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Fui a casa de Tante Juliette con Reinette y Cassis. Madre siguió allí una semana, luego se marchó, quizá por culpabilidad o por miedo, ostensiblemente por su propia salud. Sólo volvimos a verla algunas veces después de aquello. Nos enteramos de que se había cambiado de nombre, adoptando de nuevo su apellido de soltera y se había trasladado a Bretaña. Los detalles posteriores eran vagos. Oí que se ganaba la vida en una panadería, haciendo algunas de sus viejas especialidades. La cocina siempre fue su primer amor. Nos quedamos con Tante Juliette, y nos independizamos tan pronto como pudimos: Reine intentó abrirse camino en el cine, por lo que había suspirado tanto tiempo, Cassis se escapó a París y yo a un matrimonio aburrido pero cómodo. Nos llegaron rumores de que la granja en Les Laveuses había sido sólo parcialmente engullida por el fuego, que los cobertizos estaban casi intactos y que, del edificio principal, sólo la parte de delante estaba completamente destruida. Podríamos haber regresado. Pero se había extendido el rumor de la matanza de Les Laveuses. La admisión de culpabilidad de madre —frente a tres docenas de testigos—, sus palabras: «Fui su puta, lo maté y no me arrepiento», así como los sentimientos que había expresado contra sus paisanos bastaron para condenarla. Se erigió un monumento a los diez mártires de la Gran Matanza y, más adelante, cuando aquellas cosas habían pasado a ser curiosidades para visitar en los ratos de ocio, cuando el dolor por la pérdida y el terror hubo menguado un poco, quedó claro que era poco probable que la hostilidad contra Mirabelle Dartigen y sus hijos disminuyera. Tenía que enfrentarme a la verdad; jamás regresaría a Les Laveuses. Nunca más. Y durante mucho tiempo ni siquiera me di cuenta de lo mucho que lo deseaba.