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—¿Ha habido variaciones extrañas con respecto a las apuestas por Josephine? —preguntó Isaac Bell al corredor Johnny Musto dos noches antes de la carrera.

—Siguen a veinte contra uno, señor. Si apuesta mil dólares por la Novia Voladora, ganará veinte mil.

—Ya he apostado dos mil.

—Desde luego, señor. Y como admiro su valiente espíritu deportivo, estoy considerando la interesante posibilidad de aumentar su inversión inicial. Si la chica gana, podrá comprarse un automóvil y una finca en el campo.

Envuelto en nubes de colonia violeta y ayudado por unos matones de mirada imperturbable que custodiaban el dinero y permanecían atentos por si veían policías, Johnny Musto se paseaba por el campo interior del hipódromo murmurando:

—¡Hagan sus apuestas, caballeros, hagan sus apuestas! Si quieren saber cómo está cada competidor, solo tienen que preguntarme. Jueguen cien dólares y ganarán cincuenta si el flamante Curtiss de hélice trasera de sir Eddison-Sydney… como-se-llame llega a San Francisco con el mejor tiempo. Lo mismo para el franchute Chevalier que pilota un Blériot. Uno a dos, uno a dos por Chevalier. Pero si Billy Thomas, que vuela en representación del sindicato Vanderbilt, es el más rápido, por cada cien dólares apostados recibirán otros cien.

—¿Qué tal Joe Mudd? ¿Cómo están las apuestas por Joe Mudd? —preguntó un jugador que fumaba un gran puro.

Johnny Musto sonrió alegremente. Estaba claro, pensó Bell, que era un hombre favorecido por la suerte.

—La máquina voladora de los obreros ofrece una oportunidad excepcional de ganar a lo grande: tres contra uno. Trescientos dólares por cien apostados a Joe Mudd. Pero si buscan una opción segura, apuesten cien dólares por sir Eddison-Sydney… como-se-llame y ganarán cincuenta pavos para llevar a su chica a Atlantic City… ¡Un momento! ¿Qué ocurre?

Un hombre vestido con chaleco de mecánico y gorra de lana susurró a Johnny Musto algo al oído.

—¡Caballeros! Las apuestas por sir Eddison-Sydney… como-se-llame están cambiando —anunció Musto—. Si juegan cien, ganarán cuarenta.

—¿Por qué? —gritó un apostador, decepcionado al ver que sus previsibles ganancias menguaban.

—Sus posibilidades de vencer a todos los competidores acaban de mejorar. Sus mecánicos han cortado el canard de la parte delantera de su máquina. Han descubierto que no necesitan un elevador frontal porque ya tienen uno en la parte trasera. El Curtiss de sir Eddison-Sydney… como-se-llame vuela sin plano delantero. Ahora nadie puede vencerlo.

Esa misma noche el saboteador que había provocado el último y terrible vuelo del motor térmico, que acabó con la vida de Judd y destruyó varios aeroplanos, se frotaba el brazo con nerviosismo mientras observaba cómo los mecánicos de sir Eddison-Sydney-Martin realizaban los ajustes finales en el nuevo Curtiss sin plano delantero del inglés. Con la extracción del elevador delantero, el avión de hélice trasera lucía unas líneas muy aerodinámicas.

El saboteador lo había examinado mientras lo pilotaban a la última luz de la tarde y había coincidido con todos los expertos en la materia que se hallaban presentes en el campo del hipódromo en que el Curtiss volaba así considerablemente mejor que antes y era algo más rápido. Los corredores de apuestas, que estaban enamorados del nuevo motor de seis cilindros con noventa caballos de la compañía Curtiss Motor (una «unidad de potencia» fiable, según se decía) fueron los primeros en apresurarse a declarar que el Curtiss de hélice trasera sin plano delantero era la aeronave a batir, en especial porque la pilotaba un campeón de la aviación de larga distancia como el baronet inglés.

Finalmente los mecánicos cubrieron la máquina con lonas, apagaron el generador que alimentaba las luces de trabajo y regresaron en tropel a ocupar sus literas en el parque ferroviario. Sin perder de vista a los detectives de Van Dorn que recorrían la zona, el saboteador sacó un berbiquí y una barrena de su bolsa de herramientas y se puso manos a la obra.

—El comienzo de su examen de certificación estaba fijado para hace cinco minutos, señor Bell.

El representante del Aero Club que esperaba junto a la máquina de Bell hizo gestos de impaciencia con su carpeta.

El detective se colocó de un salto en el asiento del piloto del American Eagle, lanzó su sombrero a uno de los mecánicos que sujetaban las alas, y se puso los anteojos y el casco de aviador.

—¡Todo listo!

Acababa de idear una táctica de última hora con Harry Warren. Andy y los chicos tenían el monoplano dispuesto en una pista de hierba, con el motor caliente y los calzos inmovilizando las ruedas.

—Para optar al permiso de piloto, señor Bell, tiene que ascender a treinta metros y volar por el recorrido marcado con postes. Luego ascenderá a ciento cincuenta metros y permanecerá a esa altitud durante diez minutos. A continuación realizará una demostración de tres métodos de descenso: un planeo sencillo en una serie de círculos, una bajada gradual en punto muerto y un picado en espiral más pronunciado. ¿Queda claro?

Bell sonrió.

—¿Hay algún problema si mantengo una velocidad constante mientras estoy a ciento cincuenta metros durante diez minutos?

—En absoluto. De hecho, no puede pararse. De lo contrario, la máquina caerá. ¡Venga! No dispongo de todo el día.

Pero el motor de Bell apenas si había empezado a girar cuando el corpulento Grady Forrer, el jefe de investigación de la agencia Van Dorn, se acercó corriendo entre el humo de aceite de ricino, gritando a Isaac que esperase.

Bell apretó el interruptor del magneto. El Gnome se detuvo a regañadientes renqueando. Andy Moser dispuso la caja de jabón que usaban para encaramarse al monoplano. Grady subió a ella.

—He descubierto cómo Frost sobrevivió a vuestros disparos —informó a Bell.

—¡Bien hecho! ¿Cómo?

—¿Recuerdas que te dije que hace diez años un sacerdote de Chicago fabricó lo que se dio a conocer como «chaleco antibalas», que contaba con múltiples capas de una seda muy tensa tejida especialmente en Austria?

—Pero el ejército lo rechazó. Pesaba dieciocho kilos y daba un calor de mil demonios.

—¿Adivina quién invirtió en su fabricación a pesar de todo?

—Chicago —dijo Bell—. Claro. Es la clase de chisme por el que Harry Frost se habría interesado intuyendo sus posibilidades. Ser inmune a las balas es el sueño de todo criminal.

—Y un tipo de su tamaño podría cargar con ese peso.

—Así que la única herida que sufrió fue la rotura de mandíbula que Archie le provocó cuando estaba cayendo.

—La próxima vez lleva contigo un cañón —dijo Grady Forrer.

Bell ordenó a Grady que comunicara la noticia a todos los hombres que intervenían en el caso. Las armas de cinto —cuchillos, revólveres y pistolas automáticas— no atravesarían el chaleco. Había que llevar rifles. Y disparar a la cabeza, por si acaso.

—De acuerdo, señor —gritó al certificador del Aero Club—. Estoy listo para la prueba.

Andy alargó la mano para hacer girar la hélice. Bell tocó el interruptor del magneto. Estaba a punto de gritar: «¡Contacto!», pero en lugar de ello dijo: «¡Espera!».

—Y ahora ¿qué? —exclamó el representante del Aero Club.

Bell vio con el rabillo del ojo que un joven agente de la oficina de Van Dorn en Nueva York que parecía terriblemente asustado corría hacia él. Hizo una señal a Andy, que se disponía a girar la hélice, y este volvió a colocar el cajón de jabón. Eddie Tobin se subió en él de un salto y se inclinó para que solo Bell pudiera oírle.

—Han visto a Harry Frost en Saint George.

Saint George, en Staten Island, era un pueblo turístico situado donde el Kill Van Kull se juntaba con Upper Bay. Albergaba majestuosos hoteles y ofrecía unas vistas preciosas del puerto de Nueva York. En los concurridos muelles recalaban ferris, remolcadores, barcazas para el carbón, yates de vapor y gabarras para la pesca de ostras.

—¿Estáis seguros de que era Frost?

—Ya sabe que tengo familiares que se dedican al negocio de las ostras.

—Sí —dijo Bell sin hacer más comentarios.

Para determinadas familias de Staten Island, el negocio de las ostras se extendía a actividades que la Patrulla Portuaria del Departamento de Policía de Nueva York consideraba piratería. El pequeño Eddie era de lo más honrado, y Bell habría confiado al chico su vida. Pero la sangre tiraba, motivo por el cual Eddie Tobin estaba extraordinariamente bien informado en lo tocante al lado oscuro del tráfico marítimo que tenía lugar en el puerto de Nueva York.

—Un tipo muy parecido a Harry Frost (corpulento, cara colorada, barba canosa) estaba ofreciendo dinero para alquilar un barco.

—¿Qué clase de barco?

—Dijo que tenía que ser estable: ancho como una gabarra. Y rápido. Más rápido que las embarcaciones de la Patrulla Portuaria.

—¿Encontró alguno?

—Desde entonces han desaparecido un par de embarcaciones muy veloces. Las dos pilotadas por tipos capaces de hacerlo a cambio de dinero. Frost, si es que era Frost, estaba enseñando mucha pasta.

Isaac Bell dio al muchacho una palmada en el hombro.

—Buen trabajo, Eddie.

En la cara del aprendiz de detective, que lucía las cicatrices de una paliza propinada por una banda, tan brutal que había estado a punto de costarle la vida, se dibujó una sonrisa torcida. Sus ojos habían sobrevivido, aunque uno estaba parcialmente cubierto por un párpado caído, y brillaron de orgullo al oír el cumplido del investigador jefe.

—¿Puedo preguntarle qué cree que significa, señor Bell?

—Si era Harry Frost (y no un maleante que trataba de sacar algo de contrabando de un barco o de rescatar a un amigo de la cárcel para llevarlo a un lugar con una jurisdicción en la que cuente con amigos), significa que ese individuo busca una plataforma de tiro estable y un medio para huir rápidamente.

Bell sacó sus largas piernas de la barquilla del piloto del Eagle, bajó de un salto y cayó en la hierba como un acróbata.

—¡Andy! ¡Deprisa!

—¡Espere! —gritó el certificador del Aero Club—. ¿Adónde va, señor Bell? Todavía no hemos empezado la prueba.

—Lo siento —dijo Bell—. Lo dejaremos para otro momento.

—Pero para participar en la carrera debe tener el certificado. Las normas lo estipulan.

—Yo no participo en la carrera. ¡Andy! Pinta la aeronave de amarillo.

—¿Amarillo?

—«Amarillo Whiteway». El mismo color que el de Josephine. Pide a sus muchachos que te den todo el material que necesites y que te echen una mano con las brochas. Quiero la máquina pintada mañana por la mañana.

—¿Cómo distinguirá la gente su aeroplano y el de la señora Josephine? Son casi idénticos. Va a resultar muy difícil diferenciarlos.

—Esa es la idea —dijo Isaac Bell—. No pienso ponérselo fácil a Harry Frost.

—Sí, pero ¿y si le dispara a usted creyendo que es ella?

—Si dispara, revelará su posición. Entonces será todo mío.

—¿Y si le da a usted?

Isaac Bell no respondió. Estaba haciendo señas a sus detectives y dirigiéndose a ellos de manera apremiante.

—El joven Eddie ha descubierto una pista crucial. Apostad tiradores con rifles a bordo de lanchas en el East River, en Upper Bay y en el curso del Hudson hasta Yonkers. Tenemos a Harry Frost donde nos interesa tenerlo.