10

Isaac Bell sacó su Browning de la pistolera y corrió a toda velocidad por en medio de una hilera doble de máquinas voladoras.

La imagen de un hombre alto con un traje blanco corriendo hacia ellos con un arma en la mano dispersó a los mecánicos que se habían quedado mirando los restos del accidente que acababa de tener lugar. Al final del pasillo que le abrieron, Bell vio a Josephine de espaldas. Delante de ella, el pelirrojo Archie Abbott la protegía con su cuerpo. Frente a Archie, seis detectives de Van Dorn luchaban hombro con hombro para cerrar el paso a una formación de matones que atacaban con puños, porras y trozos de cadena de bicicleta.

Detrás de los agresores había una furgoneta de Doubleday, Page y Compañía de color verde oscuro con las puertas traseras abiertas de par en par. Harry Frost saltó a través de ellas con una pistola en una mano y un cuchillo en la otra.

Un detective sacó su arma. Una cadena de bicicleta se la arrancó de la mano, que enseguida quedó ensangrentada. Una porra le asestó un golpe en el cráneo y lo lanzó dando vueltas. Otro detective fue derribado a la hierba pisoteada. Los cuatro que quedaban lucharon por mantener la barrera, pero la embestida de los agresores los arrolló y los hizo a un lado, despejando el camino hasta Archie y Josephine. Harry Frost se encaminó con la velocidad y la fuerza de un rinoceronte enloquecido.

Isaac Bell apretó el gatillo de su Browning. Era un arma muy precisa, pero como estaba corriendo apuntó al objetivo más grande del cuerpo de Frost y no a su cabeza. La bala dio en el blanco. Vio cómo impactaba en la chaqueta de Frost, pero el proyectil no detuvo al corpulento hombre. Tampoco impidió que este apuntara a Archie con su pistola.

Bell casi había llegado a ellos; estaba lo bastante cerca para reconocer la pistola de Frost: un revólver Webley-Fosbery. Conociendo la afición de Frost a la brutalidad, Bell temía que el arma estuviera cargada con balas de punta hueca del calibre 455.

Archie se mantuvo firme y apuntó a Frost con su arma. Era una pistola de bolsillo Mauser de 6,35 milímetros hecha a pequeña escala, un modelo experimental que los dueños de la fábrica le habían regalado cuando estuvo en Alemania durante su luna de miel. Bell le había dicho que era demasiado ligera para confiar en ella, pero Archie había sonreído y había repuesto:

—Es un recuerdo de nuestra luna de miel, y no me arruga el traje.

Sin perder la calma, dejó que Frost redujese la distancia antes de disparar tres balas.

Bell vio que los proyectiles perforaban las solapas de Frost, pero este siguió avanzando. Su velocidad, su peso y su impulso eran más fuertes que tres balas de 6,35 milímetros. Archie había apuntado bien, y sus proyectiles acabarían matando a Harry Frost, pero el hombre estaba dispuesto a sembrar la destrucción antes. Bell le apuntó a la cabeza. Archie bloqueó su línea de tiro.

Con gran sangre fría, el detective pelirrojo levantó el cañón de su pistola para dar a Frost el golpe de gracia entre los ojos. Antes de que pudiera disparar, otra cadena de bicicleta pasó silbando por el aire como un látigo y le arrebató la Mauser de la mano.

Isaac Bell se desvió a la izquierda y disparó por encima del hombro de Archie. Estaba seguro de que había acertado otra vez a Frost, pero el gigante encolerizado con el rostro encendido disparó a bocajarro a Archie Abbott con su arma. El Webley retumbó como un cañón.

Archie se tambaleó cuando la bala de punta hueca le abrió un boquete a través del pecho. Las piernas le flaquearon. Frost se metió el revólver en el bolsillo y se cambió de mano la navaja, clavando sus ojos ardientes en Josephine mientras pasaba muy cerca de Archie.

Archie le lanzó un izquierdazo demoledor mientras caía.

Bell sabía que, dado que tenía el cuerpo destrozado, aquel puñetazo era fruto de lo único que quedaba a Archie: su valor y su destreza. El golpe alcanzó a Frost de lleno en un lado de la mandíbula, con tal fuerza que le rompió el hueso. Frost abrió los ojos desorbitadamente de la sorpresa. Aflojó el puño y la navaja se le cayó.

Bell estaba casi encima de él. No podía disparar. Josephine se interponía en su camino.

Frost se dio la vuelta y echó a correr.

El detective empezó a perseguirlo, pero al saltar por encima del cuerpo de su amigo abatido vio la sangre de vivo color rojo que brotaba de la chaqueta de Archie. Sin vacilar, se agachó a su lado.

—¡Un médico! —gritó—. ¡Que alguien llame a un médico!

Bell abrió la chaqueta y la camisa de Archie, y sacó una afilada navaja arrojadiza de su bota para cortarle la camiseta. La sangre salía a borbotones de la herida. Bell miró a su alrededor. La gente estaba boquiabierta, pero había unos ojos de mirada serena dispuestos a ayudarle.

—¡Josephine!

Bell le dio la navaja.

—¡Rápido! Corte un trozo de tela de ala. Así.

Le indicó el tamaño con las manos.

—¡Un médico! —volvió a gritar Bell a los que miraban—. ¡Que los hombres se pongan en marcha! ¡Busquen a un médico!

Josephine regresó a los pocos segundos con un cuadrado de tela amarilla perfectamente cortado.

Isaac Bell presionó con él sobre la herida y sujetó tres lados del cuadrado contra la piel de Archie. Mientras el pecho de Archie subía y bajaba, Bell dejó que el aire de la herida saliera, pero no permitió que entrase más.

—¡Josephine!

—Aquí estoy.

—Necesito tela para atar esto.

Sin vacilar, ella se quitó la gruesa túnica de vuelo y luego la blusa, que cortó en tiras largas.

—Ayúdeme a pasarla por debajo.

Bell dio la vuelta a Archie y lo colocó sobre el costado de la herida mientras Josephine metía la tela por debajo de él. Bell ató los extremos.

—Coja esas prendas para mantenerlo en calor.

—¡Un médico!

Por fin, un médico se acercó corriendo. Dejó su maletín en el suelo, se arrodilló al lado de Archie y le buscó el pulso.

—Buen trabajo —dijo refiriéndose al vendaje—. ¿Es usted médico?

—He visto hacerlo —contestó Bell secamente.

En su propio pecho, podría haber añadido, cuando tenía veintidós años, mientras Joseph van Dorn trataba de salvar la vida de su aprendiz y las lágrimas le humedecían el bigote.

—¿Qué le ha hecho el agujero? —preguntó el médico.

—Una bala de punta hueca del calibre 455.

El médico miró a Bell.

—¿Es amigo suyo?

—Es mi mejor amigo.

El médico sacudió la cabeza.

—Lo siento, hijo. Esas balas son letales.

—Necesitamos una ambulancia.

—Hay una de camino. Al aviador inglés no le ha hecho falta.

A los pocos minutos Archie estaba en la ambulancia camino del hospital acompañado de dos médicos. Para entonces los detectives de la agencia Van Dorn se habían reagrupado y habían formado un cordón resistente alrededor de Josephine.

Harry Frost había escapado en medio de la confusión.

Bell organizó rápidamente una búsqueda y dispuso varias medidas entre las que se encontraba avisar a todos los hospitales de la zona.

—Lleva al menos tres balas encima, quizá cuatro —dijo—. Y Archie le rompió la mandíbula.

—Hemos atrapado a dos de su grupo, Isaac. Matones de Brooklyn. Reconozco a uno. Trabaja para Rod Sweets, el rey del opio. ¿Qué hacemos con ellos?

—A ver qué podéis sacarles antes de entregarlos a la policía.

A Bell no le cabía duda de que Archie se había camelado a la policía local cuando había llegado al hipódromo. El procedimiento habitual consistía en congraciarse con los agentes y averiguar con quién entablar amistad en caso de emergencia.

—Están cantando. Frost les pagó cien pavos por cabeza. Les dio el dinero por adelantado para que pudieran dejárselo a sus novias si los atrapaban.

—De acuerdo. Dudo que sepan algo útil acerca de Frost, pero a ver lo que podéis descubrir. Luego entregadlos. Decid a la policía que Van Dorn presentará cargos. Dadle un motivo para retenerlos.

Bell habló brevemente con Josephine para asegurarse de que se sentía a salvo y para garantizarle que le había asignado más centinelas hasta que atraparan a Frost.

—¿Se encuentra bien?

—Voy a volar —dijo ella.

—¿Ahora?

—Volar me ayuda a despejar la mente.

—¿No tiene que cambiar la tela que cortó de su máquina?

—No era de ninguna superficie importante.

Bell se dirigió a toda prisa al lugar donde se había estrellado el biplano de Eddison-Sydney-Martin. Que el accidente del inglés hubiera distraído a todos los presentes en Belmont Park, incluidos sus detectives, en el momento en que los matones de Harry Frost habían atacado parecía una extraña casualidad. De hecho, no podía ser fortuito; Frost debía de haberlo maquinado.

Bell vio de lejos que el Farman se había estrellado de morro. Su fuselaje despuntaba como un monumento, una lápida, dedicado al pobre Eddison-Sydney-Martin, quien, si las sospechas de Bell eran ciertas, había sido víctima de un asesinato, no de un accidente. La esposa del baronet se encontraba al lado del biplano destrozado. Un hombre alto con gorro de aviador la rodeaba con el brazo como si estuviera consolándola. Fumaba un cigarrillo. Se inclinó y le susurró algo al oído. Ella rió.

Bell dio la vuelta para poder verles las caras. El hombre era el mismísimo Eddison-Sydney-Martin. Estaba totalmente pálido, le caía un hilo de sangre de la venda que le cubría el ojo y se apoyaba en Abby. Pero, milagrosamente, el inglés se tenía en pie.

Bell volvió a mirar el Farman destrozado.

—¿Quién pilotaba su máquina? —preguntó al baronet.

Sir Eddison-Sydney-Martin se echó a reír.

—Me temo que he vivido la aventura en carnes propias.

—Es un milagro.

—El armazón suele absorber el impacto: toda la madera y el bambú se deforman de tal manera que amortiguan el golpe. Así que mientras uno no caiga ni se parta el cuello, ni el motor se desprenda y aplaste al aviador, hay bastantes posibilidades de sobrevivir a un accidente aéreo. Claro que también tengo que agradecer enormemente el papel que la suerte ha desempeñado.

—Lamento que haya quedado fuera de la carrera.

—No estoy fuera de la carrera. Pero necesito con urgencia otra máquina.

Bell miró a su esposa, preguntándose si como era ella la que extendía los cheques, se arriesgaría a volver a enviar a su marido al aire.

—Unos tipos muy espabilados de New Haven están experimentando con un Curtiss sin plano delantero que tiene mucha potencia —dijo Abby.

—Cuentan con una licencia de Breguet, que fabrica unas máquinas excelentes —añadió su marido.

—¿Qué ha ido mal? —preguntó Bell—. ¿Por qué ha caído?

—Oí un ruido muy potente. Luego un tirante de alambre pasó zumbando por encima de mi cabeza. Según parece, un soporte se rompió. Y a falta de apoyo, el ala se desprendió.

—¿Por qué se rompió el tirante?

—Es un misterio. Las máquinas Farman no suelen tener estructuras chapuceras. —Se encogió de hombros—. Mis chicos lo están investigando. Pero el deporte es así, ¿no? Siempre hay accidentes.

—A veces —dijo Bell, todavía más convencido de que el revés que el inglés había sufrido no había sido casual. Se acercó a los restos del aeroplano, donde Lionel Ruggs, el mecánico jefe de Farman, recuperaba algunas piezas—. ¿Ha encontrado el cable que se rompió? —le preguntó.

—El puñetero no se rompió —replicó Ruggs—. Se estrelló con tanta fuerza que está casi todo hecho pedazos.

—Me refiero al cable que se rompió y provocó el accidente. El baronet dice que oyó que uno se soltaba.

—Los he colocado todos ahí. —Señaló una hilera de alambres—. De momento, no he encontrado ninguno roto. Es cable de alambre similar a los que sostienen el puente de Brooklyn. Prácticamente, resulta indestructible.

Bell fue a echar un vistazo. Un ayudante, un chico que no debía de tener más de catorce años, iba y venía con más alambres. Estaba mirando el extremo de uno; parecía desconcertado.

—¿Qué has encontrado, hijo?

—Nada.

Bell sacó un dólar de plata reluciente del bolsillo.

—Pero tienes cara de sorpresa… Toma.

El muchacho cogió la moneda.

—Gracias, señor.

—¿Por qué no se lo enseñas a tu jefe?

El chico llevó el cable al mecánico jefe.

—Mire esto, señor Ruggs.

—Ponlo con el resto, muchacho.

—Pero, señor, tiene que mirar esto.

Lionel Ruggs se puso unas gafas de leer y acercó el cable a la luz.

—Maldita sea… ¡Maldita sea!

Justo entonces Dmitri Platov se acercó corriendo. Sacudió la cabeza al ver los restos del Farman. A continuación miró a Eddison-Sydney-Martin, quien estaba encendiendo otro cigarrillo.

—¿Usted sobrevivir? Usted suerte.

—¿Qué opina de esto, señor Platov?

El ruso cogió la pieza entre los dedos y la examinó; el desconcierto asomó también a su rostro.

—Ser raro. Ser muy raro.

—¿Por qué es raro? —preguntó Bell.

—Ser aluminio

El mecánico jefe Ruggs explotó.

—¿Qué demonios hacía eso en nuestra máquina?

—¿A qué se refiere? —preguntó Isaac Bell.

—Ser algo que no debería estar —explicó Platov—. Ser… ¿Cómo se dice? Ser eslabón débil.

—Este perno del extremo del cable es de aluminio fundido —dijo Ruggs, hecho una furia—. Debería ser de acero. Esos cables están sometidos a mucha tensión, y todavía más cuando la máquina se mueve bruscamente. El perno debería ser al menos tan resistente como el cable. De lo contrario, como el señor Platov sostiene, es un eslabón débil.

—¿De dónde ha salido? —preguntó Bell.

—He visto usarlo. Pero no en nuestras máquinas, ¡faltaría más!

Bell se volvió hacia el ruso.

—¿Ha visto usted aluminio usado de esta forma?

—Aluminio ligero. Aluminio en montantes, aluminio en piezas de cruzamiento, aluminio en estructuras. Pero ¿en perno de tirante? Solo tontos. —Se lo devolvió a Lionel Ruggs, con una expresión severa en su rostro habitualmente alegre—. La persona que hacer esto merecer que le disparen.

—Yo mismo apretaré el gatillo si encuentro a ese malnacido —dijo el mecánico.