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Isaac Bell observaba a un grupo de reporteros. Se abalanzaban sobre el participante inglés sir Eddison-Sydney-Martin mientras este esperaba a que sus mecánicos echasen aceite y gasolina a su Farman. El hecho de que los periodistas se moviesen por el campo interior en grupo hacía estar especialmente alerta al detective. Un asesino podría esconderse fácilmente entre ellos.

Archie andaba cerca vigilando a Josephine, quien por una vez no había desaparecido en el cielo azul y aguardaba su turno en la carrera de velocidad. El campo interior del hipódromo estaba más lleno de visitantes que de costumbre; parecía que todo el mundo hubiera conseguido un pase, de modo que Archie había doblado la vigilancia. En ese momento, diez detectives de Van Dorn, cuatro disfrazados de mecánicos, estaban cerca de Josephine.

Bell se convenció de que reconocía a todos los reporteros. De momento, solo los periódicos de Whiteway estaban cubriendo la competición, cosa que hacía un poco más fácil seguirles la pista. Si el público se entusiasmaba lo suficiente por la carrera, le había dicho Whiteway, otros periódicos tendrían que hablar de ella. Bell suponía que no abordarían el evento hasta que no les quedase más remedio. Mientras tanto, Whiteway estaba aprovechando al máximo su monopolio, y sus reporteros trataban la noticia exactamente como él quería. Los aviadores estadounidenses eran los más desfavorecidos, y entre ellos la que menos posibilidades de ganar tenía era la Novia Voladora de Estados Unidos, como llamaban a Josephine.

Un reportero aficionado a la bebida y punta de lanza del insigne Inquirer tomó la delantera gritando a Eddison-Sydney-Martin:

—Si el campeón de Inglaterra pudiera decir lo que le viniera en gana a los lectores estadounidenses, ¿qué les diría?

—Que gane el mejor o la mejor.

Bell reparó en que a Eddison-Sydney-Martin le temblaban las manos. Al parecer, Archie estaba en lo cierto con respecto a la timidez extrema del baronet. Bell advirtió que dirigirse a un grupo de personas le daba más miedo que volar a novecientos metros de altura. Su esposa, Abby, una preciosa morena, cogía del codo al baronet para ofrecerle apoyo, pero a Bell le sorprendió el valor que aquel hombre demostraba. A pesar de que le temblaban las manos y tenía los ojos desorbitados como un ciervo deslumbrado por un foco, se mantenía firme.

El reportero de Whiteway se hizo el incrédulo.

—No puede decirlo en serio, sir Eddison-Sydney-Martin. Los periódicos de Londres están proclamando al mundo entero que usted vuela por Inglaterra y por el honor de Gran Bretaña.

—Los británicos tenemos en común con los estadounidenses nuestra prensa entusiasta —contestó el baronet—. En realidad, yo soy prácticamente medio estadounidense gracias a la inmensa suerte que he tenido de casarme con mi adorable Abby, que es de Connecticut. Tampoco creo, y lo digo con sinceridad, que la Carrera Aérea de la Copa Whiteway sea como un combate de boxeo, en el que solo un hombre permanece en pie al final. Cada aviador de los que hay aquí puede considerarse ganador por el mero hecho de participar. Los conocimientos que adquiramos redundarán en mejores máquinas voladoras y mejores aviadores.

Un reportero que gritó el nombre de un periódico de Whiteway publicado en Nueva York preguntó:

—¿Ve futuro comercial en las máquinas voladoras?

—¿Me pregunta si habrá pasajeros que paguen para volar? Sabe Dios cuándo veremos un «aerobús» con tal capacidad de elevación. Pero hace unos instantes he visto una iniciativa comercial que puede servirnos de lección para el futuro. Cuando pasaba por encima de Garden City, a cinco kilómetros al norte, y estaba planeando hacia Belmont Park, me fijé en que debajo de mí había una furgoneta de la editorial Doubleday, Page y Compañía que venía al hipódromo. Y ustedes me preguntarán cómo pude ver desde lo alto que se trataba de una furgoneta de esa editorial. La respuesta es que, además de los letreros pintados a los lados de la furgoneta, un avispado jefe de publicidad en la sede de Garden City se había percatado de que el cielo estaba plagado de máquinas voladoras procedentes de Belmont Park y había pintado Doubleday, Page y Compañía en la parte superior para llamar la atención a los aviadores.

Los reporteros tomaron notas.

—Es evidente que a mí me despertó la curiosidad —añadió el baronet—. Así que tal vez el futuro comercial de las máquinas voladoras esté en los letreros publicitarios supinos.

Isaac Bell se unió a las risas.

El rostro alargado de Eddison-Sydney-Martin se iluminó embargado de un repentino alivio, como un hombre liberado de la cárcel antes del cumplimiento de su sentencia.

—¡Hola, Josephine! —gritó.

Josephine se dirigía a toda prisa a su aeronave amarilla con la cabeza gacha, como si albergase la esperanza de pasar desapercibida, pero se detuvo para devolver el saludo al baronet y gritó afectuosamente a la esposa este:

—¡Hola, Abby!

—Amigos periodistas —dijo el aviador inglés—, ¿no les resultaría más agradable entrevistar a una mujer atractiva?

En cuanto los reporteros divisaron a Josephine, Eddison-Sydney-Martin se introdujo de un salto en su Farman.

—¡Dale, Ruggs! —gritó con tono de urgencia.

Lionel Ruggs, su mecánico jefe, hizo girar la hélice. El motor rotativo Gnome arrancó con el primer tirón, y el baronet se elevó del campo de hierba dejando una estela de humo azul.

Isaac Bell se movió rápidamente para interceptar a los reporteros que se lanzaban en desbandada hacia Josephine, consciente de que cualquiera que quisiera hacerle daño podría colocarse un pase de periodista en la cinta del sombrero y unirse con discreción al grupo.

Archie ya había previsto esa posibilidad. Antes de que los reporteros llegasen hasta Josephine, se vio rodeada de detectives, quienes lanzaron una mirada penetrante a todos y cada uno de los periodistas.

—Como una seda —dijo Bell, elogiando a Archie.

—Para eso me paga tanto dinero el señor Van Dorn —contestó Archie sonriendo.

—Me ha dicho que se pregunta por qué sigues trabajando ahora que eres rico.

—Yo también me lo pregunto —dijo Archie—. Sobre todo cuando me han degradado a guardaespaldas «con clase».

—Yo solicité específicamente tu presencia. No te han degradado.

—No me malinterpretes: Josephine es estupenda, y estoy encantado de vigilarla, pero lo cierto es que este trabajo es para los chicos del servicio de seguridad.

—¡No!

Bell se dio la vuelta para mirar a su viejo amigo directamente a la cara.

—No te equivoques, Archie. Harry Frost quiere matarla, y en el servicio de seguridad de Van Dorn no hay ningún hombre que pueda detenerlo.

Archie era casi tan alto y delgado como Bell. Puede que Bell lo hubiera derribado en el combate de boxeo universitario que los había enfrentado hacía mucho, pero él era el único que lo había conseguido. El estilo relajado de Archie, su atractivo y su actitud patricia ocultaban una dureza que Bell rara vez había encontrado entre hombres de su clase.

—Sobrevaloras a Frost —dijo.

—Le he visto en acción. Tú, no.

—Le viste en acción hace diez años, cuando eras un crío. Ya no eres ningún crío. Y Frost es diez años mayor.

—¿Quieres que te sustituya? —preguntó Bell con frialdad.

—Si intentas echarme, acudiré directamente al señor Van Dorn.

Se miraron fijamente. Los hombres que estaban cerca de ellos retrocedieron creyendo que se liarían a golpes. Pero su amistad era demasiado sólida para que acabaran a puñetazos. Bell se echó a reír.

—Si se entera de que andamos a la greña, nos echará a los dos.

—Te juro, Isaac, que nadie hará daño a Josephine mientras yo esté de guardia —dijo Archie—. Si alguien se atreve a intentarlo, la defenderé con mi último aliento.

Isaac Bell se sintió más tranquilo no tanto por las palabras de Archie, sino porque durante toda la conversación este no había apartado los ojos de ella en ningún momento.

Una furgoneta de entrega de Doubleday, Page y Compañía impecablemente pintada y cargada hasta los topes entró en Belmont Park. El conductor y su ayudante llevaban unas gorras de uniforme con viseras brillantes del mismo color verde oscuro de la furgoneta. Se detuvieron en la entrada de servicio de la tribuna y descargaron unos paquetes de revistas World’s Work y Country Life in America. Luego, en lugar de salir del recinto, se metieron en el camino de grava que conectaba el parque ferroviario con el campo interior del hipódromo y siguieron a un camión de remolque modelo T que transportaba un motor Wright de un vagón hangar a la máquina voladora que tenía que impulsar.

La verja que cerraba el paso entre la pista de carreras y el campo interior estaba vigilada por detectives de la agencia Van Dorn. Hicieron señas al modelo T para que pasara, pero detuvieron la furgoneta y observaron a la pareja, ataviada como repartidores profesionales, con expresiones de desconcierto.

—¿Adónde vais?

El conductor sonrió.

—Seguro que no me creería si le dijera que venimos a entregar material de lectura a los aviadores.

—Tienes razón. ¿Qué pasa?

—Tenemos un motor en la parte trasera para el Liberator. Los mecánicos terminaron con él y nos pidieron si podíamos echarles una mano.

—¿Dónde está su camión?

—Tenían que cambiar las correas.

—Joe Mudd es mi cuñado —terció el ayudante—. Sabía que repartíamos revistas. Mientras el jefe no se entere, no hay problema.

—Está bien, pasad. ¿Sabéis dónde encontrarlo?

—Lo encontraremos.

La furgoneta verde zigzagueó por el atestado campo. El conductor esquivó máquinas voladoras, mecánicos, automóviles, camiones, carretillas y bicicletas. Hacinados en la parte trasera del vehículo, tan apretujados que tenían que estar de pie, había una docena de hombres de Rod Sweets. Iban vestidos con traje y bombín, y destacaban claramente por encima de los habituales adefesios del sector para garantizar la circulación fluida de opio y morfina a doctores y farmacéuticos. Permanecían en un silencio tenso, confiando en que sus atuendos les ayudaran a confundirse entre la multitud de espectadores cuando se produjera el accidente. Nadie quería buscarse problemas con los detectives de Van Dorn, pero Harry Frost les había pagado demasiado dinero por adelantado para rechazar el encargo. Se llevarían palos. Algunos acabarían detenidos. Pero los que escapasen a Brooklyn sanos y salvos no tendrían que trabajar durante meses.

Harry Frost estaba con ellos, observando el biplano Farman azul de sir Eddison-Sydney-Martin a través de una mirilla abierta en el lateral. Se sentía extrañamente tranquilo. Su plan daría resultado.

Sir Eddison-Sydney-Martin estaba elevándose rápidamente en el cielo, esforzándose por establecer un nuevo récord de velocidad para biplanos en una pista ovalada marcada con postes a un kilómetro y medio de distancia. La pista medía cinco kilómetros. Para batir el récord, tenía que dar veinte vueltas en menos de una hora, y estaba tomando las curvas cerradas ladeándose con gran destreza. Pero sin que el inglés lo supiera, cada curva que el robusto Farman tomaba a gran velocidad podía ser la última. Cuando el perno de aluminio de los hermanos Jonas cediese sometido a una fuerza tremenda, el tirante de alambre saboteado se desprendería del ala que sostenía, y el ala se rompería. En ese momento fatal, todos los ojos de los espectadores de la tribuna y del campo interior se posarían en la máquina abatida.

Frost las había visto caer. Desde una altura de ciento cincuenta metros, se tardaba un tiempo extraordinariamente largo en alcanzar el suelo. Durante ese tiempo, nadie, ni siquiera los detectives de la agencia Van Dorn, vería a los hombres salir de la furgoneta. Una vez en el exterior, sería demasiado tarde para detenerlos. Abrirían un camino a cuchilladas como una formación de fútbol americano, y él enfilaría el espacio despejado y arremetería contra Josephine.

Isaac Bell estaba admirando lo cerradas que Eddison-Sydney-Martin tomaba las curvas cuando, a los treinta minutos de haber iniciado su tentativa de superar el récord de velocidad, un ala de la máquina del baronet se desprendió. Parecía una ilusión. El motor siguió rugiendo, y el biplano continuó volando. El ala rota se separó en dos partes, el plano superior y el inferior, que permanecieron ligeramente sujetas entre ellas por unos refuerzos de alambre. La aeronave se precipitó siguiendo una trayectoria descendente pronunciada.

En la tribuna, miles de espectadores dejaron escapar un chillido ahogado. Se levantaron al unísono, con la cara pálida y la mirada fija en el cielo. Los mecánicos del campo interior alzaron la vista, angustiados. Una mujer gritó; era la esposa de Eddison-Sydney-Martin, advirtió Bell. El aeroplano caía con el morro hacia abajo; empezó a girar. Unas fuerzas terribles desgarraban la lona, y aquellas tiras de tela raída que la aeronave arrastraba parecían una larga cabellera.

Bell pudo ver a sir Eddison-Sydney-Martin peleándose con los mandos. Pero era inútil. El biplano estaba fuera de control. Impactó contra el suelo con un ruidoso estallido. Bell notó que la tierra se sacudía a cuatrocientos metros de distancia. Un gemido colectivo recorrió el campo interior y resonó entre la multitud de la tribuna.

Bell oyó otro grito.

Al alto detective se le cayó el alma a los pies, pero inmediatamente entró en acción. La esposa del aviador inglés corría hacia los restos del accidente, pero no era Abby la que había gritado. Ella se tapaba la boca con las dos manos. El grito, un desesperado chillido de terror, procedía de detrás de él.

Josephine.