Cuando anocheció en Belmont Park, los aviadores y los mecánicos cubrieron las aeronaves con lona para proteger sus alas de tela de la humedad. Ataron las máquinas a unas estacas bien clavadas en el suelo por si se levantaba viento. A continuación, se marcharon en tropel al parque ferroviario para dormir en sus trenes de refuerzo. En algún lugar a lo lejos, la campana de un reloj dio las once.
Todo quedó en silencio en el campo interior del hipódromo.
Dos sombras aparecieron debajo de la tribuna.
Los hermanos Jonas, que habían viajado desde Brooklyn en un camión para hielo, llegaron de día para reconocer el terreno. En ese momento, con la luna y las estrellas ocultas por las nubes, andaban con paso firme a oscuras, cruzando la pista de carreras y saltando al campo interior por encima de la cerca. Se dirigieron al aeroplano de Joe Mudd; lo eligieron porque estaba apartado a un lado y era un objetivo fácil. Pero a medida que se aproximaban oyeron unos ronquidos y se acercaron sigilosamente. Dos mecánicos, con la constitución de unos peones de albañil, dormían bajo las alas. Los Jonas se deslizaron al extremo opuesto del campo evitando el monoplano Celere de Josephine, que antes de que anocheciera habían visto rodeado de malhumorados detectives de Van Dorn armados con escopetas. Eligieron a una víctima distinta al otro lado del campo, ignorando que se trataba del biplano Farman de fabricación francesa del baronet inglés que había cruzado el canal de la Mancha, sir Eddison-Sydney-Martin.
Se aseguraron de que no había nadie durmiendo en las inmediaciones, quitaron la lona de un ala doble, tenuemente recortada contra el cielo oscuro, y examinaron su construcción. No sabían gran cosa acerca de máquinas voladoras, pero reconocían una viga de celosía cuando la veían. La única diferencia entre esa ala doble y un puente de ferrocarril radicaba en que, en lugar de construir la viga con postes y barras de acero oblicuas, los dos planos del ala se sostenían con postes de madera riostrados por tirantes de alambre oblicuos.
Después de averiguar lo que hacía resistente el ala del Farman, los hermanos Jonas procedieron a debilitarla. Buscaron a tientas en la oscuridad el tensor que aseguraba uno de los tirantes que se inclinaban desde el plano superior hasta el inferior.
—Cable de alambre —susurró George—. Menos mal que Frost dijo que no usáramos una sierra para metal. Habríamos tardado toda la noche en serrar esto.
Tapando el haz de luz de una linterna con las manos, inspeccionaron el tensor. Había un hilo de alambre de seguridad enrollado a su alrededor para impedir que se soltara con las vibraciones. Lo desenrollaron con cuidado, desatornillaron el tensor a fin de aflojar el tirante de cable de alambre hasta que pudieron sacar el extremo del enganche del ala y sustituyeron el perno de acero de ese enganche por uno frágil hecho de aluminio.
Apretaron el tensor hasta que recuperó la tirantez del alambre, enrollaron con cuidado el cable de seguridad exactamente como lo habían encontrado y cubrieron el ala otra vez con la lona. Tomaron nota del aeroplano que habían saboteado (Harry Frost había dejado claro que tenía que saberlo), comprobaron el color de la tela del ala con la linterna, salieron a la pista de carreras, localizaron su camión y se dirigieron a una granja cercana, donde aparcaron y se durmieron. Una hora después de que amaneciera, se reunieron con Harry Frost en Hempstead tal como él les había ordenado y le indicaron qué máquina habían saboteado.
—¡Describidla!
—Un biplano. Una hélice.
—¿Delantera o trasera?
—Trasera.
—¿De qué color?
—Azul.
Frost pagó cien dólares a cada uno; era más de lo que un mecánico cualificado que tuviera un jefe generoso cobraba al mes.
—No está mal por una noche —dijo George Jonas a Peter Jonas durante el largo viaje de vuelta a Brooklyn.
Pero antes tenían que llenar el camión de hielo como pago a su cuñado, que era el dueño del vehículo. Pesaron la carga en un «puente» del puerto controlado por la Compañía del Hielo Estadounidense. A cuatro dólares la tonelada.
—¿Y la rebaja de cincuenta céntimos? —preguntó George.
—A los distribuidores independientes no les hacemos rebaja.
—Se supone que en una tonelada hay mil kilos. ¿Cómo es que la tonelada que nos has cobrado solo pesa ochocientos kilos?
—Es hielo. Se ha derretido.
—Pero se supone que tienes que incluir unos kilos de más para compensar lo que se derrite.
—A los independientes, no —dijo el empleado de la compañía—. Moved el camión, estáis bloqueando el puente.
—No es justo.
—¿Qué vas a hacer al respecto?
Volvieron a casa en tranvía y visitaron su taberna favorita, riéndose de cómo convencerían a Harry Frost de que reformara el negocio del hielo. Menudo chanchullo. Sumándolo todo, la compañía controlaba la recogida, el envío, la distribución y la venta del hielo. Debía de generar diez millones de pavos al año. George y Peter Jonas rieron más alto. Harry Frost lo reformaría, eso seguro. Harry Frost se haría con el mando.
Hacía una mañana preciosa. Con varias cervezas y un par de huevos duros en la barriga, los hermanos Jonas decidieron tomar el tren eléctrico para volver a Belmont Park y contemplar cómo el aeroplano azul caía del cielo.