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Isaac Bell reaccionó instintivamente con rapidez y determinación, y trató de evitar un nuevo giro con el timón. Mientras lo movía, tiró del volante hacia atrás para elevar el morro. Ni el timón de dirección ni el de altura produjeron el menor efecto. El American Eagle giró con más brusquedad todavía y se escoró.

Su instinto lo había traicionado. La hélice apuntaba al cielo, y vio de pronto que los barcos del puerto se hallaban debajo de su hombro derecho. De repente, antes de que pudiera averiguar qué estaba haciendo mal, todo empezó a dar vueltas a su alrededor.

Vislumbró con el rabillo del ojo una mancha borrosa amarilla; en un instante, se hizo enorme. Era la máquina de Josephine. Pasó silbando muy cerca de ella como un tren expreso y no se estrelló contra su protegida por unos metros, imaginándose la reacción de Van Dorn si su investigador jefe colisionaba con la Novia Voladora de Estados Unidos a la vista de un millón de espectadores.

«¡Velocidad!», esa había sido siempre la primera respuesta de Josephine cada vez que él le formulaba una pregunta sobre su técnica de vuelo. «La velocidad es tu amiga. La velocidad hace el aire fuerte».

Bell giró otra vez el timón a una posición neutra, dejó de tirar de la palanca de control y la empujó hacia delante. A continuación, con la suavidad con la que manejaría a un caballo asustado, ladeó la palanca, levantó el alettone del ala izquierda y bajó el de la derecha. El American Eagle se enderezó, dejó de caer de lado, bajó el morro y ganó velocidad.

A los pocos segundos estaba fuera de peligro. Las ráfagas todavía lo azotaban, pero el Eagle parecía más un aeroplano que una roca precipitándose desde las alturas. No he contado con la velocidad, se reprendió mientras la máquina se estabilizaba. La teoría de la velocidad era fácil de recordar cuando se volaba sin contratiempos; no así cuando estos aparecían y uno estaba enfrascado en superarlos.

La confluencia de los vientos de los ríos y del mar que había estado a punto de suponer su perdición resultó tan enérgica como mortal. Produjo un segundo torbellino, más violento que el primero, y afectó a Josephine.

Bell cayó en la cuenta de que había tenido suerte. A él le había dado de refilón. La fuerza de un montón de ráfagas de viento arremolinándose frenéticamente azotó el Celere de Josephine con tal potencia que la abatió. La máquina giró de lado. Y, en un instante, el monoplano empezó a caer dando vueltas sin control.

Cuando descendió en picado por debajo de su máquina, Bell vio que un trozo del ala izquierda del Celere se rompía.

El trozo roto arrastraba a Josephine, atrapada por los cables de control. Bell reconoció un alettone, uno de los alerones con bisagras. De repente, los cables se partieron, y el alerón se alejó volando como una hoja al viento. Si Bell no hubiera luchado momentos antes contra las mismas ráfagas, habría pensado que Harry Frost había pegado un tiro al ala con un rifle potente. Pero la acometida que Josephine estaba sufriendo no era el ataque de ningún criminal. Era la madre naturaleza mostrando su peor cara. Aunque no era tan cruel, el efecto sería igual de mortal.

Josephine no vaciló. «¡Velocidad!».

Bell vio que la aviadora se lanzaba hacia delante y utilizaba todo el peso de su cuerpo menudo para empujar el volante. Estaba intentando bajar el morro, forzando al aeroplano a caer hacia el frente en lugar de hacerlo de lado. Y, al mismo tiempo, inclinaba el alettone que le quedaba para que girara en el sentido contrario.

Bell tensó todos los músculos, como si con su determinación pudiera ayudar a la máquina de Josephine a resistir. Pero parecía evidente que ella daría con sus huesos contra el puerto, a pesar de su valor, sus reflejos rápidos y toda su experiencia, a causa de la fuerza del viento y la grave pérdida de un alerón de control.

Vio una luz borrosa que destellaba a través de las aguas en torno a la estatua de la Libertad. Los espectadores que iban a bordo de un montón de barcos contemplaban cómo la aeronave caía; miles de caras boquiabiertas de horror.

Bell pulsó el interruptor del magneto, apagó el motor y planeó bruscamente con el monoplano, descendiendo detrás de la máquina de Josephine en un ángulo cerrado, tratando de permanecer con ella, en un intento desesperado por ayudarla, tan impetuoso como vano. El zumbido del viento entre los tirantes de alambre se hizo más sonoro a medida que el Eagle cobraba velocidad.

A unos treinta metros por encima del agua, el aeroplano de Josephine se ladeó y el giro la situó en una trayectoria de choque contra el pedestal con columnatas de la estatua de la Libertad. La aeronave se estabilizó al ir directa contra el viento, que hacía ondear todas las banderas en una hilera tensa desde el sur. La máquina descendió y se bamboleó hacia la izquierda de la estatua. Estaba tratando de posarse, advirtió Bell, repentinamente esperanzado. Parecía que apuntara a una pequeña parcela de césped situada detrás de los muros de piedra del fuerte con forma de estrella y del agua.

Aquella franja estrecha no parecía mayor que un huerto, con menos de sesenta metros de largo y una anchura apenas equivalente a dos envergaduras. Pero cuando Bell estabilizó su máquina para dejar de planear y volvió a encender el Gnome, reparó en que era el espacio que la aviadora necesitaba. Sus ruedas tocaron el borde de la franja de hierba, y el monoplano brincó, patinó y se detuvo a treinta centímetros de la orilla del agua en el extremo de la isla.

Josephine salió de la barquilla. Se quedó de pie con los brazos en jarras, inspeccionando el ala donde el alettone se había roto. A continuación, imitando a la colosal estatua verde, alzó el brazo derecho como la Dama Libertad levantaba la antorcha y saludó con la mano a los miles de espectadores que la observaban desde los barcos. La pálida ola de rostros horrorizados estalló en el festivo revuelo de miles de pañuelos que se congratulaban por la buena suerte de la aviadora.

En cuanto Isaac Bell vio una lancha de vapor de la agencia Van Dorn navegando a toda máquina hacia la isla de Bedloe, hizo avanzar su aeroplano más allá de la severa nariz gala de la estatua y enfiló el río Hudson a casi cien kilómetros por hora. La naturaleza le había echado una mano con las letales ráfagas de aire, un regalo que no podía desperdiciar. Josephine estaba a salvo en tierra, donde pronto contaría con la protección de detectives armados, y si Harry Frost acechaba más adelante en la ruta, el señuelo de Bell era ahora la única máquina voladora amarilla a la que el asesino podría disparar.

El alto detective no tuvo que esperar mucho.

Cuatro minutos más tarde (seis kilómetros río arriba, con el centro de Manhattan a su derecha y los muelles de Weehawken asomando en el agua a su izquierda), una bala de rifle de alta potencia pasó silbando muy cerca de su cabeza.