—Menos mal que los caballos no corren —murmuró Harry Frost en voz alta—. Se ahogarían con el humo.
Frost nunca había visto tantos trenes en la estación de Belmont Park.
En los viejos tiempos, cuando él era uno de los aficionados al deporte que llegaban al nuevo hipódromo en sus vagones privados, la estación se llenaba bastante los días de carrera con treinta trenes de diez vagones que desembarcaban espectadores que venían de la ciudad. Pero aquello no tenía nada que ver con la situación actual, pensó Frost. Parecía que todos los aviadores del país hubiesen acudido en masa con trenes de refuerzo compuestos por vagones hangar, coches cama, comedores y dormitorios para sus mecánicos. En cada vagón, en una especie de pancarta móvil, estaba escrito el nombre del héroe del aire. Las locomotoras expulsaban humo en el parque ferroviario, y los trenes de maniobras trasladaban vagones de viajeros y de mercancías a las vías muertas. Cuando Harry Frost pudo bajar del tren eléctrico en el que había llegado desde Long Island City, se halló en el último andén abierto.
Inmediatamente vio el convoy de Josephine.
Los seis vagones, incluso el hangar, eran amarillos: el color del que la sabandija de Whiteway pintaba todo lo que era de su propiedad. Y los seis rezaban JOSEPHINE en los costados, con letras mayúsculas perfiladas y sombreadas como en la portada de la partitura de aquella maldita canción.
La canción que Preston Whiteway había encargado ya había recorrido el país como un ejército invasor. Daba igual adónde Harry Frost huyese; era imposible escapar de la melodía, tocada ruidosamente por pianistas de taberna, reproducida con estruendo en gramófonos, tarareada por hombres y mujeres en las calles; le taladraba el cráneo como si surgiese de un órgano de vapor circense.
Arriba, arriba, un poco más alto…
La luna está ardiendo…
Josephine…
¡Adiós!
Adiós, pues. Rojo de ira, Harry Frost salió de la estación a grandes zancadas. No solo Josephine había traicionado su matrimonio, no solo Celere había traicionado su confianza embaucándolo para que invirtiera miles de dólares en sus inventos, sino que lo habían convertido en un fugitivo.
Frost consultó en secreto con abogados, y todos le advirtieron que si el caso iba a juicio, una condena por otra acusación de asesinato sería desastrosa para él. Su riqueza no le serviría por segunda vez. Sus contactos políticos, los mejores que podían comprarse con dinero, desaparecerían cuando los periódicos convirtieran su comparecencia en los tribunales en un circo romano. Había abordado a un juez del tribunal de apelación de Nueva York en el piso en Park Avenue de su querida, y el magistrado le había dicho tajantemente que su única posibilidad de escapar de la horca sería pudrirse el resto de su vida en un manicomio.
Sin embargo, atraparlo no les resultaría fácil. Había vivido como un ermitaño desde que lo habían sacado de Matawan. Incluso antes, la mayoría de la gente desconocía qué cara tenía. El cuento del «Rey de los Quioscos» se limitaba a los negocios. Los ciudadanos medios, como los que encabezaban el torrente que salía de la estación en dirección a las gradas de Belmont, nunca habían visto una foto suya.
Además, sonrió, acariciándose la barba y el bigote poblados que se había dejado; ahora se veía a sí mismo en el espejo como un extraño. La barba le hacía parecer veinte años más viejo con su tono sorprendentemente gris comparada con su tupida coronilla de cabello moreno, en la que apenas habían empezado a salirle canas. Unas gafas con los cristales tintados al estilo europeo le daban cierto aire de profesor alemán, aunque con la gorra de deporte que llevaba podría haber pasado incluso por un escritor irlandés.
Lo único que Frost temía era que su corpulencia lo delatara. El maduro profesor con barba y gafas tintadas ocupaba el mismo espacio que el Rey de los Quioscos. Más, incluso, porque su traje era una auténtica carpa de lana, elegido a propósito para ocultar sus armas y su chaleco antibalas. No tenía la menor intención de que lo detuvieran por matar a Josephine, y mucho menos deseaba que lo encerraran por asesinar a una mujer que se lo merecía. Entre sus armas de fuego se contaban una pistola Browning muy precisa para protegerse en la huida, una pistola de bolsillo y otra de cañón corto para emergencias, así como un potente revólver automático Webley-Fosbery. Había recortado diez centímetros al cañón del automático para poder ocultárselo en el bolsillo y lo había cargado con balas de fragmentación de punta hueca capaces de detener a cualquier hombre.
Un sacerdote de Chicago le había fabricado el chaleco antibalas con múltiples capas de seda especialmente tejida en Austria. Frost había invertido a escondidas en la iniciativa y poseía acciones en la empresa fundada para comercializar la prenda de dos centímetros de grosor. El ejército lo había rechazado por ser demasiado pesado y excesivamente caluroso. El de Frost pesaba dieciséis kilos, una carga insignificante para un hombre de su talla y su fuerza. Pero era innegable que daba calor. En el breve paseo desde el tren, tuvo que secarse la frente con un pañuelo. Sin embargo, merecía la pena, ya que el chaleco podía detener las modernas balas de pólvora sin humo disparadas a alta velocidad por revólveres y pistolas.
Se había llevado una decepción al disparar a Marco Celere de lejos. No pudo ver el miedo del traidor al morir. Ni siquiera tuvo ocasión de ver su cadáver. Esa vez lo haría a poca distancia y arrebataría la vida a Josephine con sus propias manos.
Permaneció entre la multitud que hacía cola para comprar entradas y luego se dirigió a la grada en medio de la muchedumbre arrastrando los pies. Sabía que Josephine estaba allí porque los motores que había en lo alto, con su incesante zumbido, le indicaban que ese día estaban practicando. Soplaba un viento suave, de modo que había una docena de máquinas en el cielo. Su esposa estaría bien volando o bien en el campo central, ajustando y poniendo a punto la máquina que Preston Whiteway le había comprado.
Tenía que reconocer que los organizadores de la carrera conocían su oficio. A falta de unas semanas para el día de la salida, habían convencido a cincuenta mil personas para que viajaran al condado de Nassau y pagaran veinticinco centavos por cabeza para ver practicar a los pilotos. Los aviadores no daban vueltas alrededor de postes ni trataban de establecer nuevas marcas de altitud (ninguna de las habituales exhibiciones, descenso en picado y ascenso de altura de las ferias de vuelo) y se limitaban a zumbar por los aires cuando les apetecía. Pero las tribunas estaban llenas de hombres y mujeres que daban vítores como locos, y Frost podía apreciar en sus expresiones de asombro y sus incesantes «Oooh» y «Aaah» el motivo por el que pagaban la entrada. La visión de las enormes máquinas sostenidas en alto por fuerzas invisibles los dejaba sin habla. Aquellos aparatos voladores no eran tan rápidos como las locomotoras o los coches de carreras, pero daba igual. A pesar de lo grandes que eran, flotaban en el cielo azul como si su sitio estuviera allí.
¡De repente la vio arriba!
Josephine descendió a toda velocidad como una espada. Su máquina era inconfundible. Estaba pintada con el puñetero «amarillo Whiteway» que aquel blandengue de familia acomodada había patentado.
Harry Frost había acompañado a su esposa a muchos encuentros de aviación para comprarle aeroplanos, y observó el que pilotaba en ese momento con pericia. Estaba impresionado. El invento final del italiano era una espléndida máquina, tan distinta del último aeroplano que Frost había comprado a Josephine como un halcón de una paloma. El anterior, desde el que su esposa lo había visto disparar a aquel malnacido, era un biplano robusto. Ese era un monoplano, con un solo par de alas, e incluso parecía veloz y ágil después de rodar hasta detenerse en el campo central.
Harry Frost apretó la mandíbula mientras enfocaba con sus gemelos de hipódromo. Allí estaba Josephine, saltando de la máquina, con la sonrisa de oreja a oreja que lucía cuando le gustaba mucho un aeroplano. No parecía que estuviera llorando la pérdida de su amante, ni tampoco que echara de menos a su marido. Frost notó que se le encendía la cara bajo la barba. Se secó la frente. Era hora de cometer el acto.
Empezó a bajar de la grada. El guarda de la verja lo detuvo. Él le mostró el pase al campo central que había comprado la noche anterior a un empleado del hipódromo borracho en una taberna de Hempstead, y el guarda le dejó pasar. Cruzó la pista y se detuvo en seco, sacudido por la imagen de su propia cara en un cartel clavado en la barandilla interior.
La mente de Frost era un torbellino de pensamientos. ¿Por qué los detectives de Van Dorn lo buscaban utilizando ese tipo de cartel? ¿Qué más les daba que hubiera matado a Marco Celere? ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
Su rostro impreso lo miraba con saña.
Era el cartel habitual de la agencia Van Dorn. Frost lo recordaba bien de su época en Chicago, cuando los detectives privados recorrían la ciudad para detenerlo y arrestaban a cuantos tipos trabajaban para él. Al ver que eso no daba resultado, intentaron hacer que lo delataran. Unos cuantos confidentes muertos habían puesto fin a ese plan, recordó Frost, riéndose entre dientes.
¿No os rendís… nunca?, se dijo. Vaya, pues conmigo os rendisteis, amigos.
Volvió a reírse porque el dibujo que habían hecho de su cara se parecía mucho a como era antes de dejarse crecer la barba. Tuvo la ligera impresión de que al reírse a carcajadas estaba desviando la atención de algunas personas al campo central del hipódromo. Ninguna, sin embargo, relacionaba su cara barbuda con la del cartel.
De repente, las carcajadas le resultaron amargas.
En la barandilla otro cartel proclamaba, igual que el primero:
Solo que ese cartel incluía un retrato dibujado a mano del aspecto que se sospechaba que Frost tendría si se había dejado crecer barba.
Un escalofrío le recorrió la espalda. El dibujante se había aproximado mucho a la realidad. No era exactamente como mirarse en un espejo, y no aparecía con gafas, pero ese rostro resultaba familiar. Se detuvo a observar el cartel, apartando a empujones a las personas con las que se topaba y haciendo oídos sordos a sus quejas, las cuales se desvanecían en sus labios cuando reparaban en la corpulencia de Frost. Finalmente, se irguió y siguió andando sin prisa, tras decidir que era poco probable que esa gente asociase la cara con barba del cartel con la suya. Al menos, no esas personas. Además, cualquiera que conociera su reputación no se atrevería a entregarlo a la policía.
Al diablo con los detectives de Van Dorn. Les había vencido hacía diez años, y volvería a vencerles.
Anduvo entre las máquinas voladoras, aspirando los familiares olores a gasolina y aceite, caucho y lona, y barniz impermeabilizante, y se dirigió sin llamar la atención a la máquina amarilla de Josephine. Cuando se encontraba a quince metros de distancia, metió las manos en los bolsillos y acarició el Webley con la mano derecha mientras con la izquierda agarraba el mango de una navaja automática, que le ofrecía la opción de despachar silenciosamente a cualquiera que quisiera protegerla.
Josephine estaba de espaldas a él. Se había subido a una caja de jabón y tenía la cabeza oculta en el motor. Frost se acercó a ella. El corazón le latía con fuerza a causa de la impaciencia. Tenía la cara encendida y le sudaban las manos. Agarró con más fuerza sus armas.
De pronto se detuvo.
No le gustaba el aspecto de los mecánicos de Josephine. Se escondió junto a un biplano Wright modelo A y los observó a través de los timones delanteros. No tardó en confirmar sus sospechas.
Llevaban la ropa adecuada: los chalecos, las pajaritas, las mangas de camisa y las gorras típicas de los mecánicos. Y eran muy jóvenes, como se esperaba que fueran los hombres que reparaban máquinas voladoras. Pero observaban el gentío más que la máquina de Josephine. ¡Detectives de Van Dorn!, se dijo Frost. Los mecánicos eran detectives.
Su mente volvió a desbocarse. Los detectives de la agencia no solo lo buscaban con carteles, sino que también protegían a Josephine. ¿Por qué?
¡Whiteway!, se dijo. Tenía que ser Whiteway. La máquina voladora del italiano debía de haber costado un dineral. Y el tren de refuerzo amarillo otro tanto. Pero Whiteway amortizaría el desembolso con creces usando a Josephine para promocionar la carrera y para vender periódicos. Preston Whiteway había contratado a los detectives para que protegieran lo que había invertido en Josephine.
¿O pretendía algo más que proteger su inversión?
De repente, a Frost le pareció que la cabeza iba a estallarle.
¿Acaso Whiteway estaba colado por ella?
Las máquinas rugían en el suelo y zumbaban en el aire. Mirara a donde mirase, todo estaba en movimiento: máquinas ruidosas, pilotos, detectives… Tenía que controlarse. Ya se ocuparía de Whiteway más tarde. Primero le tocaba a Josephine.
Sin embargo, los detectives de Van Dorn que protegían a su esposa se sabrían los carteles de memoria. Sus centinelas detendrían a todo aquel que se pareciera remotamente a cualquiera de los dos retratos.
Se fijó en que los investigadores miraban de soslayo sin cesar a un pelirrojo alto vestido con traje y bombín que había cerca de allí. ¿Un sospechoso? ¿Es que creían que Harry Frost se había teñido el cabello de pelirrojo, había adelgazado treinta kilos y había crecido cinco centímetros? El tipo parecía un petimetre de la Quinta Avenida, pero tenía en la frente las cicatrices pálidas de un boxeador. Y sus ojos no estaban quietos sino que miraban a todas partes, aunque aquel individuo fingía no hacerlo.
No era un sospechoso, dedujo Frost. Otro puñetero detective de Van Dorn: el jefe del grupo, a juzgar por la forma en que los demás lo miraban. De repente, Frost cayó en la cuenta de quién era: Archibald Angel Abbott IV. No le extrañaba que no se hubieran molestado en disfrazarlo de mecánico.
Archibald Angel Abbott IV era demasiado conocido para trabajar de incógnito. Siempre había sido una figura destacada de la alta sociedad: el soltero más codiciado de Nueva York. Los periódicos lo habían hecho famoso cuando se había casado con la hija del magnate ferroviario Osgood Hennessy. Ella iba a heredar todo su imperio. Frost se preguntaba por qué diantres Abbott no había cambiado las pistolas por los palos de golf.
La pregunta atravesó como un relámpago la mente calenturienta de Harry Frost.
Archibald Abbott sabía lo que hacía trabajando para la agencia de detectives Van Dorn por unos míseros pavos después de casarse con una mujer rica. Jubilarse era cosa de tontos. Harry Frost lo había descubierto demasiado tarde. Había perdido el ímpetu. Desde que tenía ocho años, había soñado con no tener que trabajar para sobrevivir. Había hecho su sueño realidad. ¿Y qué había conseguido? Que lo pusieran en ridículo. Eso es lo que habían hecho con él Josephine y Marco, unos estafadores a los que en los viejos tiempos habría liquidado en un santiamén.
Frost palpó sus armas. Josephine todavía tenía la cabeza metida en el motor. Podía agarrarla por el cuello, dejar que viera que era él y luego rebanarle el pescuezo. Pero la amarga verdad era que no podía acercarse a ella. Había demasiados detectives disfrazados de mecánicos. No conseguiría matarlos a todos. Antes lo abatirían a tiros. No le daba miedo morir, pero no pensaba morir en vano.
Necesitaba ayuda.
Volvió a toda prisa a la estación de ferrocarril y subió a un tren eléctrico con destino a Flatbush, donde entró en una caja de ahorros de Brooklyn. De niño, cuando huyendo de la pobreza viajaba de polizón en tren y mendigaba unos centavos para comer, había jurado que no lo pillarían desprevenido nunca más. Mientras prosperaba, mientras invertía los beneficios del imperio de distribución en acciones que le generaban una fortuna, había depositado dinero por todo el continente, en distintos estados y países.
Retiró tres mil dólares de una cuenta corriente en la que tenía veinte mil. El director del banco contó personalmente el dinero en su despacho. Después de que Frost lo recogiera, el banquero dejó sobre la mesa un cartel parecido a los que había visto en el hipódromo.
Ese cartel estaba hecho en especial para los banqueros. Les advertía que se anduvieran con ojo por si Harry Frost, o alguien parecido a él, retiraba efectivo de su cuenta corriente. Frost agradeció la lealtad del banquero asintiendo bruscamente con la cabeza. Los dos sabían que era lo mínimo que el hombre podía hacer. Si Frost no hubiera cubierto las pérdidas que él había sufrido gestionando con desacierto el dinero de otros clientes, el banquero estaría cumpliendo condena en Sing Sing.
Un tranvía lo llevó al puerto.
Anduvo hasta un muelle para el transporte de ganado de la compañía ferroviaria Pennsylvania. Cerca de allí, unos remolcadores empujaban barcazas transbordadoras de vagones. Un cargamento de vacas, ovejas y cerdos estaba siendo trasladado de los vagones de mercancías a unos corrales de ganado. Frost se dirigió al edificio del muelle y cruzó una puerta en la que se leía: PROHIBIDA LA ENTRADA. Dos matones disfrazados de policías ferroviarios trataron de detenerlo. Frost los derribó de un solo manotazo, cruzó otra puerta que había al fondo del edificio y entró en un establo. Una docena de reses de ganado vacuno, cada una con una marca mexicana distintiva hecha a fuego en el flanco, estaban atadas a unos postes clavados en el suelo.
Había dos hombres con las reses. Uno estaba sentado a una mesa sobre la que había varios cuernos de vaca. El otro estaba quitándole un cuerno a uno de los animales atados girándolo con las manos, desenroscándolo de una varilla que perforaba la base del cuerno. Rod Sweets, el hombre sentado a la mesa, no reconoció a Harry Frost con aquella barba. Sacó una pistola de bolsillo.
—No —dijo Frost—. Soy yo.
Sweets lo miró fijamente.
—¡Que me ahorquen!
—Lo haré si no guardas esa pistola.
Sweets se la metió en el chaleco a toda prisa.
—No me digas que le has cogido gusto a la droga.
Los cuernos de vaca (serrados a los novillos de México, ahuecados y provistos de roscas) habían sido rellenados con opio de Hong Kong antes de ser enroscados de nuevo. Sweets introducía de contrabando en Estados Unidos cientos de kilos de opio sin refinar al año de esa manera, y presidía una gran red de refinado y distribución que suministraba morfina a miles de drogadictos y de médicos. Para proteger una empresa como la suya hacía falta un ejército.
—No quiero droga —dijo Frost—. Quiero contratar a un grupo de hombres.
A los secuaces de Rod Sweets no les importaba que Frost odiara a Josephine por engañarlo ni que odiara a Preston Whiteway por seducirla. El dinero era lo único que les importaba. Y dinero era algo que a él le sobraba.
Frost se puso de acuerdo con Sweets rápidamente. A continuación se dirigió a toda prisa a la taberna Red Hook, donde podía encontrar a los hermanos George y Peter Jonas, especializados en sabotear frenos y depósitos de gasolina de camiones de reparto de periódicos. También en esa ocasión le bastó con hablarles de dinero; al poco rato los saboteadores se peleaban por convencerlo de que era más fácil destruir una máquina voladora que un camión.
—Todo depende de los cables que retuerzan el armazón del aeroplano —dijo George.
Peter remató la idea de su hermano:
—Si se suelta un cable, el ala se cae.
Harry Frost había pasado muchas horas observando a su esposa en sus competiciones aéreas.
—Los aviadores lo saben. Revisan sus cables cada vez que van a volar.
Los hermanos Jonas intercambiaron una mirada fugaz. No sabían mucho de máquinas voladoras, pero conocían la lógica de las máquinas en general, y en realidad era lo único que había que saber para destruir una.
—Claro que revisan las aeronaves —dijo George—. Buscan muescas, pliegues, puntos débiles…
—Así que, como usted dice, señor Frost, no vamos a tocarlas con una sierra para metales.
—Pero no siempre revisan las piezas que sujetan el cable al ala —puntualizó George.
Miró a su hermano, quien dijo:
—Sacaremos un tornillo de acero.
—Lo sustituiremos por un tornillo de aluminio fundido que sea idéntico pero no tan resistente.
—No se darán cuenta.
—Despegarán.
—Empezarán a sacudirse mucho en el aire.
—El tornillo se soltará.
—El ala se desprenderá.
—Acabarán pilotando un ladrillo gigante.
Frost tomó un tranvía para volver a Flatbush.
Experimentaba una inesperada sensación de bienestar.
De vuelta a las andadas. Había estado desocupado demasiado tiempo. Por primera vez desde la pesadilla de la traición de Josephine, se sentía recuperado, vivo de nuevo, aunque tuviera que ocultarse. Lo importante, como siempre, era actuar con rapidez, actuar antes de que alguien se enterase de lo que estaba haciendo, y no hacer nunca lo que los demás esperaban de él.
Tomó un tren eléctrico de la línea de Long Island a Jamaica, en el distrito de Queens. En una agencia de alquiler de coches, eligió el automóvil más caro que tenían: un Pierce. Viajó en él entre huertos de hortalizas y granjas de productos lácteos. Cruzó la frontera del condado de Nassau y se detuvo frente a la entrada del hotel Garden City. Era un lugar imponente. Antes de la aparición de Josephine, antes del incidente del chófer y de la estancia en el manicomio, en ese sitio se había codeado con personas apellidadas Schuyler, Astor y Vanderbilt.
Los empleados no lo reconocieron con la barba gris. Pagó por una gran suite en la última planta, donde pidió que le sirvieran la cena en la habitación. Bebió una botella de vino con la comida y se acostó. Aunque concilió el sueño no descansó bien, acosado por extrañas pesadillas.
Al amanecer se incorporó de golpe, sobresaltado por el estruendo de unas trilladoras. Con el corazón acelerado, permaneció atento por si oía el chirrido de las ruedas cuando los botones llevaban el mejunje del desayuno por el pasillo y el ruido del cazo al golpear el caldero; el estrépito matutino del orfanato que todavía recordaba. Poco a poco fue reparando en cuanto lo rodeaba. La cama era mullida y en la habitación reinaba el silencio. Echó un vistazo a las ventanas abiertas, donde las cortinas blancas ondeaban movidas por una brisa cálida. No había barrotes. No estaba en el manicomio. No lo habían llevado a rastras otra vez al orfanato. Una sonrisa se dibujó en el rostro de Harry Frost. No había trilladoras. Eran máquinas voladoras. Práctica matutina en Belmont Park.
Desayunó en la cama, a cinco kilómetros escasos del hipódromo donde Josephine y sus nuevos admiradores estaban poniendo a punto las aeronaves para la carrera.