—Me atacó un oso —dijo John Hodge, agente de policía de North River, mientras Isaac Bell escudriñaba su rostro lleno de cicatrices, su brazo atrofiado y su pierna de madera—. Antes era guía, llevaba a la gente a cazar y a pescar. Después de que el oso me atacara, solo me vi en condiciones de trabajar de policía.
—¿Qué fue del oso? —preguntó Bell.
El agente sonrió.
—Las noches de invierno duermo muy calentito debajo de su piel. Es muy amable por su parte al preguntarlo; la mayoría de la gente ni siquiera me mira a la cara. Bienvenido al norte del estado de Nueva York, señor Bell. ¿En qué puedo servirle?
—¿Por qué cree que el cadáver de Marco Celere no ha aparecido?
—Por el mismo motivo que no encontramos ninguno de los cuerpos que caen por ese barranco. Hay mucha distancia hasta el fondo, el río es rápido y profundo, y abundan los animales voraces, desde carcayúes hasta lucios. En cuanto los cadáveres caen al río North, desaparecen, señor.
—¿Se sorprendió cuando se enteró de que Harry Frost había disparado a Celere?
—Sí.
—¿Por qué? Tengo entendido que Frost tenía fama de hombre violento. Hace mucho lo encerraron por asesinar a su chófer.
—La misma mañana que el mayordomo de la señora Frost informó de los disparos, el señor Frost había presentado una denuncia por el robo de su rifle.
—¿Cree que tenía otro?
—Dijo que ese era su favorito.
—En su opinión, ¿la denuncia era falsa, para despejar sospechas?
—No lo sé.
—¿Hallaron el rifle?
—Unos chicos que estaban jugando en la vía del ferrocarril lo encontraron, sí.
—¿Cuándo?
—Esa misma tarde.
—¿Cree que podría habérsele caído a Frost al saltar a un tren de mercancías para escapar?
—Nunca he oído que la gente rica viaje de polizón como hacen los vagabundos.
—Harry Frost no ha sido siempre rico —explicó Bell—. Escapó de un orfanato de Kansas City cuando tenía siete años y viajó en tren a Filadelfia. Podría saltar a un tren de mercancías con los ojos cerrados.
—Por aquí pasan muchos trenes —fue lo único que reconoció el agente de policía John Hodge.
Bell cambió de tema.
—¿Qué clase de hombre era Marco Celere?
—No lo sé.
—¿Nunca vio a Celere? Tengo entendido que llegó el verano pasado.
—Era muy suyo. No salía del campamento de Frost.
Bell miró por la ventana la embarrada calle principal de North River. Era un cálido día de primavera, pero las moscas negras picaban, de modo que poca gente se aventuraba a salir de casa. También era lo que el jefe de estación había llamado la «semana del barro», cuando la larga helada del invierno se derretía por fin y dejaba el suelo cubierto de lodo hasta las rodillas. Los únicos datos que el reservado agente de policía había proporcionado a Bell guardaban relación con el ataque del oso que había sufrido. Hodge estaba esperando en silencio, y el detective temió que si no le hacía otra pregunta, el taciturno provinciano no pronunciaría ni una palabra más.
—Aparte de la denuncia de Josephine Frost, ¿qué pruebas de los disparos tienen? —preguntó Bell.
—Celere desapareció. Y también el señor Frost.
—Pero ¿no existen pruebas directas?
El agente Hodge abrió un cajón y metió en él la mano. Acto seguido esparció sobre la mesa cinco casquillos de proyectil de latón gastados.
—Los encontré en el linde del prado donde la señora Frost dijo que vio disparando a su marido.
—¿Puedo?
—Adelante.
Bell cogió un casquillo con su pañuelo y lo examinó.
—Calibre 45-70.
—Es lo que dispara el rifle Marlin.
—¿Por qué no ha dado estos casquillos al fiscal del distrito?
—No me los pidió.
—¿No se le ocurrió mencionárselos? —preguntó Bell pacientemente.
—Supuse que le bastaba con el testimonio de la señora Frost.
—¿Hay alguien que pueda enseñarme dónde tuvieron lugar los disparos?
Para gran sorpresa de Bell, Hodge se levantó de su silla de un brinco. Rodeó su mesa dando fuertes pisadas en el suelo con su pierna de madera.
—Yo le llevaré. Será mejor que nos detengamos en la tienda a comprar puros. Espantan a las moscas negras.
Expulsando nubes de humo de puro bajo las alas de sus sombreros, el agente de policía de North River y el detective alto ascendieron la montaña en el Ford A de Hodges. Cuando la carretera se terminó, Hodge fijó un círculo de madera en el extremo de su pata de palo para no hundirse en el barro, y siguieron a pie. Subieron por senderos de ciervos a lo largo de una hora hasta que las tupidas hileras de abetos y abedules se abrieron a un extenso prado de hierba marchita y enmarañada.
—Al lado de ese árbol es donde encontré los casquillos de proyectil. Desde aquí tenía a tiro el borde del cañón donde la señora Frost vio a Celere caerse.
Bell asintió con la cabeza. El precipicio se encontraba a unos cuarenta y seis metros de los árboles a través del prado. Un disparo fácil con un Marlin, incluso sin mira telescópica.
—¿Qué cree que hacía Celere en el borde?
—Explorar el entorno. El mayordomo me dijo que habían salido a cazar osos.
—Así que para adelantarse como lo hizo, ¿Celere debía de confiar en Frost?
—La gente dijo que el señor Frost estaba comprando aeroplanos a su esposa. Supongo que Celere confiaría en un buen cliente.
—¿Encontraron el rifle de Celere? —preguntó Bell.
—No.
—¿Qué le pasó, a su juicio?
—Debe de estar en el fondo del río.
—¿Y sus gafas también?
—Si es que las llevaba…
Se acercaron al borde del precipicio. Isaac Bell lo recorrió, consciente de que era poco probable que viera rastros de un suceso que había tenido lugar antes de que las nieves del invierno cayeran y se derritiesen. En un punto situado cerca de un árbol que, solitario, se aferraba con las raíces al borde como un vigía, reparó en un saliente estrecho que había justo debajo. Sobresalía como un segundo acantilado, con un metro ochenta centímetros de hondo y apenas un metro veinte de ancho, calculó. Un cuerpo abatido habría tenido que rebasar aquel saliente antes de caer al río. Bell descendió hasta él agarrándose a las raíces que habían quedado descubiertas a causa de la erosión y echó un vistazo. No vio ningún rifle oxidado. Ni ningunas gafas. Miró por encima del borde. Había una larga caída hasta el agua centelleante del fondo.
Subió de nuevo al prado. Al levantarse apoyando la mano en el árbol para equilibrarse, palpó un agujero en la corteza. Lo miró con detenimiento.
—Agente Hodge, ¿puedo pedirle prestado su cuchillo de caza?
Hodge desenfundó un sólido machete que había sido fabricado afilando una lámina de acero.
—¿Qué hay ahí?
—Un proyectil alojado en el árbol, sospecho.
Bell usó el cuchillo de Hodge para retirar la corteza alrededor del agujero. Hizo una abertura lo bastante grande para desalojar un proyectil de plomo con los dedos, procurando no rascarlo con la hoja.
—¿De dónde diantres ha salido eso?
—Puede que del rifle de Harry Frost.
—Puede que sí, puede que no. Nunca lo sabrá.
—Puede que sí lo sepa —dijo Bell, recordando un pleito presentado unos años antes por Oliver Wendell Holmes en el que habían encontrado una bala que se correspondía con la pistola que la había disparado—. ¿Por casualidad tiene el rifle que encontraron los chicos en la vía?
—En mi despacho. Se lo habría devuelto a la señora Frost, pero se marchó. El señor Frost por supuesto huyó. No le daría un rifle tan bueno a ninguno de los que se quedaron en el campamento.
Volvieron a North River. Hodge ayudó a Bell a buscar una paca de algodón en la estación de ferrocarril. La colocaron en un extremo de la zona de carga. Bell puso su tarjeta de visita en el centro de la paca y se alejó casi cuarenta y seis metros. A continuación, cargó el rifle Marlin de Frost con dos proyectiles del calibre 45-70, apuntó a la tarjeta de visita con la mira telescópica como si fuera una diana y disparó.
El proyectil no acertó en la tarjeta ni en el fardo de algodón, sino que rebotó en el poste de hierro de una señal que había encima.
El agente Hodge miró con compasión a Isaac Bell.
—Me figuraba que un detective privado de Van Dorn estaría familiarizado con las armas de fuego. ¿Quiere que dispare por usted?
—La mira está torcida.
—Suele pasar —dijo el agente Hodge con absoluta desconfianza—. A veces.
—Pudo haberse dañado cuando el rifle cayó a la vía.
Bell apuntó a la marca que el proyectil había dejado en el poste de hierro y calculó la distancia hacia abajo. Expulsó el casquillo gastado con la palanca, que cargó otro proyectil en la recámara, y apretó el gatillo. Su tarjeta de visita salió volando.
—Ya le ha pillado el tranquillo —dijo Hodge—. Podría ser un tirador muy bueno, joven.
Bell extrajo el casquillo del fardo de algodón y lo envolvió en un pañuelo junto con el proyectil que había sacado del árbol. Se dirigió a la oficina de correos y los envió al laboratorio de Van Dorn en Chicago, solicitando que los examinaran con un microscopio para determinar si el proyectil que había disparado a modo de prueba revelaba unas estrías parecidas a las del casquillo del árbol.
—¿Vive alguien en el campamento de Frost? —preguntó a Hodge.
—Nadie que le interese conocer. Prácticamente lo único que funciona todavía es la lechería. Envían leche al pueblo para venderla. El cocinero, las criadas, el mayordomo, los jardineros y el guarda se fueron cuando la señora Frost se marchó.
Bell alquiló un automóvil Ford en el establo de caballos y siguió las señas que le dieron a lo largo de varios kilómetros hasta el campamento de Frost. Lo primero que vio fue la casa del guarda, una compleja estructura construida con grandes cantos rodados y una especie de parrilla de troncos enormes bajo su tejado empinado que contradecía la palabra «campamento», una afectación de los montes Adirondack, similar a llamar «casita» a una mansión en Newport. Al lado estaban las dependencias del guarda, un bungalow tan grande como bonito. Gritó y llamó a la puerta, pero nadie contestó.
Pasó con el coche por debajo del arco de piedra y enfiló una vía de carruajes ancha. El camino estaba revestido con fragmentos de pizarra y mucho mejor aplanado que la carretera pública, embarrada y llena de baches, que partía del pueblo. Atravesando un kilómetro tras otro de bosque, la llana superficie se abría paso a través de las laderas, y cruzaba incontables riachuelos y arroyos sobre alcantarillas y puentes de piedra labrados a mano y decorados en un estilo artesanal.
Bell recorrió ocho kilómetros del terreno de Harry Frost antes de ver por fin el lago. En la otra orilla había una casa más ancha que alta de troncos, tablas y piedra. Grandes viviendas campestres y cobertizos rodeaban la casa, y a lo lejos se veían los graneros y los enormes depósitos de la lechería. A medida que el camino de pizarra rodeaba el lago y se acercaba al recinto, vio numerosos edificios anexos: una herrería, un garaje, una lavandería y, al final de un extenso prado, un hangar para aeroplanos y un ahumadero. Era un cobertizo grande y ancho, reconocible por los elevadores frontales de un biplano que asomaban por la abertura de la parte superior de la fachada.
Isaac Bell detuvo el Ford frente a la puerta cochera de la casa, aceleró ligeramente y desconectó el interruptor de la bobina. El lugar parecía desierto. Con el motor apagado, los únicos sonidos que oía eran el ruido tenue del metal caliente y el susurro suave de la brisa fresca que soplaba desde el lago.
Llamó a la puerta principal. Como nadie contestó, la empujó. Estaba abierta; era enorme.
—¡Hola! —gritó a voz en cuello—. ¿Hay alguien?
Nadie respondió.
Entró. El vestíbulo daba a un gran salón, una estancia muy amplia radiantemente iluminada por ventanas altas. Chimeneas de piedra de seis metros dominaban cada extremo. Sobre las alfombras tejidas a mano había varios sillones y sofás de estilo rústico. Vio pinturas al óleo europeas más bien lúgubres en relucientes marcos dorados. Las vigas se elevaban a gran altura. Las paredes y el techo estaban forrados con corteza de abedul.
El detective se desplazó con paso impetuoso de una sala opulenta a otra.
La ira empezó a bullir en su pecho. Vástago de una familia de banqueros de Boston, y heredero de una fortuna personal que había recibido de su abuelo, Isaac Bell estaba acostumbrado al fasto y los privilegios que el dinero permitía. Pero ese campamento se había pagado con una riqueza obtenida a costa del sufrimiento de hombres, mujeres y niños inocentes. Para forjar su imperio, Harry Frost había cometido tantos delitos que sería difícil elegir uno de no ser por la explosión de la bomba que había colocado en un almacén de Chicago para acabar con un distribuidor de prensa local. La dinamita de Frost había matado a tres vendedores de periódicos que esperaban sus diarios. El mayor de ellos tenía doce años.
Los tacones de las botas de Bell resonaron por un pasillo vacío y por una escalera.
Al pie de la misma se alzaba una puerta de roble maciza tachonada con clavos.
Bell forzó la cerradura y descubrió una enorme bodega tallada en la piedra. Anduvo entre las estanterías, observando una excelente cosecha de los últimos veinte años, una gran cantidad de los magníficos burdeos de 1869 y 1879 así como unas botellas sorprendentemente raras de Lafite de 1848, guardadas en cavas durante casi dos décadas antes de que el barón Rothschild comprase la finca en Médoc. Frost incluso había adquirido una larga hilera de botellas de Château d’Yquem del Comet Vintage de 1811. Sin embargo, a juzgar por la poca calidad de las obras de arte colgadas en la planta de arriba, Bell sospechaba que también aquella bodega podía tratarse de un negocio fraudulento llevado a cabo por un comerciante de vinos deshonesto.
Al salir se detuvo súbitamente, atraído por una fotografía de boda colocada sobre una mesa central. Harry Frost, vestido con sombrero de copa y chaqué, miraba con acritud a la cámara. La cara prenda confeccionada a la medida no podía ocultar su corpulencia, y el sombrero de copa hacía que pareciera todavía más robusto. Bell examinó atentamente la fotografía. Frost, advirtió, no era el hombre gordo que podía parecer a primera vista. Había una agilidad desgarbada en su postura, como si siempre estuviera listo para saltar. Joe van Dorn había dicho de él que era «más peligroso que una manada de reses en estampida». E igual de rápido, sospechaba Bell. Y de poderoso.
Josephine posaba como una niña a su lado; su rostro juvenil reflejaba valentía a los ojos de Bell, y algo más: espíritu aventurero, como si estuviera embarcándose en lo desconocido y confiara en que todo saldría bien.
Colocada con rigidez detrás de la pareja había una familia cuyos miembros parecían campesinos vestidos para ir a misa. Bell reconoció la chimenea de piedra situada detrás de ellos. Los Frost se habían casado allí, en el campamento, en aquella sala enorme y resonante. Todas las caras revelaban un parecido notable, pero la de Frost indicó a Bell que solo había asistido la familia de Josephine.
Salió. Rodeó la casa e inspeccionó los edificios anexos. Una cochera había sido convertida en un campo de tiro provisto de un arsenal de pistolas y rifles guardados en un escaparate. Vitrinas parecidas albergaban colecciones de espadas, alfanjes, navajas automáticas y dagas.
Dentro del garaje había automóviles caros (una limusina Packard, un Palmer-Singer Skimabout, un Lancia Torpedo) y varias motocicletas. El establo lleno de vehículos encajaba con la imagen mental que Bell se había formado de Frost como un solitario inquieto: aquel hombre vivía como un rey pero también como un forajido. El campamento tenía tanto de escondite como de finca, y Harry Frost, como todos los criminales de éxito, estaba preparado para escapar rápidamente. Parecía que supiera que, a pesar de su riqueza y su poder, era cuestión de tiempo que cometiera una atrocidad que lo obligara a huir.
Bell registró la herrería. La fragua estaba fría. En el montón de chatarra vio herraduras retorcidas. Las tarjetas de visita de Harry Frost en Chicago, recordó Bell, retorcidas con sus propias manos para demostrar su fuerza casi inhumana y lanzadas por sus matones a través de las ventanas de los dormitorios de sus rivales. Entre los borrachos de las tabernas del West Side, se corría la voz de que Frost había matado a un caballo percherón de un puñetazo.
Colgado encima de las herraduras retorcidas y manchado de humo, había un diploma enmarcado que Frost había recibido por aportar dinero a una asociación cívica. Bell dio media vuelta y salió al sol, susurrando los nombres de los vendedores de periódicos muertos: Wally Laughlin, Bobby Kerouac y Joey Lansdowne. Había sido un funeral por todo lo alto, ya que sus compañeros mantuvieron la tradición de los vendedores de periódicos consistente en alquilar coches fúnebres, contratar a plañideras y pagar a redactores para que escribieran obituarios y cartas de pésame. Los sacerdotes prometieron a las madres de Wally Laughlin, Bobby Kerouac y Joey Lansdowne que sus niños encontrarían un lugar mejor en el cielo.
Bell entró en el cobertizo donde se guardaban los botes, situado en la orilla del lago. En su interior encontró chalanas, canoas y un velero con el mástil desarmado. Después anduvo a través de la hierba alta hasta el hangar de los aeroplanos. Dentro descubrió componentes suficientes para montar varias máquinas voladoras, pero a la que había visto a través de la abertura superior de la fachada le faltaban el motor y las hélices.
Oyó voces procedentes del ahumadero.
El investigador se acercó sin hacer ruido y sin despegarse del muro ancho carente de ventanas que lo separaba de quienes conversaban al otro lado. Se detuvo al final de la pared divisoria. Alguien hablaba y hablaba con voz monótona. Dedujo que sería un hombre de mediana edad, quizá algo mayor, que parloteaba con alguien que parecía obligado a escucharlo. A Bell le llamó la atención su acento. Aquel individuo pronunciaba las «aes» como los nativos de la zona de Adirondack. Pero no era del interior del estado de Nueva York; tenía la inconfundible dicción de Chicago.
El tema de su monólogo identificaba a aquel tipo como habitante de un distrito de mala reputación, Levee, donde el crimen y la corrupción estaban a la orden del día.