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—¿Quieres ganar un dineral? Pon un burdel… ¿Qué? ¡No, no, no! ¡Aquí, no! ¿Qué clientes vas a tener aquí? ¿Vacas? ¡Vete a Chicago! Al West Side. Compra una casa por seis mil dólares. Llama a un carpintero para que le ponga un montón de paredes por un par de cientos de pavos. Consigue a diez chicas. Veinte visitas por noche. Cobra a dólar la visita (no te interesa que sea un lupanar de cincuenta centavos) y deja que las chicas se queden la mitad. En dos meses habrás pagado la casa. A partir de entonces, sacarás tres mil al mes. ¡Beneficios!

—Tengo que hacer mis tareas —dijo una voz más joven y aguda.

Bell se quitó el sombrero de ala ancha para echar un vistazo al otro lado de la pared. El hombre de mediana edad que estaba hablando se encontraba sentado en un barril de espaldas a él. Tenía una botella de cerveza en la mano; llevaba chaleco y un bombín de ciudad, e iba en mangas de camisa. El individuo más joven era un granjero con un sombrero de paja, cubo y rastrillo en ristre.

—Y no te olvides de los beneficios por la venta de alcohol a los clientes. Y a las chicas. Las chicas siempre se gastan el dinero fácil. Si quieren morfina, cocaína o vino, tú sacas tajada. Si un vendedor viene a ofrecerles vestidos, tú sacas tajada.

—Tengo que irme, señor Spillane.

El granjero desapareció arrastrando los pies en dirección a la lechería.

Cuando Bell dobló la esquina del ahumadero y el hombre del barril se dio la vuelta para situarse de cara a él, enseguida reconoció al cincuentón entrecano de los carteles de SE BUSCA.

—Sammy Spillane.

Spillane se lo quedó mirando a los ojos durante un momento, tratando de ubicarlo. Habían pasado diez años. Señaló a Bell con un dedo tembloroso al tiempo que asentía con la cabeza.

—Yo te conozco.

—¿Qué haces aquí, Sammy? ¿Tenía Harry Frost una residencia de la tercera edad para matones jubilados?

—Ya caigo, eres un puñetero detective de Van Dorn.

—¿Cómo saliste de Joliet?

La palidez súbita de Sammy indicó al detective que aquel tipo había estado encerrado hasta hacía poco.

—Se acabó ser un niño bueno. Voy a aplastarte la nariz en esa bonita cara que tienes.

—Estás un poco viejo para buscar camorra, ¿no, Sammy?

—Sí —convino el matón—. Pero mi chica Sadie me bendijo con dos hijos estupendos. ¡Venid aquí, chicos! —gritó—. Saludad a un detective de Van Dorn que ha olvidado traer a sus amigos.

Dos versiones más jóvenes y más corpulentas de Sammy Spillane salieron al sol con cara de sueño, bostezando y frotándose los ojos. Al ver a Isaac Bell, volvieron a meterse a toda prisa en el edificio para regresar de inmediato con unos mangos de piqueta; golpeaban amenazadoramente los pesados palos en las palmas de sus manos. A Bell no le cabía duda de que habían aprendido el oficio de rompehuelgas intimidando a manifestantes sindicalistas. El padre de ambos muchachos, mientras tanto, había sacado un revólver Smith & Wesson, con el que apuntó a Bell.

—¿Qué te parecen mis chicos, detective? —Spillane rió con satisfacción—. De tal palo tal astilla, ¿eh?

—Los habría reconocido en cualquier parte —contestó Isaac Bell, mirando de arriba abajo a los jóvenes—. El parecido se nota especialmente en esos ojos entrecerrados de cerdo que tienen. Aunque también veo un poco de su madre en sus frentes prominentes. Dime, Sammy, ¿te casaste con Sadie al final?

El insulto los provocó hasta tal punto que atacaron al mismo tiempo.

Arremetieron contra el alto detective por los dos lados. Levantaron los mangos de piqueta con mano experta, pegando el codo al torso para no quedar expuestos y confiando en el movimiento de muñeca a la hora de blandir los gruesos palos de nogal con la fuerza suficiente para machacarle los huesos.

El ataque impidió a Sammy disparar.

Bell salió de su campo de visión con un giro lateral. Cuando Sammy Spillane pudo verlo otra vez, el sombrero blanco de Isaac Bell caía sobre la hierba y la pistola de cañón corto con dos balas que el detective había sacado del interior de la copa lo apuntaba directamente a la cara. Sammy dirigió su revólver hacia Bell. Este disparó primero, y el gángster de Chicago soltó la pistola y cayó del barril.

Sus hijos interrumpieron el ataque, sorprendidos por las detonaciones y por la visión de su padre acurrucado en el suelo, agarrándose el brazo derecho y gimiendo de dolor.

—Chicos, vuestro padre ha decidido que ya tiene bastante —les dijo Bell—. ¿Por qué no soltáis los palos antes de que resultéis heridos?

Se separaron a cada lado, hechos una furia. Permanecieron a unos tres metros y medio el uno del otro, a menos de dos metros de Bell cada uno, un blanco fácil con los mangos de piqueta.

—Le queda un tiro, señor detective —dijo el más corpulento de los dos—. ¿Qué va a hacer?

Bell recogió su sombrero del suelo, se lo puso en la cabeza y apuntó el arma entre los dos muchachos.

—Tenía intención de disparar a tu hermano en la rodilla; así podría usar ese mango como bastón el resto de su vida. Pero estoy replanteándome la situación. Me pregunto si debería dispararte a ti.

El cañón de la pistola se desplazó de uno a otro y a continuación se detuvo con firmeza entre los dos.

—Si dispara a mi hermano, tendrá que enfrentarse a mí —le advirtió el muchacho más menudo.

—Lo mismo digo —puntualizó el más corpulento. Y añadió con una risa áspera—: Un duelo a la mexicana. Solo que usted no tiene nada de mexicano. ¿Estás bien, papá?

—Maldita sea, no —contestó Sammy gimiendo—. Me ha disparado en el brazo. ¡Matadlo antes de que os vuele la cabeza! A por él, los dos. ¡Pegadle bien! ¡Vamos!

Los hijos de Sammy Spillane atacaron.

Bell abatió al corpulento con su última bala y se movió rápidamente para evitar el mango de su hermano, que le pasó silbando a pocos centímetros de la cara. El joven Spillane perdió el equilibrio debido al impulso, y Bell le atizó en la nuca con su pistola de cañón corto cuando estaba cayendo.

Percibió un movimiento detrás de él.

Demasiado tarde. Sammy Spillane había recogido el mango de piqueta que su hijo había soltado cuando Bell le había disparado. Todavía en el suelo, lo blandió con fuerza con su brazo ileso.

El trozo de madera golpeó al detective en una corva. Casi no le dolió, pero dobló la rodilla como si en lugar de tendones tuviera espaguetis. Bell se desplomó hacia atrás, cayendo con tal fuerza que se quedó sin aire en los pulmones.

Durante lo que le pareció una eternidad, Isaac Bell no pudo ver, ni respirar ni moverse. La oscuridad lo envolvió. Parpadeó, tratando de recuperar la visión. Cuando lo consiguió, se encontró al hijo más menudo de Spillane sentado a horcajadas encima de él; el chico levantaba el mango de piqueta por encima de su cabeza con las dos manos. El grueso trozo de madera estaba tan cerca de Bell que le ocultaba parcialmente el cielo. Vio que el muchacho tensaba el cuerpo para descargar todas sus fuerzas en aquel golpe.

Bell sabía que su única esperanza era sacar la automática de la pistolera que tenía debajo de la chaqueta, pero seguía sin poder moverse. El mango estaba a punto de descender sobre su cabeza.

De repente, impulsado por una descarga de adrenalina, el detective halló las fuerzas para llevarse la mano a la chaqueta. Cuando se dio cuenta de que podía moverse otra vez, cambió enseguida de táctica y, en lugar de sacar la pistola, asestó una patada al muchacho entre las piernas. Le atizó un golpe contundente con la dura puntera de su bota.

El joven Spillane se quedó tan inmóvil como una estatua, con los brazos en el aire. El mango de piqueta empezó a deslizarse entre sus paralizados dedos. Antes de que cayera al suelo, a escasos centímetros de la cabeza de Bell, el chico se desplomó hacia atrás gritando.

Isaac Bell se levantó, se adecentó el traje y pisó la mano de Sammy cuando este intentó coger el revólver Smith & Wesson que se le había caído.

—Pórtate bien. Se acabó.

Se aseguró de que el hermano al que había disparado no estuviera sangrando por una arteria y de que sobreviviría. El joven al que le había dado la patada respiraba entrecortadamente. El chico miró con rabia a su padre y a su hermano en el suelo, y dirigió la vista al alto detective que se alzaba por encima de ellos.

—Ha tenido suerte —dijo con un hilo de voz tras coger aire.

Isaac Bell abrió su chaqueta para mostrar la pistola Browning que llevaba en la pistolera.

—No, hijo, vosotros habéis tenido suerte.

—¿Tenía otra pistola? ¿Por qué no la ha usado?

—El señor Van Dorn es un tacaño.

—¿Qué? ¿Qué está diciendo?

—La agencia tiene normas estrictas que prohíben desperdiciar balas con malnacidos. También acostumbramos dejar como mínimo a un malnacido con vida para que conteste a nuestras preguntas. ¿Dónde está Harry Frost?

—¿Por qué demonios se lo diría?

—Porque si me lo dices, no os entregaré. Pero si no me lo dices, tu padre volverá a Joliet por agredirme con un arma de fuego, y vosotros dos iréis a Elmira por agredirme con unos mangos de piqueta. Apuesto a que los presos de Nueva York detestan a la gente de Chicago.

—Los chicos no saben dónde está Harry —dijo gimiendo Sammy Spillane.

—Pero tú sí.

—Harry se dio a la fuga. ¿Por qué iba a decirme adónde huía?

—Te lo dijo —contestó Bell con exagerada paciencia— para que supieras adónde tenías que ir a llevarle dinero, armas y compinches. ¿Dónde está?

—Harry Frost no necesita que yo le facilite dinero. Y tampoco necesita compinches.

—Un hombre no puede huir sin ayuda.

—No te enteras, señor detective. Harry tiene dinero guardado en todos los bancos del país. Si le sigues la pista en Nueva York, conseguirá pasta en Ohio. Si lo sigues a Ohio, se dará un apretón de manos con un banquero de California.

Bell observó con los ojos entornados al gángster herido. Spillane estaba describiendo a un fugitivo que entendía a la perfección lo grande y fragmentado que era Estados Unidos; se refería a un criminal moderno al que incluso una organización de alcance nacional como la agencia de detectives Van Dorn tenía problemas para seguir a través de las fronteras interestatales y las innumerables jurisdicciones. Tomó nota mentalmente de que debía encargar a las oficinas de Van Dorn que hicieran circular carteles de SE BUSCA entre todos los directores de bancos del territorio. Ciertamente era una posibilidad remota, considerando que los bancos se contaban por decenas de miles.

—Supongo que también tiene compinches en todas partes.

—Compinches que se puedan considerar amigos, no. Pero sí tipos a los que ayudó para que lo ayudaran a él. ¿Cómo crees que yo llegué aquí después de estar en Joliet? Harry ha cuidado de gente que pudiera cuidar de él cuando lo necesitara. Siempre. Desde el primer reportero al que pegué, desde la primera vez que trabajé en su departamento de ventas, Harry Frost siempre ha estado ahí cuando lo he necesitado.

—Si sabe que estás dispuesto a ayudarle, debe de haberte dicho adónde iba. ¿Dónde está?

—Mi padre no lo sabe, señor —corearon los hijos de Sammy.

—Al señor Frost le daba miedo que volvieran a meterlo en el manicomio.

—No se lo dijo a nadie.

Isaac Bell veía que no estaba consiguiendo nada.

—¿Cómo escapó Frost?

—Subió a un tren de mercancías.

La vía de ferrocarril que atravesaba el pueblo de North River iba al norte y al sur. Al norte, a Canadá. Al sur, a Saratoga y Albany, y desde allí a Boston, Chicago o Nueva York. Sammy pudo escoger cualquier dirección.

—¿Un tren al norte? —preguntó Bell—. ¿O al sur?

—Al norte.

Al sur, pensó Bell. Y ahora que los publicistas de Whiteway estaban «promocionando» la participación de Josephine en la carrera, localizar a la aviadora sería tan fácil como comprar un periódico.

—Tengo una pregunta más —dijo Isaac Bell—. Si vuelves a mentir, os meteré a los tres en la cárcel. ¿Dónde está Marco Celere?

Sammy Spillane y sus hijos intercambiaron sendas miradas de desconcierto.

—¿El italiano? ¿Qué quieres decir con «dónde»?

—¿Dónde está?

—Está muerto.

—¿Seguro?

—¿De qué demonios crees que huye Harry?

Bell se centró en primer lugar en las preguntas a las que tenía que dar respuesta para atrapar a Harry Frost antes de que hiciera daño a Josephine. Mientras esperaba el tren a Albany, envió un telegrama a Grady Forrer, el investigador de Van Dorn en Nueva York, para solicitarle un informe sobre las actividades de Harry Frost desde que se había jubilado a la temprana edad de treinta y cinco años; también le pidió que buscara en los periódicos un anuncio de boda que pudiera arrojar luz sobre cómo Frost había conocido a Josephine y se había casado con ella.

Mientras su tren se acercaba, envió otro telegrama a Archie Abbott en Belmont Park, donde los competidores se congregaban en el campo interior de dos kilómetros y medio del hipódromo, y le dio instrucciones de que preguntara a Josephine cuándo y cómo había conocido a Marco Celere.

La respuesta de Archie lo estaba esperando en la estación de Albany.

Josephine había conocido a Celere el año anterior en San Francisco, cuando ella y su marido habían ido a California para asistir a una competición de aviación. Marco Celere había emigrado de Italia hacía poco.

¿Quién era exactamente el inventor de máquinas voladoras?

Bell envió un telegrama a James Dashwood, un joven y diligente detective de la oficina de Van Dorn en San Francisco, para que investigara las actividades de Marco Celere en esa ciudad.

¿La aviadora y su instructor eran realmente amantes? ¿O estaba Frost celoso sin motivo? Era una cuestión peliaguda. El agente de policía Hodge le había informado de que Frost y su esposa no hacían vida social en North River. En el pueblo nadie los conocía como pareja. Y Marco Celere era un extranjero que vivía en el apartado campamento de los Frost mientras trabajaba en su aeroplano. Bell tendría que hacer la delicada pregunta a la mismísima Josephine.

El metro de la Interboro Rapid Transit llevó a toda velocidad a Bell de la estación de Grand Central a la entrada subterránea del hotel Knickerbocker, donde la agencia de detectives Van Dorn tenía sus oficinas en Nueva York. Encontró a Grady Forrer en el bar subterráneo situado junto al vestíbulo. El departamento de investigación no había hallado ningún anuncio de la boda de Frost en los periódicos, pero Forrer había dado con algunos chismes. Josephine era hija de un ganadero de vacas lecheras de Adirondack, una chica de North River que se había criado a pocos kilómetros del lujoso campamento de Frost, información que el reservado agente Hodge había omitido.

Bell subió a la oficina y estableció una conferencia telefónica.

—La hija de Joe Joseph —respondió John Hodge—. Se comporta como un muchacho, pero es preciosa… e independiente como ella sola. Aun así es una buena chica. Muy dulce.

—¿Sabe cómo se conocieron ella y Frost?

—No es el tipo de información que me interesa.

En cuanto a las actividades de Harry Frost desde su jubilación, el departamento de investigación informó a Bell de que había viajado por todo el mundo practicando la caza mayor. En ese caso, ¿cómo era posible que Frost hubiera fallado un tiro tan fácil con Celere? El cazador efectuó cinco disparos; los tres últimos, a la máquina voladora de Josephine, dos de los cuales habían dado en el blanco, según ella había informado al agente Hodge. Si la mira telescópica no apuntaba bien y había fallado el primer disparo, un tirador profesional habría reparado en ello y habría compensado el defecto, aunque hubiera tenido que recurrir a la mira de metal del rifle. A Bell le parecía muy poco probable que fallara dos veces. El proyectil del árbol podría haber sido el del primer disparo, el que Josephine había visto hacer impacto en Celere pero que no lo había matado. Frost falló el tercer tiro cuando disparó al aeroplano de su esposa; parecía comprensible, ya que los cazadores de caza mayor tenían poca experiencia disparando a máquinas voladoras. Pero había corregido su puntería, y el cuarto y el quinto habían estado a punto de matarla.

Dos días más tarde el laboratorio de Chicago informó de que, al ser examinado a través del microscopio, el proyectil que Bell había disparado a modo de prueba había revelado unas estrías que podían coincidir con las de la bala del árbol, pero este último casquillo estaba demasiado deformado para que el laboratorio pudiera confirmar con certeza tal suposición. El armero de Van Dorn estaba de acuerdo con la teoría de Bell según la cual el proyectil del árbol podía haber atravesado el cuerpo de Marco Celere y haberlo matado. O podía haberlo rozado simplemente, propuso. O podía haber pasado de largo. Y ese era un motivo, aparte de la proximidad del río, que explicaba la ausencia del cadáver del italiano.