Las conversaciones se interrumpieron.
Los hombres dejaron las herramientas y se quedaron mirando.
El aeroplano amarillo estaba a escasos metros de estrellarse en el césped cuando Josephine tiró de una palanca que levantó unos pequeños alerones en la parte trasera de las alas y el timón de altura de la cola. La aeronave se niveló, redujo la velocidad, rebotó en la hierba y se detuvo suavemente.
Hubo un largo silencio sepulcral. A continuación, de un extremo del campo interior del hipódromo al otro, mecánicos y aviadores dedicaron silbidos, aplausos y vítores a su acrobacia, ya que era evidente que la joven había aterrizado exactamente como había querido, confiando en su destreza para burlarse de la gravedad.
Y cuando una figura delgada vestida de blanco de la cabeza a los pies salió de su compartimento detrás de las alas, los espectadores de las gradas prorrumpieron en una sonora ovación. Ella saludó con la mano a la multitud y les dedicó una sonrisa radiante.
—¡Bien hecho! —dijo Isaac Bell—. Puede que Preston Whiteway sea un idiota en su vida personal, pero sabe reconocer a una campeona.
Se dirigió a la máquina amarilla con paso resuelto, dejando atrás al larguirucho Archie. Un robusto detective vestido de mecánico miró en dirección a él.
—¿Adónde va, señor?
—Soy Isaac Bell, investigador jefe de Van Dorn.
El hombre retrocedió, aunque siguió observándolo con cautela.
—Lo siento, no le había reconocido, señor Bell. Soy Tom LaGuardia, de la oficina de Saint Louis. Acaban de trasladarme aquí. Le he visto hablando con el señor Abbott y he supuesto que era de fiar.
—Ha hecho lo correcto. No obstante, nunca haga suposiciones cuando la vida de su cliente corra peligro. Si detiene a la persona equivocada, siempre podrá disculparse. En cambio, si no detiene a la persona correcta, le será imposible pedir disculpas a un cliente muerto.
Archie lo alcanzó.
—Buen trabajo, Tom. Yo respondo por él.
Bell ya había echado a andar hacia Josephine. La joven se había subido al travesaño que unía las ruedas de aterrizaje y ajustaba el carburador con un destornillador inclinada sobre el motor.
—Parece que esos apéndices con bisagras que tiene en la parte trasera de las alas le ofrecen un control extraordinario.
Josephine miró a Bell con unos ojos llenos de vida. Color avellana, advirtió el investigador, con un cálido tono verde a la luz del sol que rayaba en un gris más frío.
—Se llaman alettoni. En italiano quiere decir «alas pequeñas».
—¿Han reducido la velocidad de descenso de su máquina ampliando la superficie de las alas?
—Desvían más aire —contestó la joven, y centró de nuevo la atención en el carburador.
—¿Funcionan mejor los alettoni que el alabeo?
—Todavía no estoy segura. No siempre hacen lo que quiero que hagan. A veces actúan a modo de freno y reducen la velocidad en lugar de mantenerme nivelada.
—¿Pueden ajustarse?
—El hombre que las inventó está muerto. Así que ahora tenemos que averiguarlo sin su ayuda. —La joven hizo un último ajuste, se guardó el destornillador en un bolsillo trasero, saltó al suelo y le ofreció una mano enfundada en un guante—. Soy Josephine, por cierto. ¿Quién es usted?
—Disculpe, debería haberme presentado. Me llamo Isaac Bell. Soy el investigador jefe de la agencia Van Dorn.
—Mis valientes protectores —dijo ella con una sonrisa abierta y sincera.
Era menuda, observó Bell. Apenas pasaba del metro cincuenta de estatura y tenía una bonita nariz respingona. Poseía una mirada directa propia de alguien mayor, aunque tenía la voz aguda de una niña.
—Encantada de conocerlo, señor Bell. Espero que el hecho de que usted sea el investigador jefe no signifique que hayan despedido a Archie.
—En absoluto. Archie está al cargo de su seguridad personal. Mi trabajo consiste en interceptar a su marido antes de que se acerque a usted lo bastante para hacerle daño.
La mirada de Josephine se ensombreció, y su rostro adoptó una expresión temerosa.
—Jamás lo atrapará, ¿sabe?
—¿Por qué?
—Es demasiado astuto. Piensa como un animal salvaje.
Bell sonrió para tranquilizarla, pues constató que temía a Frost.
—Haremos lo que sea necesario para ocuparnos de él. ¿Podría darme alguna pista sobre su comportamiento? Cualquier dato que me revele podría serme útil para averiguar su paradero.
—Solo puedo contarle cosas sobre él que no le resultarán de utilidad. Me temo que no sé nada que pueda servirle.
—Entonces dígame lo que no sea útil.
—Harry es totalmente impredecible. Yo nunca sabía qué esperar de él. Cambia de opinión en un abrir y cerrar de ojos.
Mientras hablaba, Josephine desvió la mirada al campo donde el biplano rojo de Joe Mudd estaba despegando de nuevo, y Bell se dio cuenta de que estaba evaluando a la competencia con la misma sangre fría con la que él evaluaría a un malhechor en una reyerta con navajas.
—¿Puede facilitarme el nombre de algún amigo al que su esposo acudiría?
—Nunca lo vi con amigos. No sé si antes tuvo alguno. No me lo dijo. No me dijo ni una palabra sobre el tema.
—Ayer encontré a unos hombres de Chicago en su campamento. Me dio la impresión de que vivían allí.
—Solo son guardaespaldas. Harry los mantenía cerca para que lo protegieran, pero nunca tuvo nada que ver con ellos.
—¿Para que lo protegieran de qué?
Josephine hizo una mueca.
—De sus «enemigos».
—¿Qué enemigos?
—Se lo pregunté una vez. Se puso a gritar y a dar berridos. Pensé que iba a matarme. Jamás volví a preguntarle. Creo que están en su cabeza. Ya sabe, estuvo en el manicomio.
Bell cambió de tema con delicadeza.
—¿Llevaba amigos con él cuando se iba de caza? ¿Cazaba en grupo?
—Contrataba guías y porteadores. Pero por lo demás iba solo.
—¿Le acompañaba usted?
—Estaba ocupada volando.
—¿Decepcionaba eso a su marido?
—No. Sabía que yo ya volaba antes de que nos casáramos.
Sus ojos siguieron a un Blériot que pasó en vuelo rasante a cien kilómetros por hora.
—¿Antes? ¿Puedo preguntarle cómo empezó a volar?
Una sonrisa alegre iluminó el rostro sincero de Josephine.
—Me escapé de casa. Me cubrí el cabello con una gorra y me hice pasar por un chico.
No le sería difícil, pensó Bell. No parecía que pesase más de cincuenta kilos.
—Encontré trabajo en una fábrica de bicicletas en Schenectady. El dueño hacía máquinas voladoras los fines de semana, y yo le ayudaba con los motores. Lo sabía todo del tema gracias a las máquinas que había arreglado en la granja de mi padre. Un lunes, en lugar de ir a trabajar, me colé en el campo y piloté la aeronave.
—¿Sin recibir clases?
—¿Quién iba a enseñarme allí? En aquel entonces no había escuelas. Casi todos aprendíamos por nuestra cuenta.
—¿Cuántos años tenía?
—Diecisiete.
—¿Y se subió a la máquina y la pilotó sin más?
—¿Por qué no? Sabía cómo funcionaba. Todo se reduce a que el aeroplano asciende empujando el aire hacia abajo.
—De modo que sin ninguna formación profesional —dijo Bell sonriendo—, demostró el teorema de Bernoulli y la existencia del efecto Venturi.
—¿Qué?
—Me refería a que aprendió sola a torcer las alas para crear el vacío sobre el ala que la hace ascender.
—No —contestó ella riéndose—. No, señor Bell. Venturi y todo eso es demasiado complicado para mí. Mi amigo Marco Celere siempre estaba hablando de Bernoulli. Pero la verdad es que la máquina voladora sube empujando el aire hacia abajo. El alabeo solo es una forma de desviar el aire para tomar la dirección que quieres: arriba, abajo o a los lados. El aire es maravilloso, señor Bell. El aire es fuerte, mucho más fuerte de lo que usted cree. Una buena máquina voladora como esta —dijo posando la mano afectuosamente sobre el flanco de tela—, la mejor de Marco, hace que el aire te mantenga arriba.
Bell asimiló la información no sin cierto asombro. Le gustaban los jóvenes y habitualmente tomaba aprendices de detective bajo su protección, pero no recordaba haber hablado con un muchacho de veinte años más lúcido y seguro que esa hija de un ganadero de North River.
—Nunca había oído resumirlo con tanta sencillez.
Sin embargo, de momento ella no había arrojado luz sobre las costumbres de su marido. A medida que seguía interrogándola, a Bell le dio la impresión de que se había casado con Harry Frost sin conocerlo demasiado y de que lo único que había aprendido desde entonces era a tenerle miedo. Advirtió que su mirada seguía desviándose hacia los otros aeroplanos que se movían por el campo interior del hipódromo y que ascendían al cielo. No sabía qué motivo había empujado a Josephine a contraer matrimonio con un hombre como Frost, si la confusión o la ignorancia juvenil, pero la chica vulnerable e ingenua del suelo se convertía en una mujer segura en el cielo.
—Después de haberse formado por su cuenta, ¿aprendió mucho de su amigo Marco?
Josephine suspiró.
—Yo no entendía el italiano, y él no sabía hablar nuestro idioma y siempre estaba trabajando en las máquinas. —Recobró el ánimo—. Pero me enseñó una cosa. Tardé un tiempo en entender lo que trataba de decirme, pero al final lo conseguí. Dijo: «Una buena máquina voladora tiene que volar; quiere volar». ¿No es maravilloso?
—¿Es eso cierto? —preguntó Isaac Bell.
—Desde luego. —Josephine posó otra vez la mano con firmeza en la aeronave—. Así que si me disculpa, señor Bell, y no tiene más preguntas que hacerme, espero que esta quiera volar. Aunque va a llevarme un tiempo saberlo con seguridad.
—¿Echa de menos a Marco Celere?
Los ojos de Josephine no se humedecieron, como Archie había dicho, pero la joven reconoció que añoraba al inventor.
—Era atento y gentil. Nada que ver con mi marido. Lo echo mucho de menos, sí.
—Entonces debe de ser un consuelo pilotar su última máquina.
—Gracias a la amabilidad y la generosidad del señor Whiteway. Él la compró a los acreedores de Marco. —Miró de reojo a Bell—. Estoy en deuda con él.
—Me imagino que se lo devolverá con creces compitiendo por la Copa Whiteway.
—Quiero hacer algo más que competir. Quiero ganar la Copa Whiteway. No tengo dinero propio. Dependía totalmente de Harry, y ahora dependo del señor Whiteway.
—Estoy seguro de que él se lo agradecerá si gana la carrera.
—Nada de «si la gano», señor Bell. —Josephine clavó la vista en el cielo, donde un Blériot color pergamino estaba ascendiendo, y cuando volvió a mirar a Bell sus ojos se habían vuelto opacos—. Ganaré, señor Bell. Pero no para que Preston Whiteway me lo agradezca. Ganaré porque haré todo lo posible, y porque Marco construyó la mejor máquina voladora de la carrera.
Más tarde, cuando Isaac habló con Archie, dijo a su amigo:
—Si me gustase el juego, apostaría dinero por ella.
—¡Claro que te gusta el juego! —le recordó Archie.
—Es verdad.
—Belmont Park está lleno de jugadores ociosos a los que les encantaría sacarte el dinero. Los reformistas de Nueva York acaban de aprobar una ley que prohíbe las apuestas en hipódromos. La Carrera Aérea Atlántico-Pacífico es un regalo del cielo para los corredores de apuestas.
—¿Cómo están las apuestas por Josephine?
—Veinte a uno.
—¿Veinte? Estás de guasa. Se puede ganar una fortuna.
—Los corredores de apuestas creen que compite contra los mejores aviadores de Estados Unidos. Y están apostando a que los europeos, que han batido todas las marcas de vuelos de distancia, nos darán una paliza.
Isaac Bell fue a buscar a un corredor de apuestas interesado en una de mil dólares por Josephine. Solo uno aceptaba apuestas tan elevadas, le dijeron, y le indicaron cómo encontrar a Johnny Musto, un tipo de mediana edad bajo y fornido con un traje a cuadros que apestaba a una colonia cara que Bell había olido por última vez en la barbería del hotel Plaza. Desde la aprobación de la ley que prohibía el juego en los hipódromos, la antigua zona de apuestas situada debajo de las gradas había sido sustituida por una sala de exposiciones donde se exhibían motores y accesorios para la aviación, coches de carreras y lanchas motoras. Musto merodeaba justo en el exterior, en el bosque de pilares de acero que sostenían la tribuna. Tenía el acento de Brooklyn más marcado que Bell había oído jamás fuera de un teatro de vodevil.
—¿Está seguro que quiere hacerlo? —preguntó el corredor de apuestas, quien reconocía a un detective privado en cuanto lo veía.
—Estoy totalmente seguro —dijo Isaac Bell—. De hecho, ahora que lo preguntas, que sean dos mil.
—Va a cavarse su propia tumba, señor, pero que así sea. ¿Puedo preguntarle algo antes?
—¿Qué?
—¿Hay tongo?
—¿Tongo? No es una carrera de caballos.
—Ya sé que no es una carrera de caballos, pero sigue siendo una carrera. ¿Hay tongo?
—Por supuesto que no. No hay tongo —aseguró Isaac Bell—. La carrera está autorizada por la Sociedad Aeronáutica Estadounidense. Es totalmente legal.
—Sí, sí, solo que esa chica es la esposa de Harry Frost.
—Ella ya no tiene nada que ver con Harry Frost.
—¿Ah, no?
Bell percibió un dejo burlón en la voz de Johnny Musto. Un indicio de que estaba al tanto de algo que Bell todavía no sabía.
—¿Qué quieres decir, Johnny?
—Si ella ya no está con Harry, entonces ¿por qué él ronda el hipódromo?
—¿Qué?
Bell agarró con tanta fuerza a Musto del brazo que este hizo una mueca.
—Ayer vi a un tipo idéntico a él.
Bell aflojó la presión con la que lo sujetaba, pero le clavó una mirada severa.
—¿Conocías bien a Frost?
Todas las pruebas que había recabado hasta entonces apuntaban a un hombre que no había sido visto en público desde hacía años.
Johnny Musto se hinchó de orgullo.
—Los jugadores más importantes vienen a ver a Johnny Musto. Aceptaba apuestas del señor Frost cuando visitaba Belmont Park.
—¿Cuánto hace de eso?
—No lo sé. Cuatro años, supongo.
—¿Quieres decir desde el año que se inauguró el hipódromo?
—Sí, supongo. Parece que haya pasado más tiempo.
—¿Qué aspecto tenía, Johnny?
—Frost es un tipo grandullón, con la espalda de un toro. Se ha dejado crecer barba, como el dibujo de ese cartel.
Señaló con la cabeza el cartel de SE BUSCA pegado a un poste en el que aparecía retratado con barba.
—¿Se parece a ese dibujo?
—Quitando las canas que le han salido. Se le ve mucho mayor que antes.
—¿Mucho mayor? Entonces ¿por qué estás tan seguro de que es él?
—El día que lo vi estaba refunfuñando como solía hacer. Empujaba a la gente al pasar como si no la viera. Se puso colorado sin motivo. Como un tomate. Como se ponía antes de que lo encerraran en el manicomio.
—Si estabas tan seguro de que era Frost, ¿por qué no lo entregaste para cobrar la recompensa, Johnny? Cinco mil dólares es mucho dinero hasta para un corredor de apuestas que trata con los jugadores más importantes.
El corredor de Belmont Park miró al alto detective con una expresión de incredulidad.
—¿Ha ido alguna vez al circo, señor?
—¿Al circo? ¿Qué dices?
—Le pregunto si ha ido al circo.
Bell optó por seguirle el juego.
—A menudo. De hecho, cuando era joven, me escapé de casa para unirme a un circo.
—¿Alguna vez ha metido la cabeza en la boca de un león?
—¡Venga ya, Johnny! Tú tienes mucho mundo. Sabes que los detectives de Van Dorn protegen a las personas que los ayudan.
—¿De Harry Frost? No me haga reír.