—¿Me darías algún consejo para enderezar rápidamente el avión justo antes de aterrizar, como haces tú? —preguntó Isaac Bell a Josephine.
La carrera iba a comenzar dentro de tres días, y Bell tenía programada una prueba de certificación para obtener el permiso de piloto oficial que expedía el Aero Club.
—¡No lo hagas! —dijo Josephine sonriendo—. Ese es el mejor consejo que puedo darte. Practica encendiendo y apagando el magneto, y no intentes hacer acrobacias para las que tu máquina no está preparada.
—Mis alettoni son iguales que los tuyos.
—No, no lo son —replicó Josephine, y su sonrisa desapareció.
—El refuerzo de las alas es igual.
—Parecido.
—Igual de resistente.
—Yo no contaría con eso —dijo ella seriamente.
Siempre se ponía quisquillosa con ese tema, pero Bell advirtió que ya no repetía que el padre de Danielle había trabajado para Marco Celere, como si sospechara que la verdad era todo lo contrario.
—Tal vez querías decir que soy yo quien no está preparado —afirmó con delicadeza Bell.
Ella sonrió como si le agradeciera haberle permitido salir del paso.
—Lo estarás. Te he observado. Tienes facultades, eso es lo importante.
—Me alegro de saberlo —dijo Bell—. No puedo quedarme atrás si quiero protegerte.
En realidad, Bell había ideado una estrategia de defensa en la que él no era más que un elemento. Los tiradores de Van Dorn armados con rifles se turnarían en la cubierta del vagón de refuerzo, adonde subirían sin problemas a su posición de tiro a través de una trampilla. Dos turismos metidos en un furgón con rampa estarían listos para ir tras ella si por algún motivo Josephine se desviaba de la vía de ferrocarril. Y todos los días los detectives ocuparían sus posiciones en la siguiente parada programada con la anticipación suficiente.
En la puerta del hangar se armó un alboroto.
Bell se deslizó por delante de Josephine al tiempo que sacaba la Browning de su chaqueta.
—¡Josephine! ¡Josephine! ¿Dónde está esa mujer?
—Dios mío —exclamó Josephine—. Es Preston Whiteway.
—¡Josephine! ¡Josephine! —Whiteway entró corriendo—. ¡Aquí estás! ¡Traigo buenas noticias! ¡Magníficas noticias!
Bell guardó el arma. La mejor noticia que se le ocurría era que los detectives de la agencia hubieran detenido a Harry Frost.
—¡Mis abogados han convencido al tribunal para que anule tu matrimonio con Harry Frost alegando que ese loco ha intentado matarte! —gritó Whiteway.
—¿Anular?
—Eres libre… ¡Libre!
Isaac Bell observó el encuentro entre Josephine y Whiteway durante el tiempo suficiente para formarse una opinión de su carácter y luego salió por la puerta.
—¡Corten! —oyó ordenar a Marion bruscamente.
Su operador de cámara, encorvado sobre una máquina grande apoyada en un trípode resistente, dejó de dar a la manivela como si un halcón se hubiera lanzado en picado sobre él y le hubiera agarrado el brazo. Era bien sabido entre los operadores de la señorita Morgan que al señor Bell no le gustaba que lo filmasen.
—Qué alegría verte, cariño.
El investigador la encontró adorable con su uniforme de trabajo, una blusa y una falda larga, y el cabello recogido para que no le molestase al mirar a través del objetivo de la cámara.
Marion le explicó que ella y su equipo habían seguido a Preston Whiteway durante toda la mañana para rodar escenas correspondientes al capítulo del documental que rezaría: «¡¡¡La llegada del patrocinador de la carrera!!!».
Bell la abrazó.
—Qué sorpresa. ¿Podemos comer juntos?
—No, tengo que rodar. —Marion bajó la voz—. ¿Cómo se ha tomado Josephine la noticia?
—Me ha dado la impresión de que estaba intentando enfriar el entusiasmo de Whiteway ante la idea de que ella fuera «¡Libre! ¡Libre!».
—Me imagino que Preston está preparando el terreno para pedirle que se case con él.
—Las señales son evidentes —convino Bell—. Sonríe como un niño. Lleva un traje elegante. Y su rostro está radiante como si se lo hubieran afeitado especialmente para la ocasión.
Marion tenía a su equipo en sus puestos, dando a la manivela de la cámara, cuando Preston Whiteway atrajo a los periodistas de Nueva York a la gran carpa amarilla de Josephine, instalada en el campo interior del hipódromo, prometiéndoles el anuncio de un cambio importante en la carrera. Bell vigiló de cerca la reunión acompañado de Harry Warren, el experto en bandas de la oficina de Van Dorn en Nueva York, a quien Bell había pedido que sustituyera a Archie al mando del equipo de Belmont Park.
Bell vio que Whiteway había hecho realidad su más ferviente deseo: los demás periódicos ya no podían ignorar la Copa Whiteway por más tiempo. La carrera aérea era la noticia más importante del país. Pero justo por ese motivo sus competidores hacían caso omiso de la misma, y la reunión informativa, dos días antes de que la carrera empezase, fue abiertamente hostil. Cuarenta periodistas gritaban preguntas, espoleados por el detective de la agencia Van Dorn Scudder Smith, que en el pasado había sido reportero, o eso afirmaba.
—Si ese detective ha bebido tanto como parece, suspéndelo una semana y descuéntale el sueldo de un mes —le dijo Isaac Bell a Harry Warren.
—A Scudder no le pasa nada —le aseguró Harry—. Forma parte de su disfraz.
—¿Y de qué va disfrazado?
—De reportero borracho.
—¿Puede negar, señor Whiteway —gritó ofendido un reportero del Telegram—, que el brevísimo trecho entre Belmont Park y el hipódromo Empire City de Yonkers es una treta para sacar más dinero a los espectadores de Nueva York?
—¿No es cierto que es posible volar de Belmont Park a Yonkers en planeador? —gritó el periodista del Tribune.
—¿Dieciséis kilómetros, señor Whiteway? —preguntó el representante del Times—. ¿No podrían ir andando los aviadores?
—¿O en bicicleta? —terció el detective Smith.
Bell hubo de reconocer que admiraba la inteligencia con la que Whiteway estaba dejando que sus competidores se divirtiesen antes de contraatacar con toda la artillería. De hecho, sospechaba que Whiteway debía de haber planeado el cambio anunciado para hacer caer a los demás periódicos en su trampa.
—Es para mí un motivo de satisfacción colmar su anhelo de nuevas sensaciones anunciando un cambio de última hora en la carrera. La primera etapa hasta el hipódromo Empire City requerirá que los competidores vuelen veintiocho kilómetros hacia el oeste desde Belmont Park hasta la estatua de la Libertad. Cuando lleguen al símbolo de la libertad de Estados Unidos, los aviadores que compitan por la Copa Whiteway de oro darán la vuelta alrededor de la estatua para que los vean los cientos de miles de espectadores situados en las orillas y las embarcaciones, y luego dirigirán sus máquinas otros treinta y cinco kilómetros hacia el norte hasta Yonkers, que suman un espectacular total de sesenta y tres kilómetros el primer día. Los valerosos aviadores aprovecharán la oportunidad para pulir imperfecciones al cruzar dos masas de agua (el traicionero East River y la extensa Upper Bay) y después sobrevolarán el ancho río Hudson para aterrizar sin percances, Dios mediante, en el hipódromo Empire City, cuya pista ofrece un excelente campo de aviación… Gracias, caballeros. Estoy seguro de que sus directores esperarán con impaciencia sus noticias para sacar a la calle ediciones extras antes de la competición.
Podría haber añadido que las ediciones extras de los periódicos que él controlaba ya estaban en manos de todos los vendedores de la ciudad, pero no le hizo falta. Los reporteros se dirigieron en desbandada a los teléfonos del hipódromo, quejándose de que los habían engañado y suponiendo que sus directores los despellejarían vivos.
—Odio esa maldita estatua —dijo Harry Frost a Gene Weeks.
Weeks, un barquero entrecano de Staten Island, estaba apoyado en el timón de su gabarra para la pesca de ostras, que se encontraba amarrada en una orilla embarrada del Kill Van Kull. La embarcación, que medía siete metros de eslora y tres de manga, era parecida a muchas de su clase, pero su pintura desconchada y sus cubiertas descoloridas ocultaban la existencia de un descomunal motor de gasolina que le permitía ir mucho más rápidamente que las gabarras empleadas en la pesca legal.
—¿Por qué, señor?
—Esa maldita estatua atrae a los extranjeros. Tenemos demasiados inmigrantes; no necesitamos más sangre mestiza.
Gene Weeks, cuya familia había emigrado de Inglaterra antes de que la de Frost hubiera desembarcado del Mayflower, dejó que aquel chiflado despotricase. Frost le estaba enseñando billetes; se los entregaría a cambio de una travesía en su gabarra. Era mucho dinero. De haber sido más joven, Weeks se lo habría arrebatado de las manos y habría lanzado a Frost por la borda. O lo habría intentado, reconoció pensándolo mejor. Ese lunático era un tipo corpulento, y los bultos de su chaqueta probablemente no se debieran a que ocultase una petaca de alcohol o el almuerzo. De modo que si quería el dinero de ese loco, tendría que ganárselo, decidió Weeks.
—¿Adónde ha dicho que quería que lo llevase, señor?
Frost desdobló un periódico, una edición extra, y lo extendió sobre el banco incrustado de sal que había al lado del timón de la embarcación de Weeks. Farfullando improperios a la brisa del puerto que arrugaba el diario, mostró al marinero un mapa de la primera etapa de la Carrera Aérea de la Copa Whiteway.
—Van a rodear esa maldita estatua y a seguir río arriba. ¿Lo ve?
—Sí —confirmó Gene Weeks.
El hombre corpulento había dibujado una X en el mapa.
—Quiero estar aquí, con el sol detrás de mí.