
Un inventor que construía artilugios para que durasen no parecía un tipo de hombre capaz de suicidarse porque estaba arruinado. Un hombre así, pensó Bell, consideraría la quiebra simplemente un revés temporal y superaría el fracaso.
—Van Dorn —dijo al controlador de la línea de ferrocarril central de Nueva York.
Si bien tenía una carta de recomendación del presidente de la línea, no necesitó mostrarla porque el controlador estaba encantado de ayudar a cualquiera relacionado con la carrera aérea.
—Sí, señor. ¿En qué puedo servirle?
—Quiero enviar un telegrama.
La mano del controlador se situó sobre el pulsador de latón.
—¿A quién?
—A James Dashwood. Agencia Van Dorn. San Francisco.
—¿Mensaje?
Bell escuchó mientras el controlador traducía las letras de su mensaje al alfabeto Morse:
INVESTIGA SUICIDIO DEL SEÑOR DI VECCHIO.
ACELERA INVESTIGACIÓN SOBRE MARCO.
¡DEPRISA!