Isaac Bell corrió al parque ferroviario, donde Archie había montado una oficina de campaña en un rincón del vagón hangar de Josephine. Echó un vistazo a los informes que estaban recibiendo por telégrafo y teléfono, así como a través de mensajeros. Harry Frost seguía fugado a pesar de sus heridas.
O para ser exactos, Bell tenía que reconocerlo, Harry Frost había desaparecido.
Habían alertado a todos los hospitales que estuvieran ojo avizor con el hombre herido. Ninguno había respondido. Frost podía estar muriéndose en una cuneta o haber fallecido ya. Quizá se había ocultado en las tierras de cultivo que rodeaban el hipódromo. O acaso se había dirigido a Brooklyn, donde los gángsteres lo acogerían a cambio de dinero y le proporcionarían tanto enfermeras como farmacéuticos deshonestos para que le curasen las heridas. Podía haber huido al este, a la zona rural de Nassau y los campos de Suffolk. O al norte, al inmenso y poco poblado territorio de Long Island donde los dueños de las grandes fortunas de Estados Unidos cazaban a caballo acompañados de jaurías de perros.
Bell telefoneó a la oficina de Nueva York. Pidió que enviaran más agentes de Manhattan, así como otros investigadores para doblar la vigilancia en las estaciones de ferrocarril y de metro y en los transbordadores. Y envió a aprendices a hospitales con instrucciones estrictas de no involucrarse salvo para pedir ayuda. Cuando hubo hecho todo lo que estaba en su mano para poner en marcha la búsqueda, dejó a una docena de detectives con órdenes de no separarse de Josephine y, a toda prisa, se dirigió en su Pierce prestado al hospital Nassau, en Mineola, adonde habían llevado a Archie.
La hermosa mujer de Archie, Lillian, una joven rubia de diecinueve años, aguardaba con un largo guardapolvo fuera de la sala de operaciones, recién llegada en coche desde Nueva York. Sus ojos azules increíblemente claros estaban secos y atentos, pero su cara era una máscara de miedo.
Bell la abrazó. Él se la había presentado a Archie intuyendo que la vivaz hija única de un viudo magnate del ferrocarril alegraría la vida a su amigo. Y no se había equivocado. Los dos se adoraban. Él había convencido al arisco padre de Lillian que viera a Archie como el hombre que realmente era y no como un cazafortunas. «Has cambiado mi vida», le había dicho Archie a Bell en agradecimiento en la boda, en la que Isaac había hecho de padrino. Irónicamente, años antes, él ya había cambiado la vida de Archie cuando le había propuesto que se hiciera detective. Ojalá no lo hubiera hecho.
Bell observó por encima de la cabeza de la joven que un cirujano salía de la sala de operaciones con expresión seria. Cuando vio a Bell abrazando a Lillian, sus ojos reflejaron alivio, como si el hecho de que un amigo estuviera consolándola le hiciera más fácil comunicarle que su esposo pronto moriría.
—El doctor está aquí —susurró Bell.
Lillian se volvió hacia el cirujano.
—Dígame.
El doctor dudó un instante. Para Isaac Bell, Lillian Hennessy Abbott era la hermana pequeña que nunca había tenido. Podía olvidarse de su belleza, tan exquisita que a la mayoría de los hombres les costaba hablar con ella en su primer encuentro. Bell supuso que el doctor no soportaba pronunciar ninguna palabra que arrasase sus mejillas de lágrimas o provocara un mohín en sus hermosos labios.
—Dígame —repitió Lillian, y cogió la mano del doctor.
Su firme contacto infundió valor al hombre.
—Lo lamento, señora Abbott. La bala ha causado muchos daños. No alcanzó el corazón por poco, pero hizo pedazos dos costillas.
A Bell se le desgarró el alma.
—¿Está muerto?
—¡No…! Todavía vive.
—¿Tiene remedio? —preguntó Lillian.
—Ojalá pudiera…
Bell la abrazó con más fuerza cuando ella se derrumbó entre sus brazos.
—¿No puede hacerse nada? —dijo.
—Yo… no puedo hacer más.
—¿Hay alguien capaz de salvarlo? —preguntó Isaac Bell.
El doctor suspiró profundamente y lo miró con expresión ausente.
—Solo hay un hombre que podría intentar operarlo. El cirujano S. D. Nuland-Novicki. En la guerra de los Bóers, desarrolló nuevos métodos para curar heridas de bala. Lamentablemente, el doctor Nuland-Novicki…
—¡Tráigalo! —gritó Lillian.
—Está lejos. Está impartiendo clases en Chicago.
Isaac Bell y Lillian Hennessy Abbott se miraron fijamente, esperanzados.
—Pero aunque Nuland-Novicki pudiera subir al semidirecto 20th Century a tiempo, su marido no durará las dieciocho horas que el cirujano tardará en llegar. Diecinueve, con el tiempo añadido de aquí a Long Island. Y no podemos trasladar a su esposo a Nueva York.
—¿Cuánto le queda?
—Doce o catorce horas como mucho.
—¿Dónde hay un teléfono? —solicitó Bell.
El doctor los llevó corriendo a través de las resonantes salas hasta la estación telefónica central del hospital.
—Gracias a Dios, mi padre está en casa —dijo Lillian—. Póngame con Nueva York —dijo a la operadora—. Murray Hill, cuatro, cuatro, cuatro.
Estableció conexión con la mansión de piedra caliza de Osgood Hennessy en Park Avenue. El mayordomo llamó a Hennessy al teléfono.
—Padre, escúchame. Han disparado a Archie… Sí, está herido de gravedad. Hay un cirujano en Chicago. Necesito que esté aquí en doce horas.
El doctor sacudió la cabeza y le dijo a Bell:
—El 20th Century y el semidirecto de Broadway tardan dieciocho horas. ¿Qué tren podría venir de Chicago a Nueva York más rápido que esos ferrocarriles de primera?
Isaac Bell dejó escapar una sonrisa esperanzada.
—Un vapor especial en una vía básicamente despejada por un magnate del ferrocarril que adora a su hija.
—Los enemigos del comisario Baker lo consideran un pelagatos —gruñó Osgood Hennessy, refiriéndose al comisario de policía de Nueva York recién nombrado—. Yo lo considero un buen tipo.
Seis automóviles de la brigada de tráfico y una motocicleta que el departamento estaba probando con miras a crear una brigada de esos vehículos de dos ruedas aceleraban sus motores en el exterior de la estación de Grand Central, preparados para escoltar la limusina de Hennessy a la mayor velocidad posible por el puente de Manhattan y a través de Brooklyn hasta el condado de Nassau. Las calles estaban oscuras, y el amanecer teñía el cielo del este de un tenue tono rosado.
—¡Ahí están! —gritó Lillian.
Isaac Bell salió de la estación de ferrocarril sin perder un segundo. Llevaba cogido del brazo a un Nuland-Novicki de aspecto juvenil y saludable, que se movía a toda prisa a su lado como un perrito impaciente.
Los motores rugieron, las sirenas ulularon y a los pocos segundos la limusina recorría Park Avenue como una exhalación. Lillian entregó a Nuland-Novicki el último telegrama del hospital. El doctor lo leyó y asintió con la cabeza.
—El paciente es un hombre fuerte —dijo para tranquilizarlos—. Eso siempre es de ayuda.
En Belmont Park, el mismo tono rosado del amanecer se reflejaba en el reluciente raíl de acero por el que el revolucionario motor térmico de Dmitri Platov tenía que hacer su última prueba. El cielo del nuevo día imprimía urgencia a la tarea de un hombre agachado debajo del aparato. Si se quedaba más tiempo, los madrugadores lo verían aflojando tornillos con una llave inglesa. Ya olía a desayuno. La brisa que atravesaba el campo interior transportaba el olor del beicon que se estaba friendo en los trenes de refuerzo del parque ferroviario, al otro lado de la tribuna.
Los mecánicos aparecerían en cualquier momento. Pero el sabotaje era un trabajo lento. Tenía que esperar antes de girar cada tuerca para lubrificar las roscas con aceite penetrante a fin de evitar el chirrido del metal oxidado. Luego tenía que secar las gotas, pues no pasarían desapercibidas a las miradas atentas de los hombres que hicieran las últimas pruebas en tierra antes de experimentar con el biplano de Steve Stevens, quien aguardaba cerca del raíl bajo una lona.
Ya habría terminado si los detectives que vigilaban la máquina voladora de Josephine Josephs no acostumbrasen peinar el campo interior del hipódromo. Silenciosos, impredecibles, aparecían de improviso enfocando con linternas y desaparecían de manera igual de repentina, haciendo que se preguntase cuándo y por dónde llegarían la próxima vez. En dos ocasiones se había agachado, frotándose nerviosamente el brazo, mientras esperaba a que siguieran adelante.
El último paso después de aflojar los pernos que sujetaban los dos extremos contiguos del raíl consistía en meter unas cerillas para rellenar el espacio vacío. Si alguien probaba la junta, no parecería suelta. Pero cuando el motor térmico desencadenase toda su potencia, los raíles se separarían y la junta se abriría. El efecto sería como el de un cambio de agujas activado para desviar un tren de una vía a otra. La diferencia era que allí solo había una vía, y el «tren», el motor milagroso de Platov, no tendría otra vía a la que ser desviado y saldría disparado por los aires como una bala de cañón autopropulsada. Y que Dios asistiera a todo el que se interpusiese en su camino.