6

—¿Dónde está Josephine? —preguntó Isaac Bell a los detectives que vigilaban la verja del campo interior del hipódromo de Belmont Park.

—En el aire, señor Bell.

—¿Dónde está Archie Abbott?

—Al lado de la carpa amarilla.

Bell había ido a Belmont en un Pierce-Arrow prestado para preguntar a Josephine acerca de las costumbres de su marido y los socios a quienes este podía recurrir. Al ser la única persona que había pasado tiempo con él durante sus años de reclusión, quizá ella tuviera idea de dónde podía ocultarse.

Bell advirtió enseguida que Whiteway había elegido un sitio perfecto para dar comienzo a la carrera aérea. El campo interior de Belmont era enorme. Rodeado por la pista más grande del país, con dos kilómetros y medio de longitud, tenía el tamaño de una granja modesta. Las casi veinte hectáreas de hierba recortada del interior de la pista daban a una grada con capacidad para miles de espectadores. El lugar ofrecía numerosos tramos de ciento ochenta metros de césped sobre los que las máquinas podían ganar velocidad para despegar y tomar tierra, así como espacio para carpas, hangares temporales para aeroplanos, camiones y automóviles. El parque ferroviario para los trenes de refuerzo estaba justo al otro lado de las tribunas.

Bell aspiró hondo. Ese aire contenía una estimulante mezcla de aceite quemado, goma y gasolina, y enseguida se sintió como en casa. Era el mismo olor de una competición de coches de carreras, intensificado por el aroma del barniz con el que los aviadores sellaban la tela que cubría los armazones. El suelo estaba repleto de aeroplanos y de hombres que corrían de acá para allá, como en una carrera automovilística. Pero allí, en Belmont, todos los ojos estaban puestos en el nítido cielo azul.

Las máquinas alzaban el vuelo, se lanzaban en picado y se movían como una flecha de un lado a otro; libres como pájaros, pero cientos de veces más grandes. Una enorme variedad de formas y tamaños surcaban el cielo. Bell vio aeronaves tres veces más largas que un coche de carreras avanzando pesadamente en lo alto con unas alas de doce metros y otras más pequeñas que revoloteaban, algunas quebradizas y otras flexibles como libélulas.

El ruido también era emocionante; cada tipo de motor emitía su sonido característico: el ¡clac!, ¡clac! de un Anzani radial de tres cilindros, el áspero rugido del Curtiss y el Wright de cuatro cilindros, el tenue borboteo de los admirables Antoinette V-8, que Bell conocía gracias a las lanchas motoras, y el exuberante ¡blat!, ¡blat!, ¡blat! de los Gnome Omega rotativos de fabricación francesa, cuyos siete cilindros giraban de forma asombrosa alrededor de un cigüeñal central, expulsando humo de aceite de ricino que olía a cera de vela quemada.

Localizó a Archie cuando este se dirigía a una carpa enorme, del mismo color amarillo intenso que la pancarta que había visto en lo alto del edificio del Inquirer de Whiteway, y se dieron un afectuoso apretón de manos. Archie Abbott era pelirrojo y casi tan alto como Isaac Bell, y tenía unos ojos grises irresistibles y una sonrisa contagiosa. Se había afeitado escrupulosamente. Unas cicatrices pálidas casi imperceptibles en su aristocrática frente eran testimonio de su experiencia en el cuadrilátero. Habían sido muy amigos desde la universidad, cuando Archie boxeaba para Princeton y Bell lo había derribado representando a Yale.

Bell comprobó que Abbott había aprovechado el tiempo. Se había hecho amigo de todos los participantes y los empleados. Sus detectives (los investigadores disfrazados de mecánicos, los reporteros de los periódicos, los vendedores de perritos calientes y de palomitas de maíz, y los que patrullaban vestidos con traje y bombín) parecían conocer el terreno y estar alerta. Sin embargo, Archie no pudo contar a Bell más de lo que él ya sabía acerca de la relación de Josephine con Marco Celere; esa relación era una simple conjetura.

—¿Fueron amantes?

Archie se encogió de hombros.

—No puedo responder a esa pregunta. Ella se pone un poco sentimental cuando el nombre del italiano sale a colación. Pero con lo que realmente se entusiasma es con su máquina voladora.

—¿Es posible que se ponga sentimental por la habilidad mecánica de Celere?

—Hay que tener en cuenta que ella misma es un as de la mecánica. Puede desmontar esa máquina y volver a armarla sola si se ve en la obligación. Me ha dicho que en los sitios a los que volará no habrá mecánico.

—Estoy deseando conocerla. ¿Dónde está?

Archie señaló sobre sus cabezas.

—Allí arriba.

Los dos amigos escudriñaron el cielo azul, donde una docena de aeronaves realizaban sus evoluciones.

—Pensaba que Whiteway pintaría su máquina de amarillo.

—Y así lo ha hecho. Amarilla como esta carpa.

—No la veo.

—No se dedica a hacer acrobacias aéreas con los demás. Ella va sola.

—¿Cuánto hace que ha despegado?

Archie sacó su reloj.

—Una hora y diez minutos —informó, visiblemente descontento al tener que reconocer que no veía por ninguna parte a la joven cuya seguridad y vida constituían su responsabilidad.

—¿Cómo demonios vamos a protegerla si no podemos verla? —exclamó Bell.

—Si por mí fuera, iría en la máquina con ella —dijo Archie—. Pero va contra las normas. Los descalifican si llevan pasajeros. Tienen que volar solos. El contable, Weiner, me explicó que no sería justo para los demás que un competidor llevase pasajero ya que podría ayudarlo a pilotar.

—Tenemos que encontrar otra forma de vigilarla —dijo Bell—. Cuando empiece la carrera, a Frost le resultará muy sencillo estar al acecho a lo largo de la ruta.

—Tengo intención de situar hombres con gemelos y rifles en la cubierta del tren de refuerzo.

Bell negó con la cabeza.

—¿Has visto todos los trenes de refuerzo que hay en el parque ferroviario? Podríais quedar atrapados si las vías se bloquearan por un atasco de locomotoras.

—He considerado enviar un grupo de hombres en coches para que se adelanten.

—Eso será útil. Dos automóviles, si encuentro a quienes los conduzcan. El señor Van Dorn se queja de que estoy arruinando a la agencia —dijo Bell—. ¿Quién va en esa máquina que se acerca, el avión de hélice trasera verde?

—Billy Thomas, el piloto de coches de carreras. El sindicato Vanderbilt lo ha contratado.

—Pilota un Curtiss.

—El sindicato compró tres para que pudiera elegir el más rápido. Cada máquina cuesta seis mil dólares. Están muy interesados en él. Por ahí viene un francés. Renée Chevalier.

—Chevalier pilotaba la máquina que cruzó el canal de la Mancha.

A Bell le había llamado la atención el elegante monoplano Blériot. La aeronave de ala única parecía ligera como una libélula. Una viga de refuerzo unía las alas cubiertas de tela a la cola del timón de dirección y los timones de altura. Chevalier estaba sentado detrás del ala, parcialmente encerrado en un compartimento con forma de caja que lo protegía casi hasta el pecho. Encendía y apagaba su motor rotativo Gnome para reducir la velocidad a medida que aterrizaba.

—Pienso comprarme uno de esos cuando terminemos este trabajo.

—Te envidio —dijo Archie—. Me encantaría volar.

—¡Pues hazlo! Aprenderemos juntos.

—No puedo. Cuando estás casado todo es distinto.

—¿Qué estás diciendo? A Lillian no le importaría. Ella conduce coches de carreras. De hecho, seguro que también quiere uno.

—Las cosas están cambiando —dijo Archie seriamente.

—¿A qué te refieres?

Archie miró a su alrededor y bajó la voz.

—No hemos querido contárselo a nadie hasta que estuviéramos seguros de que todo iba bien, pero… No comenzaré una afición peligrosa ahora que parece que vamos a tener hijos.

Isaac Bell agarró a Archie por debajo de los brazos y lo levantó del suelo, lleno de júbilo.

—¡Es maravilloso! Enhorabuena.

—Gracias —dijo Archie—. Ya puedes bajarme. La gente está mirando. No suelen ver todos los días a un hombre alto levantar a otro en el aire y sacudirlo como un chucho.

Isaac Bell estaba loco de alegría.

—¡Ya verás cuando se entere Marion! Se alegrará mucho por vosotros. ¿Cómo vais a llamar a la criatura?

—Esperaremos a ver qué clase de «criatura» es.

—Podrás comprarte una máquina de esas cuando esté en el colegio. Para entonces volar será menos peligroso que ahora.

Otra máquina estaba acercándose a la hierba.

—¿Quién pilota ese Farman azul?

El Farman, otra aeronave de fabricación francesa, era un biplano con una sola hélice trasera. Parecía muy estable, descendiendo a un ritmo constante como si se deslizase por una pista.

Sir Eddison-Sydney-Martin.

—Podría ser el vencedor. Ha ganado todas las carreras de larga distancia en Inglaterra pilotando las mejores máquinas.

—Es más pobre que las ratas —observó Archie—, pero está bien casado.

El distinguido Archibald Angel Abbott IV, entre cuyos antepasados se encontraban los primeros gobernantes de New Amsterdam, podía chismorrear sobre alemanes, franceses y británicos con el mismo conocimiento de causa con el que cotilleaba sobre la aristocracia de Nueva York gracias a la larga luna de miel que había pasado en Europa, autorizada por Joe van Dorn a cambio de que buscase posibles sucursales de la agencia en el extranjero.

—El padre de la esposa del baronet es un médico de Connecticut rico. Ella le compra las máquinas y vela por él. Es extraordinariamente tímido. Y hablando de benefactores ricos, por allí viene el del Tío Sam: el teniente del ejército de Estados Unidos Chet Bass.

—Pilota el Wright del Cuerpo de Comunicaciones.

—Conocí a Chet en la escuela. Cuando empiece a hablar del futuro de las bombas aéreas y los torpedos, tendrás que dispararle para hacerlo callar. Pero tiene razón. Ahora que solo se habla de la guerra en Europa, los oficiales del ejército frecuentan las competiciones aéreas.

—¿Es otro Wright ese avión rojo? —preguntó Bell, sorprendido por la extraña combinación de parecidos y diferencias—. No, no puede ser —dijo a medida que se acercaba—. La hélice está en la parte de delante. Es un biplano tractor.

—Es el participante de los obreros. Lo pilota Joe Mudd. Empezó siendo un Wright hasta que se estrelló contra un roble. Unos sindicalistas que querían mejorar su reputación compraron los restos y lo montaron con partes sueltas. Lo llaman American Liberator.

—¿Qué sindicatos?

—Los albañiles, mamposteros y yeseros se asociaron con la Hermandad de Fogoneros de Locomotoras. Es una buena máquina, considerando que cuentan con muy poco dinero. Whiteway intenta ponerles trabas.

—¿Por qué motivo?

—Si los obreros se encuentran con exceso de fondos —dijo Archie, imitando la pomposa forma de hablar de Whiteway—, deberían contribuir a la Liga Prohibicionista.

—¿Moderación? He visto a Preston Whiteway como una cuba.

—Por beber champán, no cerveza. Según su forma de pensar, la bebida es un privilegio que debería estar reservado a los que pueden permitírselo. Huelga decir que cuando hizo pintar la máquina de Josephine de «amarillo Whiteway», Joe Mudd y los chicos colorearon la suya de «rojo revolución».

Bell la buscó en el cielo.

—¿Dónde está nuestra chica?

—Volverá —le aseguró Archie, mirando inquieto con los ojos entornados—. Dentro de poco se quedará sin combustible. Tendrá que volver.

De repente, un sonido agudo similar a una sirena neumática desgarró el cielo.

Bell buscó su origen. El ruido era tan ensordecedor que podría haber despertado a un parque de bomberos dormidos. Sin embargo, curiosamente, ninguno de los mecánicos y los pilotos del campo le prestó atención. Cesó tan súbitamente como había empezado.

—¿Qué ha sido eso?

—El motor térmico de Platov —contestó Archie—. Un ruso chiflado. Ha inventado un nuevo motor de aeroplano.

Sin dejar de buscar a Josephine en el cielo, Bell acompañó a Archie hasta un raíl de unos cien metros de largo al principio del cual había un extraño mecanismo. Unos mecánicos estaban montando un gran biplano blanco al lado.

—Ahí está Platov.

Unas mujeres ataviadas con largos vestidos de verano y recargados sombreros de viuda alegre contemplaban embelesadas al atractivo inventor ruso, cuyo tupido cabello castaño, rizado como un montón de virutas de acero, sobresalía de un sombrero de paja con una cinta roja y le caía por las mejillas y por unas patillas pobladas igual de rizadas.

—Parece que tiene un don con las mujeres —dijo Bell.

Archie le explicó que eran las esposas, novias o madres de los competidores, y que viajaban todas ellas en los trenes de refuerzo.

Platov gesticulaba enérgicamente con una regla de cálculo, y Bell reparó en el brillo de «científico loco» de sus ojos oscuros. Aunque, en el caso de Platov, el ruso parecía menos peligroso que excéntrico, sobre todo porque estaba ocupado cortejando a sus admiradoras.

—Busca inversores, con la esperanza de que algún piloto pruebe su invento en la carrera —dijo Archie—. De momento, nadie está dispuesto a renunciar a las hélices. Pero su suerte podría cambiar. Ese tipo gordo vestido de blanco es un productor de algodón de Mississippi con más dinero que cerebro. Ha pagado para probar el motor en una máquina voladora de verdad. ¿Señor Platov? Venga a explicar a mi amigo el señor Bell cómo funciona su aparato.

El inventor acercó los labios a los guantes de varias damas, saludó con el sombrero y se aproximó deprisa. Estrechó la mano de Bell, se inclinó y dio un taconazo.

—Dmitri Platov. La idea es la máquina volante con motor superior que Platov está exhibiendo.

Bell escuchó atentamente. El motor térmico empleaba un pequeño motor de automóvil para impulsar un compresor. El compresor introducía queroseno líquido por una boquilla. Una chispa eléctrica encendía el queroseno y creaba la propulsión.

—¡Hacer chorro a presión! El chorro empujar.

Bell se fijó en que al locuaz ruso se lo tenía en mucha estima. Si bien su lenguaje chapurreado provocaba risas entre los mecánicos manchados de grasa que se habían congregado para mirar, Bell les oyó hablar con respeto del nuevo motor. Al igual que los mecánicos de una carrera de automóviles, aquellos hombres siempre estaban buscando formas de hacer máquinas más rápidas y más resistentes.

Si funcionaba, decían, el motor térmico tenía muchas posibilidades de éxito porque abordaba directamente los tres problemas más importantes que frenaban el progreso de las máquinas voladoras: el peso excesivo, la potencia insuficiente y las vibraciones que amenazaban con hacer pedazos sus quebradizos armazones. De momento, estaba sujeto a un raíl, por el que había «volado» repetidas veces a gran velocidad. La prueba real tendría lugar cuando los artífices terminaran de montar la aeronave del productor de algodón.

—La idea es que pistones no vibrar y hélice no romper.

De nuevo, Bell oyó el consenso entre los mecánicos de la máquina voladora. El motor de Platov podía ser, al menos en teoría, suave como una turbina, a diferencia de la mayoría de los motores de gasolina, capaces de hacer saltar las muelas de un aviador con sus vibraciones. Otro mecánico se acercó corriendo.

—¡Señor Platov! ¡Señor Platov! ¿Puede acompañarme a nuestro hangar enseguida?

Platov cogió una bolsa de herramientas de piel y se apresuró a seguirlo.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Bell.

—Es un operario de primera —dijo Archie—. Se gana la vida trabajando por su cuenta, fabricando piezas. En los vagones hangar hay tornos, taladradoras, afiladoras y máquinas para tallar engranajes. Si de repente necesitan un componente, Platov puede hacerlo en menos tiempo de lo que la fábrica tardaría en enviarlo.

—¡Por ahí viene nuestra chica! —anunció Isaac Bell.

—Por fin —dijo Archie, claramente aliviado a pesar de sus anteriores muestras de seguridad.

La mancha amarilla que los ojos de lince de Bell habían visto en el horizonte aumentó rápidamente de tamaño. Antes de lo que Bell esperaba, estaba lo bastante cerca para revelar la figura de un lustroso monoplano. Podía oír el borbote autoritario y regular que el motor emitía.

—Ese es el Celere que Preston Whiteway compró a los acreedores de Marco.

Isaac Bell lo observó con admiración.

—La última creación de Marco hace que la mayoría de las otras máquinas parezcan cometas.

—Es veloz, eso seguro —convino Archie—. Pero se dice que no tiene una estructura tan sólida como los biplanos. Y circulan rumores según los cuales Marco se arruinó por ese motivo.

—¿Qué rumores?

—Se cuenta que Marco Celere vendió en Italia una máquina al ejército, pidió prestado dinero de futuros derechos, vino a Estados Unidos e hizo un par de biplanos corrientes, que el marido de Josephine compró. Luego pidió prestado más dinero para fabricar el que ella está pilotando ahora. Lamentablemente, dicen, a la máquina que vendió al ejército italiano se le desprendió un ala, y un general se fracturó las dos piernas en el accidente. El ejército anuló el contrato, y Marco se convirtió en persona non grata en Italia. Al margen de si la historia es cierta o no, los mecánicos coinciden en que los monoplanos no son tan sólidos como los biplanos.

—Pero la solidez de los biplanos se consigue sacrificando la velocidad.

—Puede, pero todos los pilotos y los mecánicos con los que he hablado dicen que lo difícil será llegar a San Francisco. Las máquinas que solo aspiran a la velocidad no resistirán toda la carrera.

Bell asintió con la cabeza.

—El Thomas Flyer modelo 35 con sesenta caballos y cuatro cilindros que ganó la carrera de automóviles de Nueva York a París probablemente no era el más rápido, pero sí el más robusto. Esperemos que Preston no haya comprado a nuestra clienta una trampa mortal.

—Considerando el montón de telegramas que Whiteway manda cada día a Josephine, puedes apostar a que hizo examinar esa máquina de cabo a rabo antes de adquirirla. Whiteway no correría riesgos con la vida de nuestra chica. Ese hombre está enamorado.

—¿Qué piensa Josephine de Preston? —quiso saber Bell.

No era una pregunta hecha a la ligera. Si alguien conocía la opinión que ella tenía de Whiteway era Archie. Antes de convertirse en el detective más felizmente casado de Estados Unidos, Archibald Angel Abbott IV había gozado del título de soltero más codiciado de Nueva York durante muchos años.

—En mi opinión —dijo Archie sonriendo de forma cómplice—, Josephine admira profundamente el aeroplano que Preston le ha comprado.

—Nadie ha dicho que Preston Whiteway actúe con inteligencia en sus asuntos personales.

—¿No estuvo una vez enamorado de Marion?

—Ignorando alegremente que estaba jugándose la vida —dijo Bell con seriedad—. Lo que yo te decía.

Echó a andar hacia la sección del campo interior donde las máquinas se posaban. El robusto biplano tractor de color rojo de Joe Mudd había despegado cuando Bell escuchaba a Platov y se acercaba al suelo por delante del monoplano amarillo. Mientras Josephine daba una vuelta para dejarle maniobrar primero, el biplano rojo planeó hacia la hierba y avanzó unos noventa metros antes de detenerse.

La máquina de Josephine aterrizó adoptando un ángulo más pronunciado a una velocidad mucho más elevada. Se desplazaba tan rápidamente que parecía que la aviadora hubiera perdido el control de la aeronave y estuviera cayendo del cielo.