19

Bell oyó el traquido de otra bala. Luego un tercer proyectil atravesó el fuselaje del Eagle justo detrás de Isaac Bell y sacudió el respaldo de su asiento. Una cuarta bala arrancó chirriando el pendolón triangular situado encima del ala. Eran proyectiles potentes. Marlin del calibre 45-70, dedujo Bell; las favoritos de Frost. Un quinto disparo impactó con tanta fuerza en el timón que hizo vibrar la palanca de mando. Los disparos provenían en ese momento de detrás de él. Había sobrevolado la posición de Frost y estaba escapando de su alcance.

Bell giró en un ángulo cerrado y regresó con estruendo, buscando la embarcación desde la que el tirador había abierto fuego en el concurrido río. Había estado volando por el centro del Hudson, que medía un kilómetro y medio de anchura, a una distancia equidistante entre las orillas llenas de muelles de la isla de Manhattan y New Jersey cuando los disparos comenzaron. Los ochocientos metros de distancia resultantes respecto a tierra eran excesivos para que Frost hubiera podido apuntar con tanta precisión. Estaba justo debajo de Bell, en algún lugar a resguardo entre el humo y la bruma, y protegido por el tráfico de remolcadores, barcas, barcazas transbordadoras de vagones, gabarras, ferris, lanchas y embarcaciones de vela.

Bell divisó un casco corto, ancho y plano de color gris muy veloz. Navegaba entre una barcaza de tres vías que transportaba un tren de mercancías y una goleta de tres mástiles con sus velas. Descendió para investigar. Era una gabarra para la pesca de ostras que se movía a una velocidad fuera de lo normal, dejando una larga estela blanca a su paso y expulsando gases de escape azules por un motor de gasolina. El timonel estaba encorvado sobre el timón en la popa. El mástil había sido desmontado y se hallaba en la cubierta; junto a él, echado boca arriba, se encontraba un pasajero. Era un hombre corpulento, del tamaño de Harry Frost, que parecía haber caído. Pero cuando el aeroplano de Bell alcanzó la gabarra, el investigador vio el destello de un rayo de sol en un rifle largo.

Bell sujetó el volante de mando con la mano izquierda, sacó la pistola con la derecha y empujó la palanca de mando hacia delante. Si Harry Frost se estaba preguntando por qué el monoplano amarillo de su mujer había dado la vuelta, estaba a punto de llevarse la sorpresa de su vida cuando se enterara de que había confundido el Celere de Josephine con una aeronave parecida de un color idéntico.

El Eagle descendió en picado hacia la gabarra. Bell apoyó la automática en el casco del aeroplano, apuntó a la figura tendida en la cubierta y apretó el gatillo tres veces. Uno de los impactos lanzó por los aires astillas de madera y otro abrió un largo surco en el mástil. El aeroplano dio una sacudida agitado por una corriente de aire, y Bell erró el tercer disparo.

El Eagle sobrevoló la embarcación tan cerca que el detective pudo oír las sonoras detonaciones de respuesta del rifle de Frost, tres tiros disparados muy seguidos que al impactar en el ala, a un metro del hombro de Bell, abrieron tres agujeros tan próximos que la tela se rasgó como si hubiera recibido un cañonazo. Adiós al efecto sorpresa de los dos aeroplanos amarillos.

—Sabes disparar —murmuró Bell—. Debo admitirlo.

En un abrir y cerrar de ojos había sobrevolado y dejado atrás la gabarra. Cuando dio la vuelta otra vez para acercarse de nuevo, vio que la embarcación huía a toda máquina hacia Weehawken. Vista desde arriba, una gran extensión de vías de ferrocarril se desplegaba desde una docena de muelles hasta unos parques ferroviarios y un enorme cercado de doce hectáreas lleno de vacas apiñadas. Eran descargadas allí por los miles de trenes que venían del oeste con destino a los barcos de ganado que las llevarían a través del río a los mataderos de Manhattan.

Bell se lanzó a por la gabarra y se acercó por detrás disparando con su pistola una y otra vez. Pero a tan poca altura, la máquina voladora brincaba y se deslizaba con el viento superficial lleno de humo, lo que hacía imposible apuntar con estabilidad. Mientras, Harry Frost, que disparaba desde la plataforma más estable de la gabarra, le lanzó otra lluvia de plomo asombrosamente precisa. Bell vio que aparecía otro agujero en su ala. Una bala le rozó la mejilla.

Entonces un tiro afortunado dio en un tirante del ala.

El cable se rompió emitiendo un sonoro estallido, y toneladas de tensión se soltaron de repente. Bell contuvo el aliento, esperando que toda el ala se desplomara debido a la falta de sujeción. Los giros bruscos aumentarían la tensión. Pero tenía que girar, y rápido, para efectuar otra pasada sobre la gabarra antes de que esta alcanzara los muelles. Si Harry Frost conseguía llegar a tierra, tenía muchas posibilidades de escapar. Bell se lanzó tras la embarcación disparando con su pistola, aunque sabía que resultaría prácticamente inútil, y jurando que, si salía de esa con vida, encargaría a los mecánicos que equipasen el American Eagle con un soporte giratorio para un rifle de carga automática.

Los timoneles de Frost pusieron rumbo a un embarcadero en el que había, a un lado, una goleta aparejada con velas cangrejas y, al otro, un clíper del salitre de ciento veinte metros de eslora con casco de acero que estaba descargando guano. El embarcadero estaba oculto por un bosque de mástiles, velas y crucetas. A Bell le resultaba imposible disparar a Frost, y mucho menos intentar aterrizar en el embarcadero.

La gabarra se detuvo junto a una escalera de mano. Frost subió por ella con la agilidad de un oso grizzly. Cuando alcanzó el embarcadero, se quedó quieto un largo instante observando cómo Bell daba vueltas en lo alto. Entonces le dijo adiós triunfalmente con la mano y echó a correr hacia la orilla. Dos hombres corpulentos con sombreros flexibles, detectives de una compañía de ferrocarril, le cerraron el paso. Frost los tumbó a ambos sin aminorar siquiera su avance.

Bell recorrió con la mirada aquella zona industrial. Por supuesto, no había hierba a la vista. El parque ferroviario se hallaba surcado de trenes de mercancías, y los corrales estaban llenos de novillos. Eligió la única opción que le quedaba. Luchando contra el viento de costado y confiando en los setenta metros de espacio abierto de los que disponía, trató de aterrizar su aeroplano en el muelle paralelo al que Frost había usado para desembarcar. Se alegró al ver que una locomotora de maniobras retiraba en ese momento una hilera de furgones del embarcadero para conducirlos a los parques ferroviarios. Pero los estibadores corrían de un lado a otro con carretillas, y un tiro de caballos se aventuró hasta el muelle arrastrando un carro de carga.

El ruidoso motor Gnome de Bell, que armaba un gran estruendo cuando lo encendía y apagaba para aminorar la velocidad, espantó a los caballos. Los animales se negaron a avanzar, y cuando vieron el monoplano de vivo color amarillo descendiendo del cielo, se encabritaron y retrocedieron. Los estibadores se precipitaron en busca de cobijo y dejaron el camino libre de estorbos, a excepción de las carretillas que abandonaron.

El muelle medía veinticuatro metros de anchura. Las alas del American Eagle tenían una envergadura de doce metros. Bell aterrizó justo en medio de una superficie de madera lisa entre dos vías de ferrocarril. Sus ruedas de suspensión de goma recibieron el primer impacto, que las empujó hacia arriba para que los patines hicieran de frenos. Pero los maderos eran más lisos que la hierba, y el Eagle se deslizó como un esquiador en la nieve, sin apenas perder velocidad hasta que chocó contra una carretilla, que frenó el avance de la aeronave. El Eagle volcó hacia delante sobre la hélice. La hélice de nogal pulida de casi tres metros se partió como una cerilla.

Bell saltó del aeroplano y tal como cayó al suelo echó a correr. Extrajo el cargador vacío de su pistola e introdujo uno nuevo. Los barcos amarrados a lo largo del embarcadero al que Harry Frost había subido desde la gabarra le impedían ver al hombre fugado. Lo vio cuando casi había llegado a la orilla; Frost ya estaba en tierra firme y se dirigía hacia los corrales de ganado como una exhalación.

Otro policía ferroviario cometió el error de intentar detenerlo. Frost lo derribó de un golpe y le quitó el revólver que llevaba en la cinturilla del pantalón. Un cuarto policía ferroviario le gritó y sacó una pistola. Frost se detuvo, apuntó con precisión y lo abatió a tiros. Acto seguido giró sobre sus talones lentamente como si retara a cualquiera a que intentara detenerlo.

Bell se encontraba cien metros por detrás de él, una distancia excesiva para un disparo de pistola, incluso con su Browning modelo 2 modificada. Arrancó a correr con sus largas piernas. A una distancia de setenta metros, apuntó a la cabeza de Frost, dando por supuesto que el malhechor llevaba puesto el chaleco antibalas. Seguía siendo una distancia extrema. Apoyó la pistola en su firme antebrazo, vació de aire sus pulmones y curvó suavemente el dedo en el gatillo. Obtuvo por recompensa un grito de dolor.

Frost se llevó la mano a la oreja, y su grito se hizo más y más grave hasta convertirse en un gruñido animal. Descargó el revólver del policía ferroviario en dirección a Bell, quien oyó el silbido de las balas muy cerca de él y volvió a disparar. Frost tiró su pistola vacía y echó a correr hacia los corrales de ganado. Los temerosos novillos se apartaron poco a poco. Frost saltó una valla de madera y se situó entre ellos, y los animales huyeron en desbandada chocando entre sí.

Un novillo saltó por encima del lomo de otro, cayó sobre la valla y derribó un tramo de la misma. Cuando el cercado se vino abajo, los animales salieron en tropel por la abertura, aplastaron otra sección y luego otra, corriendo en todas direcciones: hacia el parque ferroviario, hacia la carretera a Weehawken y hacia los muelles situados detrás de Bell. A los pocos segundos, cientos de reses de ganado vacuno se apiñaban entre él y su objetivo. Frost se abrió paso entre ellas a empujones, gritando y disparando con una pistola que había sacado de su chaleco.

Bell estaba rodeado de animales que corrían y entrechocaban sus cuernos. Intentó abrirse paso entre ellos disparando al aire, pero, por cada criatura enloquecida que huía del disparo, otra embestía directamente contra él. Patinó en los adoquines resbaladizos por culpa de los excrementos. Trastabilló con el talón y estuvo a punto de perder pie. Si caía, las reses lo pisotearían y lo harían papilla. Un enorme novillo de cabeza blanca se precipitó sobre él; era un híbrido de la raza Texas Longhorn y la Hereford que Bell conocía perfectamente gracias a los años que había pasado en el oeste. Por lo general eran más dóciles de lo que parecían, pero ese en concreto apartaba a golpes a las vacas más pequeñas como si fueran bolos.

Bell enfundó la pistola para tener las manos libres. En vista de que no tenía nada que perder y todo que ganar si escapaba, saltó a la velocidad del rayo, asió los cuernos del novillo con las dos manos para impulsarse y se subió a su lomo pasando por encima de su cabeza. Lo sujetó con las rodillas empleando todas sus fuerzas, se giró hacia un lado y agarró el mechón greñudo que el animal tenía entre los cuernos cerrando firmemente el puño, se quitó el casco de piloto de un tirón y lo agitó como un jinete de rodeo.

El novillo se asustó, y se arqueó y saltó frenéticamente para quitarse de encima a Bell. Se abrió paso entre las inquietas reses, saltó por encima de un trozo de valla caída y regresó con gran estruendo al cercado ya vacío. Bell cayó y se levantó dando traspiés. No vio a Harry Frost por ninguna parte.

El investigador pensó que quizá el ganado habría pisoteado a Frost y lo buscó sobre los corrales adoquinados. También miró en el interior de los cobertizos y debajo de la oficina elevada. Bell no podía creer que hubiera escapado; el detective había sido muy afortunado, y era poco probable que Frost hubiera corrido la misma suerte. Sin embargo, no encontró ningún cadáver, ni siquiera un arma caída, una chaqueta hecha jirones o un sombrero aplastado. Parecía que el asesino se hubiera ido de allí volando.

Siguió buscando mientras los ganaderos empezaban a regresar de los muelles, los parques ferroviarios y la ciudad de Weehawken, trayendo novillos capturados que entraban en los corrales arrastrando las patas, demasiado agotados para resultar peligrosos. Las sombras de la tarde proyectadas por los acantilados de piedra de las Palisades se estaban alargando cuando el detective de la agencia Van Dorn tropezó con una estructura de ladrillo curvado situada a escasos centímetros por debajo de los adoquines. Era un círculo de ladrillo y argamasa de casi dos metros de diámetro parcialmente cubierto por un disco de hierro forjado. Se arrodilló para inspeccionarlo y vio grabada en relieve una fecha: 1877.

Un ganadero se acercó haciendo restallar un látigo.

—¿Qué es esto? —preguntó Bell.

—Una vieja tapa de alcantarilla.

—Eso ya lo veo. Pero ¿qué hay debajo?

—Una vieja cloaca, supongo. Hay unas cuantas en la zona. Se usaban para evacuar el estiércol… Vaya, ¿quién demonios lo ha movido? Debe de pesar una tonelada.

—Un hombre fuerte —contestó Bell. Escudriñó la oscuridad debajo de la tapa. Vio un pozo bordeado de ladrillos—. ¿Va a parar al río?

—Antes sí. Probablemente ahora se detiene debajo de uno de los muelles. ¿Ve el lugar donde ganaron terreno al mar y construyeron el muelle?

Bell corrió hacia la aeronave siniestrada en busca de una linterna y volvió a toda prisa con una que tiempo atrás había comprado a un policía ferroviario. Bajó al pozo, se agachó debajo del techo de ladrillo bajo y echó a andar. El túnel avanzaba en línea recta y formaba una pendiente ligera. Olía a excrementos de vaca y a décadas de humedad. Y, como el ganadero había anunciado, después de casi cuatrocientos metros encontró una viga que lo dividía en vertical. A juzgar por los escombros de ladrillo roto desparramados por el suelo, Bell dedujo que los constructores del muelle los habían acumulado sin darse cuenta a través de la olvidada alcantarilla en desuso.

El alto detective rodeó con dificultad los escombros y se dirigió al lugar del que le llegaba un sonido de agua corriente. Entonces percibió el olor del río. Los ladrillos estaban resbaladizos en esa zona, y la linterna reveló unas franjas de moho, como si las paredes se mojasen dos veces al día cuando la marea subía. Dejó atrás otra viga vertical y llegó abruptamente a la boca de la cloaca. Ese debía de haber sido el final del conducto, sumergido bajo el agua con la marea alta. Hacía cuarenta años se extendía hasta el río, antes de que los escombros se acumularan.

A sus pies, un torrente de agua salada de la marea baja y de agua dulce del río corría hacia el mar. En lo alto, vio las sombras de un compacto armazón de pilotes y vigas: el vientre del muelle. Puso el pie en el borde de ladrillo desmoronado y miró a su alrededor.

—¿Por qué has tardado tanto? —dijo una voz.

Isaac Bell dispuso de una fracción de segundo para enfocar con la linterna una cara con barba manchada de sangre antes de que Harry Frost le asestara un puñetazo demoledor.