20

Después de cuatro años como boxeador universitario y una década como detective de la agencia Van Dorn, incluyendo una investigación en el territorio de Arizona disfrazado de boxeador profesional itinerante, y otra de leñador, Isaac Bell reaccionó encajando el golpe.

Su memoria se aceleró como si diera vueltas en una turbina. Recordó los hechos con demasiada rapidez para percibirlos tal como habían ocurrido. Rememoró el puño que Frost había proyectado hacia él y visualizó en su mente cómo lo cogía por sorpresa. En aquel momento había sabido que si caía a los pies de Frost era hombre muerto. Su única posibilidad de sobrevivir había sido asegurarse de que no podía asestarle otro golpe.

Harry Frost le había hecho un favor golpeándolo hacia atrás y lanzándolo al río Hudson.

La corriente era rápida; la marea y el río fluían a toda velocidad hacia el mar.

Isaac Bell estaba semiconsciente, con la mandíbula dolorida y la cabeza a punto de estallarle.

Vio que Frost recorría con dificultad el estrecho saliente de sedimentos que la marea baja había dejado al descubierto en la orilla debajo de los muelles. Esquivando los pilotes que se adentraban en el río desde tierra, Frost trató de seguir el curso de la corriente. Correteaba como un perro que tuviera ganas de saltar al agua a por una pelota pero temiera ahogarse.

La corriente estrelló a Bell contra los pilotes. Se agarró a uno. Menos de cinco metros separaban al detective y el asesino.

—¡Frost! —gritó, aferrándose a la madera resbaladiza y luchando contra la corriente—. ¡Ríndete!

Para gran sorpresa de Bell, Harry Frost se echó a reír.

El investigador esperaba que se pusiera a soltarle improperios; sin embargo, el asesino estaba riéndose, y no precisamente con una risa de loco. Frost parecía casi alegre cuando le dijo:

—Vete al infierno.

—¡Se acabó! —gritó Bell—. No puedes escapar de nosotros.

Frost soltó más carcajadas.

—Antes de que vosotros me deis caza, atraparé a Josephine.

—Matar a tu pobre esposa no te servirá de nada, Harry. ¡Ríndete!

Frost dejó de reírse.

—¿Pobre esposa? —Su rostro ensangrentado se movió convulsivamente—. ¿Pobre esposa? —Levantó la voz en un grito airado—. ¡Tú no sabes lo que tramaban!

—¿Quiénes? ¿A qué te refieres?

Frost lo miró fijamente a través de la rápida marea.

—Tú no sabes nada —dijo con amargura. Encogió sus hombros enormes. Una sonrisa extraña se dibujó en sus labios antes de que su expresión se endureciera como una máscara funeraria—. Vaya, mira esto.

Harry Frost se agachó y rebuscó en el lodo. Cuando se irguió empuñaba la Browning de Bell.

—Se te ha caído cuando has ido a parar al agua. ¡Toma!

Lanzó la pistola a la cara de Bell.

El detective la atrapó al vuelo. Manipuló la empuñadura manchada de lodo con la palma de la mano y quitó el seguro.

—¡Ríndete!

Harry Frost volvió la espalda a Bell. Agarrándose al pilote del agua, avanzó con paso airado río arriba contra la corriente de la marea.

—¡Que te rindas!

—No me das miedo —gritó Frost por encima del hombro, provocándolo—. No eres nada. Ni siquiera has sido capaz de aguantar un puñetazo y te has venido abajo.

—¡Alto ahí!

—Si no has tenido estómago para soportar otro golpe, está claro que careces del valor necesario para dispararme por la espalda.

Bell apuntó a las piernas de Harry Frost con la intención de impedirle que siguiera avanzando; saldría del agua y lo atraparía. Pero se le habían entumecido las manos a causa del frío y la cabeza le daba vueltas por culpa del puñetazo. Tuvo que esforzarse para estabilizar el cañón y también para, acto seguido, curvar suavemente el dedo alrededor del gatillo de forma que no fallase.

La Browning le pareció muy pesada.

—No tienes agallas para apretar ese gatillo —le espetó Frost por encima del hombro.

La pistola pesaba más que de costumbre. ¿Se estaba quedando inconsciente? No. Pesaba demasiado. ¿Por qué Frost lo desafiaba a que disparase? Bell soltó el gatillo, puso el seguro, dio la vuelta a la pistola y miró la boca del arma. Estaba llena de lodo.

Cuando Frost se había agachado para recoger el arma había presionado el cañón contra los sedimentos del río; pretendía que le explotase en la mano a Bell. Típico de Harry Frost. Como las herraduras dobladas lanzadas a través de las ventanas de sus víctimas habían servido para aterrorizarlas, la mano lisiada del investigador jefe serviría de advertencia a todos los detectives de Van Dorn: «No os metáis con Harry Frost».

Bell introdujo la pistola en el agua y la agitó de un lado a otro para quitarle el lodo incrustado. Con suerte, dispararía un tiro o dos. Pero cuando buscó a su objetivo, Harry Frost había desaparecido entre las sombras.

—¡Frost!

Por toda respuesta, el detective oyó una risa resonando bajo un muelle lejano.

—¿Dónde está Josephine? —gritó Isaac Bell por el teléfono que había en la oficina de los corrales de ganado.

—¿Estás bien, Isaac? —preguntó Joseph van Dorn.

—¿Dónde está Josephine?

—Ha acampado en la isla de Bedloe. Está arreglando su máquina. ¿Dónde estás tú?

—¿Quién la vigila?

—Seis de mis mejores detectives y veintisiete reporteros. Por no hablar del señor Preston Whiteway, que está dando vueltas en un yate de vapor y tiene focos encendidos para que tu prometida ruede una película. ¿Estás bien?

—En cuanto consiga una hélice, un nuevo tirante para el ala y un rifle de carga automática Remington, estaré estupendamente.

—Avisaré a Marion de que te encuentras bien. ¿Dónde estás, Isaac?

—En los corrales de ganado de Weehawken. Frost ha escapado.

—Parece que se está convirtiendo en una costumbre —observó el jefe de Bell con tranquilidad—. ¿Lo has herido al menos?

—Le he arrancado una oreja.

—Por algo se empieza.

—Pero eso no lo detuvo.

—¿Adónde se dirige?

—No lo sé —reconoció Bell.

Le dolía la cabeza y tenía la mandíbula como si hubiera estado masticando espinos.

—¿Crees que volverá a intentarlo?

—Me ha asegurado que no dejará de intentarlo hasta que mate a Josephine.

—¿Has hablado con él?

A juzgar por el tono de voz de Van Dorn, Bell pensó que si pudiera ver a través del cable del teléfono, se encontraría con unas cejas muy arqueadas.

—Brevemente.

—¿Cuál es su estado mental?

Isaac Bell no había podido pensar demasiado desde que había llegado a tierra nadando.

—Harry Frost no está loco —dijo—. De hecho, de una forma un tanto rara, se lo está pasando bien. Como advertí a Whiteway en San Francisco, Frost sabe que esta es su última baza y no va a retirarse de la partida hasta que prenda fuego al casino.

—Sin embargo, está llegando a unos extremos para vengar la supuesta seducción de su esposa que encajarían con lo que la mayoría de la gente entiende por locura —afirmó Joseph van Dorn.

—Déjame preguntarte una cosa, Joe. ¿Por qué crees que Frost no mató a Josephine cuando todavía estaban juntos?

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué disparó a Marco Celere en lugar de a ella?

—Para poner fin a la aventura, confiando en que su esposa volviera a su lado.

—Sí. Exceptuando un detalle. Después de haber matado a Marco, suponiendo que esté muerto…

—Lo está —lo interrumpió Van Dorn—. Ya hemos tratado ese asunto.

—Después de haber matado, o intentado matar a Marco —matizó Bell sin alterarse—, ¿por qué Frost intenta acabar ahora con Josephine?

—O está chiflado o simplemente está loco de celos. Ese hombre era conocido por sus accesos de ira.

—¿Por qué no mató a Josephine en primer lugar?

—¿Me estás pidiendo que explique el orden de los asesinatos de un demente?

—¿Sabes lo que me ha dicho?

—Yo no estaba ahí cuando escapó, Isaac —le recordó a bocajarro Van Dorn.

Isaac Bell estaba tan absorto en esa línea de investigación que encajó la pulla de Van Dorn.

—Harry Frost me ha dicho: «Tú no sabes lo que tramaban».

—¿Tramaban? Marco y Josephine iban a huir juntos, eso es lo que tramaban… o eso es lo que Frost sospechaba.

—No. No parecía que se refiriese solo a una aventura amorosa. Dio a entender que estaban intrigando. Era como si hubiese descubierto que habían cometido algún tipo de traición peor que la seducción.

—¿Qué?

—No lo sé, pero empiezo a sospechar que nos enfrentamos a algo más complicado que lo que nos encargaron.

—Nos encargaron proteger a Josephine de quien intenta matarla —replicó con firmeza Van Dorn—. De momento, ha resultado bastante complicado para dos agencias de detectives. Si lo que estás insinuando tiene algún fundamento, deberíamos llamar a una tercera agencia.

—Hazme llegar el Remington de carga automática.

Van Dorn envió a un aprendiz en el transbordador de Weehawken con el rifle y ropa seca de la habitación de Bell en el club Yale. Andy Moser llegó en uno de los automóviles una hora más tarde con herramientas y tirantes de alambre, así como con una nueva y reluciente hélice de dos metros y setenta y cinco centímetros sujeta a los guardabarros.

—Menos mal que es usted rico, señor Bell. Este chisme cuesta cien pavos.

—Pongámonos manos a la obra. Quiero ver esta máquina volando al amanecer. Ya he retirado el tirante roto.

Andy Moser silbó.

—¡Vaya! Es la primera vez que veo partirse un cable de alambre.

—Harry Frost contribuyó a ello.

—Es increíble que el ala no se desprendiera.

—La máquina es resistente —dijo Bell—. Los otros tirantes contrarrestaron la rotura.

—Como siempre digo, el señor Di Vecchio las fabricó para que durasen.

Sustituyeron la hélice y el tirante roto, y pusieron remiendos en los agujeros que los disparos de Frost habían hecho en la tela del ala. Luego Bell cortó con una sierra treinta centímetros de la culata de madera del rifle Remington de carga automática y Andy improvisó un soporte giratorio en el American Eagle, prometiendo que cuando volviera a su taller en el vagón hangar instalaría uno más resistente con un tope para que el detective no disparase a su propia hélice. La próxima vez que Harry Frost quisiera derribar el aeroplano a tiros descubriría que al Eagle le habían salido dientes.