Montes Adirondack, 1909
Noroeste del estado de Nueva York
La señora Josephine Josephs Frost, una joven menuda de mejillas sonrosadas con la actitud insolente y descarada de un muchacho, las manos fuertes de una granjera y unos ojos vivarachos de color avellana, pilotaba su biplano de doble hélice trasera Celere a doscientos cincuenta metros por encima de las oscuras y boscosas colinas que rodeaban la finca que su marido tenía en los montes Adirondack. Volaba al descubierto en una silla baja de mimbre situada en la parte delantera, acurrucada para protegerse del viento frío. Iba vestida con un abrigo acolchado y unos pantalones de montar, un gorro de piel y una bufanda de lana, unos guantes, un casco de aviador y unas botas. El motor emitía una melodía regular detrás de ella, sincopada con el ritmo de ragtime de las cadenas de transmisión que hacían girar las hélices.
Su máquina voladora estaba compuesta por un armazón ligero de madera y bambú reforzado con alambre y cubierto de tela. Todo el aparato pesaba menos de cuatrocientos cincuenta kilos y era más fuerte de lo que parecía. Pero no lo era tanto como las violentas corrientes ascendentes que los acantilados y los barrancos hacían rebotar contra la atmósfera. Las repentinas corrientes de aire la volcarían si no se andaba con cuidado, y los agujeros del cielo la engullirían entera.
Una ráfaga de viento ascendió sigilosamente por detrás y le arrebató el aire que sostenía sus alas.
El biplano empezó a caer como un yunque.
Josephine sonrió de oreja a oreja.
Bajó el timón de profundidad. La máquina se inclinó hacia delante, lo que hizo que descendiera más rápidamente. Josephine notó que el aire volvía a estabilizar el biplano.
—¡Buena chica, Elsie!
Las máquinas voladoras se mantenían allí arriba empujando el aire hacia abajo. Josephine lo había descubierto la primera vez que había alzado el vuelo. El aire era resistente, y la velocidad hacía que lo fuera todavía más. Cuanto mejor era la máquina, más ganas tenía de volar. Elsie era la tercera que pilotaba, y sin duda no sería la última.
La gente decía que era valiente por volar, pero Josephine no se consideraba valiente. Simplemente se sentía de lo más a gusto en el aire, más a gusto que en tierra, donde las cosas no siempre salían como ella esperaba. Allí arriba siempre sabía qué hacer. Todavía mejor, sabía lo que pasaría cuando lo hiciera.
Sus ojos se fijaban en todo: miraba las montañas azules en el horizonte, ojeaba una y otra vez el barómetro aneroide que había colgado del ala superior para indicar la altitud, comprobaba el indicador de la presión del aceite del motor situado entre sus piernas y oteaba claros en el bosque lo bastante grandes para posarse en ellos si el motor se paraba de repente. Se había cosido un reloj colgante de mujer en una de las mangas de su abrigo acolchado para calcular cuánto combustible le quedaba. El portamapas y la brújula que normalmente llevaba sujeta a la rodilla los había dejado en casa. No obstante, había nacido en aquellos montes y sabía orientarse gracias a los lagos, las vías de ferrocarril y el río North.
Josephine vio el oscuro cañón delante de ella, tan profundo y escarpado que parecía que un gigante furioso hubiera partido la montaña con un hacha. El río destellaba al fondo. Entre los árboles divisó un prado dorado cerca del cañón; era el primer claro de proporciones considerables que había visto desde que había despegado.
Descubrió una pequeña mancha roja, como la cresta roja de un pájaro carpintero: el gorro de caza de Marco Celere, el inventor italiano que fabricaba sus máquinas voladoras.
Marco estaba encaramado en el acantilado, con un rifle al hombro, buscando osos con sus gemelos. Al otro lado del prado, en el límite del bosque, Josephine vio la silueta corpulenta de su marido.
Harry Frost levantó su rifle y apuntó a Marco con él.
Josephine oyó el disparo, más sonoro que el motor y el ruido de las cadenas de transmisión detrás de ella.
Harry Frost tenía la extraña sensación de que no le había dado al italiano.
Era un cazador veterano de animales grandes. Desde que se había jubilado, aquel hombre rico había disparado a alces y carneros en Montana, leones en Sudáfrica y elefantes en Rodesia. Frost habría jurado que el disparo le había salido alto. Aun así, allí estaba el amante moreno de su esposa, retorciéndose en el borde del acantilado, herido pero no muerto.
Introdujo un nuevo proyectil del calibre 45-70 en su Marlin de 1895 y lo apuntó con la mira. No soportaba ver a Marco Celere (cabello moreno grasiento y pegado con brillantina al cráneo, frente alta como un Julio César de vodevil, cejas pobladas, ojos oscuros y hundidos, bigote encerado y rizado en las puntas como el rabo de un cerdo) y estaba disfrutando enormemente apretando con suavidad el gatillo cuando de repente un ruido extraño retumbó en su cabeza. Sonaba como la trilladora que había en la granja del Manicomio para Criminales Dementes Matawan, donde sus enemigos lo habían encerrado por disparar a su chófer en el club de campo.
El manicomio había resultado peor que la mayoría de los monstruosos orfanatos que recordaba. Políticos poderosos y abogados carísimos se atribuyeron el mérito de soltarlo, pero era justo que lo pusieran en libertad. El chófer había estado cortejando a su primera esposa.
Por increíble que pareciera, la situación estaba repitiéndose con su nueva mujer. Lo veía escrito en sus caras cada vez que Josephine le pedía dinero para pagar los inventos de Marco. Ahora ella le rogaba que comprara la última máquina voladora del italiano a sus acreedores porque quería ganar la Carrera Aérea Atlántico-Pacífico y hacerse con la Copa Whiteway, valorada en cincuenta mil dólares.
¿A que sería estupendo? Ganar la competición aérea más importante del mundo haría famosos a su esposa aviadora y al amante inventor de esta. Preston Whiteway, el presuntuoso editor de periódicos de San Francisco de familia acomodada, los convertiría en estrellas y, de paso, vendería cincuenta millones de periódicos. El idiota del marido también sería famoso (un esposo viejo, gordo y rico, célebre por sus cuernos), el hazmerreír de todos aquellos que lo despreciaban.
A pesar de su fortuna, que hacía que fuera uno de los hombres más acaudalados de Estados Unidos, Harry Frost se había ganado cada puñetero dólar que tenía. Pero todavía no era viejo. Cuarenta y tantos años no eran tantos. Y el que dijera que tenía más grasa que músculo no lo había visto matar a un caballo de un puñetazo: un truco que lo había hecho famoso de joven y que últimamente había convertido en un ritual en cada cumpleaños que celebraba.
A diferencia de la traición de su primera mujer con el chófer, esa vez no lo pillarían. No iba a perder los estribos. En esa ocasión lo tenía todo planeado, hasta el último detalle. Saboreando la venganza, emprendiéndola como si fuera un negocio, había resucitado sus formidables dotes para la manipulación y el engaño, y había convencido al ingenuo Celere para que participara en una cacería de osos. Los osos no podían hablar. En el corazón de los bosques del norte del estado de Nueva York no habría testigos.
Convencido de que había disparado más alto de lo que pretendía, Frost apuntó bajo y volvió a disparar.
Josephine vio a Celere despeñarse por el acantilado debido al impacto de una bala.
—¡Marco!
El estruendo que retumbó en la cabeza de Harry Frost se hizo más intenso. Sin dejar de mirar por el cañón de su rifle el maravilloso espacio vacío que Marco Celere había ocupado, de repente se dio cuenta de que aquel ruido no era un recuerdo de la granja de Matawan, sino algo tan real como la detonación del cartucho de 405 granos de pólvora que acababa de hacer que el ladrón de esposas se despeñase por el barranco. Alzó la vista. Josephine volaba por encima de él en su puñetero biplano. Había visto cómo disparaba al inventor del artefacto.
A Frost le quedaban tres proyectiles en la recámara.
Levantó el rifle.
Pero no quería matarla. Ahora que Marco no era un estorbo, ella se quedaría con él. Sin embargo, Josephine lo había visto matar a Marco. Volverían a encerrarlo en el manicomio. Si lo metían por segunda vez en Matawan, no saldría nunca. No sería justo. El traidor no era él, sino ella.
Frost alzó el rifle hacia el cielo y disparó dos veces.
Calculó mal la velocidad del biplano de Josephine. Al menos un disparo pasó por detrás de ella. Solo le quedaba un cartucho, de modo que se concentró, calmó sus nervios y apuntó al aparato como si fuera un faisán.
¡Blanco!
Le había acertado, eso seguro. La máquina voladora se inclinó de lado y realizó un giro amplio y torpe. Frost esperó a que cayese. Pero el biplano siguió describiendo el giro en el aire, si bien bamboleándose en dirección al campo. Estaba demasiado alto para acertarle con una pistola; aun así, Frost sacó una de su cinturón y, tras apoyar el cañón en su fuerte antebrazo, disparó hasta que vació el cargador del arma. Con los ojos desorbitados a causa de la ira, sacó rápidamente de su manga otra arma, una pistola de cañón corto. Apuntó en dirección a ella y disparó en vano las dos balas que había en la recámara. Acto seguido echó mano de su cuchillo de caza; quería arrancarle el corazón cuando se estrellara contra los árboles.
El ruido se hizo más y más débil, y Harry Frost hubo de limitarse a observar con impotencia cómo la traidora de su esposa desaparecía más allá de la línea forestal y escapaba a su rabia justificada.
Por lo menos había conseguido que el amante de su mujer se despeñara por el barranco.
Cruzó pesadamente el prado con la esperanza de ver el cadáver de Celere aplastado sobre las rocas del río. Pero cuando había recorrido la mitad del camino hasta el borde del acantilado, se detuvo en seco, sorprendido por un pensamiento horrible. Tenía que huir antes de que volvieran a encerrarlo en el manicomio.
Josephine se esforzó por aterrizar la máquina sin sufrir ningún percance haciendo uso de toda su destreza.
Harry le había dado dos veces. Un proyectil había agujereado el depósito de combustible de diez litros situado tras ella. El segundo disparo había sido peor. Había bloqueado la conexión que unía la palanca de mando y el cable que hacía que las alas se inclinasen. Incapaz de moverlas para ladear la máquina y girar, dependía por completo del timón. Pero intentar girar sin ladearse era como pilotar un planeador antes de que los hermanos Wright inventaran el alabeo, que permitía el control del viraje; era terriblemente difícil y la causa probable de una caída en barrena.
Con los labios apretados, Josephine manejaba el timón como el escalpelo de un cirujano mientras recibía ráfagas controladas de viento. Su madre, una mujer nerviosa incapaz de hacer la tarea más simple, solía acusarla de tener «hielo en las venas». Pero, madre, ¿acaso no resulta útil ser una persona glacial, serena, a bordo de una máquina voladora averiada?, pensó. Poco a poco, volvió a poner el biplano en rumbo.
El viento soplaba desde atrás, y Josephine percibió un olor a combustible. Buscó su origen y descubrió que caían gotas del depósito. Efectivamente, el proyectil del arma de Harry lo había perforado.
¿Qué ocurriría primero?, se preguntó con serenidad Josephine. ¿Perdería todo el combustible y el motor se pararía antes de que pudiera posarse en el prado de Harry? ¿O las chispas que salían del motor y las cadenas prenderían? El fuego resultaba mortal en una máquina voladora. El barniz de nitrato que tensaba e impermeabilizaba la lona de algodón que cubría las alas era tan inflamable como la pólvora.
El campo que quedaba más cerca era aquel prado. Pero si se posaba en él, Harry la mataría. No tenía alternativa. Debía aterrizar la máquina allí, en el caso de que le quedara suficiente combustible para llegar.
—Vamos, Elsie. Llévanos a casa.
Poco a poco fue acercándose al bosque. Las corrientes ascendentes zarandeaban las alas y movían la aeronave. Incapaz de controlarlas para contrarrestar el efecto, trató de mantener la máquina en equilibrio usando los timones de altura y el timón de dirección.
Por fin divisó el lago que había junto al prado de Harry.
Justo cuando se aproximó lo suficiente para ver la residencia principal y los establos para las vacas lecheras, el motor escupió los últimos gases de combustible. Las hélices dejaron de girar. El biplano quedó en silencio, interrumpido únicamente por el viento que soplaba entre los tensores de los cables.
Tenía que planear hasta la hierba.
Pero las hélices, que habían estado impulsando el biplano, ofrecían resistencia al aire. Frenaban la máquina y reducían la velocidad. Josephine no tardaría en volar demasiado despacio para mantenerse en alto.
Alargó la mano detrás de ella y tiró del cable que abría la válvula de compresión del motor para que los pistones se movieran sin problema y permitieran que las hélices girasen. El cambio fue inmediato. El aeroplano parecía más ligero, como si fuera un planeador.
Ya podía ver el prado de las vacas lecheras. Entre estas y las vallas, el espacio para descender de forma segura era muy limitado. Estaba la casa, una imponente cabaña hecha con troncos de madera ornamentada profusamente y, detrás, la cuesta de hierba cortada de la que había despegado. Pero primero tenía que dejar atrás la casa, y estaba cayendo rápidamente. Se abrió paso entre las chimeneas altas, rozó el tejado y, acto seguido, movió el timón para retomar la dirección del viento, con mucho cuidado de no entrar en barrena.
A dos metros y medio por encima de la hierba, se percató de que se movía con demasiada rapidez. El aire se deslizaba entre las alas, y el suelo ejercía el efecto de impulsar la máquina hacia arriba. El biplano se negaba a dejar de volar. Frente a ella se alzaba un muro de árboles.
El combustible que había empapado la lona barnizada se incendió en una cortina de llamas anaranjadas.
Dejando tras de sí una estela de fuego, e incapaz de inclinar las alas para reducir la velocidad de la aeronave y tocar con sus ruedas el prado, Josephine alargó la mano hacia atrás y tiró del cable de compresión. Al cerrar la válvula, las hélices de dos metros y medio se bloquearon. Recibieron el aire como dos grandes puños, y las ruedas y los patines de la máquina golpearon con fuerza contra la hierba.
El biplano en llamas se deslizó unos cincuenta metros. Josephine notó el calor del fuego en la parte de atrás del casco y saltó. Cayó al suelo y se estiró cuanto pudo para dejar que la máquina pasara rodando. A continuación, se levantó de un brinco y corrió como alma que llevara el diablo mientras las llamas engullían la aeronave.
El mayordomo de Harry se acercó en dos zancadas. Lo seguían el jardinero, el cocinero y los guardaespaldas de Harry.
—¡Señora Frost! ¿Se encuentra bien?
Josephine miraba la columna de llamas y humo. La preciosa máquina de Marco ardía como una pira funeraria. Pobre Marco. La templanza que la había ayudado a superar la dura experiencia que había vivido estaba haciéndose añicos, y notó que le temblaban los labios. Parecía que el fuego estuviera bajo el agua. Se dio cuenta de que estaba tiritando y de que tenía los ojos anegados en lágrimas. No sabía si lloraba por Marco o por sí misma.
—¡Señora Frost! —repitió el mayordomo—. ¿Se encuentra bien?
Nunca había estado tan cerca de perder la vida en un aeroplano.
Trató de sacar el pañuelo de su manga. No podía si no se quitaba el guante. Cuando lo hizo, se vio la piel totalmente blanca, como si se hubiera quedado sin sangre. Todo había cambiado. Ahora sabía lo que se sentía cuando se tenía miedo.
—¿Señora Frost?
Todos la miraban fijamente, como si hubiera engañado a la muerte o fuera un fantasma.
—Estoy bien.
—¿Puedo ayudarla, señora Frost?
La cabeza le daba vueltas. Tenía que hacer algo. Se llevó el pañuelo a la cara. Mil hombres y mujeres habían aprendido a volar desde que Wilbur Wright había ganado la Copa Michelin en Francia, y hasta ese momento Josephine Josephs Frost no había dudado en ningún momento de que pudiera pilotar un aeroplano tan rápido y tan lejos como cualquiera de ellos. A partir de ese día, cada vez que subiera a una máquina voladora tendría que armarse de valor. Bueno, aun así era preferible a quedarse en tierra.
Se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz.
—Sí —dijo—. Por favor, vaya a la ciudad y diga al agente de policía Hodge que el señor Frost ha disparado al señor Celere.
—¿Qué? —exclamó con voz entrecortada el mayordomo.
Josephine lo miró fijamente. ¿Por qué se sorprendía aquel hombre de que su violento marido hubiera matado a alguien… otra vez?
—¿Está totalmente segura, señora Frost?
—¿Que si estoy totalmente segura? —repitió ella—. Sí, lo he visto con mis propios ojos.
La expresión indecisa del mayordomo le recordó que era Harry quien pagaba su sueldo, quien lo pagaba todo, de hecho, y que la señora Frost era una mujer sola que no contaba con nadie más que consigo misma a partir de ese momento.
Los guardaespaldas no parecían sorprendidos. Sus caras largas decían: «¿Quién va a mantenernos ahora?». El mayordomo también estaba recobrándose de la sorpresa.
—¿Querrá algo más, señora Frost? —le preguntó, con un aire tan normal como si Josephine acabara de pedirle un vaso de té helado.
—Haga lo que le he mandado, por favor —dijo ella con voz ligeramente temblorosa mientras miraba el fuego—. Informe al policía de que mi marido ha matado al señor Celere.
—Sí, señora —contestó en un tono inexpresivo el mayordomo.
Josephine volvió la espalda al fuego. Sus ojos de color avellana acostumbraban cambiar a un tono verde o gris. No necesitaba mirarse en un espejo para saber que en ese momento reflejaban un miedo incoloro. Se encontraba sola y era vulnerable. Ahora que Marco Celere estaba muerto y su marido se había revelado como un asesino demente, no tenía a nadie a quien acudir. Entonces le vino a la mente Preston Whiteway.
Sí, él la protegería.
—Una cosa más —dijo al mayordomo cuando este empezaba a alejarse—. Envíe un telegrama al señor Preston Whiteway, en el San Francisco Inquirer. Dígale que la semana que viene le visitaré.