Isaac Bell pilotaba su monoplano American Eagle a trescientos metros de altitud por encima de Belmont Park para estar alerta por si surgían problemas cuando la carrera empezase. Esa tarde soplaba un viento molesto (el disparo del cañón de salida hubo de aplazarse en dos ocasiones debido a las fuertes ráfagas), y a pesar de lo novato que era, el alto detective se tomaba en serio el amor de los aviadores expertos al vuelo de gran altura. Josephine Josephs, Joe Mudd, el teniente Chet Bass, el piloto de coches de carreras Billy Thomas, el dueño de una plantación de algodón Steve Stevens y el franchute Renée Chevalier preferían la altitud elevada por motivos que el baronet Eddison-Sydney-Martin había resumido así: «Si caes desde mucha altura, dispones de tiempo para reaccionar. Si caes desde poca altura, no tardas en estrellarte contra el suelo».
Desde aquella altitud Bell gozaba de una vista espectacular del hipódromo de Belmont Park. El campo interior, de un verde muy vivo, estaba salpicado de aeroplanos de todos los colores. Grupos de mecánicos, diferenciados por sus chalecos y sus manguitos, se arremolinaban en torno a ellos, ajustando los tirantes de alambre, poniendo a punto los motores, llenando los depósitos de combustible y los radiadores. Cincuenta mil espectadores, que agitaban pañuelos blancos, abarrotaban la tribuna.
Menos mal que Bell había contado con semejante aglomeración. Nubes de humo de carbón cubrían el parque ferroviario. Los trenes de refuerzo ya habían dado marcha atrás, tratando de salir de Belmont Park para dirigirse al hipódromo Empire City de Yonkers. La vía que iba hacia allí estaba ocupada por una fila larguísima de convoyes que avanzaban a paso de tortuga, de la locomotora al furgón de cola, tan lentos y pesados como un desfile de elefantes de circo. Las locomotoras maniobraban para conseguir posicionarse en los cambios de agujas, los maquinistas hacían sonar sus silbatos estridentes, los guardafrenos corrían a toda prisa, los controladores gritaban y los revisores se tiraban de los pelos en un ruidoso ballet lleno de humo que se llevaría a cabo cada mañana que los aviadores partieran hacia el siguiente campo de aviación. El vagón hangar del American Eagle de Bell había sido enviado por adelantado a medianoche con dos automóviles Thomas Flyer y ya estaba en Yonkers.
Las cubiertas de cada furgón y cada coche cama estaban pintadas con los colores y los nombres de los respectivos participante, de tal manera que todos ellos podían saber de un vistazo si la locomotora y los vagones que divisaban desde las alturas eran su tren de refuerzo, el de un competidor o simplemente un convoy de mercancías que seguía su ruta.
La alegre caravana amarilla de Josephine la remolcaba una rápida Atlantic 4-4-2 con ruedas de gran diámetro. El palaciego vagón privado de Whiteway estaba enganchado a la parte de atrás, separado del coche cama de ella por el vagón hangar, el vagón restaurante, los coches cama de los mecánicos, los periodistas y los detectives, así como el vagón en el que estaba el Rolls-Royce de Whiteway. El tren iba muy adelantado. Bell se había ocupado de ello ordenando que partiera antes del amanecer, dejando atrás un camión eléctrico GMC con un segundo juego de herramientas. Si todo salía según lo planeado, el Josephine Special estaría esperando en Yonkers cuando ella aterrizara. Con suerte, sería la primera de todos, pensó Bell, quien había depositado temerariamente otros mil dólares en la palma perfumada de Johnny Musto.
Delante de los lentos trenes podía ver el humo de Nueva York que teñía el cielo azul a unos dieciséis kilómetros hacia el oeste. Los rascacielos de Wall Street despuntaban entre la grisura, y señalaban el lugar donde el sur de Manhattan se adentraba en el puerto y separaba las aguas desde las que Harry Frost atacaría.
Bell había desplegado detectives de la oficina de Nueva York, dirigidos por Harry Warren y guiados por el barquero de Staten Island Eddie Tobin, en el East River, en Upper Bay y en el río Hudson; iban en tres lanchas rápidas, una para cada lugar. Gracias a las propinas generosamente repartidas, contarían con la ayuda de la Patrulla Portuaria del Departamento de Policía de Nueva York.
Bell era consciente de que le resultaría casi imposible comunicarse con su equipo disperso por una zona tan vasta. De supervisar la operación por tierra, podría dar órdenes y recibir informes por teléfono y telégrafo, y utilizando automóviles. Una radio Marconi, como las que la marina estadounidense usaba para comunicarse con los acorazados, le habría sido útil para coordinar sus extensas y diseminadas fuerzas. Pero un telégrafo inalámbrico pesaba considerablemente más que el American Eagle y requería una fuente de electricidad todavía más pesada, de modo que tendría que confiar en la vigilancia y el carácter emprendedor de los detectives que había repartido tanto en tierra firme como en el agua.
Sonó el disparo del cañón de salida.
Isaac Bell no lo oyó con el rugido del Gnome, pero vio una gran bocanada blanca de humo de pólvora.
Habían echado a suertes el orden de salida de los competidores. El primero en atravesar el campo de césped a toda velocidad fue el algodonero Steve Stevens, con su enorme biplano blanco impulsado por dos Antoinette V-8 a presión parecidos al motor de la máquina de Josephine solo que más grandes. Dmitri Platov los había instalado, comentando en broma a los demás mecánicos que el elevado peso de los Antoinette casi compensaba el tonelaje del algodonero sureño. Necesitó ciento ochenta metros para despegar. Giró bamboleándose y rodeó el poste de salida, donde el contable Weiner registró su hora de partida. Pero cuando se dirigió hacia el oeste, a Bell le pareció que se movía a una velocidad sorprendente.
El teniente del ejército Chet Bass alzó el vuelo a continuación en su avión militar Wright del Cuerpo de Comunicaciones. Joe Mudd lo siguió en su biplano «rojo revolución». Momentos después de que Mudd rodeara el poste de salida, sir Eddison-Sydney-Martin lo adelantó con su avión de hélice propulsora azul sin plano delantero. Las máquinas se elevaron una tras otra, mientras su tiempo quedaba registrado al dar la vuelta alrededor del poste de salida, y se dirigieron a la estatua de la Libertad.
A Josephine le había tocado la china. Despegó la última haciendo saltar su Celere del campo en menos de setenta metros, se acercó peligrosamente al suelo para ganar velocidad en el giro del poste, y se dirigió al oeste tan rauda como si la hubieran lanzado con una honda. Bell volaba por encima de ella y ligeramente por detrás, dando gracias a Andy Moser por haber afinado tan bien el motor Gnome que era capaz de mantener el ritmo del potente Antoinette de Josephine.
Cayó en la cuenta de la enormidad de su empresa cuando los extensos campos agrícolas de Nassau dieron paso a las azoteas de una ciudad densamente poblada como Brooklyn. Podía verlo todo a kilómetros de distancia, pero nada con detalle. Si Harry Frost abría fuego, protegido por las chimeneas, los palomares y los tendederos en los que se agitaban las ropas de las coladas, el primer indicio en el aire sería el plomo al agujerear la máquina de Josephine.
O el monoplano que él pilotaba, pensó Bell a modo de macabro consuelo, ya que las dos aeronaves amarillas se parecían. También suponía para él un alivio que la trayectoria de la aviadora variara continuamente debido a las corrientes de aire y las ráfagas de viento. Si Frost disparaba dentro de un radio de cuatrocientos metros a los lados de la trayectoria de Josephine, los mismos objetos que lo ocultaban también le impedirían tirar con precisión. Por ese motivo, lo más probable era que el avispado cazador atacase desde el agua.
Bell vio delante de él el destellante aeroplano de Josephine diez minutos después de que ella despegase.
El puerto de Nueva York era una extensión enorme de ríos y bahías atestados de remolcadores, flotas de transbordadores que transportaban a gente que deseaba contemplar la carrera, barcazas, barcos de vapor, buques de mercancías negros que expulsaban nubes de humo, barcos de cuatro mástiles, botes de pesca, embarcaciones ostreras, barcas de remos, lanchas motoras y gabarras. A su derecha, Bell vio el puente de Brooklyn que cruzaba el East River y conectaba Brooklyn con la isla de Manhattan. Un acorazado blanco rodeado de pequeños remolcadores se dirigía al astillero naval. Otros, pintados con el nuevo color gris de camuflaje, se hallaban amarrados al muelle porque los estaban equipando con modernos mástiles de observación.
Bell vio en línea recta el final de Brooklyn a la altura del canal Buttermilk. Al otro lado del estrecho se encontraba Governors Island. Una lancha motora patrullaba la zona; su cubierta lucía una letra de lona blanca: la V de Van Dorn. Más allá de Governors Island, el mar abierto se extendía a lo largo de casi un kilómetro y medio hasta la estatua de la Libertad.
La colosal obra escultórica de cobre verde se alzaba a noventa y tres metros de altura sobre un pedestal revestido de granito encima de un antiguo fuerte con forma de estrella en la pequeña isla de Bedloe. La agencia Van Dorn tenía otra lancha con la letra definitiva V navegando cerca de aquella isla, serpenteando entre los transbordadores, las barcazas provistas de gradas y los yates privados llenos de espectadores que saludaban agitando sombreros y pañuelos.
Bell vio que el biplano blanco de Steve Stevens ya había rodeado el punto de ruta y estaba desapareciendo muy hacia el norte por el río Hudson. Lo seguía de cerca el conductor de coches de carreras Billy Thomas con el Curtiss verde. Cuatro competidores iban rezagados con respecto a ellos. El biplano rojo de Mudd estaba completando el giro alrededor de la alta estatua, y otros dos aviones le pisaban los talones. La máquina azul de Eddison-Sydney-Martin había desaparecido, y Bell intuyó que Josephine debía de estar preocupada porque el inglés sacara tanta ventaja a Stevens que podría estar tomándose un té en Yonkers.
Bell levantó la mano izquierda del volante, cogió los gemelos que llevaba colgados del cuello y escudriñó las aguas en busca de embarcaciones pequeñas como la que supuestamente Frost había alquilado. Hacia el norte vio un grupo de remolcadores y dos transbordadores enormes que dejaban grandes estelas mientras convergían a toda máquina hacia una zona entre Governors Island y el extremo lleno de muelles del sur de Manhattan. Bell enfocó hacia esa dirección con los gemelos y vio una máquina voladora de un color azul muy vivo hundiéndose en el agua. El Curtiss sin plano delantero de sir Eddison-Sydney-Martin había caído a la bahía. El ala inferior y el fuselaje ya se habían sumergido.
El Eagle empezó a dar sacudidas como si se tratase de un automóvil que se deslizara hacia una cuneta. Bell soltó los gemelos para poder usar las dos manos. Una vez que hubo conseguido estabilizar de nuevo el aparato, siguió volando con una mano, enfocó con los gemelos los restos del accidente y vio al inglés con sus gafas de aviador. El baronet estaba arrodillado sobre el ala superior de su aeronave. Tenía los anteojos torcidos y había perdido el casco, pero de algún modo había conseguido encender un cigarrillo, con el que, agradecido, saludó al primer remolcador que llegó para sacarlo del agua.
Antes de que Bell pudiera seguir escudriñando pequeñas embarcaciones con sus gemelos, lo sorprendió una zona de turbulencias y tuvo que usar las dos manos para controlar el American Eagle. El aire lo zarandeó con violencia. Dedujo que había entrado justo en la confluencia donde chocaban en el cielo los vientos opuestos que soplaban a través de los ríos y por la bahía de Nueva York. Fuera cual fuese el motivo, notó que azotaban su monoplano, poniendo a prueba el diseño del ala de Di Vecchio en busca de puntos débiles.
De repente la máquina se escoró hacia un lado, giró a la derecha y empezó a caer.