Receta para crema de licor de frambuesa.
Lo reconocí al instante. Por un momento pensé que sólo se trataba de un montón de hojas. Lo saqué con un palo para limpiar el agua. Se limpian las frambuesas y se les quitan las púas. Se dejan en remojo con agua caliente durante una media hora. Luego vi que era un hato de ropas liadas con un cinturón. No tuve necesidad de registrarle los bolsillos para saberlo inmediatamente. Se cuela el agua de la fruta y se pone en un tarro grande hasta cubrir el fondo. Poner una gruesa capa de azúcar y se van alternando capas de fruta y de azúcar hasta llenar el tarro por la mitad. Al principio no podía pensar. Dije a los niños que había limpiado el pozo y me fui a mi habitación para estirarme. Eché el candado al pozo. No podía pensar con claridad. Se cubre la fruta y el azúcar con coñac, asegurándose de no alterar las capas y luego llenar de coñac el resto del tarro. Dejar reposar al menos unos dieciocho meses.
La letra es pulida y apretujada en los extraños jeroglíficos que madre suele emplear cuando quiere que sus palabras sean secretas. Casi puedo oír su voz mientras habla, la entonación ligeramente nasal, la frialdad de su terrible conclusión.
Debo de haberlo hecho yo. He tenido sueños violentos con mucha frecuencia y esta vez debo de haberlo hecho de verdad. Sus ropas en el pozo. Su identificación en el bolsillo. Debió de presentarse otra vez por aquí y yo le disparé, lo desnudé y lo maniaté y luego lo tiré al río. Casi puedo recordarlo pero no del todo, como si fuese un sueño. Hay muchas cosas que ahora me parecen sueños. No puedo decir que lo sienta. Después de lo que me hizo, de lo que hizo, de lo que dejó que le hicieran a Reine a mí a los niños a mí… —Llegados a este punto, las palabras son ilegibles, como si la estilográfica hubiese sido presa del terror y se hubiese lanzado a hacer garabatos desesperados por la página, pero vuelve a recobrar el control casi de inmediato—… tengo que pensar en los niños. No creo que estén a salvo. Los estaba utilizando todo el tiempo, pensé que era a mí a quien quería pero estaba utilizando a los niños. Contentándome a mí para poderlos utilizar más. Esas cartas. Esas palabras malévolas… pero me hicieron abrir los ojos. ¿Qué hacían ellos en La Rép? ¿Qué más les tenía reservado? Quizá fuera bueno lo que le sucedió a Reine. Al fin le estropeó los planes. Las cosas acabaron por írsele de las manos. Alguien murió. Eso no entraba en sus planes. Esos otros alemanes nunca formaron parte del asunto. También los utilizaba a ellos. Para que cargaran con las culpas si era preciso. Y ahora mis hijos… —Más garabatos frenéticos—… ojalá pudiese acordarme. ¿Qué me ofreció esta vez por mi silencio? ¿Más pastillas? ¿Creería realmente que yo podría dormir sabiendo lo que había pagado por ellas? ¿O sonreiría y me acariciaría la cara de aquella forma especial como si nada hubiese cambiado entre nosotros? ¿Fue eso lo que desencadenó que lo hiciera?… —Las palabras son legibles pero trémulas, reprimidas por un enorme esfuerzo de voluntad—… siempre hay un precio. Aunque mis hijos no. Coged a cualquier otro. A cualquiera. Coged a todo el pueblo si queréis. Eso es lo que pienso para mis adentros cuando veo sus rostros en sueños. Que lo hice por mis hijos. Los mandaré con Juliette durante un tiempo. Acabaré aquí y los recogeré cuando la guerra haya terminado. Allí estarán a salvo. A salvo de mí. Los enviaré lejos a mis dulces Reine Cassis Boise sobre todo a mi pequeña Boise. ¿Qué otra cosa puedo hacer y cuándo acabará todo?… —Se interrumpe aquí; una receta escrita en tinta de color rojo para conejo guisado separa lo anterior del párrafo final que está escrito en un color y estilo diferentes, como si se hubiese tomado mucho tiempo para meditarlo—… todo está arreglado. Los mandaré con Juliette. Estarán a salvo allí. Inventaré alguna historia para contentar a los chismosos. No puedo dejar la granja así como así, los árboles necesitan cuidados para el invierno. Belle Yolande da señales de hongos, tengo que decidir muchas cosas. Además estarán más seguros sin mí. Eso lo sé ahora.
No puedo ni siquiera empezar a imaginar cómo debía de sentirse. Miedo, remordimiento, desespero… y luego el terror de que al final se estuviera volviendo loca, que los delirios hubieran abierto la puerta de sus pesadillas al mundo real, amenazando todo lo que ella amaba… pero su tenacidad lo cortó de raíz. La terquedad que yo heredé de ella, el instinto por aferrarse a lo que era suyo aunque acabara matándola.
No, nunca me di cuenta de lo que tuvo que pasar. Yo tenía mis propias pesadillas. Pero, aun así, había empezado a oír rumores en el pueblo, rumores que eran cada vez más altos y amenazadores y que madre, como siempre, no negaba, ni siquiera parecía darse por enterada. Las pintadas en el gallinero habían desencadenado un goteo de rencor y sospecha que ahora, después de las ejecuciones en la iglesia, empezó a correr con mayor libertad. La gente tiene formas diferentes de expresar su pena, algunos lo hacen en silencio, otros con furia, otros aun con rencor. Raramente la pena hace salir lo mejor de las personas, a pesar de lo que los historiadores locales digan, y Les Laveuses no fue ninguna excepción. Chrétien y Murielle Dupré, después del breve silencio tras la conmoción causada por la muerte de sus dos hijos, se tiraron los trastos a la cabeza, ella hecha una arpía cruel y él un palurdo, mirándose furtivamente en los bancos de la iglesia, ella con un nuevo morado en un ojo, con algo cercano al odio. El viejo Gaudin se encerró en sí mismo como una tortuga que se prepara para hibernar. Isabelle Ramondin, siempre una lengua maliciosa aun en los mejores tiempos, se hizo más artera y falsa, mirando a la gente desde sus ojos negro azulados, con la blanda barbilla temblándole llorosa. Sospecho que tal vez fuese ella quien empezó. O quizá fuese Claude Petit, que nunca habla dicho nada bueno de su hermana mientras estaba en vida pero que ahora parecía el vivo retrato del dolor fraternal. O Martin Truriand, quien pasaba a heredar el negocio de su padre ahora que su hermano estaba muerto… Parece que la muerte siempre hace salir a las ratas de los agujeros, y en Les Laveuses las ratas eran la envidia, la hipocresía, la falsa piedad y la codicia. Al cabo de tres días parecía que todo el mundo miraba con recelo a los demás; la gente se congregaba en grupos de dos en dos y de tres en tres para hablar en susurros y callarse en cuanto alguien se acercaba; algunos rompían a llorar con lágrimas inexplicables y al minuto siguiente le sacaban los ojos al vecino, y poco a poco, incluso yo me apercibí de que las conversaciones acalladas, las miradas de reojo, las imprecaciones susurradas se producían casi siempre cuando nosotros pasábamos por allí, cuando íbamos a correos para recoger las cartas, a la granja de Hourias a buscar leche o a la ferretería para comprar una caja de clavos de mampostería. Siempre las mismas miradas. Los mismos murmullos. En una ocasión fue una piedra lanzada contra mi madre por detrás del establo. Otra, puñados de tierra arrojados contra nuestra puerta después del toque de queda. Las mujeres nos giraban la cara sin saludarnos. Más pintadas, esta vez en las paredes de nuestra casa.
PUTA DE NAZIS, rezaba una. Otra, en la pared del establo de las cabras decía: NUESTROS HERMANOS Y HERMANAS HAN MUERTO POR TI.
Pero madre los trataba a todos con un desprecio indiferente. Empezó a comprar la leche en Crécy cuando la granja de Hourias se quedó seca y echaba sus cartas al correo en Angers. Nadie le hablaba directamente, pero cuando Francine Crespin le escupió a sus pies una mañana de domingo de regreso de la iglesia madre le devolvió el escupitajo, justo en mitad de la cara de Francine, con una increíble rapidez y puntería.
En cuanto a nosotros, éramos despreciados. Paul todavía nos hablaba de vez en cuando, aunque no en presencia de otros. Los adultos parecían no vernos pero, de cuando en cuando, alguien como la demente Denise Lelac nos metía en el bolsillo una manzana o un trozo de pastel, murmurando con su voz cascada: «Tomadlo, tomadlo, por el amor de Dios, es una pena que niños como vosotros tengáis que veros metidos en un asunto así», antes de apresurarse a seguir su camino, arrastrando la falda negra por el ácido polvo amarillento y con la cesta de la compra agarrada fuertemente entre sus dedos huesudos.
El lunes todo el mundo sabía que Mirabelle Dartigen había sido la puta de los alemanes y que por esa razón su familia no había sufrido el castigo. El martes algunas personas recordaron que nuestro padre había expresado simpatías por los alemanes. El miércoles por la noche, un grupo de borrachos —La Mauvaise Réputation había cerrado sus puertas hacía tiempo y la gente se había vuelto más amargada y violenta bebiendo en solitario— vinieron a proferir insultos a nuestra puerta y a lanzar piedras. Nos quedamos en la habitación con las luces apagadas, temblando y escuchando las voces medio familiares, hasta que madre salió para ponerle fin. Aquella noche se fueron pacíficamente. La noche siguiente se marcharon armando un alboroto. Después llegó el viernes.
Justo después de la cena los oímos llegar. Había hecho un día gris y húmedo, como si una vieja manta hubiese sido extendida por el cielo y la gente estaba encendida y quisquillosa. La noche traía un poco de alivio, dejando caer una niebla blanquecina por los campos, de modo que nuestra granja parecía una isla, con la niebla húmeda filtrándose por debajo de las puertas y alrededor de los marcos de las ventanas. Habíamos comido en silencio, como ya era costumbre, y con poco apetito, aunque recuerdo que madre había hecho un esfuerzo para preparar lo que más nos gustaba. Pan recién hecho con semillas de amapola esparcidas por encima, mantequilla fresca de Crécy, rillettes, lonchas de andouillette del cerdo del año anterior, trozos de boudin que chisporroteaban con su grasa y crêpes de trigo sarraceno tostadas en la sartén, tan crujientes y fragantes como las hojas otoñales en una bandeja. Madre, intentando por todos sus medios mostrarse animada, nos sirvió un vaso de sidra dulce de los bolées de barro. Pero ella no la probó. Recuerdo que sonrió continua y doloridamente durante toda la comida, lanzando a veces una risa falsa y aguda como un ladrido, aunque ninguno de nosotros hubiese dicho nada gracioso.
—He estado pensando —su voz era brillante y metálica—. Pensando que quizá necesitemos un cambio de aires. —La miramos con indiferencia. El olor a la grasa y la sidra era abrumador—. Estaba pensando en ir a visitar a Tante Juliette en Pierre-Buffière —prosiguió—. Os gustará aquello. Está en las montañas, en el Limousin. Hay cabras y marmotas y…
—También hay cabras aquí —le dije yo con voz lacónica.
Madre volvió a lanzar otra de esas frágiles e infelices carcajadas.
—Debería haberme imaginado que pondrías alguna objeción —dijo.
Nuestras miradas se cruzaron.
—Quieres que huyamos —le dije.
Por un momento simuló no entender.
—Sé que parece muy lejos —dijo con aquella alegría forzada—. Pero no lo está y Tante Juliette estará tan contenta de vernos a todos…
—Quieres que huyamos por lo que dice la gente —afirmé—. Eso de que eres una puta de nazis.
Madre se ruborizó.
—No deberías hacer caso a las habladurías —replicó en voz brusca—. No trae nada bueno.
—Oh, así que no es verdad, ¿no? —le pregunté simplemente para avergonzarla. Sabía que no lo era… no podía imaginarme que fuese cierto. Había visto putas antes. Las putas eran sonrosadas y rellenitas, suaves y hermosas, con ojos grandes e insípidos y las bocas pintadas como las actrices de cine de Reinette. Las putas se reían, daban grititos y llevaban zapatos de tacón alto y bolsos de piel. Madre era vieja, fea y amargada. Incluso cuando reía era fea.
—Pues claro que no. —Sus ojos me esquivaron.
—Entonces, ¿por qué tenemos que huir? —dije insistentemente.
Silencio. Y en el repentino silencio lo oímos, el primer murmullo bronco de voces afuera, el golpeteo de metales y los zapatazos, antes incluso de que la primera piedra golpeara los postigos. El sonido de Les Laveuses con todo su mezquino resentimiento y rabia vengativa, de personas que ya no eran personas —no había Gaudin, Lecoz o Truriand, ni Dupont o Ramondin— sino miembros de un ejército. Atisbando por la ventana vimos cómo se concentraban fuera de la entrada de nuestro jardín veinte, treinta o más, la mayoría hombres pero también algunas mujeres, algunos con lámparas y antorchas como en una procesión de la cosecha tardía, otros con los bolsillos llenos de piedras. Mientras observábamos y la luz de la cocina se desparramaba por el jardín alguien se volvió hacia la ventana y lanzó otra piedra que partió el viejo marco de madera y esparció vidrios por la habitación. Era Guilherm Ramondin, el hombre de la pata de palo. Apenas pude verle la cara en la luz rojiza y vacilante de las antorchas, pero sentí el peso de su odio incluso a través del cristal.
—¡Zorra! —Su voz era apenas reconocible, espesada con algo más que la bebida—. ¡Sal de ahí, zorra, antes de que decidamos entrar a por ti!
Una especie de rugido coreó sus palabras, acompañado de fuertes pisadas, aclamaciones y una descarga de puñados de arena y terrones que salpicaron nuestras contraventanas entornadas.
Madre abrió un poco la ventana rota y gritó:
—¡Vete a casa Guilherm, loco, antes de que te caigas en redondo y alguien tenga que llevarte a cuestas! —Risas y mofa de la multitud. Guilherm blandió la muleta con la que se apoyaba.
—¡Una respuesta valiente de una zorra alemana! —bramó. Su voz era ronca y sonaba a cerveza aunque las palabras apenas se distinguían—. ¿Quién les habló de Raphaël? ¿Quién les dijo lo de La Rép? ¿Fuiste tú, Mirabelle? ¿Les contaste a las SS que ellos habían matado a tu amante?
Madre abrió de un golpe la ventana.
—¿Valiente? —Su voz era estridente y alta—. ¿Tú eres quien me habla de valentía, Guilherm Ramondin? ¡Lo bastante valiente como para ir a la casa de una mujer honesta y aterrorizar a sus hijos! ¡Lo bastante valiente como para volver a casa la primera semana de batalla mientras que a mi marido lo mataron!
Al oír esto Guilherm emitió un rugido de rabia. Detrás de él la multitud lo coreó en voz ronca. Otra descarga de piedras y tierra golpeó la ventana, haciendo que la tierra se desperdigara por el suelo de la cocina.
—¡Zorra! —Ahora estaban forzando la entrada del jardín, sacándola de sus podridos goznes con facilidad. Nuestro viejo perro ladró una vez, dos y luego calló con un repentino quejido—. ¡No creas que no lo sabemos! ¡No creas que Raphaël no se lo contó a nadie! —Su voz triunfante y odiosa sobresalía entre el resto. En la encendida oscuridad debajo de la ventana vi sus ojos mientras reflejaban la luz del fuego como un mosaico de cristal roto—. ¡Sabemos que negociabas con ellos, Mirabelle! ¡Sabemos que Leibniz era tu amante!
Desde la ventana, madre arrojó un jarro de agua al primero que pilló.
—¡Refrescaos! —gritó furiosa—. ¿Os pensáis que la gente sólo piensa en eso? ¿Os pensáis que todos estamos a vuestro nivel?
Pero Guilherm ya había franqueado la entrada y estaba aporreando la puerta sin inmutarse.
—¡Sal de ahí, zorra! ¡Sabemos lo que has estado haciendo!
Veía la puerta temblar con el pestillo bajo la presión de sus golpes. Madre se volvió hacia nosotros encendida de rabia.
—¡Coged vuestras cosas! ¡Coged la caja del dinero de debajo del fregadero! ¡Coged nuestros papeles!
—¿Por qué…? Pero…
—¡Cogedlo, os digo!
Salimos volando.
Al principio pensé que el «crac» —un ruido terrible que hizo temblar las tablas del suelo podridas— era el sonido de la puerta viniéndose abajo. Pero cuando volvimos a la cocina vimos que madre había arrastrado la vitrina hasta la puerta, rompiendo muchos de sus valiosos platos en el proceso y la estaba utilizando para hacer una barricada en la entrada. También había arrastrado la mesa hacia la puerta, de manera que aunque la vitrina cediera nadie pudiera entrar. En una mano sujetaba la escopeta de mi padre.
—Cassis comprueba la puerta de atrás. No creo que hayan pensado en eso aún, pero nunca se sabe. Reine, quédate conmigo. Boise… —me miró de forma extraña por un instante, con los ojos negros, brillantes e indescifrables, pero fue incapaz de terminar la frase pues en aquel momento un peso terrible chocó contra la puerta abriendo una brecha en la parte derecha del marco, dejando al descubierto un pedazo del cielo nocturno. Los rostros encendidos por el fuego y la furia se asomaron, subidos a espaldas de sus compañeros. Una de las caras era la de Guilherm Ramondin. Su sonrisa era feroz.
—¡No puedes esconderte en tu pequeña casa! —jadeó—. Vamos a sacarte… zorra. Vas a pagar por lo que… hiciste… a…
Incluso entonces, con la casa desmoronándose encima suyo, mi madre logró proferir una amarga risa.
—¿A tu padre? —dijo en voz alta y desdeñosa—. ¿Tu padre, el mártir? ¿François? ¿El héroe? ¡No me hagas reír! —alzó la escopeta para que él pudiese verla—. Tu padre era un patético viejo borracho que se meaba en los pantalones día sí y día también cuando no estaba sobrio. Tu padre…
—¡Mi padre era de la Resistencia! —La voz de Guilherm era aguda por la rabia—. ¿Por qué si no hubiese ido a casa de Raphaël? ¿Por qué si no lo cogieron los alemanes?
Madre volvió a reírse.
—¡Oh!, conque de la Resistencia, ¿eh? Y el viejo Lecoz también supongo que era de la Resistencia ¿no? ¿Y la pobre Agnès? ¿Y Colette? —Por primera vez aquella noche, Guilherm no supo reaccionar. Madre dio un paso hacia la puerta rota con la escopeta levantada.
»No te digo todo esto porque sí, Ramondin —dijo—. Tu padre no era más de la Resistencia que yo soy Juana de Arco. Era un pobre y triste diablo, eso es todo, a quien le gustaba hablar demasiado y que no conseguía que se le empinase ni clavándole un alambre primero. Lo que sucedió fue que estaba en el lugar incorrecto a la hora incorrecta, como el resto de vosotros, idiotas de ahí fuera. ¡Ahora idos a casa! ¡Todos vosotros! —Disparó un tiro al aire—. ¡Todos! —rugió.
Pero Guilherm era tozudo. Se encogió cuando los trozos de madera pulverizada le rozaron la mejilla pero no se agachó.
—Alguien mató a ese boche —dijo en una voz más sobria—. Alguien lo ejecutó. ¿Quién si no la Resistencia? Y luego alguien los delató a las SS. Alguien del pueblo. ¿Quién si no tú, Mirabelle? ¿Quién?
Mi madre empezó a reír. En la luz de las llamas podía ver su rostro, alborotado y casi hermoso por la rabia. A su alrededor las ruinas de su cocina en pedazos y fragmentos. Su risa era terrible.
—¿Quieres saberlo, Guilherm? —Había una nota nueva en su voz, una nota casi de alegría—. No te irás a casa hasta que no lo sepas, ¿verdad? —volvió a disparar la escopeta al techo, haciendo que la argamasa cayera como plumas ensangrentadas a la luz del fuego—. ¿De verdad quieres enterarte de una jodida vez?
Lo vi estremecerse con las palabras más que con el disparo de la escopeta. En aquellos días era normal que los hombres dijeran palabrotas pero que las mujeres lo hiciesen… una mujer decente, al menos… era impensable. Comprendí que con sus propias palabras acababa de condenarse ella misma. Pero madre no parecía haber terminado.
—Voy a contarte la verdad, ¿eh, Ramondin? —dijo. Su voz estaba entrecortada por la risa (histeria, supongo), pero en aquel momento estaba convencida de que se lo estaba pasando bien—. Te diré cómo sucedió en realidad, ¿eh? —asintió alegremente—. Yo no tuve que acusar a nadie ante los alemanes, Ramondin. ¿Y sabes por qué? ¡Porque yo maté a Tomas Leibniz! ¡Lo maté! ¿No me crees? ¡Lo maté! —Oí cómo apretaba secamente el gatillo aunque los dos cañones estaban vacíos. Su sombra fluctuante en el suelo de la cocina era roja y blanca y gigantesca. Su voz se elevó hasta convertirse en un alarido—. ¿Te hace sentir eso mejor, Ramondin? ¡Yo lo maté! Sí que fui su puta, y no me arrepiento. ¡Yo lo maté y lo volvería a matar otra vez si tuviera que hacerlo! ¡Mil veces lo mataría! ¿Qué te parece eso? ¿Qué coño te parece eso?
Aún estaba gritando cuando la primera antorcha cayó en el suelo de la cocina. Aquella se apagó, aunque Reinette se echó a llorar tan pronto como vio las llamas, pero la segunda prendió en las cortinas y la tercera aterrizó en lo que quedaba de la vitrina. El rostro de Guilherm había desaparecido de la parte superior de la puerta, pero lo oía gritando órdenes afuera. Otra antorcha, un manojo de paja muy parecido al empleado para hacer el trono de la Reina de la Cosecha, fue a parar volando a lo alto de la vitrina y aterrizó ardiendo lentamente en el centro de la cocina. Madre seguía gritando fuera de sí:
—¡Lo maté, cobardes! ¡Lo maté y me alegro de haberlo hecho y os mataré a vosotros, a todos los que se metan conmigo y con mis hijos!
Cassis intentó cogerla del brazo y ella lo tiró contra la pared.
—¡La puerta de atrás! —le grité a Cassis—. ¡Tenemos que salir por la puerta de atrás!
—¿Y qué hacemos si están esperando? —lloriqueó Reine.
—¿Y qué? —le grité impaciente.
De pronto, los rumores y los silbidos se volvieron salvajes afuera. Cogí a mi madre por un brazo. Cassis la cogió por el otro. Juntos la arrastramos, todavía desvariando y riendo, hacia la parte de atrás de la casa. Naturalmente que estaban esperando, con sus rostros encendidos a la luz del fuego. Guilherm nos cerró el paso, flanqueado por Lecoz el carnicero y Jean-Marie Hourias, con una expresión un tanto avergonzada pero con una sonrisa de hoz. Demasiado borracho quizá, o tal vez cauto, animándose para el acto de matar, como los niños cuando juegan a desafiarse mutuamente. Ya le habían prendido fuego al corral y al establo. El hedor a plumas quemadas casaba con el frío húmedo de la niebla.
—No vais a ningún sitio —dijo Guilherm agriamente. Detrás de nosotros la casa susurraba y parecía emitir una risa sofocada mientras era pasto de las llamas.
Madre le dio la vuelta a la vieja escopeta y con un gesto casi demasiado rápido para verla le propinó un golpe en el pecho con la culata. Guilherm se cayó. Por un instante quedó un hueco en el lugar donde él había estado y me escurrí por allí, por debajo de los codos, serpenteando entre una maleza de piernas, palos y horcas. Alguien me cogió de los pelos pero yo era escurridiza como una anguila en aceite y me escabullí entre la exaltada multitud. Me vi a mí misma empujada, sofocada entre la repentina oleada de cuerpos. Me abrí paso a empellones al aire y al espacio, apenas sintiendo los golpes que me caían encima. Eché a correr campo a través hacia la oscuridad, refugiándome en una hilera de frambuesos. En algún lugar detrás de mí me pareció oír la voz de mi madre, más allá del miedo ahora, furiosa y gritando. Parecía un animal defendiendo a sus crías.
El hedor a humo se hacía cada vez más fuerte. Enfrente de la casa algo se cayó con un ruido seco y sentí una suave bofetada de calor llegar hasta mí a través del campo. Alguien —creo que fue Reine— gritaba ahogadamente.
La muchedumbre era una cosa informe, toda odio. Su sombra se extendía hasta los frambuesos y más allá. Detrás, apenas llegué a tiempo de ver el lejano tejado de la casa desmoronarse en una rociada de fuegos artificiales. Una chimenea purpúrea de aire hipercalentado se elevó al cielo, lanzando espuma y petardos, graznando en el cielo gris como un géiser de llamas.
Una figura rompió de la multitud informe y corrió a través del campo. Reconocí a Cassis. Hizo una carrera hacia el maizal, creo que se dirigía al puesto de vigilancia. Un par de personas empezaron a seguirlo pero la granja en llamas tenía a la mayoría hipnotizada. Además, era a madre a quien querían. Podía distinguir sus palabras entre las gargantas gemelas de la multitud y el fuego. Gritaba nuestros nombres.
—¡Cassis! ¡Reine-Claude! ¡Boise!
Me puse en pie detrás de los frambuesos, lista para echar a correr si alguien se acercaba. Poniéndome de puntillas pude vislumbrarla un instante. Parecía algo salido de un cuento de pescadores, cogida por todas partes pero agitándose furiosamente, con el rostro encarnado y ennegrecido por el fuego, la sangre y el humo, un monstruo de las profundidades. También acerté a ver otras caras: Francine Crespin, su cara de santa con los ojos de cordero distorsionada en un grito de odio, el viejo Guilherm Ramondin como un ser de ultratumba. Ahora había miedo en el odio, el tipo de miedo supersticioso que sólo puede curarse mediante la destrucción y el asesinato. Les había costado algún tiempo prepararse, pero el tiempo de matar había llegado. Vi a Reinette escabullirse por uno de los flancos de la multitud hacia el maizal. Nadie intentó detenerla. Para entonces, a la mayoría les hubiera costado reconocer quién era, cegados como estaban por el ansia de sangre.
Madre cayó. Me imagino una mano alzada sobre los rostros crispados. Fue como algo sacado de los libros de Cassis: La plaga de los Zombis o El valle de los caníbales. Lo único que faltaba eran los tambores de la jungla. Pero la peor parte del horror era que conocía aquellos rostros que vislumbraba brevemente, gracias a Dios, en la oscuridad refulgente. Aquel era el padre de Paul. Aquella era Jeannette Crespin, que casi había sido la Reina de la Cosecha, apenas dieciséis años y con el rostro manchado de sangre. Incluso el padre Froment estaba ahí… aunque resultaba imposible discernir si estaba intentando poner orden o contribuir al caos. Palos y puños martilleaban la cabeza y la espalda de mi madre, ella enroscada en sí misma como un puño cerrado, como una mujer con un bebé en sus brazos, gritando aún desafíos, aunque apagados ahora por el peso caliente de la carne y el odio.
Entonces sonó el disparo.
Todos lo oímos, incluso, por encima del ruido; el graznido de un arma de grueso calibre, una escopeta de dos cañones quizá, o uno de los revólveres antiguos que se guardaban aún en los áticos de las granjas o debajo de las tablas del suelo en los pueblos de toda Francia. Fue un disparo a lo loco —aunque Guilherm Ramondin sintió que le chamuscaba la mejilla e inmediatamente vació su vejiga por el terror— y las cabezas se volvieron curiosas para ver de dónde procedía. Nadie lo sabía. Debajo de las manos, súbitamente paralizadas, mi madre empezó a arrastrarse, sangrando por una docena de lugares; le habían tirado tanto del pelo que tenía el cuero cabelludo con rodales totalmente pelados, le habían clavado un palo afilado a través de la mano, de forma que los dedos habían quedado irremediablemente extendidos.
El ruido del fuego —bíblico, apocalíptico— era ahora el único sonido. La gente aguardaba, recordando quizás el ruido del pelotón de ejecución frente a Saint Jêrome, temblando tal vez por sus propias intenciones sangrientas. Una voz llegó (desde el campo de maíz, tal vez, o desde la casa incendiada, o incluso desde el mismísimo cielo), una voz masculina, retumbante y autoritaria, imposible de pasar por alto o desobedecer.
—¡Dejadlos!
Mi madre seguía arrastrándose. La multitud incómoda se abrió en dos para dejarla pasar como el trigo con el viento.
—¡Dejadlos! ¡Volved a casa!
La voz sonaba algo familiar, dijo la gente más tarde. Había una inflexión que reconocían pero que no podían identificar del todo. Alguien gritó presa de la histeria:
—¡Es Philippe Hourias! —Pero Philippe estaba muerto.
Un escalofrío recorrió a la gente. Mi madre alcanzó el campo abierto, poniéndose en pie desafiante. Alguien se adelantó para detenerla y luego se lo pensó mejor. El padre Froment baló algo débil y bienintencionado. Un par de gritos airados vacilaron y se extinguieron en el silencio supersticioso. Cautelosamente, con insolencia, sin desviar el rostro de su mirada colectiva empecé a avanzar hacia mi madre. Me sentía arder la cara por el calor y mis ojos reflejaban la luz de las llamas. La tomé de la mano sana.
La amplia extensión del campo de maíz de Hourias se abría ante nosotras. Nos adentramos en ella sin una palabra. Nadie nos siguió.