—Harry Frost no está muerto —dijo Isaac Bell.
—Según se cuenta, Harry Frost recibió dos disparos tuyos y tres del pobre Archie —dijo Joseph van Dorn—. Tiene más plomo encima que un hojalatero.
—No ha bastado para matarlo.
—No le hemos visto el pelo. Ningún hospital ha tenido noticias de él. Ningún médico ha dado parte de la cura de una mandíbula fracturada acompañada de unas injustificadas heridas de bala.
—Hay médicos que cobran de más por no denunciar las heridas de bala.
—Tampoco nos han llegado pruebas de ninguno de los avistamientos.
—Hemos recibido numerosas pistas —dijo Bell.
—Ninguna ha dado frutos.
—Eso no quiere decir que esté muerto.
—Por lo menos está fuera de juego.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Isaac Bell.
Joseph van Dorn estampó su fuerte mano sobre la mesa.
—Escúchame, Isaac. No es la primera vez que nos vemos en esta situación. Me encantaría que Harry Frost no estuviera muerto. Sería bueno para el negocio. Preston Whiteway continuaría abonándonos una fortuna para que protegiéramos a su Novia Voladora. Afortunadamente, está dispuesto a pagarnos para que encontremos el cadáver de Frost. Pero, en conciencia, no puedo seguir cobrándole por una docena de agentes las veinticuatro horas del día.
—No hay cadáver —insistió Bell.
—¿Qué pruebas tienes de que no está muerto? —preguntó el jefe.
Bell se levantó de un saltó y se paseó dando largas zancadas por la suite del hotel Knickerbocker que Van Dorn usaba como despacho privado cuando estaba en Nueva York.
—Señor —dijo, dirigiéndose a él formalmente—, usted ha sido detective durante más tiempo que yo.
—Mucho más.
—Como tal, sabe que la corazonada de un investigador con experiencia nace de la realidad. Una corazonada no surge de la nada.
—Ahora te pondrás a elogiar el sexto sentido —contestó Van Dorn.
—No tengo que hablar bien del sexto sentido —replicó Bell— ya que, dada su larga experiencia, usted sabe mejor que yo que el sexto sentido puede compararse a las corazonadas. Ambos se basan en la observación de cosas y hechos que ignoramos que ya hemos visto.
—¿Tienes idea de qué has observado que provoque esa corazonada?
—El sarcasmo es un privilegio reservado al jefe, señor —respondió Bell—. Tal vez observé la agilidad con la que Frost se movió cuando escapó, señor. O la cara de sorpresa que puso cuando Archie le partió la mandíbula, no cuando le disparamos, señor.
—¿Quieres hacer el favor de dejar de llamarme «señor»?
—Sí, señor —dijo Bell sonriendo.
—Hoy estás muy contento.
—Me alegro mucho de que Archie tenga la oportunidad de seguir luchando por su vida. El doctor Nuland-Novicki ha dicho que lo más importante era aguantar las primeras veinticuatro horas, y él ha aguantado.
—¿Cuándo podré visitarle? —preguntó Van Dorn.
—Todavía no. Solo permiten estar en la habitación a Lillian. Hasta la madre de Archie tiene que esperar en el vestíbulo. El otro motivo por el que estoy contento es que Marion llegará en cualquier momento de San Francisco. Whiteway la ha contratado para que registre imágenes en movimiento de la carrera.
Van Dorn permaneció en silencio un instante, reflexionando sobre su conversación. Cuando volvió a hablar, lo hizo con seriedad.
—Lo que dices sobre las corazonadas es cierto… o, si no del todo cierto, sin duda es algo en lo que coinciden los detectives con experiencia.
—La observación desapercibida es un fenómeno fascinante.
—Pero —dijo Van Dorn, levantando un dedo carnoso para recalcar sus palabras— los detectives con experiencia también coinciden en que las corazonadas y el sexto sentido han enriquecido a los corredores de apuestas desde la primera carrera de caballos que tuvo lugar en la historia de la humanidad. Esta mañana me he enterado de que has doblado tu apuesta llamando a Belmont Park a algunos de mis mejores hombres repartidos por el país.
—Walt Hatfield, el agente Texas —osó contestar Bell, sin disculparse—. Eddie Edwards, de Kansas City. Arthur Curtis, de Denver. James Dashwood, de San Francisco.
—Yo no pondría a Dashwood en ese grupo.
—He trabajado con el chico en California —dijo Bell—. Lo que a Dash le falta en experiencia lo compensa con tenacidad. Además, es el mejor tirador de la agencia. Le habría abierto un tercer ojo a Harry Frost en la frente.
—En cualquier caso, cuesta dinero trasladar hombres de un sitio a otro. Por no hablar del riesgo de parar los casos en los que están trabajando.
—Antes de llamarles hablé con los directores de sus oficinas.
—Deberías haber hablado conmigo. Voy a enviar a Walt otra vez a Texas para que termine su caso del robo de tren de San Antone y a Arthur Curtis a Europa para que abra la oficina de Berlín. Archie Abbott descubrió buenos detectives en la zona. Arthur será el hombre que los dirija, puesto que habla alemán.
—Yo también necesito a los mejores, Joe. Estoy compaginando cuatro trabajos: proteger a Josephine, proteger la carrera, buscar a Frost e investigar qué le pasó exactamente a Marco Celere.
—Respecto a Celere, las pruebas también apuntan a que está muerto.
—Y también falta su cadáver.
—Anoche intercambié telegramas con Preston Whiteway. Se conforma con cualquiera de los dos cuerpos: el de Celere, para que podamos condenar a Frost, o el de Frost, para que podamos enterrarlo.
—Yo también voto por el de Frost —dijo Bell—. Josephine estaría a salvo, y yo podría buscar a Celere cuando tenga tiempo.
—¿Por qué te preocupa si Frost está muerto?
—No me gustan los asesinos sin cadáver. Algo no encaja.
—¿Otra corazonada?
—¿Te gustan a ti los asesinatos sin cadáveres, Joe?
—No. Tienes razón. Algo falla.
Llamaron tímidamente a la puerta.
—¡Adelante! —gritó Van Dorn.
Un aprendiz entró a toda prisa con un telegrama para Isaac Bell.
Cuando el detective lo leyó su expresión se ensombreció, y dijo al aprendiz, que estaba de puntillas listo para marcharse:
—Envíales un telegrama. Infórmales de que quiero una buena explicación que aclare por qué los carteles de SE BUSCA han tardado tanto en llegar a ese banco.
El aprendiz se fue corriendo.
—¿Qué pasa? —preguntó Van Dorn.
—Frost no está muerto.
—¿Otra corazonada?
—Harry Frost acaba de retirar diez mil dólares en el First National Bank de Cincinnati. Poco después de que él se marchara, nuestra oficina en la ciudad entregó los carteles para los bancos en los que se les advierte que Frost puede hacerles una visita para retirar dinero. Cuando el director del banco nos llamó, Frost ya se había ido.
—Enviar esos carteles era dar palos de ciego, pero ha valido la pena —dijo Van Dorn—. Bien hecho.
—Habría sido mucho mejor si en Cincinnati alguien hubiera hecho su trabajo como es debido.
—He estado considerando hacer limpieza en Cincinnati. Esto ya pasa de castaño oscuro. ¿Decían algo de las heridas de Frost?
—No. —Bell se levantó—. Joe, tengo que pedirte que supervises personalmente la brigada que protege a Josephine hasta que yo vuelva.
—¿Adónde vas?
—A Massachusetts, al este de Albany.
—¿Qué buscas?
—El joven Dashwood ha sacado a la luz un dato interesante. Le pedí que investigara el pasado de Marco Celere. Resulta que Frost no era el único que quería matarlo.
Van Dorn dirigió a su investigador jefe una mirada inquisitiva.
—Me intriga cuando más de una persona intenta matar a un hombre. ¿De quién se trata?
—Una mujer italiana desquiciada, Danielle di Vecchio, apuñaló a Celere gritando: Ladro! Ladro! Es decir, «ladrón» en italiano.
—¿Se sabe qué la empujó a hacerlo?
—No. La encerraron en un manicomio privado. Voy a ver si consigo sonsacarle algo.
—Un consejo, Isaac: la gente de los manicomios privados puede ser difícil de tratar. Tienen tanta influencia sobre los pacientes que se convierten en pequeños napoleones. Es irónico, porque la mayoría de los pacientes creen que son Napoleón.
—Pediré a Grady que busque su punto débil.
—Asegúrate de que vuelves antes de que la carrera empiece. Los jóvenes estáis más capacitados para perseguir máquinas voladoras por el campo y para dormir al raso. No te preocupes por Josephine. Cuidaré de ella personalmente.
Bell tomó el expreso Empire State a Albany, alquiló un potente Ford modelo K y se dirigió al este a toda velocidad por caminos de tierra hasta una zona escasamente poblada del noroeste de Massachusetts. Era un terreno montañoso con granjas dispersas separadas por bosques frondosos. Se detuvo en dos ocasiones para pedir señas. La segunda vez se las dio un joven camionero con expresión afligida que estaba al lado del camino polvoriento cambiando una rueda a su vehículo. En el remolque de este Bell vio una máquina voladora desmontada con las alas plegadas.
—¿El Manicomio Privado Ryder? —dijo el camionero, repitiendo la pregunta de Bell.
—¿Sabe dónde está?
—Sin duda. Justo al otro lado de esa colina. Lo verá desde la cima.
El atuendo del camionero (gorra de lana con visera, chaleco, pajarita y camisa con los puños ceñidos) indicó a Bell que debía de ser el mecánico del avión.
—¿Adónde lleva esa máquina voladora?
—A ninguna parte —contestó el conductor del camión, con un aire tan desconsolado como tajante que no dejaba lugar a más preguntas.
Bell se dirigió a la cumbre de la colina con el modelo K y vio unos metros más abajo un edificio de ladrillo rojo oscuro que se alzaba entre las sombras de un valle angosto. A cada lado divisó almenas y torres propias de una fortaleza que no contribuían a mitigar el aura de desesperanza. Las ventanas eran pequeñas y, como Bell pudo apreciar al acercarse, tenían barrotes como las de una penitenciaría. Un muro alto de ladrillo, del mismo color lúgubre del edificio, rodeaba los jardines. Tuvo que detener el automóvil ante una verja de hierro, donde pulsó el botón de un timbre que llamó la atención de un arisco guarda con una porra colgada del cinturón.
—Me llamo Isaac Bell. Tengo una cita con el doctor Ryder.
—No puede meter eso aquí —dijo, señalando el coche.
Bell aparcó el Ford a un lado del camino de acceso. El guarda le dejó pasar por la verja.
—No me responsabilizo de lo que le ocurra a ese automóvil —dijo sonriendo burlonamente—. No todos los locos están dentro.
Bell se acercó y le dedicó una sonrisa fría.
—Considere ese automóvil su principal responsabilidad hasta que vuelva.
—¿Qué ha dicho?
—Si al automóvil le ocurre algo, usted pagará los platos rotos. ¿Me cree? Bien. Y ahora, lléveme con el doctor Ryder.
El propietario del manicomio era un hombre de cuarenta y tantos años arreglado, meticuloso y exquisitamente vestido. A Bell le pareció un tipo quisquilloso, encantado con una situación que le ofrecía control absoluto sobre las vidas de cientos de pacientes. Se alegró de haber seguido la advertencia de Joe van Dorn acerca de los pequeños napoleones.
—No creo que le convenga visitar a la señorita Di Vecchio esta tarde —dijo el doctor Ryder.
—Usted y yo hablamos por teléfono esta mañana —le recordó Bell—. Accedió a dejarme ver a la señorita Di Vecchio.
—El estado mental de un paciente no siempre es conveniente para un extraño. Un encuentro inoportuno podría resultar angustioso para los dos.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo —dijo Bell.
—¿Y la paciente?
Isaac Bell miró al doctor Ryder a los ojos.
—¿Le dice algo el nombre de Andrew Rubenoff?
—Me suena a judío.
—De hecho, es judío —contestó Bell con un brillo peligroso en los ojos. No soportaba la intolerancia, motivo por el cual iba a disfrutar todavía más bajándole los humos a Ryder—. Y un buen judío. Además de un estupendo pianista.
—Me temo que no conozco al… ejem… caballero.
—El señor Rubenoff es un banquero. Es un viejo amigo de mi padre. Prácticamente un tío para mí.
—No tengo a ningún banquero llamado Rubenoff. Y ahora, si me disculpa…
—No me sorprende que no conozca al señor Rubenoff. Sus clientes tienden a dedicarse a negocios prósperos como la fabricación de automóviles y el cine. Pero como es un sentimental, permite que sus conglomerados de empresas mantengan bancos más pequeños y convencionales, e incluso compra alguno de vez en cuando. De hecho, el «tío Andrew» me ha pedido que haga una visita de su parte a uno situado cerca de aquí mientras esté en la zona. Creo que se llama First Farmers Bank of Pittsfield.
El doctor Ryder palideció.
—Los chicos del departamento de investigación de la agencia de detectives Van Dorn saben sacar a la luz hasta la información más comprometida. El First Farmers of Pittsfield financia su hipoteca, doctor Ryder, las condiciones de la cual permiten al banco solicitar la devolución de su préstamo si el valor de la garantía subsidiaria baja de golpe, como ha sido el caso de la mayoría de los manicomios privados, incluido el Ryder, ya que los nuevos centros gestionados por el estado atraen cada vez a más pacientes. Me reuniré con la señorita Di Vecchio en una habitación limpia, agradable y bien iluminada. Sus dependencias personales, que según tengo entendido están en la planta superior del torreón, serán ideales.
Danielle di Vecchio dejó a Bell sin habla. Entró tímidamente en el piso de Ryder, un poco temerosa (resultaba comprensible, pensó Bell), pero también llena de curiosidad. Era una mujer muy hermosa, alta y bien formada. Iba ataviada con un andrajoso vestido blanco, y tenía una larga melena morena y unos ojos oscuros enormes.
Bell se quitó el sombrero e indicó a la enfermera con un gesto que los dejara y cerrase la puerta. Tendió la mano a la dama.
—Señorita Di Vecchio, gracias por venir a verme. Me llamo Isaac Bell.
Habló con suavidad y dulzura, teniendo presente que ella había sido encarcelada por mandato judicial por acuchillar a un hombre. Los ojos de Danielle di Vecchio, que se paseaban por la estancia mirando con atención los muebles, las alfombras, los cuadros y los libros, se posaron en él.
—¿Quién es usted?
Tenía acento italiano, pero su pronunciación era clara.
—Soy detective privado. Estoy investigando los disparos de los que Marco Celere fue víctima.
—Ladro!
—Sí. ¿Por qué lo llama ladrón?
—Porque robó —contestó ella simple y llanamente.
Danielle miró hacia la ventana, y Bell advirtió por el modo en que se le iluminó el rostro que hacía mucho tiempo que no salía y que probablemente no había visto los árboles, la hierba verde y el cielo azul ni siquiera de lejos.
—¿Por qué no nos sentamos al lado de la ventana? —preguntó Bell al tiempo que se aproximaba lentamente hacia ella.
Danielle lo siguió con cautela, recelosa como una gata pero deseosa de recibir la caricia de la brisa que movía las cortinas. Bell se situó de forma que pudiera detenerla si trataba de saltar por la ventana.
—¿Puede decirme qué robó Marco Celere?
—¿Ha muerto a causa de los disparos?
—Probablemente —contestó Bell.
—Bien —dijo Danielle, y acto seguido se persignó.
—¿Por qué se ha santiguado?
—Me alegro de que esté muerto. Pero me alegro de que no fuera yo quien le quitara la vida. Es obra de Dios.
Dudando que Dios hubiera actuado en representación de Harry Frost, Isaac Bell probó suerte con el estado mental de la señorita Di Vecchio.
—Pero intentó matarlo, ¿no?
—Y fracasé —respondió Danielle. Miró a Bell a la cara—. He tenido meses para pensar en ello. Creo que una parte de mi alma se encerró en sí misma. No recuerdo todo lo que pasó ese día, pero sí me acuerdo de que, aunque no le di en el cuello, le hice un corte largo en el brazo. Aquí…
Deslizó sus dedos con torpeza por la cara interior del antebrazo de Bell.
—Me alegré, pero no recuerdo si me alegré porque le hice sangre o porque no lo maté.
—¿Qué fue lo que Marco robó?
—El trabajo de mi padre.
—¿Qué trabajo?
—Mi padre era un cervellone degli aeroplani… ¿Cómo se dice? Un cerebro, ¡un genio de los aeroplanos!
—¿Su padre inventó máquinas voladoras?
—¡Sí! Un bello monoplano. Lo llamó Aquila, que significa «águila». Cuando trajo su Aquila a Estados Unidos, estaba tan orgulloso de vivir aquí, señor Bell, que lo llamó American Eagle.
Danielle di Vecchio empezó a hablar rápidamente. Marco Celere había trabajado para su padre en Italia como mecánico, ayudándolo a construir los aeroplanos que él diseñaba.
—Eso fue en Italia. Antes de que se acortara el apellido.
—¿Marco cambió de apellido? ¿Cómo se llamaba?
—Prestogiacomo.
—Prestogiacomo —dijo Bell, imitando el sonido que salía por la boca de la joven.
Le pidió que lo deletreara y lo anotó en su cuaderno.
—Cuando Marco llegó a este país dijo que era demasiado largo para los estadounidenses. Pero era mentira. Todo el mundo sabía que Prestogiacomo era un ladro. Aquí su nuevo apellido, Celere, solo significa «rápido». Nadie sabía la clase de hombre que era en realidad.
—¿Qué robó a su padre?
Según la señorita Di Vecchio, Marco había robado un nuevo método de reforzamiento de las alas y de control del alabeo.
—¿Puede explicarme a qué se refiere con «control del alabeo»? —preguntó Bell, poniendo a prueba otra vez la lucidez de Danielle.
Ella hizo un gesto, usando sus largos brazos como alas.
—Cuando el aeroplano se inclina hacia un lado, el conduttore o pilota cambia las piezas móviles de las alas para que la aeronave se incline hacia el otro lado y esté recta.
Recordando su primera conversación con Josephine, Bell preguntó:
—¿No inventaría su padre por casualidad los alettoni?
—¡Sí! ¡Sí! A eso me refiero. Los alettoni.
—Alas pequeñas.
—Mi padre —dijo Danielle, dándose unos golpecitos en el pecho con orgullo—, mi maravilloso babbo. En lugar de torcer toda el ala, él movía solo unas pequeñas partes. Así era mucho mejor.
Bell le pasó su cuaderno y le tendió su estilográfica Waterman.
—¿Puede mostrármelo?
Danielle di Vecchio dibujó un monoplano y representó las partes móviles con bisagras en el borde posterior de las alas. Se parecía mucho a la máquina amarilla que Josephine estaba pilotando.
—¿Los alettoni, las alas pequeñas con bisagras, es lo que Marco robó a su padre?
—No solo eso. También le robó la fuerza.
—No lo entiendo.
—Mi padre aprendió cómo se comportan las alas para hacerlas fuertes.
Mediante un nuevo torrente de palabras salpicadas de expresiones italianas e ilustradas con otro dibujo, Danielle explicó a Bell que los monoplanos acostumbraban estrellarse cuando se dañaban las alas en pleno vuelo, a diferencia de los biplanos, cuyas alas dobles eran sólidas desde el punto de vista estructural. Bell asintió con la cabeza. Había oído eso mismo en repetidas ocasiones en el campo interior de Belmont Park. Los monoplanos eran ligeramente más rápidos que los biplanos porque ofrecían menos resistencia al viento y pesaban menos. Los biplanos eran más resistentes, uno de los motivos por los que todo el mundo se sorprendió cuando el Farman de Eddison-Sydney-Martin se hizo pedazos. Según Danielle, Marco Celere había propuesto que la debilidad del monoplano no se debía a los «cables de vuelo» situados debajo de las alas, sino a los «cables de aterrizaje» que había encima de ellas.
—Marco probó su monoplano con sacos de arena para «crear» la presión del vuelo… ¿Cómo se dice en su idioma?
—¿Simular?
—Exactamente. Para simular la presión del vuelo. Mi padre decía que una prueba estática era demasiado simplista. Marco afirmaba que las alas no se movían. Decía que las fuerzas que actuaban sobre ellas no variaban. Pero ¡las alas se mueven durante el vuelo! ¿No lo entiende, señor Bell? Las fuerzas de las ráfagas del viento y las presiones de las maniobras de las máquinas (carico dinamico) afectan a las alas por muchas zonas y no solo las empujan sino que las tuercen. Las ridículas pruebas de Marco no lo tuvieron en cuenta —dijo despectivamente Danielle—. Hizo sus alas demasiado rígidas. ¡Es un mecánico, no un artista!
Le dio a Bell los dibujos.
El investigador apreció un gran parecido con la máquina que Preston Whiteway había comprado a los acreedores de Marco Celere, a instancias de Josephine.
—¿Es peligroso el monoplano de Marco? —preguntó a la dama.
—¿El que hizo en San Francisco? Sería peligroso si no hubiera robado el diseño de mi padre.
—He oído que a un monoplano que Marco vendió al ejército italiano se le partió un ala.
—¡Sí! —confirmó airadamente Danielle—. Ese es el que causó todos los problemas. Su monoplano rígido, el que probó con sacos de arena en Italia, se estrelló.
—Pero ¿por qué su padre no pudo vender su monoplano Eagle al ejército italiano si era mejor que el de Marco?
—Marco acabó con el mercado. Envenenó las mentes de los generales contra los monoplanos. La fábrica de monoplanos de mi padre quebró.
—Interesante —dijo Bell, y observó la reacción de la joven—. Tanto su padre como Marco tuvieron que marcharse de Italia.
—¡Marco huyó! —contestó en tono desafiante Danielle—. Se llevó el diseño de mi padre a San Francisco, donde vendió máquinas a esa mujer rica, Josephine. Mi padre emigró a Nueva York, donde tenía muchas esperanzas de vender su monoplano Aquila. Los banqueros de Wall Street invertirían en una nueva fábrica. Pero antes de que pudiera despertar su interés, los acreedores se apoderaron de todo en Italia. Estaba arruinado. Tanto que se suicidó asfixiándose con gas en la habitación de un hotel barato de San Francisco.
—¿San Francisco? Ha dicho que su padre vino a Nueva York.
—Marco lo atrajo al estado de California prometiéndole dinero por sus inventos. Pero lo único que quería era que papá arreglase sus máquinas. Murió solo. Ni siquiera lo acompañó un sacerdote. Por eso intenté quitar la vida a Marco Celere.
Danielle cruzó sus proporcionados brazos y miró a Bell a los ojos.
—Estoy furiosa, no loca.
—Ya lo veo —dijo Isaac Bell.
—Pero estoy encerrada con locos.
—¿La tratan bien?
La joven se encogió de hombros. Con sus largos y gráciles brazos se toqueteó el vestido, que ya no era blanco sino gris después de más de cien lavados.
—Cuando estoy enfada me encierran sola.
—Cogeré al doctor Ryder y hablaré con él. —Sí, pensó Bell, lo cogería fuerte por el cogote y le pegaría la cara a la pared.
—No tengo dinero para abogados. Ni para «expertos médicos» que expliquen al tribunal que no estoy loca.
—¿Puedo preguntarle por qué su padre no encontró más compradores para su máquina voladora Eagle?
—El monoplano de mi padre es tan bueno, tan original y novedoso que una parte sigue siendo… ¿Cómo se dice? Indomita. Tempestuosa.
—¿Ingobernable?
—Sí. Todavía no ha sido domada.
—¿Es peligrosa la máquina voladora de su padre?
—Digamos que es «interesante» —contestó Danielle di Vecchio esbozando una sonrisa elegante.
En ese momento, pensó el alto detective, podrían haber estado a miles de kilómetros de Massachusetts, coqueteando en un salón romano.
—¿Dónde está? —preguntó.
Los ojos oscuros de la mujer italiana se desviaron más allá de Bell, miraron a través de la ventana y se clavaron en la cima de la colina. Una sonrisa de oreja a oreja iluminó su rostro.
—Allí —dijo.
Bell miró por la ventana. ¿Qué demonios se estaba imaginando Danielle?
El camión con la rueda pinchada había arrastrado su remolque hasta la cumbre de la colina.
—Un chico —explicó ella—. Un buen chico. Me quiere.
—Pero ¿qué va a hacer con la máquina de su padre?
—Mi padre la trajo con él de Italia. Sus acreedores no podrían acceder a ella aquí. Es mi legado. Mi herencia. Ese chico ayudó a mi padre en Estados Unidos ¡Es un eccellente meccanico!
—¿No es un artista? —preguntó Bell, poniendo a prueba su reacción con una sonrisa. No podía estar seguro, pero Danielle di Vecchio parecía tan cuerda como él.
—Los artistas son poco frecuentes, señor Bell. Seguro que ya lo sabe. Me escribió diciendo que venía. Pensé que estaba soñando. —Se levantó de un salto y saludó con la mano por la ventana, pero era poco probable que el joven camionero la viera.
Bell le pasó el dobladillo de la cortina blanca.
—Agite esto. Tal vez lo vea.
Danielle hizo lo que Bell le indicaba, pero el joven no respondió al saludo; probablemente solo veía un edificio lleno de barrotes.
Ella se dejó caer en el asiento de la ventana.
—Él sigue soñando. ¿Acaso cree que puedo salir de aquí andando?
—¿Cómo se llama? —preguntó Bell.
—Andy. Andy Moser. A mi padre le caía muy bien.
A Isaac Bell se le ocurrió una maravillosa posibilidad.
—¿Es rápido el monoplano de su padre?
—Muy rápido. Mi padre creía que solo la velocidad vencería a los vientos. Decía que cuanto más veloz fuera el aeroplano, más seguro sería con mal tiempo.
—¿Supera los cien kilómetros por hora?
—Mi padre tenía la esperanza de alcanzar los ciento diez.
—Señorita Di Vecchio, tengo que hacerle una proposición.