—Señor Moser, su situación está a punto de mejorar enormemente —dijo Isaac Bell al mecánico de cara triste, que estaba asando una salchicha en una fogata que había encendido a una distancia prudencial del monoplano American Eagle embalado.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—¡Lee esto! —dijo tuteándolo.
Bell puso un fino sobre de papel pergamino que había cogido del escritorio del doctor Ryder en una mano manchada de grasa de Moser.
—Ábrelo.
Andy Moser deslizó el dedo por debajo del sello, desdobló una hoja de papel escrita con una elegante letra cursiva florentina y, despacio, leyó para sí, moviendo los labios.
Isaac Bell había aprovechado la oportunidad de ayudar a la hermosa italiana al mismo tiempo que se ayudaba a sí mismo a resolver el molesto problema sobre el cual había advertido a Archie. El número de competidores que se disputaban la Copa Whiteway estaba aumentando tanto que los numerosos trenes de refuerzo tendrían que maniobrar para moverse incluso por las vías de ferrocarril. Seguir el ritmo de la máquina voladora de Josephine para proteger su vida sería una pesadilla aun contando con la ayuda de las patrullas de automóviles que Archie había formado.
Pero ¿y si él estuviese sobre ellos?, se había preguntado Bell.
Con su propia aeronave, sería capaz de controlar el avance de la carrera. Podría vigilar a Josephine en el aire mientras situaba hombres en los hipódromos y los recintos de feria en los que las máquinas aterrizarían.
Danielle di Vecchio necesitaba dinero para defenderse en el juicio y salir del manicomio de Ryder.
Isaac Bell necesitaba una aeronave veloz, de modo que compró a la joven la suya.
—Danielle dice que tengo que ir con usted, señor Bell.
—Y traer mi máquina voladora.
El investigador miró el remolque con una sonrisa en el rostro. Desmontado y plegado para el viaje, el aeroplano parecía una libélula enjaulada.
—¿Y enseñarle a pilotarla?
—En cuanto la instale en un vagón hangar de primera.
—Pero yo no sé pilotarla. Solo soy un mecánico.
—No te preocupes por eso. Limítate a ponerla en marcha y a enseñarme cómo funcionan los mandos. ¿Cuánto tardarás en volver a montarla?
—Un día, si dispongo de un buen ayudante. ¿Ha pilotado alguna vez una máquina voladora?
—Conduzco un Locomobile que alcanza los ciento sesenta kilómetros por hora. He conducido una motocicleta de carreras V-Twin, una locomotora Pacific 4-6-2 y un yate impulsado por turbina con casco de acero capaz de navegar a cincuenta nudos construido por el mismísimo sir Charles Algernon Parsons. Confío en que aprenderé.
—Las locomotoras y los yates de acero no levantan el vuelo, señor Bell.
—¡Por eso estoy tan entusiasmado! Termina de comer y dile adiós a Danielle. Está mirando desde la decimocuarta ventana de la izquierda, en la segunda fila contando desde abajo. No puede sacar la mano entre los barrotes, pero puede verte.
Moser miró con tristeza colina abajo.
—No soporto dejarla, pero dice que usted nos ayudará a sacarla de ahí.
—No te preocupes, la sacaremos. Y mientras tanto, el doctor Ryder ha prometido que su tratamiento mejorará, radicalmente. ¿Llegará tu camión a Albany?
—Sí, señor.
—Yo me adelantaré y fletaré un tren. Estaré esperándote en el parque ferroviario de Albany con todo preparado para dirigirnos a Belmont Park. Unos mecánicos te aguardarán allí para ayudarte a montar de nuevo el American Eagle en cuanto llegues.
—¿Belmont Park? ¿Piensa inscribir el American Eagle en la carrera?
—No —contestó Bell riéndose—. Pero me ayudará a vigilar a Josephine Josephs.
Andy Moser adoptó una expresión de incredulidad. De todas las cosas que había leído y oído desde que Isaac había aparecido en su Ford modelo K, esa se llevaba la palma.
—¿Conoce a la Novia Voladora?
—Soy detective privado. El marido de Josephine intenta asesinarla. Con el American Eagle procuraré salvarle la vida.
Después de fletar un tren de refuerzo, Bell envió un telegrama a San Francisco para comunicar a Dashwood que el nombre auténtico de Marco Celere era Marco Prestogiacomo. Puede que al desembarcar en San Francisco todavía se apellidara Prestogiacomo, y Bell esperaba que ese nuevo dato acelerara el progreso inusualmente lento de las pesquisas de Dashwood.
—No pienso malgastar tiempo de vuelo mirando cómo Dmitri Platov hace una demostración de su motor térmico —dijo Josephine a Isaac Bell un día más tarde—. Dudo que funcione. Y aunque funcione, Steve Stevens está demasiado gordo para pilotar una máquina voladora, incluso una de Marco.
—¿Una de Marco? ¿A qué se refiere?
—Es un biplano que él inventó para levantar peso, para transportar a un grupo de pasajeros.
—No sabía que Marco tuviera otra máquina inscrita en la carrera.
—Steve Stevens la compró a sus acreedores. Tuvo suerte. Es la única máquina del mundo que puede levantarlo. Pagó una miseria. El pobre Marco no recibió nada.
Bell escoltó a Josephine hasta su monoplano. Los mecánicos de Van Dorn hicieron girar la hélice y, cuando el humo azul del motor se vio blanco, ella enfiló la aeronave por el campo a toda velocidad y despegó para realizar otro de sus largos vuelos de práctica.
Bell observó cómo disminuía de tamaño hasta convertirse en un punto amarillo, con la confianza que le daba saber que dentro de poco estaría volando al lado de ella. El Eagle había llegado el día anterior, entrada la noche, en un tren especial con cuatro vagones que Bell había fletado para toda la competición. Andy Moser y un equipo de la agencia Van Dorn estaban transportando las piezas del parque ferroviario al campo interior del hipódromo.
Lo único que le restaba por hacer de momento, se dijo Bell, era aprender a pilotar aquel trasto antes de que la carrera empezase. O por lo menos llegar a manejarlo lo bastante bien para continuar aprendiendo mientras seguía a Josephine por el país. Cuando la carrera terminase en San Francisco, se habría convertido en un piloto muy bueno, y lo primero que haría sería llevar a Marion Morgan a dar una vuelta. Según le había dicho Andy, el motor del Eagle tenía potencia de sobra para transportar a un pasajero. Marion incluso podría llevar una cámara de cine. Sería un estupendo regalo de boda.
Observó cómo Josephine desaparecía hacia el este.
—Está bien, chicos, quedaos aquí y esperad a que Josephine vuelva —dijo a los detectives de Van Dorn—. No os separéis de ella. Si me necesitáis, estaré donde el motor térmico.
—¿Frost volverá a atacar? Sabe que estamos preparados.
—Ya nos ha sorprendido antes. No os separéis. Volveré antes de que Josephine aterrice.
Bell cruzó el campo interior hasta el raíl de acero de cien metros de largo en el que Platov había prometido que su motor correría, en un último experimento antes de que lo instalaran en el biplano de Steve Stevens.
Stevens, un hombre extremadamente obeso vestido con un abultado traje blanco de colono, echaba chispas de impaciencia por los ojos sentado a una mesa de desayuno que sus ancianos criados habían engalanado con una mantelería y con cubiertos de plata. Platov y el mecánico jefe de Stevens estaban tratando de reparar el todavía silencioso motor a reacción; el mecánico ajustaba válvulas e interruptores mientras Platov consultaba su regla de cálculo. Stevens desahogaba su inquietud reprendiendo a sus criados. Se quejaba de que el café estaba frío. Los bollos estaban rancios, y no había bastantes. Los dóciles ancianos que servían al algodonero se veían atemorizados.
La mirada arrogante de Stevens se posó en el traje blanco de Bell.
—Seguro que por sus venas corre sangre del sur —dijo alargando las palabras con un suave acento sureño—. No he visto a ningún yanqui que esté a la altura de los hombres del viejo sur que visten de blanco inmaculado.
—Mi padre pasó tiempo en el viejo sur.
—Y le enseñó a vestir como un caballero. ¿Me equivoco o compraba algodón para las hilanderías de Nueva Inglaterra?
—Era agente de inteligencia del Ejército de la Unión y hacía cumplir la orden del presidente Lincoln de liberar a los esclavos.
—Listo, señores —gritó Dmitri Platov.
El bigote poblado del inventor ruso temblaba de emoción, y le brillaban los ojos oscuros.
—Motor térmico listo.
Stevens lanzó una mirada fulminante a su mecánico jefe.
—¿Es eso cierto, Judd?
—Más listo que nunca, señor Stevens —murmuró Judd.
—Ya era hora. Estoy harto de esperar sentado… ¿Adónde vas?
Judd, que había cogido un bate de béisbol, echó a andar por el raíl.
—Tengo que dar al interruptor de parada cuando el motor se acerque al final para apagarlo.
—¿Es así como vas a detener el motor de mi máquina voladora? ¿Debes estar delante de mí con un bate de béisbol?
—¡No preocupar! —gritó Platov—. Máquina con interruptor automático. Esto solo prueba. ¿Ve? —Señaló el motor térmico posado sobre el raíl—. Interruptor grande. Solo tocar con bate cuando motor pasar.
—Está bien, dense prisa, por el amor de Dios. El resto de los pilotos estarán cruzando el Mississippi antes de que yo despegue.
Judd corrió sesenta metros raíl abajo y se colocó en el lugar indicado. A los ojos de Bell, parecía tan triste como el bateador de una bola larga al que le mandaran que la tocara.
—¡Acción! —gritó Platov.
El motor térmico se encendió emitiendo un tenue silbido que aumentó de volumen hasta convertirse en un chirrido ensordecedor. Bell se cubrió las orejas con las manos para proteger su agudo oído y observó que el motor empezaba a vibrar con una potencia asombrosa. No le extrañaba que todos los mecánicos respetasen a Platov. La caja de acero que había diseñado era más pequeña que un baúl de equipaje, pero parecía contener la increíble energía de una locomotora moderna.
Platov accionó la palanca de liberación, y los seguros que inmovilizaban el aparato se abrieron.
El motor térmico salió disparado por el raíl.
Bell no podía creer lo que sus ojos veían. El motor vibraba a su lado y, un instante después, había llegado hasta el hombre del bate. Funcionaba de verdad, y su velocidad era sensacional. Entonces se desató el caos. Justo cuando Judd estaba a punto de tocar el interruptor de parada con el bate, el motor térmico saltó del raíl.
Impactó contra el mecánico jefe como si fuera una diana de papel, derribó al suelo lo poco que quedó de su cuerpo y voló por los aires unos cien metros. Durante el trayecto se estrelló contra el flamante New Haven Curtiss de Martin aparcado en la hierba y arrancó la cola de un Blériot antes de caer en el interior de un camión del sindicato Vanderbilt, donde se incendió.
Isaac Bell corrió junto a Judd y enseguida vio que no podía hacerse nada por él. A continuación, mientras los demás se apresuraban hasta el New Haven destruido y el camión en llamas, Bell inspeccionó el raíl del que el motor se había salido.
Dmitri Platov estaba retorciéndose las manos.
—Iba muy bien hasta entonces. Tan bien… Pobre hombre. Miren ese pobre hombre.
Steve Stevens se acercó con sus andares de pato.
—¡Esto es el colmo! Mi mecánico jefe está muerto, y me he quedado sin motor a reacción para mi máquina. ¿Cómo narices voy a participar en la carrera?
Platov se echó a llorar. Se tiraba de su tupido cabello moreno y se golpeaba el pecho con las manos.
—¿Qué he hecho? Ser terrible. ¿Tenía esposa?
—¿Quién demonios se habría casado con Judd?
—Ser terrible, ser terrible.
Isaac Bell, que estaba agachado debajo del raíl, se levantó, apartó a Stevens al pasar y posó con firmeza la mano en el hombro de Platov.
—Yo en su lugar no me culparía, señor Platov.
—Ser yo. Ser capitán de barco. Ser mi máquina. Ser mi error. He matado a un hombre.
—Pero no era su intención. Ni la de su asombrosa máquina. Contó con ayuda.
—¿De qué demonios está hablando? —dijo Stevens.
—El raíl se ha roto. Eso es lo que ha hecho que la máquina saltara.
—¡Es el raíl de Platov! —gritó Stevens—. Es su responsabilidad. Él es quien lo puso ahí. Él es el responsable si se ha roto. Voy a llamar a mis abogados. Presentaremos una demanda.
—Fíjese en esta junta —dijo Bell.
Condujo a Platov hasta el lugar en el que los dos extremos del raíl se habían separado. El inventor ruso se agachó a su lado, frunciendo los labios cada vez con más fuerza.
—Los pernos estar sueltos —dijo airadamente.
—¿Sueltos? —gruñó Stevens—. Porque usted no los apretó… ¿Qué hace, señor? —dijo, retrocediendo, mientras Bell le ponía los dedos debajo de la nariz.
—Huele esto y cállese.
—Huele a aceite. ¿Y qué?
—Aceite penetrante, para desenroscar con facilidad los pernos.
—Sin chirriar —dijo Platov tristemente—. Sin hacer ruido.
—El raíl ha sido saboteado —explicó Isaac Bell—. Alguien aflojó estos pernos para que el raíl se soltara con la presión.
—¡No! —exclamó Platov—. Yo revisar raíl cada prueba. Yo revisar esta mañana.
—Ah —dijo Bell—, eso es. —Se agachó y recogió unas cerillas humedecidas de aceite—. Así es como lo hizo —reflexionó en voz alta—. Metió estas cerillas en la rendija para reducir el movimiento cuando usted lo probó. Pero debieron de caerse cuando el raíl empezó a vibrar al acercarse el motor. Es diabólico.
—Raíl moverse —dijo Platov—. Motor salir volando… Pero ¿por qué?
—¿Tiene enemigos, señor Platov?
—Platov caer bien.
—¿Tal vez en Rusia? —preguntó Bell, consciente de que muchos inmigrantes rusos de toda condición, de radicales a reaccionarios, habían huido de su agitado país.
—No. Yo dejar amigos, familia… Yo enviar dinero a casa.
—Entonces ¿quién puede haber hecho algo así? —intervino Steve Stevens.
—¿Es posible, señor Stevens, que alguien no quisiera que usted ganara la carrera con el extraordinario motor del señor Platov? —terció Bell.
—¡Se van a enterar! ¡Platov, constrúyame un nuevo motor!
—No posible. Llevar tiempo. Yo sentir. Tener que buscar motor de gasolina corriente. De hecho, necesita dos motores, montados sobre las alas inferiores.
—¡Dos! ¿Para qué?
Platov extendió los brazos como si estuviera midiendo el contorno de Stevens.
—Para levantar peso. Potencia equivalente a motor térmico. Dos motores montados sobre el ala inferior.
—¿Cómo narices voy a encontrar dos motores? ¿Y quién demonios los instalará, ahora que Judd está muerto?
—Los ayudantes de Judd.
—Granjeros, peones de tractor. Servían para hacer lo que Judd les decía, pero no son mecánicos de verdad. —Stevens apoyó sus rollizos puños en sus anchas caderas y echó un vistazo al campo interior; echaba chispas por los ojos—. Esto es el colmo. Tengo una máquina. Tengo dinero para comprar motores nuevos, pero no tengo mecánicos que los instalen. Usted, Platov, ¿quiere trabajo?
—No, gracias. Tener que encargar fabricación de nuevo motor térmico.
—Pero le he visto aceptando trabajillos a cambio de dinero. Le pagaré bien.
—Mi motor térmico ir primero.
—Le diré lo que haremos. Cuando no esté ocupado en mi máquina voladora, podrá trabajar en su motor.
—¿Poder remolcar su tren mi vagón taller?
—Claro. Me alegraré de tener sus herramientas a mano.
—¿Y yo poder seguir trabajando como técnico independiente para ganar dinero para nuevo motor térmico?
—Siempre que mi máquina tenga prioridad. —Stevens hizo señas a sus criados—. ¡Tom! Eh, Tom. Trae algo de desayunar al señor Platov. Un mecánico como Dios manda no puede trabajar con el estómago vacío.
Platov miró a Isaac Bell como si quisiera preguntarle qué debía hacer.
—Parece que ha vuelto a la carrera —dijo Bell.
Vio que Josephine regresaba y corrió hacia la extensión vacía donde iba a aterrizar. Tenía el ceño fruncido. Estaba pensando en las casualidades. Que el accidente del inglés se hubiera producido a la vez que el ataque de Frost no era ninguna casualidad. Había sido un sabotaje deliberado con el fin de crear una distracción que facilitara el ataque.
Pero ¿cuál era la distracción esa vez? No se había producido ningún ataque. Josephine estaba en el cielo, y Bell no había visto nada fuera de lugar en el campo interior del hipódromo. Según el último informe acerca de Harry Frost, este se encontraba en Cincinnati. Era posible que hubiera vuelto a Nueva York. Pero le parecía poco probable que atacase otra vez en Belmont Park a plena luz del día, sobre todo considerando que Bell había destinado a nuevos detectives, respaldados por policías locales, para que inspeccionaran la carga de todos los camiones y carros cerrados que entraran en el campo del hipódromo. Era de esperar que Frost prefiriese permanecer a la espera y aparecer por sorpresa.
Bell se acercó hasta los mecánicos de la agencia Van Dorn que trabajaban para Josephine. Estaban observando el monoplano amarillo, que descendía en espiral hacia el campo realizando una serie de picados abruptos y giros cerrados.
—¿Habéis visto algo fuera de lo común, chicos?
—Nada, señor Bell. Solo el motor térmico que se ha descontrolado.
¿Había sido ese sabotaje una casualidad? ¿Quizá un saboteador que no trabajaba para Frost había destruido el motor de Platov? Puede que el tipo que había hecho que el Farman perdiera un ala no hubiera sido el responsable, sino que lo fuera otro individuo que trabajaba por su cuenta. Pero ¿con qué finalidad? Para eliminar a un competidor con muchas posibilidades, parecía la única respuesta.
—¿Ha dicho algo, señor Bell?
Isaac Bell repitió entre dientes lo que acababa de gruñir en voz baja.
—Odio las casualidades.
—¡Sí, señor! Es lo primero que me enseñaron cuando ingresé en la agencia Van Dorn.
—¡Tiene una máquina voladora preciosa! —exclamó Josephine, encantada—. ¡Mírese, señor Bell! Parece un niño con zapatos nuevos.
El investigador estaba sonriendo. Andy Moser y los mecánicos que Bell había contratado para que lo ayudasen tensaban en ese momento los cables de vuelo y de aterrizaje que sostenían el ala. Todavía quedaba trabajo pendiente en la cola y en los eslabones de control, y el motor estaba desmontado en infinidad de piezas en su impecable vagón hangar, pero con el ala extendida a través del fuselaje empezaba a parecer un artefacto capaz de volar.
—Debo decir que en mi vida he comprado algo que me gustara tanto.
Josephine siguió dando vueltas alrededor de la máquina, examinándola con profesionalidad.
Bell prestó atención a su reacción cuando dijo:
—Andy Moser me ha contado que Di Vecchio obtuvo el sistema de control de Breguet.
—Ya veo.
—El volante hace que gire como un automóvil. Si se mueve a la izquierda, el timón gira a la izquierda. Cuando se inclina el volante hacia un lado, al mismo tiempo se mueven los alettoni para que la aeronave se ladee hacia ese lado. Si se empuja la palanca del volante hacia delante, desciende. Y tirando de ella, los timones de altura hacen que ascienda.
—Cuando le coja el tranquillo podrá pilotarlo con una sola mano —dijo Josephine.
Eso le dejaría una mano libre para una pistola, lo que significaba que si alguien atacaba a Josephine en su aeroplano él podría defenderla.
—Funciona como su máquina —comentó.
—Es lo último en tecnología.
—Espero que haga que aprender a volar resulte más fácil —dijo Bell.
—Ha comprado una preciosidad, señor Bell. Pero le advierto que es muy traviesa. El problema de ir rápido es que también aterrizas rápido. Y el motor Gnome empeora todavía más las cosas, ya que no tendrá un regulador como el de mi Antoinette.
Aunque los parecidos eran asombrosos, Bell tenía que reconocer que si comparaban sus motores de fabricación francesa, los monoplanos Celere y Di Vecchio eran radicalmente distintos. El Celere de Josephine estaba impulsado por un convencional Antoinette V-8 refrigerado por agua, un motor resistente y ligero, mientras que Di Vecchio había instalado el nuevo y revolucionario Gnome Omega refrigerado por aire. Con sus cilindros girando alrededor de un cigüeñal central, el Gnome ofrecía un funcionamiento suave y una refrigeración superior (si bien a costa de un mayor consumo de combustible), un mantenimiento minucioso y un carburador rudimentario que si no estaba abierto hacía que casi resultara imposible que el motor funcionara a cierta velocidad.
—¿Puede aconsejarme la manera de reducir la velocidad para aterrizar como le he visto hacer a usted?
Josephine señaló con actitud severa el volante.
—Antes de hacer filigranas, practique encendiendo y apagando el magneto con el botón de control.
Bell negó con la cabeza. Encender y apagar el motor, interrumpiendo la electricidad de la bujía, era una forma de reducir la marcha.
—Andy Moser dice que no hay que pasarse con ese botón porque las válvulas podrían quemarse.
—Mejor las válvulas que usted, señor Bell. —Josephine sonrió—. Necesito a mi protector con vida. Y no se preocupe por si el motor se para: tiene inercia de sobra para seguir girando. —A la joven se le descompuso el rostro—. Disculpe, ha sido una estupidez por mi parte decirle que lo necesito vivo. ¿Qué tal está Archie?
—Tirando. Esta mañana me han permitido verlo. Tenía los ojos abiertos, y creo que me ha reconocido… Josephine, he de preguntarle una cosa.
—¿Qué?
—Fíjese en los tirantes del ala.
—¿Qué les pasa?
—¿Ve cómo convergen en esas piezas triangulares, arriba y abajo?
—Por supuesto.
—¿Ve cómo los triángulos forman básicamente montantes de acero ligeros? La punta que sobresale del ala es en realidad la parte superior de la base ancha que se extiende por debajo de la misma.
—Por supuesto. De esa forma gana en robustez.
—¿Y ve cuán ingeniosamente está reforzada por el chasis?
Josephine se agachó al lado del detective, y observaron el resistente soporte, con piezas oblicuas en forma de X, que unía el cuerpo del aeroplano con sus patines y ruedas.
—Es el mismo sistema que el de su Celere, ¿verdad? —preguntó Bell.
—Se parece —reconoció Josephine.
—No he visto nada comparable en ningún otro monoplano. Tengo que preguntárselo: ¿es posible que Marco Celere «tomara prestada» de Di Vecchio, por así decirlo, esta innovación para reforzar el ala?
—¡Por supuesto que no! —dijo Josephine con vehemencia.
Bell observó que la aviadora de carácter entusiasta se mostraba inquieta por la acusación directa que acababa de hacer. Se levantó de un salto. Su sonrisa se había apagado como una luz, y sus mejillas se estaban sonrosando. ¿Acaso sospechaba, o incluso temía, que fuera cierto?
—¿Tal vez Marco podría haberla copiado… inconscientemente? —preguntó con delicadeza.
—No.
—¿Marco le dijo en alguna ocasión que había trabajado para Di Vecchio?
—No.
Entonces, de manera extraña, la joven volvió a sonreír. Con suficiencia, pensó Bell, y se preguntó por qué. Su delgado cuerpo ya no estaba en tensión, adoptando su habitual actitud atrevida, como si fuera a ponerse en movimiento.
—¿Nunca le dijo Marco que había trabajado para Di Vecchio?
—Di Vecchio había trabajado para Marco —replicó Josephine, lo que explicaba su sonrisa serena—. Hasta que Marco tuvo que despedirlo.
—He oído que fue al revés.
—Ha oído mal.
—Tal vez no lo entendí bien. ¿Marco le contó que la hija de Di Vecchio lo apuñaló el año pasado?
—Esa loca estuvo a punto de matarlo. Le dejó una cicatriz terrible en el brazo.
—¿Le dijo Marco por qué?
—Por supuesto. Estaba celosa. Quería casarse con él. Pero a Marco no le interesaba. De hecho, me dijo que su padre la había obligado con la esperanza de que él volviera a contratarlo.
—¿Marco le contó que ella lo acusaba de ser un ladrón?
—Pobre chiflada —dijo Josephine—. ¿Y toda esa historia de que le había «robado» el corazón? Está desquiciada. Por eso la encerraron. Todo estaba en su cabeza.
—Entiendo —dijo Bell.
—Marco no sentía nada por ella. Nunca sintió nada. Nunca. Se lo garantizo, señor Bell.
Isaac Bell pensó con rapidez. No la creía, pero para proteger su vida necesitaba que Josephine confiara en él.
—Josephine… —Le sonrió con afecto—. Eres una joven muy educada, pero tenemos que colaborar muy estrechamente. ¿No crees que ya va siendo hora de que me llames Isaac?
—Claro, Isaac. Como quieras. —Escrutó el rostro del detective como si lo estuviera viendo por primera vez—. ¿Tienes novia, Isaac?
—Sí. Estoy prometido.
Ella le dedicó una sonrisa coqueta.
—¿Quién es la afortunada?
—La señorita Marion Morgan, de San Francisco.
—¡Oh! El señor Whiteway ha hablado de ella. ¿No es la mujer que registrará imágenes en movimiento?
—Sí, vendrá dentro de poco.
Josephine consultó el reloj de mujer que llevaba cosido a la manga de su chaqueta de aviador.
—Eso me recuerda que tengo que volver al tren. El señor Whiteway ha enviado a una modista y una costurera con otro traje de vuelo que debo ponerme para los reporteros.
Josephine alzó sus bonitos ojos al cielo con anhelo. Observó el color azul claro de las tardes cálidas sin viento, antes de que las fuertes brisas marinas azotaran Belmont Park y volar resultara peligroso.
—Me da la impresión de que preferirías surcar el cielo —dijo Bell.
—Ya lo creo. No necesito un traje especial. ¿Viste el atuendo blanco que el señor Whiteway hizo que me pusiera el otro día? Dejó de estar impoluto en cuanto le quitamos el morro al Antoinette. Esto es todo lo que necesito —dijo, señalándose los gastados guantes de piel, la chaqueta de lana ceñida a su cintura de avispa y los pantalones de montar remetidos en unas botas altas con cordones—. Ahora el señor Whiteway quiere que pose con un traje de seda morado. Y por la noche tengo que llevar largos vestidos blancos y guantes de seda negros.
—Vi tu conjunto de anoche. Muy favorecedor.
—Gracias. —Josephine esbozó otra sonrisa coqueta—. Pero, entre tú y yo, Isaac, estaba deseando volver a ponerme el mono y ayudar a los chicos a arreglar la máquina. No me quejo. Sé que el señor Whiteway quiere que haga cualquier tipo de publicidad que ayude a la carrera.
Bell la acompañó al parque ferroviario.
—¿No te ha pedido que lo llames Preston en lugar de señor Whiteway?
—Continuamente. Pero no deseo que se llame a engaño si empleo su nombre de pila.
Después de dejarla en el Josephine Special amarillo bajo la custodia de la modista y de los detectives que vigilaban el tren, Bell se dirigió a toda prisa al vagón que hacía las veces de cuartel general, equipado con una llave telegráfica conectada al sistema privado de la agencia de detectives.
—¿Ninguna noticia de San Francisco? —preguntó al agente de servicio.
—Lo siento, señor Bell. Todavía no.
—Envía otro telegrama a James Dashwood.
El joven alargó la mano hacia la llave.
—Listo, señor.
—Escribe: NECESITO INFORMACIÓN CELERE Y PRESTOGIACOMO LO ANTES POSIBLE.
Bell hizo una pausa. Las opiniones profundamente divergentes que Danielle di Vecchio y Josephine Josephs Frost tenían sobre Marco Celere plantearían interesantes preguntas sobre cualquier víctima de asesinato, pero resultaban imprescindibles en ese caso concreto, dado que la supuesta víctima había desaparecido.
—¿Eso es todo, señor? ¿Envío el telegrama?
—Continúa: HISTORIA SESGADA MEJOR QUE NADA.
»Y añade: DEPRISA.
»De hecho, añade: DEPRISA DEPRISA.
—Ya está, señor. ¿Lo envío ahora?
Bell lo consideró. Si fuera posible establecer una conferencia telefónica con San Francisco, podría preguntar a Dashwood por qué tardaba tanto y recalcarle la urgencia del informe.
—¡Añade otro DEPRISA!