—He oído que los hermanos Wright han abierto una escuela de aviación, señor Bell —gritó Andy Moser desde la parte delantera del American Eagle cuando el investigador le mandó que hiciera girar la hélice para arrancar la reluciente máquina.
—No tengo tiempo para ir a Ohio. La carrera empieza la semana que viene. Además, ¿cuántos instructores han pilotado máquinas voladoras durante más de un año? La mayoría de los aviadores aprenden por su cuenta, como Josephine. ¡Haz que gire!
Era un día perfecto para volar, una soleada mañana de finales de primavera en Belmont Park con un suave viento del oeste. Andy y los mecánicos que Bell había contratado para que lo ayudasen habían llevado el Eagle a una extensión de césped alejada del concurrido y ajetreado campo interior del hipódromo. Habían bloqueado las ruedas, y cuando oyeron que Bell indicaba a Andy que arrancara el motor, cogieron las cuerdas de los calzos y se prepararon para estabilizar la aeronave corriendo junto a las alas.
Bell estaba sentado detrás del ala, con la cabeza, los hombros y el torso descubiertos. El motor se alojaba delante de él; era la ubicación más segura, insistía Eddison-Sydney-Martin, donde no aplastaría al piloto en caso de accidente. Delante del motor brillaba una hélice de dos palas de nogal pulido que medía casi tres metros; el lugar más caro, había observado Joe Mudd.
—Si se estrella con el morro, le costará cien pavos una nueva hélice.
Bell inclinó la palanca del volante y observó el efecto que producía en las alas. En los extremos de estas, a cinco metros y medio a su izquierda y su derecha, los alettoni subieron y bajaron. Miró atrás a lo largo del esbelto fuselaje, cuyos aguilones y montantes estaban cubiertos a la perfección con tela de seda a fin de reducir la resistencia aerodinámica, y giró el volante. El timón se movió a la izquierda y a la derecha. Tiró del volante hacia él. Los timones de altura sujetos mediante bisagras a la cola horizontal se inclinaron. En teoría, cuando repitiera esa maniobra en el aire, la máquina ascendería.
—¡Haz que la hélice gire!
—Unos cien aviadores han muerto en accidentes —le recordó Andy por tercera vez esa mañana.
—Más montañistas mueren despeñándose por precipicios. ¡Dale vueltas!
Moser se cruzó de brazos. Era uno de los hombres más tercos que Bell había conocido. Su padre era policía, y Moser hacía gala de la firmeza de un agente oponiéndose a todas las cosas que a él le gustaban. Esa actitud férrea se hallaba fortalecida por una confianza inquebrantable en las máquinas voladoras. Él las conocía, las amaba y creía ciegamente en ellas.
—Sé que la máquina está lista para volar porque la he montado con mis propias manos. Sé que la hemos inspeccionado y hemos probado cada parte móvil y cada refuerzo. Y sé que el motor está listo porque he sacado las culatas de los cilindros para afinar la distribución y la presión. Lo único que no sé si está listo para volar es el piloto, señor Bell.
Isaac Bell clavó una mirada seria a su preocupado mecánico.
—Si quieres ayudarme a proteger a Josephine, más vale que te hagas a la idea de que los detectives de Van Dorn se ocupan de sus asuntos sin demora. He observado cómo despegan los aviadores desde que llegué a Belmont Park. Cuando compré el American Eagle, pregunté tanto a Josephine Josephs como a sir Eddison-Sydney-Martin acerca de sus técnicas. También he interrogado a Joe Mudd, cuya forma de pilotar su Liberator denota una mano especialmente firme para el vuelo. Todos están de acuerdo en que los mandos de Breguet permiten aprender mucho más fácilmente. Y por último, pero no menos importante —dijo Bell sonriendo—, he leído todos los ejemplares de Aeronautics y Flight desde que se publicó el primer número. Sé lo que hago.
La sonrisa de Bell desapareció como un foco al recibir un disparo de escopeta. Sus ojos eran oscuros como el mes de diciembre.
—¡Haz que gire!
—¡Sí, señor!
Bell abrió la válvula de gasolina y situó la válvula de aire en la posición de marcha en vacío. Había aprendido que con el motor rotativo Gnome, el piloto hacía las veces de carburador.
Andy Moser giró la hélice en repetidas ocasiones, introduciendo combustible en el motor. Bell movió el interruptor del magneto.
—¡Contacto!
Andy agarró la hélice con las dos manos, tiró fuertemente impulsándose con su larga y enjuta espalda, y saltó hacia atrás antes de que las palas lo partieran por la mitad. El motor arrancó, traqueteó y expulsó un humo azul claro. Bell dejó que se calentase. Cuando le pareció que estaba listo, abrió al máximo la válvula de aire. El humo se hizo más claro aún. Los relucientes cilindros de acero al níquel y la brillante hélice empezaron a verse borrosos a medida que giraban a toda velocidad emitiendo un sonoro ¡blat!, ¡blat!, ¡blat! Él nunca había visto un motor que girase con tanta suavidad. A mil doscientas revoluciones por minuto, funcionaba tan impecablemente como una turbina.
Miró a Andy.
—¡Listo!
El mecánico asintió con la cabeza e hizo señales a sus ayudantes para que retiraran los calzos y corrieran junto a la máquina para estabilizar las alas si el viento soplaba de costado. El American Eagle empezó a avanzar dando botes sobre unos neumáticos unidos a los patines del chasis con unas tiras de goma elásticas, y rápidamente ganó velocidad. Los hombres que corrían junto a las alas quedaron atrás. Bell notó un suave tirón muscular cuando la cola elevó el aparato del suelo.
Disponía de cien metros de espacio abierto delante de él antes de que el césped terminase en la valla que separaba el campo interior de la pista del hipódromo. Podía presionar el botón del magneto para reducir la marcha del motor con el fin de practicar avanzando por el suelo. O podía tirar del volante hacia atrás y probar en el aire.
Isaac Bell tiró del volante hacia atrás y probó a volar.
En un abrir y cerrar de ojos, el Eagle dejó de dar botes. La hierba estaba a un metro y medio debajo de él. A diferencia de los trenes y los automóviles que se sacudían a medida que iban más rápido, cuando la máquina alzó el vuelo Bell se sintió como si estuviera flotando sobre un mar en calma. Pero no estaba flotando. Iba directo contra la valla de madera blanca que separaba el campo interior de la pista.
Apenas se había elevado del suelo. Las ruedas no rebasarían la valla. Tiró un poco más fuerte de la palanca del volante para seguir ascendiendo. Se había excedido. Advirtió que la máquina se inclinaba bruscamente hacia arriba. Un instante después, notó que un repentino vacío se abría debajo de él, y el Eagle empezó a caer.
Había estado en apuros similares conduciendo automóviles y motocicletas, incluso manejando botes y a lomos de un caballo.
La solución era siempre la misma.
Deja de pensar.
Permitió que sus manos empujaran ligeramente el volante hacia delante. Notó un empujón por debajo. La hélice hendió el aire. De repente, las ruedas superaron la valla sin ningún problema, y el cielo lució en toda su extensión.
Un poste apareció súbitamente frente a Bell, uno de los marcadores de treinta metros de altura repartidos por el hipódromo que servían para medir el tiempo en las competiciones de velocidad. Tal como Andy y Josephine le habían advertido, la fuerza giroscópica ejercida por el peso del motor rotativo lo arrastró hacia la derecha. Bell giró el volante a la izquierda. El Eagle se balanceó de lado y se vio arrastrado a la izquierda. Bell enderezó la máquina, ladeó la aeronave a la derecha, que se balanceó repetidas veces, y poco a poco consiguió estabilizarla.
Era como navegar, comprendió en un momento de lucidez que le permitió verlo todo más claro. Aunque tenía que contrarrestar el impulso del motor, el Eagle apuntaría a donde él quisiera mientras conociera la procedencia del viento. El viento, el aire, estaba a su servicio, siempre que tuviera presente que con la hélice impulsándolo a través de este, la mayoría del viento que encontraba lo producía él mismo.
Tiró del volante hacia atrás para ascender. Se cumplió el mismo principio. Ascendió por etapas y se elevó como si estuviera subiendo por una escalera, manteniendo una trayectoria horizontal cuando le parecía que iba demasiado despacio, inclinando la máquina hacia arriba cuando ganaba velocidad. Josephine le había dicho que la velocidad hacía que el aire fuera más resistente.
Belmont Park disminuyó de tamaño debajo de Bell, como si estuviera mirando a través del extremo equivocado de un telescopio. Granjas y pueblos se extendían a sus pies. A su izquierda vio el intenso azul oscuro del océano Atlántico. Delante de él, humo y montones de vías de ferrocarril y de tranvía que convergían en el mismo lugar apuntaban a la ciudad de Nueva York.
Un pensamiento racional cruzó su mente, y se sorprendió. Levantó una mano del volante para tirar de la cadena de su reloj de oro, lo sacó del bolsillo y lo abrió con destreza. Reparó en que estaba disfrutando tanto que quizá había perdido la noción del tiempo; debía consultar la hora. Andy Moser había puesto suficiente gasolina y aceite de ricino en los depósitos para alimentar el motor durante una hora. Solo en mitad del cielo, Isaac Bell rió a carcajadas. Tenía la intensa sensación de que su vida había cambiado para siempre y de que podría quedarse eternamente allí arriba sin regresar a tierra.
—Una venda —dijo sir Eddison-Sydney-Martin, presionando contra la frente de Isaac Bell— suele poner menos nerviosa a mi mujer que una herida descubierta. Me imagino que a usted le pasará lo mismo con su prometida.
—Solo es un rasguño —dijo Bell—. Mi pobre máquina voladora ha salido mucho peor parada.
—Solo las ruedas y los patines —explicó el baronet—. El chasis se ve intacto, aunque debo decir que su mecánico parece disgustado.
Bell miró a Andy Moser, quien daba vueltas alrededor del Eagle con paso airado y gritaba a su ayudante. Eddison-Sydney-Martin retrocedió para contemplar su obra.
—Ya está, y la hemorragia se ha detenido. De hecho, a juzgar por su cara, creo que necesitará más coraje para informar a su prometida del que ha tenido para despegar. Sea valiente, amigo. Me han dicho que la señorita Morgan es una mujer extraordinaria.
Bell se dirigió al hotel Garden City en coche para ver a Marion, quien llegaba de San Francisco esa tarde. En cuanto entró en el hotel supo que Marion se le había adelantado. Unos caballeros sentados en el vestíbulo miraban por encima de sus periódicos sin leerlos; los botones, impacientes por ser llamados, estaban en fila como soldados de hojalata, y el maître de Palm Court servía personalmente té a Marion.
Bell se detuvo un instante para contemplar a la alta y esbelta belleza rubia de treinta años que le había robado el corazón. Todavía llevaba la ropa de viaje, una falda de color malva plisada hasta los tobillos con un chaleco a juego y una blusa de cuello alto ceñida en su estilizada cintura, y un elegante sombrero de copa alta y caída posterior. Sus ojos de color verde coral eclipsaban el anillo de diamantes que lucía en un dedo.
Bell la abrazó y le dio un beso.
—Nunca te he visto tan guapa.
—¿Te has peleado? —preguntó ella en alusión a la venda.
—Mi primera lección de vuelo. He descubierto un fenómeno aeronáutico llamado «efecto suelo». Aterrizar el Eagle ha sido todo un desafío. Andy y su ayudante se quedarán levantados la mitad de la noche arreglando las ruedas.
—¿Se ha enfadado tu instructor?
Bell se puso derecho.
—En realidad —reconoció—, he aprendido solo.
Marion arqueó una de sus exquisitas cejas y lo observó con la mirada sosegada de una mujer que se había licenciado con matrícula de honor en la facultad de Derecho de Stanford y se había dedicado a la banca antes de prosperar en la novedosa industria del cine.
—Tengo entendido que Orville y Wilbur Wright aprendieron de la misma forma —dijo—. Claro que ellos estuvieron ocupados inventando el aeroplano.
—Yo tenía la ventaja de contar con los consejos de aviadores experimentados… Estás mirándome de forma rara.
—Nunca te había visto los ojos tan brillantes, y tienes una sonrisa de oreja a oreja. Parece que todavía estuvieras volando.
Isaac Bell se echó a reír.
—Supongo que aún lo estoy. Supongo que siempre lo estaré. Aunque lo que observas en este momento es el efecto de la alegría que me produce verte.
—Yo también estoy contentísima de verte, querido, y encantada de experimentar el «efecto amor». Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
Marion se levantó de su silla.
—¿Qué haces?
—Me levanto para volver a besarte.
Bell la besó otra vez hasta que ella dijo:
—El detective del hotel se acercará a llamarnos la atención.
—No te preocupes por eso, Marion. El hotel Garden City acaba de firmar un contrato con el servicio de seguridad Van Dorn. Nuestro investigador ha asumido el puesto de detective del hotel esta misma mañana.
—Bueno —dijo ella, volviendo a sentarse—, háblame del chichón que tienes en la cabeza. Y de ese «efecto suelo».
—El efecto suelo te impide bajar cuando se forma un colchón de aire entre las alas y la tierra. Resulta que el aire es resistente, más de lo que imaginas. Básicamente, la máquina no quiere dejar de volar, y tienes que convencerla de alguna forma, como cuando un caballo se desboca.
—Un caballo volador —comentó Marion.
—Por lo visto el efecto es mayor en un monoplano porque…
—Dime, ¿qué viste cuando estabas allí arriba? —lo interrumpió Marion.
—La velocidad se percibe de forma distinta en el aire. El paisaje no se ve borroso como en un tren o en mi Locomobile. Parecía que todo desfilara por debajo de mí. Cuanto más alto subía, más despacio pasaban las cosas en tierra.
—¿A qué altura ascendiste?
—Lo bastante alto para ver el río Hudson. Cuando lo divisé, supe que tenía que ir allí.
Los hermosos ojos de Marion se abrieron desorbitadamente.
—¿Fuiste volando hasta el Hudson?
Bell volvió a reír.
—Me pareció menos peligroso que volar sobre el océano…, que también vi, por cierto.
—¿Al mismo tiempo que veías el río Hudson divisaste el océano Atlántico? —preguntó Marion, asombrada—. Entonces seguro que viste los rascacielos de Nueva York.
—Como estacas entre el humo.
—Tienes que llevarme para que grabe imágenes en movimiento.
—Te encantará —contestó Bell—. Vi un esturión gigantesco nadando en el fondo del río.
—¿Cuándo iremos? —preguntó ella, mientras la emoción asomaba a su voz.
—Bueno, volar no entraña ningún peligro, por supuesto. Pero conmigo todavía sí.
Isaac Bell se recordó que su amada podía ser tan obstinada como Josephine cuando Marion, sonriendo de forma desafiante, dijo:
—Me pregunto si Preston Whiteway contrataría a un aviador para que me llevara arriba.
—Déjame practicar antes. Cuando termine la carrera ya le habré pillado el tranquillo.
—¡Maravilloso! Sobrevolaremos San Francisco. ¡Me muero de ganas! Pero debes tener cuidado cuando practiques.
—Te lo prometo —dijo Bell.
—Me niego a preocuparme por los tiroteos o las reyertas con navajas, pero ¿volar? Estás fuera de tu mundillo.
—No por mucho. La próxima vez que vea que el viento ha cambiado, aterrizaré como corresponde.
—¿Cómo sabías en qué dirección soplaba el viento si estabas en medio de él? ¿Viste una bandera ondeando?
—Vi las vacas.
—¿Vacas?
—Alrededor del parque hay granjas lecheras, y Josephine me explicó que las vacas siempre pastan de espaldas al viento. Son precisas como una veleta, y más fáciles de divisar desde arriba.
—¿Qué más te ha enseñado la Novia Voladora de Estados Unidos?
—A estar pendiente de los espacios donde aterrizar en caso de emergencia. Pero hay que evitar los campos verdes. Están demasiado húmedos para tomar tierra como es debido.
Bell omitió que Josephine le había advertido que evitara los movimientos extremos que hicieran que las alas se desprendiesen. Y tampoco repitió el lacónico comentario de Eddison-Sydney-Martin: «Yo en su lugar evitaría entrar en barrena, amigo», ni el franco consejo de Joe Mudd: «No intente hacer filigranas hasta que domine la práctica».
—Por lo que dicen todos, incluido Preston que la pone por las nubes, Josephine parece un personaje interesante.
—Ya lo creo que es un personaje, y me vendría bien tu ayuda para entenderla. Mientras tanto, no me importaría que me dieras otro beso. ¿Mando al detective del hotel que levante una barricada de biombos chinos y maceteros de palmeras?
—Tengo una idea mejor. Las doncellas ya habrán deshecho mis maletas. Deja que me quite la ropa del viaje y que me dé un baño. Luego podrías subir y cenar conmigo, o lo que te apetezca.
—¿Pido champán?
—Ya lo he pedido yo.
—En serio, querido, ¿por qué has decidido no recibir clases de vuelo? —preguntó Marion más tarde en su habitación.
Bañada, perfumada y ataviada con una larga bata verde esmeralda, dio unos golpecitos en la tumbona en la que estaba. Bell llevó las copas hasta allí y se sentó a su lado.
—No tengo tiempo. La carrera empieza la semana que viene, y entre que Harry Frost intenta asesinar a Josephine y un saboteador está destrozando máquinas voladoras, estoy muy ocupado.
—Creía que Archie había disparado a Frost.
—Tres veces, con esa pistolita alemana que se empeñaba en llevar. —Bell movió la cabeza con gesto de consternación—. Yo creía que también le había dado. Está herido, pero desde luego no está fuera de combate. Un banquero de Cincinnati ha dicho que Frost tenía la mandíbula hinchada y que pronunciaba mal al hablar, pero que por lo demás parecía sano, algo impropio de un hombre que lleva un montón de plomo encima.
—Puede que fallases.
—No con mi Browning. Nunca falla. Y estoy seguro de que vi a Archie acribillarlo a bocajarro. Es imposible que no le acertara. Pero Frost es un hombre corpulento. Si las balas no le dieron en los órganos vitales, ¿quién sabe? Es un misterio.
Isaac Bell acostumbraba hablar de sus casos con Marion. Era una mujer culta, con una mente avispada y perspicaz, y siempre aportaba nuevos enfoques a los problemas.
—Hablando de fallos misteriosos —dijo Bell—, al parecer Frost también erró un tiro cuando disparó a Marco Celere. Un tiro fácil para un cazador experto como él. He descubierto que el rifle que probablemente usó tenía la mira telescópica estropeada. Otro motivo más por el que quiero ver los restos de Celere.
—¿Es posible que Harry Frost llevara algún tipo de armadura cuando atacó?
—Una armadura no desvía las balas. Por eso la pólvora acabó con los caballeros andantes.
—¿Una cota de malla?
—Es una idea interesante porque con una aleación de acero moderno tal vez podría fabricarse una cota de malla lo bastante resistente para detener una bala. Sabe Dios lo que pesaría. Hace unos años el ejército estaba probando los llamados «chalecos antibalas», pero daban mucho calor y eran demasiado pesados para resultar prácticos… Una idea interesante, querida. Diré a Grady Forrer que ponga a los chicos del departamento de investigación a trabajar en ello a primera hora de la mañana.
Marion se estiró voluptuosamente.
—¿Hay algún otro misterio que pueda resolver?
—Varios.
—¿Empezando por…?
—¿Dónde está el cadáver de Marco Celere?
—¿Algún otro enigma?
—¿Por qué la mujer italiana a la que le compré el aeroplano insiste en que Marco Celere robó los secretos de su padre mientras que Josephine no se cansa de afirmar que el padre de la señorita Di Vecchio trabajaba para Celere y, por lo tanto, no tenía ningún secreto que pudieran robarle?
—¿Cómo es la señorita Di Vecchio?
—Sorprendentemente atractiva.
—¿De verdad?
—De hecho, es tan atractiva que cuesta creer que Marco Celere, o cualquier hombre, le diera plantón.
—¿Cómo escapaste tú a su encanto?
Bell entrechocó su copa con la de Marion.
—Soy inmune.
—¿Ciego a la belleza? —dijo ella en tono provocativo.
—Estoy enamorado de Marion Morgan, y mi corazón está reservado para ella.
Marion le devolvió la sonrisa.
—A lo mejor Marco tenía echado el ojo a Josephine.
—Josephine es una monada, pero no puede compararse con la señorita Di Vecchio. Es guapa, graciosa y coqueta, pero tiene más de granjera que de mujer fatal.
»Claro que, por otra parte, es ambiciosa. Al menos volando —dijo Bell—, y muy diestra pilotando aeroplanos. Hay hombres que se sienten atraídos por las mujeres competentes.
—El amor es extraño, ¿a que sí?
—Si es que Marco y Josephine fueron amantes de verdad. Archie cree que ella estaba enamorada de las máquinas voladoras de Marco. Y como ya sabes, Archie tiene muy buen ojo para esas cosas.
—¿Qué te dice a ti tu ojo? —preguntó Marion.
—Sinceramente, no lo sé. Solo sé que Josephine defiende a ultranza a Marco cuando se le pregunta quién robó el invento a quién.
—¿Podría ser que esté defendiendo su máquina voladora más que a su amante?
—Es muy posible —dijo Bell—. Mientras que Marco, sospecho, estaba enamorado de una chica que podía permitirse comprar sus máquinas voladoras.
—Entonces todo el mundo consiguió lo que quería.
—Menos Harry Frost. —La mirada de Bell se tornó sombría y, a continuación, ardiente de ira—. Pobre Archie. Frost hizo algo terrible. No alcanzo a entender cómo un hombre puede cargar un arma con una munición tan monstruosa.
Marion le cogió la mano.
—He hablado con Lillian por teléfono. Iré a verla al hospital mañana.
—¿Cómo está?
—Cansada pero esperanzada. Pobrecilla. Para las dos es una pesadilla, pero yo soy mayor y hace más tiempo que te amo, y no me preocupo de la misma forma. Lillian me ha confesado que, desde que Archie volvió al trabajo después de la luna de miel, pasaba miedo todos los días hasta que él volvía a casa sano y salvo. Cariño, ¿estás arriesgándote tanto aprendiendo a volar porque estás preocupado por Archie? ¿O porque tratas de compensar lo que le pasó a él?
—Siempre he tenido muchas ganas de volar.
—Pero ¿tienes ganas de volar por los motivos equivocados? Isaac, sabes que nunca te molesto agobiándome por tu seguridad, pero esto me parece más arriesgado que de costumbre. ¿Qué puedes hacer en el aire si Frost dispara a Josephine?
—Disparar a Frost y acabar con él de una vez por todas.
—¿Y quién manejará el aeroplano mientras disparas?
—Puedo pilotarlo con una mano… Bueno, en realidad, para ser del todo sincero —reconoció, y sonrió un tanto arrepentido—, dentro de poco podré pilotarlo con una mano. Hoy agarraba fuertemente el volante con las dos.
Marion extendió los brazos.
—¿Me haces una demostración?